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La peonza del tiempo. Segregacion – Vernor Vinge

¡PERO VIO UNA LUZ! En la costa. ¿Puede comprender lo que esto significa? Diego Ribera y Rodríguez se inclinó sobre el pequeño escritorio de madera para recalcar su insinuación. Su interlocutor se hallaba sentado en la sombra y evitaba el débil resplandor de la lámpara de aceite de ballena que colgaba del techo del camarote. Durante la momentánea pausa en la discusión, Diego oyó silbar agudamente el viento entre los mástiles y jarcias. Se sintió súbita y penosamente consciente del balanceo del puente y del lento columpiar de la lámpara. Pero continuó con la mirada fija en el hombre que frente a él estaba, en espera de una respuesta. Finalmente, el capitán Manuel Delgado inclinó su cabeza sacándola de las sombras, y sonrió desagradablemente. Su enjuto rostro y el negro bigote pronunciado le daban el aspecto de lo que era: un ejecutor de poder…político, militar y personal. —Significa gente —respondió—. ¿Y qué? —Eso es. Gente. En la península Palmer. El continente Antártico está habitado. ¡Vaya, el hallar seres humanos en Europa no podía ser ya más fantástico! —Mire, señor. Me doy vagamente cuenta de la importancia de lo que usted dice. —Sonrió otra vez con aquella peculiar manera—. Pero el Vigilancia… Diego probó de nuevo. —Hemos de desembarcar sencillamente e investigar la luz. Considere sólo la importancia científica de todo ello… —El antropólogo había dicho una inconveniencia. La cínica indiferencia de Delgado dio paso, en su cara joven y de acusados rasgos marcados por la experiencia, a una expresión fiera. —¡Importancia científica! Si esos babosos australianos amigos suyos quisieran, podrían darnos todo el conocimiento científico jamás conocido. Pero ellos tienen a sus “simpatizantes” —apuntó con un dedo a Ribera— recorriendo todo el Hemisferio Sur, haciendo una labor de “búsqueda” que debe haber sido efectuada diez veces hace más de doscientos años. Los puercos ni siquiera emplean el conocimiento en su propio beneficio. —Esta era la mayor condena que Delgado podía pronunciar. Ribera contuvo a duras penas una réplica mordaz, pues ya era más que bastante un error aquella noche.


Podía comprender, aunque no aprobar, el encono de Delgado contra una nación que había tenido la suficiente cordura (o suerte), para no incendiar sus bibliotecas durante los alborotos y desórdenes que siguieron a la Guerra Mundial del Norte. Los australianos tienen el conocimiento, muy bien, pensó Ribera, pero también tienen el buen criterio de saber que deben efectuarse algunos cambios en la sociedad humana antes de que ese conocimiento pueda ser reinstaurado, o de lo contrario nos veríamos envueltos en una Guerra Mundial Sur y acabaríamos con la raza humana. Esto era lo que Delgado y muchos otros se negaban a aceptar. Pero, realmente, señor capitán, estamos haciendo una investigación original. Las corrientes y poblaciones del Océano cambian en el curso de los años. Nuestros datos son a menudo muy diferentes de los que sabemos fueron recogidos antes. Esa luz que Juárez vio esta noche es la evidencia más firme de que las cosas son distintas. Y para Diego Ribera, ello era especialmente importante. Como antropólogo no había tenido nada que hacer durante el viaje, excepto marearse. Mil veces se había preguntado por qué había sido él quien organizara la inclusión de ecólogos y oceanógrafos en el buque; ahora lo sabía. Si tan sólo pudiese convencer a este intolerante marino… Delgado pareció relajado de nuevo. —Y además, señor profesor, debe usted recordar que sus “científicos” son realmente superfluos en esta expedición. Tuvo usted suerte en meterse a bordo. Era verdad. El Presidente Imperial era aún más hostil que Delgado para con la Universidad de Melbourne. A Ribera no le gustaba pensar en toda la suma de pelotilleos y triquiñuelas que había sido necesaria para incluir a aquella gente en la expedición. La réplica del antropólogo al último comentario del capitán brotó respetuosa, casi humildemente. —Sí, ya sé que está usted haciendo algo verdaderamente importante aquí. —Hizo una pausa. ¡Al diablo!, pensó, asqueado de pronto ante su propia actitud congraciadora. Este estúpido no escuchará a la lógica o al halago—. Sí, verdaderamente importante —repitió—. Allá en Buenos Aires, el astrólogo mayor del presidente imperial consultó su bola de cristal, o lo que fuese, y dijo a Alfredo IV, con tono sepulcral: “Señor Presidente, las estrellas han hablado. Todos los secretos del goce y la riqueza se hallan en la isla flotante Coney. Enviad a vuestros hombres en dirección al sur para hallarla.

