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La piedra al fondo del estanque – Ghislain Nouvellon

Samuel Jankowski era comerciante. Poseía una pequeña tienda de ropa en un barrio popular de Varsovia que había heredado de su padre y que, con el pasar de los años, su trabajo y su dedicación, consiguió hacer prosperar. Era un hombre exigente en la compra de telas y confección de trajes que luego vendía a su clientela habitual. El rostro de satisfacción de sus clientes, con el tiempo convertidos en amigos, era su mejor regalo. Era una vida entera dedicada a la toma de medidas, al corte, al tinte y a complacer a quienes luego llevarían con orgullo el fruto de su pasión. Por aquella época donde reinaba el miedo, encontrar a un hombre que disfrutara tanto con su trabajo y se mantuviera ajeno a los acontecimientos en el interior de su país y fuera de él, era algo del todo inusual. Cumplía además con el rigor de su fe: celebraba el Sabbat y las distintas fiestas religiosas del pueblo judío. Estudiaba la Torá y el Talmud y observaba los preceptos de su religión con la misma devoción que dedicaba a su trabajo. Y todo esto le había proporcionado un puesto importante dentro de su comunidad. Con veinte años, contrajo matrimonio con Raquel con quien compartía muchas más cosas que su origen. Nacieron cuatro hijos de los que se sentía muy orgulloso y, por un tiempo, fue feliz. Pero esto no tenía importancia. Había dejado de tenerla en una sociedad que había perdido el valor de defender la vida y la paz. Una sociedad donde el respeto de las razas humanas y de sus diferencias se había perdido en beneficio de una homogeneidad forzada con la violencia. El invierno había empezado con sus helados vientos y sus incesantes lluvias que convertían a Polonia en un enorme aguacero. Todo había cambiado, el gobierno y el ejército derrotados de forma humillante por las escuadras invencibles de la Wermacht habían dejado un vacío en la vida pública que unos asesinos iban a colmar con sus actos. La guerra duró sólo tres semanas en las que el pueblo polaco creyó resistir al invasor alemán por el oeste, y al soviético por el este. Tres semanas en las que Hitler y Stalin se repartieron el pastel en un copioso festín al que ni un solo polaco fue invitado. Tan ilustres comensales compartirían algo más que su nombre en las páginas negras de la historia de la humanidad: sentían el mismo odio por el pueblo judío al que acusaban, aunque de distinta forma, de todos los males de la tierra. No sabían bien porque, incluso podría pensarse que no tenían las ideas claras sobre el origen de este odio. Un odio que en tierras soviéticas se traducía en Polgroms, y en los dominios del III Reich en campos de concentración. Medios distintos para un mismo fin: el exterminio de un pueblo cuyo único crimen fue el de servir de chivo expiatorio de las creencias y mentalidades de los pueblos con los que les había tocado convivir durante los últimos dos mil años. Samuel había visto irrumpir los tanques alemanes una fría mañana de septiembre en la ciudad en la que había nacido. Vio con horror como el fin del mundo se hacía realidad y reconoció en aquellos uniformes verdes al demonio contra el que debía luchar. Y luchó, pero su esfuerzo no fue suficiente.


