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La Pensión Eva – Andrea Camilleri

El despertar a la vida de un muchacho algo ingenuo, a finales de los años treinta, sobre el trasfondo del mundo provinciano y soñoliento de Vigàta, la ciudad imaginada por el autor para situar al comisario Salvo Montalbano. Con sus persianas permanentemente cerradas, la misteriosa casa de nombre tan sugerente es como un imán irresistible para el adolescente Nenè y sus amigos del alma, Ciccio y Jacolino, que fantasean con lo que ocurre en el interior de la pensión y sueñan con acceder algún día a ese mundo desconocido que imaginan rebosante de sensualidad. Cuando, al cabo de unos años, consiguen traspasar inesperadamente sus puertas, descubren un cúmulo de personajes e historias difíciles de olvidar. La guerra va cobrando protagonismo hasta que su presencia se vuelve abrumadora y, finalmente, trágica. Entonces, el amor y la amistad aparecen como el único sentimiento capaz de devolvernos la ilusión y la voluntad de vivir.


 

Fue poco antes de cumplir doce años cuando Nenè comprendió finalmente lo que ocurría en la pensión Eva entre los hombres que la frecuentaban y las mujeres que allí vivían. Había sentido por primera vez una gran curiosidad por aquel lugar el día que su madre le permitió ir solo a buscar a su padre, que trabajaba en el puerto, permiso que obtuvo cuando empezó a asistir a la escuela primaria. Nenè tenía que pasar forzosamente por delante de esa pensión, pues estaba situada a la entrada del muelle de Levante. Era una casa de tres pisos que daba la impresión de estar siempre recién enlucida. Las persianas, permanentemente cerradas, eran de un verde tan brillante que parecían recién pintadas. Se trataba de un edificio bonito y agradable, con flores en el balcón del primer piso, que tampoco se abría jamás. Nenè imaginaba a menudo que allí dentro vivían las hadas buenas, esas que corren a salvarte cuando te encuentras en dificultades y las llamas, desesperado y lleno de temor. « ¡Hadas! ¡Hadas de mi corazón, venid en mi auxilio!» , y entonces ellas aparecen, sacuden la varita mágica y en un abrir y cerrar de ojos ahuyentan al lobo feroz, al hombre del saco o al bandido que merodea por los alrededores. Junto a la puerta, que permanecía perennemente entornada, había una placa de cobre, tan reluciente que semejaba de oro, en la que figuraba el nombre del local escrito en letras cursivas: Pensión Eva Nenè sabía lo que era una pensión, pues se lo había preguntado a un primo suy o que estudiaba en la Universidad de Palermo: un establecimiento de huéspedes algo mejor que una fonda y peor que un hotel. En Vigàta, por ejemplo, había un hotel y tres fondas, lugares frecuentados por marineros de paso, viajantes, representantes de armadores, ferroviarios y camioneros, y en todos ellos había siempre un constante trasiego de gente. Entonces ¿por qué él nunca veía el menor movimiento en el portal de aquella pensión? En las numerosas veces que había pasado por delante, jamás había visto a nadie entrando o saliendo por la puerta entornada. Una mañana, la siguiente a la del día en que cumplió ocho años, no pudo resistir más la curiosidad. Miró a un lado y otro de la calle, y al ver que no pasaba nadie, dio un paso hacia el portal y se inclinó muy despacio hacia delante, lo suficiente para asomar la cabeza y mirar dentro. Pero bien fuera porque el reflejo del sol lo deslumbraba o porque tenía la sangre alterada, el caso es que al principio no vio nada. Sólo oyó las voces de dos mujeres que reían y hablaban en una habitación del fondo, pero no entendió lo que decían. Dio otro medio paso, introdujo un poco más la cabeza, y su nariz percibió un aroma a limpio, a jabón, a un perfume como el que usaban en las barberías. Sintió el impulso de entrar un poco más. Apenas había despegado el pie del suelo, cuando una mano le cay ó de golpe entre el cuello y la nuca y tiró de él hacia fuera. Era un hombre vestido con el uniforme de capitán de Marina que Nenè conocía. El tipo lo miraba de una manera rara, entre enfadado y divertido.