” Y así usted, el comandante-piloto del Vigilancia, y la mitad de los deficientes mentales de Sudamérica, se hallan andorreando en torno a la costa antártica en busca de la Isla Coney. Ribera expelió aliento y sátira al mismo tiempo. Sabía que su temperamento, durante tanto tiempo enjaulado, no había sino arruinado todos sus planes y quizá puesto en peligro su vida. La cara de Delgado pareció helarse. Su mirada revoloteó por encima del hombro de Ribera, posándose en un espejo estratégicamente situado en el espacio comprendido entre el marco de la puerta del camarote y su umbral. Luego volvió a mirar al antropólogo. —Si yo no fuese un hombre razonable, sería usted pasto de las oreas antes de mañana por la mañana. —Luego sonrió con mueca sinceramente amistosa—. Además, tiene usted razón. Esos imbéciles de Buenos Aires no son aptos para gobernar una pocilga y mucho menos el Imperio Sudamericano. Alfredo I era un nombre, un superhombre. Antes de que los trastornos de la guerra se hubiesen apagado, unió un continente entero en un solo puño, un continente que nadie había sido capaz de unificar con aviones a chorro y armas automáticas. Pero sus sucesores, especialmente el de ahora, son vagabundos supersticiosos. Francamente por eso no puedo desembarcar en la costa. El astrólogo imperial, ese tal Jones y Urrutia, pretendería, a nuestro regreso, que yo había provisto de lo necesario a sus simpatizantes australianos, y el presidente le creería, y probablemente yo sería expedido con un billete de ida sólo al hemisferio norte. Ribera quedó silencioso durante un segundo, intentando aceptar la súbita amistosidad de Delgado. Finalmente se aventuró a decir: —Yo habría pensado que, aunque usted aprecia a los astrólogos, parece tenernos bastante aversión a los científicos. —Está usted empleando marbetes, Ribera. No tengo nada contra las calificaciones. El éxito gana mi atención y el fracaso mi odio. Pudo existir algún tiempo pasado, en el que un grupo, cuyos componentes se denominaron a sí mismos astrólogos, obtuviera resultados. No lo sé, ni me interesa la cuestión, porque vivo en el presente. En nuestro tiempo, los hombres que actúan bajo el nombre de astrólogos son incapaces de obtener resultados; son impostores conscientes. Pero no presuma usted, que los suyos también han conseguido condenadamente escasos resultados. Y si resultara alguna vez que los astrólogos tuviesen éxito, aceptaría sus artes sin vacilación, y les denunciaría a ustedes y a su método científico como supersticiones… pues eso es lo que sería frente a un método de mayor rentabilidad.