Fueron miles como él los hombres y mujeres encerrados en unos pocos kilómetros cuadrados en el centro de la ciudad. Podían vivir, pero poco más. Tanto agobio de gente era insoportable y los llantos y la desesperación se adueñaban incluso del más fuerte de los hombres. Cayó el gueto de Varsovia y Samuel fue cogido por los soldados alemanes. Le separaron de su familia y le subieron a empujones a un tren con rumbo a un lugar que no conocía, pero cuyo nombre le resultaba siniestro: Auschwitz. Nunca imaginó que el infierno pudiera existir en la tierra. Nunca lo había imaginado, pero ahora lo estaba viviendo. Auschwitz, tal vez el más conocido de los campos de concentración alemanes, y seguramente el más “eficaz”, se componía de tres complejos. El primero, conocido como Stammlager, se encontraba en los restos de un antiguo cuartel polaco y era destinado a la concentración de los detenidos. El segundo, bajo el nombre de Birkenau, pasó de ser el campo de prisioneros para lo que fue construido, a un gigantesco campo de exterminio contando hasta con cuatro cámaras de gas. Por último, el complejo conocido como Monowitz, alejado unos seis kilómetros, distribuía mano de obra esclava a las fábricas vecinas. Como tantos otros, Samuel llegó al campo encerrado en un destartalado tren de mercancías atiborrado de presos. Muchos de ellos llegaban de localidades situadas a casi dos mil kilómetros del campo en un viaje que duraba cerca de diez días sin recibir alimento y sin gozar de medidas sanitarias o higiénicas. No era de extrañar que, en esas condiciones, algunos de ellos, hombres, mujeres, niños o incluso recién nacidos, llegarán muertos. Samuel tuvo suerte, eso pensaba, porque llegó sano y pudo dejar sus maletas donde le señalaban los soldados entre gritos y gestos. Pudo luego situarse en una de las cinco filas junto a los demás recién llegados y pasar el control médico dónde le juzgarían apto para el trabajo forzado. Y, por lo tanto, pudo hacerse las tres fotos reglamentarias, inscribir su nombre en el registro de los ingresados y dejarse tatuar un número en el brazo izquierdo. Finalmente, pudo descansar en el barracón que le serviría de alojamiento. Era una antigua caballeriza en las que convivían cerca de mil personas donde antes no cabían más de cincuenta caballos. Tal concentración se había logrado edificando un segundo piso y aprovechando al máximo el espacio convirtiendo el reposo y el sueño en otro infierno. Ya no creía en nada, no sabía si Raquel y sus hijos seguían vivos o estaban muertos. Sobrevivía como podía, con la excesiva dificultad de vivir un día más. Sabía que al final del túnel se encontraba su salvación: la muerte, otra solución más apacible no cabía en su mente. Y la aguardaba con la ilusión de acabar con la pesadilla que le tocaba vivir. Sólo tenía un deseo, morir rápidamente.

Ya no con dignidad, esto era mucho pedir, pero sí sin sufrimiento. No le asustaba, por lo tanto, ducharse en uno de los barracones sin toma de agua donde la gente entraba viva y salía muerta. Era un secreto a voces. Algunos de sus compañeros participaban en las tareas de retirada de los cadáveres y en el «reacondicionamiento» de las pertenencias de los difuntos. Aquellos hombres eran conocidos como los Sonderkommando y eran escogidos entre los recién llegados. Trabajaban en las cámaras de gas, cargando y descargando los cadáveres de los fallecidos. Les retiraban adornos de valor como anillos o pendientes, les arrancaban muelas o dientes de oro, les cortaban el pelo, y quemaban sus documentos de identidad. Luego llevaban los cuerpos hasta los hornos para su incineración. Los miembros de los Sonderkommando acababan siempre siendo también víctimas del sistema de exterminio. A Samuel no le asustaba morir de esta forma, a nadie le asustaba ya. Tal vez por eso, los confinados en aquella Gehena, aunque sabían a lo que se enfrentaban en las duchas, acudían a ellas sin ofrecer resistencia como el cordero que va a ser degollado. Pero había otra forma de morir, más cruel y más lenta. Y esta se acometía de noche en un pequeño barracón apartado del resto del campo y cuya utilidad, decían sus ocupantes, era la de servir de alojamiento a enfermeros y médicos del hospital. Era una utilidad ficticia porque dentro de un recinto donde se trabaja con la muerte, luchar por la vida carecía de interés. Aunque era verdad que existían médicos, éstos no ayudaban a los internos, sino que experimentaban con ellos. De hecho, en Auschwitz, los médicos de las SS no realizaban pruebas “médicas”, sino más bien atroces experimentos sobre los detenidos. La segunda categoría de experimentos era más compleja y de un alcance mayor porque se utilizaban medios poco ordinarios para lograr fines poco ordinarios. Para este fin trabajaba el doctor Carl Clauberg que, experimentando con mujeres, investigaba métodos de esterilización. También estaba el doctor Mengele que, para sus estudios de genética y antropología, realizaba experimentos con niños gemelos e individuos mutilados. Había quien investigaba los efectos de nuevos medicamentos mediante aplicación de sustancias tóxicas sobre la piel de las víctimas o realizando todo tipo de injertos. Samuel ahogó un grito cuando uno de los presos del Sonderkommando vino a despertarle una helada noche de enero. Lo reconoció por su indumentaria. Tenía un uniforme similar al suyo, pero más reciente que, sin duda, le había arrancado a otro preso. En cualquier caso, no eran harapos como los que vestía Samuel. Le gritó algo que no pudo entender, pero intuyó que se trataba de una pequeña visita de reconocimiento al barracón de la muerte.