El sumo pragmático, pensó Ribera. Al menos aquí hay una forma de persuasión que servirá. —Comprendo lo que quiere usted decir, capitán. Y, en cuanto al éxito, hay un medio para que pueda desembarcar impunemente. En el curso de los siglos suelen suceder muchas cosas. —Medio a hurtadillas prosiguió—. Lo que fuera antaño una isla flotante puede que se asentara en la orilla del continente. Si se les pudiese convencer de la idea a los astrólogos… —Dejó en suspenso la frase. Delgado meditó, mas no por mucho tiempo. —¡Vaya, esa es una idea! Y personalmente me gustaría descubrir la especie de criatura que prefiera esta nevera al resto del Mundo Sur… Muy bien, lo intentaré. Ahora, salga. Tengo que hacer aparecer esto como ocurrencia de los astrólogos y usted puede estropear la ilusión si está presente cuando les hable. Ribera se levantó de su silla, tambaleándose por el balanceo y la brusquedad de su despedida. No cabía duda alguna de que Delgado era el más insólito oficial que jamás conociera. —Muchísimas gracias, señor capitán. —Se volvió y atravesó con inseguros pasos la puerta, pasó ante el fanal que estaba junto a la entrada, y se sumió en la oscuridad azotada por el viento de la breve noche antártica. A los astrólogos les gustó la idea, y a las dos treinta de la madrugada (poco después del orto) la Vigilancia, Nave del Presidente, cambió de rumbo y viró hacia la zona de la costa donde había aparecido la luz. Antes de que el sol estuviera seis horas en el firmamento, se arriaron los botes que pusieron proa a la costa. En su avidez, Diego Ribera y Rodríguez logró meterse en el primero, sin percatarse de que los astrólogos se aprovecharon de su favorecida situación, para comandar la embarcación de cabeza. Era un día despejado, pero el viento agitaba el mar y fría agua salada salpicaba a los tripulantes de la frágil embarcación que se agitaba alzándose y cayendo, con una monotonía que presagiaba el mareo a Ribera. —¡Vaya, por fin se toma usted interés por nuestra búsqueda! —dijo una voz aguda, interrumpiendo sus pensamientos. Ribera se volvió para encararse con quien hablaba, reconociendo a Juan Jones y Urrutia, ayudante del astrólogo mayor del Presidente Imperial. Sin duda alguna, el insípido joven místico creía a pies juntillas en las leyendas de la Isla Coney, pues de lo contrario se las habría apañado para quedarse en Buenos Aires con el resto de los hedonistas de la corte de Alfredo. Junto al astrólogo se sentaba el capitán Delgado, quien debió haber efectuado un tremendo trabajo de persuasión, pues Jones parecía considerar la idea de visitar la costa como salida de su propio caletre. Ribera se esforzó por sonreír.

—Bueno, sí,… ejem… Jones insistió: —Dígame, ¿hubiese sospechado siquiera que existía vida aquí, usted que no se preocupó en consultar los Fundamentos de la Verdad? Ribera gimió. Se fijó en que Delgado sonreía ante su malestar. Si la embarcación sufría otro altibajo, Ribera pensó que chillaría; la nave lo hizo, él no. —Creo que no podíamos haberlo supuesto, en efecto —respondió, pegado al costado de la embarcación, maldiciéndose por haber mostrado tanto anhelo en montar en la primera. Su mirada erró por el horizonte… cualquier cosa con tal de apartarse de la vacua y presuntuosa expresión de la cara de Jones. La costa era gris, pelada, cubierta por grandes cantos rodados. Los rompientes que la azotaban parecían amarillentas o rojizas donde no eran blanca espuma…coloreadas probablemente por algas y diatomáceas; los de ecología lo sabrían. —¡Humo a proa! —La voz provenía, atenuada, de la segunda embarcación. Ribera entornó los ojos examinando minuciosamente la costa. ¡Allí! Apenas reconocible como humo, la calina, agitada por el viento, se alzaba de algún punto oculto por los bajos cerros costeros. ¿Y si resultara que fuese algún tardío volcán activo? Este pensamiento desalentador no se le había ocurrido antes. Los geólogos se divertirían, mas, en cuanto a él concernía, supondría un fracaso… En todo caso, dentro de pocos momentos sabría lo que era. El capitán Delgado evaluó la situación y dio luego breves órdenes a los remeros, cuya cadencia aumentó, girando la embarcación noventa grados para moverse paralelamente a la costa y a las rompientes, a unos quinientos metros. Las barcas que seguían imitaron la maniobra. No tardó en plegarse la costa hacia el interior, revelando una ensenada larga y angosta. La noche anterior, el Vigilancia debió haber estado directamente en línea con el canal, para que Juárez hubiese podido ver la luz. Las tres embarcaciones remontaron el estrecho. Pronto cesó el viento. Todo cuanto podía oírse de él era un desapacible silbido al barrer los cerros que bordeaban el canal. Las olas eran mucho más suaves ahora y el agua helada no salpicaba ya el interior de las barcas, aunque las zamarras con capucha de los hombres estaban ya encostradas de salitre. Antes, el agua había parecido ligeramente amarilla; ahora anaranjada y hasta roja, especialmente más arriba de la ensenada. La brillante contaminación bacterial contrastaba agudamente con los romos cerros, que no mostraban vegetación alguna. En vez de elementos de la flora, grises cantos rodados de todos los tamaños cubrían uniformemente el paisaje. No había nieve por ninguna parte; llegaría con el invierno, que estaba aún a cinco meses de distancia. Mas para Ribera, aquel “paisaje” estival era muchísimo más áspero que el panorama del más crudo invierno en Sudamérica.