Y obedeció con la resignación de un condenado a muerte cuya única ilusión es la de vivir a través de la muerte el final de su dolor. Siguió a aquel hombre, aquel fatídico hombre, hasta lo que parecía un chalet suizo. Era una pequeña casa de madera oscura de un solo piso sin ventanas. Una única puerta custodiada por una pareja de soldados de las SS. Samuel se encontró sólo en el interior de una sala oscura donde el olor a antiséptico causaba mareo. Permaneció de pie unos pocos segundos hasta que un enfermero vestido con una inmaculada bata vino en su búsqueda. Era un hombre fuerte, con aspecto de luchador. Con lo delgado que Samuel estaba no habría podido hacerle frente y lo irremediable solo habría sufrido una ligera demora. Así que lo siguió hasta una sala adjunta donde una bombilla era la única fuente de luz sobre una sencilla mesa de madera. Parecía un antiguo quirófano despojado de sus equipos médicos que habían sido entregados al ejército para permitir salvar a los soldados que morían a miles defendiendo las fronteras del ahora casi derruido imperio nazi. Estaba oscuro y el olor a lejía le produjo un leve mareo. Alrededor de él, Samuel pudo ver unas cuantas caras que no logró reconocer porque permanecían en la oscuridad de la habitación. Todos estos individuos, con idénticas indumentarias, le observaban impávidos. Uno de ellos, el que parecía de mayor edad se acercó hasta él y le rogó que se sentará. A Samuel le sorprendió que le hablarán al fin como a un hombre, pero seguía desconfiando. Se subió la manga del brazo izquierdo como le habían pedido y leyó en voz alta el número que llevaba tatuado en el antebrazo. Otro hombre, que hacía las veces de secretario de tan repulsivo comité, apuntó el número en un enorme cuaderno. Tardó un tiempo que le pareció una eternidad en caligrafiar la letra y los seis dígitos que a Samuel le habían marcado con hierro candente en medio segundo unos cuantos meses atrás. Cuando hubo terminado, todos los presentes se sentaron y Samuel les imitó. El hombre de pelo canoso y modales refinados que le había dirigido la palabra anteriormente estaba frente a él, escudriñándole como el niño que observa codicioso su pastel de cumpleaños antes de comérselo. Samuel pudo fijarse en su cara a pesar de la poca luz que tenía a su alcance. Observó el brillo de los cristales de sus gafas y un leve tic en uno de los párpados. Tenía dos carpetas sobre la mesa, y en cada una de ellas había unas láminas de papel con unos trazos sencillos que representaban el sol, el mar, una estrella, un círculo, un cuadrado y otros motivos propios de un juego de asociación. Samuel estaba intrigado. Quiso mirar de cerca las láminas, pero no pudo hacerlo porque otro hombre le sujetaba a la silla atándole las muñecas por detrás con una correa de cuero que le dañaba la piel.

Otro enfermero se acercó con un plato de barbero y una cuchilla de afeitar. Le cubrió la cabeza de una espuma compuesta a partes iguales de jabón y detergente, y le afeitó la cabeza. Duró unos pocos instantes y el pelo fue cayendo por mechones al suelo. El mismo enfermero lo recogió luego con una pequeña escoba y luego limpió los restos de espuma de la cabeza de Samuel. Acabó de frotarle la nuca con la toalla y luego la humedeció con un rodillo impregnado, pero, ¿para qué? No era agua, o sí lo era, pero en parte. Era una solución de sales cuyo único propósito era el de facilitar la conducción eléctrica. Y esto, Samuel sólo lo entendió cuando sintió los pinchazos en su nuca de unas finas agujas que luego el enfermero conectó a una máquina de madera situada en una de las esquinas de la sala. Estaba en la parte oscura y no la podía ver con claridad. Sólo pudo ver a aquel hombre cerca de lo que parecía una manivela y entonces lo entendió todo. Le habían injertado electrodos en la piel y la máquina era una fuente eléctrica. Le iban a freír. El enfermero se retiró volviendo a su sitio en alguna de las esquinas de la habitación cuyas dimensiones Samuel no lograba averiguar. Entonces, el hombre sentado frente a él, el único que parecía conservar un poco de la humanidad que los demás habían perdido, se levantó y con andar suave pero decidido pasó cerca de él para colocarse a su espalda. Samuel sintió su mirada concentrada en su nuca como el cañón de un fusil. Sintió unos ojos pequeños y avispados cuyo brillo atravesaba las pequeñas gafas de cristales redondos y montura metálica que le colgaban de una nariz aguileña. Observaba e iba enumerando imperfecciones y deformaciones. Parecía un reconocimiento visual cuyo fin Samuel no lograba discernir pero que imaginaba atroz. —¿Recuerda haber padecido alguna enfermedad mental grave? —le preguntó el hombre. Samuel salió del letargo en el que se encontraba e hizo un esfuerzo por entender la pregunta y luego otro por pronunciar una respuesta. —No —contestó al tiempo que permanecía con la vista clavada en un punto imaginario perdido en algún lugar de la sala. —¿Depresión? ¿Traumas? ¿Pesadillas? —seguía preguntando mientras Samuel contestaba repetidos noes. —¿Recuerda antecedentes de estas enfermedades en alguno de su familia? Samuel pensó unos segundos. Examinó caras difusas en su memoria y sintió una inmensa pena. Se repuso y volvió a contestar con la negativa. Acabó el interrogatorio y el médico regresó a su asiento, frente a Samuel.

—Procure recordar las caras de las cartas que le voy a mostrar. Luego le iré presentado una a una cada carta y usted deberá describirme la correspondiente en la otra mitad. —El hombre mayor le miraba con una ligera sonrisa dibujada en los labios. No era una expresión de sadismo, sino la del hombre que se compadece del sufrimiento que le va a producir a un semejante. —No quiero que usted me conteste de memoria, quiero que lo haga atendiendo a su intuición. No sé si me entiende. —No, no le entendía y eso se deducía en su cara. —Verá, cada electrodo que hemos colocado en la parte posterior de su cabeza va a excitar un área determinada de su cerebro. Es el área donde se produce la voluntad del sujeto. Procederemos a inhibir unos cuantos nervios para que usted deje de poseer la voluntad de decir lo que cree que debe decir. Lograremos que diga sólo lo que deseamos escuchar. Creo que ahora sí me ha entendido y, si le parece, procederemos a realizar el estudio. Samuel no entendía la finalidad de la tortura, pero sí que no le serviría de nada intentar memorizar las cartas porque iba a recibir descargas en el cerebro de todos modos. Entonces entendió que no podría recurrir a su inteligencia, a su memoria, incluso a su intuición para salvar su vida. Su final en este mundo lo había decido aquel hombre de aspecto respetable que tenía sentado enfrente. Y durante unos largos minutos vio un sinfín de láminas levantarse y abatirse en la baraja, levantarse y abatirse otra vez, y otra más, con el sonido repetitivo de los latidos de su corazón. Parecía interminable. Solestrella, círculo-mar, rayo-cuadrado y más aún. Y ya no recordaba ni la primera pareja, ni siquiera la última. Sólo recordaba los rostros de su familia que ahora tenía en mente. También pronunció en su interior unas plegarias que destinaba a cada uno de ellos. Eran oraciones a modo de disculpa, reconocimiento, esperanza, pero sobretodo amor. Ahora sólo esperaba que toda esta farsa terminase ya. Ya no había más cartas que mostrar y el enfermero que custodiaba la máquina giró varias veces la manivela produciendo un ruido de engranajes metálicos como los de un tren que se pone en marcha. La paró, movió un botón con graduaciones hacia una etiqueta roja cuyo contenido leyó en voz alta: veinte miliamperios.