Agua roja, pardos cerros. Las únicas cosas que hasta parecían débilmente normales eran el brillante cielo azul y el sol que proyectaba largas sombras en el sumido valle; un sol que parecía constantemente a punto de ponerse, aunque apenas se había alzado. La atención de Ribera se dirigió canal arriba. Olvidó el marco, el agua sangrienta y la tierra muerta. Pudo verlos; no un fulgor ambiguo en la noche, ¡sino gente! Vio sus cabañas, al parecer hechas de piedra y pieles, y hundidas en parte en el suelo. Vio lo que parecían ser barcas o kayaks de cascos de cuero y, entre ellas, una embarcación mayor, blanca (¿qué podría ser?), alineadas todas en el terreno ante el poblado. ¡Veía personas! No distinguía las expresiones de sus caras, ni tampoco el tipo exacto de su ropaje, pero las veía y eso bastaba de momento. Allí había algo verdaderamente nuevo; algo que los hacía tiempo desaparecidos eruditos de Oxford, Cambridge y UCLA no habían sabido nunca, ni habían podido saberlo. ¡Allí había algo que la humanidad estaba contemplando por vez primera! ¿Qué trajo aquí a esta gente?, se preguntó Ribera. De los varios libros sobre culturas polares que había leído en la Universidad de Melbourne, sabía que por lo general hay pueblos forzados a trasladarse a las regiones polares por presión de otros competidores. ¿Cuáles eran las fuerzas que había tras esta migración? ¿Quiénes eran esos pueblos? Las barcas surcaron rápidamente el agua en calma, y Ribera no tardó en notar cómo la quilla de la suya rozaba el fondo. Él y Delgado saltaron al agua roja y ayudaron a los remeros a arrastrar la embarcación a la playa. Ribera esperó impacientemente a que llegaran las otras dos barcas que transportaban a los científicos y, en el ínterin, concentró su atención en los nativos, intentando comprender en seguida cada detalle de sus vidas. Ninguno de los aborígenes se movió; ninguno corrió; ninguno atacó. Permanecieron, donde estaban cuando los vio por primera vez. No fruncieron el ceño ni blandieron armas, pero Ribera se daba buena cuenta de que no se mostraban amistosos. No aparecían en ellos ni sonrisas, ni muecas y gestos de bienvenida. Parecían ser gente orgullosa. Los adultos eran de elevada estatura y sus caras tan mugrientas, curtidas y marchitas, que sólo un antropólogo podría adivinar su raza. Por lo hundido de sus labios dedujo que a la mayoría de ellos le faltaba la dentadura. La chiquillería nativa fisgaba tras las piernas de sus madres, mujeres que parecían lo bastante viejas como para ser bisabuelas. De haber sido sudamericanas hubiese estimado su edad en sesenta o setenta años, pero sabía que no podían tener más de veinte o veinticinco. Por los tejidos adiposos de sus caras, Ribera pensó que se podía deducir la evidencia de la adaptación al frío; tal vez fuesen esquimales, aunque habría sido físicamente imposible para aquella raza emigrar de un polo al otro mientras estaba en pleno apogeo la guerra del Hemisferio Norte. Tanto sus zamarras como sus “kayaks” parecían estar hechos con piel de foca. Pero sus zamarras eran de mal corte y mucho más abultadas que las de los esquimales que había visto en fotografías.

Y los arpones que llevaban mucho menos ingeniosos que los que recordaba. Si aquella gente procedía de la supuestamente extinta raza esquimal, se trataba, a buen seguro, de una rama en extremo primitiva. Además, eran demasiado peludos para ser indios o esquimales de pura sangre. Con mediana atención se fijó en el vistazo de los astrólogos al poblado y les dejó hacer. Ellos andaban tras la Isla Coney y no de algunos apestosos aborígenes. Ribera sonrió mordazmente; ¿cuál sería la reacción de Jones, si el astrólogo se enteraba de que Coney había sido antaño un parque de atracciones americano? Muchas leyendas habían brotado en la postguerra y la de la Isla Coney era una de las más fantásticas. Jones condujo a sus hombres a uno de los cerros más próximos, evidentemente para conseguir una vista mejor de la zona. El capitán Delgado despachó presurosamente a doce tripulantes para que acompañasen a los místicos. El buen marino reconocía evidentemente la situación en que se encontraría si alguno de los astrólogos llegaba a perderse.

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