Activó un pulsador y Samuel percibió un ligero pinchazo en algún lugar de su cabeza, pero no sabía bien dónde. No sintió nada más, sólo percibió los latidos de su corazón como los sonidos de las pisadas de un caballo desbocado. El enfermero volvió a girar la manivela, graduó otra vez y se volvió hacía el médico a la espera de la señal. Este levantó una carta de la baraja que tenía a su izquierda. Tenía el dibujo de una estrella. —¿Puede decirme qué carta forma pareja con ésta, por favor? Samuel dudó. Iba a contestar cualquier cosa, qué más da, pero el médico no le dejó. Había colocado su dedo índice sobre su boca rogándole silencio. Entonces levantó la carta correspondiente en la otra baraja y la miró sin enseñársela a Samuel. Giró la cabeza hacia el enfermero que estaba frente al generador de electricidad y le dijo un número y una letra. El enfermero localizó el botón cuya etiqueta correspondía a lo que había oído y lo accionó. Entonces Samuel sintió una descarga que le pareció un millón de veces mayor que la primera. Su cuerpo se convulsionó sobre la mesa, los miembros se agarrotaron y sus pensamientos desaparecieron. Sólo sentía dolor. Gimió, pero no gritó, aún quería conservar su dignidad. Pasado un segundo, su cuerpo se relajó y el dolor se fue desvaneciendo poco a poco. Ahora sufría un atroz dolor de cabeza. —¿Y bien? —le preguntó el hombre que tenía enfrente y que ahora, con la vista nublada, no lograba ver. No supo qué contestar. Quiso gritar. Quiso tener la fuerza de Sansón y matar a sus carniceros. Pero no pudo y no se le ocurrió nada más que decir lo primero que se le ocurrió. —Mar. Samuel no reconoció su voz. Parecía un jadeo.

Un sonido débil que había encontrado un hueco dentro de su garganta para salir. Y no supo porque había dicho esto. Tampoco supo si había acertado o no. Como única respuesta logró observar, a través de la cortina que tenía alrededor de sus ojos, al otro enfermero reproducir en su cuaderno el dibujo que había dicho. Y volvieron a empezar. Y así varias veces. ¿Diez? ¿Veinte? Samuel ya no era el mismo. De algún modo ya no estaba dentro de su cuerpo y no lograba pronunciar ningún sonido. Había dejado de ser útil para el experimento y quien lo dirigía decidió darle el golpe de gracia. Ordenó al enfermero que fuera ejecutado. Así, llamo a uno de los soldados de la entrada y juntos llevaron a Samuel agonizante fuera del barracón. Hacía mucho frío fuera, pero esto, Samuel, ya no lo percibía. Anduvieron unos pasos y alcanzaron una tapia que separaba el horno número cuatro del resto de los barracones. Dejaron a Samuel en el suelo y a éste le entró mareo, se giró como pudo y vomitó una mezcla de bilis y agua. Entonces el soldado empuñó su pistola. Un solo disparo le bastaría, debía ahorrarse la munición.

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