No hablaba en siciliano, sino en italiano. —Veo que eres un jovencito muy precoz. A tu edad, y y a te gusta la miel, ¿eh? ¡Largo de aquí ahora mismo! Nenè no entendió las palabras del hombre, pero echó a correr muerto de vergüenza. Un día, cuando empezó cuarto de primaria, a sus preguntas sobre la misteriosa pensión sus compañeros —casi todos delincuentes precoces, hijos de carreteros, estibadores o marineros— le contestaron casi a coro, explicándole lo que ocurría en la pensión Eva, usos y costumbres, sin escatimar detalles, como si se hubieran criado allí. Él esbozó la sonrisita típica de quien lo ha comprendido todo, pero lo cierto era que no había comprendido nada, y estaba más perplejo que convencido. Así que, en una ocasión en que pasó por delante de la pensión cogido de la mano de su padre, se armó de valor y le preguntó: —Papá, ¿es verdad que en esta casa los hombres pueden alquilar mujeres desnudas? Era todo lo que había logrado captar de las explicaciones de sus compañeros, aparte de que la pensión Eva también se podía llamar prostíbulo o burdel y que las mujeres que los hombres alquilaban allí se llamaban putas; pero « burdel» y « putas» eran palabrotas que un muchacho bien educado no debía pronunciar. —Sí —contestó su padre, más fresco que una lechuga. —¿Y se alquilan por un año? —No; por un cuarto de hora o media hora… —¿Y qué hacen con ellas? —Las miran. Fue suficiente para él. Durante un tiempo se conformó con esa explicación, pero sólo el Señor sabía cómo lo devoraba el deseo de levantarle la faldita a su prima Angela, dos años mayor que él, ¡para ver cómo era allí abajo! A los once años, su madre le concedió el ansiado permiso para subir a la buhardilla y jugar con los trastos viejos que había allí amontonados. Hasta entonces siempre le había dado la misma respuesta: —No, que puedes hacerte daño; eres demasiado pequeño. Rebosante de alegría, Nenè se lo contó a Angela, que vivía en el mismo rellano, y ella se las arregló también para obtener el permiso de su madre. En la buhardilla, además de decenas de palomas, que al verse molestadas batían las alas levantando un polvo asfixiante, había un batiburrillo de muebles viejos, sillas en buen estado y otras desfondadas, sacos de papeles, periódicos, revistas y libros, baúles con ropa de abuelos y tatarabuelos muertos y requetemuertos, otro baúl repleto de vestiduras sacerdotales, una pianola que todavía sonaba, muñecas de porcelana que a la que no le faltaba el pie le faltaba la mano, maletas atadas con cuerdas, cántaros viejos, jarras, dos sables, un fusil de retrocarga, dos pistolas de duelo, espejos, una máquina fotográfica con trípode y capucha, jarrones, lámparas de petróleo, y hasta un teléfono de pared enorme y un gramófono roto. La fantasía de Nenè, que había aprendido a leer a los cinco años y ya conocía las novelas de Salgari, se desbordó. Un simple vestido y una tela de color le bastaban para convertir a Angela en la Perla de Labuán o en la hija del Corsario Negro, mientras que él se transformaba, según le diera, en Sandokán, Yáñez o, lo más frecuente, TremalNaik, el gran cazador de tigres. En un visto y no visto, la buhardilla se convertía en un lugar tan peligroso y lleno de misterio como Mompracem. Pero lo que más placer le causaba era saber que el sable o la pistola que empuñaba eran armas de verdad, antaño utilizadas en combates reales. Hasta que un día descubrieron una maletita negra en la que no habían reparado, y decidieron abrirla. Debía de haber pertenecido a zù ’Ntoniu, que había sido médico, pues entre un montón de frasquitos de medicinas pestilentes encontraron un estetoscopio de madera, de aquellos que tenían forma de trompeta, y un termómetro. —Ahora imaginemos que yo soy médico y tú una enferma a la que tengo que auscultar —dijo Nenè en cuanto vio los instrumentos. —Sí, sí —accedió Angela con entusiasmo. Se tumbó en un diván cubierto de polvo que se tambaleaba porque le faltaba una pata, así que para que no se moviera le colocaron debajo cuatro libros gruesos. * * * A partir de entonces, cada vez que subían a la buhardilla, jugaban a los médicos. A la tercera visita, Angela se quitó el vestido y las bragas sin que Nenè se lo pidiera. Ella no decía ni mu mientras él la manoseaba por todas partes, obligándola a colocarse boca arriba y boca abajo.

Pero al término de la décima visita, mientras se vestía, la niña habló con voz firme y decidida. —Mañana lo haremos al revés. —¿Cómo? —Tú serás el enfermo y yo la enfermera. Al día siguiente, nada más entrar en la buhardilla, Nenè se apresuró a tumbarse boca arriba en el diván. —Desnúdate —ordenó Angela. Nenè se puso rojo como un tomate y permaneció inmóvil. No estaba tan entusiasmado como su prima por desnudarse. Trató de llegar a un acuerdo, de alcanzar un punto intermedio de compromiso. —¿Del todo? —Del todo, del todo —ordenó ella sin piedad. Desde aquel momento, Angela ya no quiso que Nenè interpretara el papel de médico, sino el de paciente, y él llegó a la conclusión de que con el cambio de papeles había salido ganando, pues le encantaba que su prima lo tocara, sobre todo cuando le ponía el termómetro en la ingle y necesariamente tenía que manosearle la parte baja. Más tarde, cuando el calor convirtió la buhardilla en un horno tan ardiente que hasta las palomas se largaron, la doctora adquirió la costumbre de quitarse también ella el vestido y tumbarse encima del enfermo. De vez en cuando sus bocas se rozaban como por casualidad, hasta que empezaron a quedarse un buen rato pegadas. Luego todo cambió. El juego se convirtió en una especie de lucha desesperada. Se abrazaban, se besaban con furia y se mordían hasta hacerse sangre, se acariciaban, se arañaban, se lamían, enroscados como dos serpientes o resbaladizos como peces, con los cuerpos como enjabonados a causa del sudor. « ¿Será posible que los hombres que van a la pensión Eva se conformen simplemente con mirar a las mujeres desnudas? —se preguntaba Nenè cuando hacía una breve pausa para recuperar el resuello—. ¿Hacen lo mismo que Angela y y o? ¿O hacen otras cosas que aún no comprendo?» Las otras cosas que aún no comprendía las comprendió en gran medida porque se las explicó el cura cuando, para la preparación de la primera comunión, lo enviaron a « lo de Dios» . Nenè hizo la primera comunión más tarde que sus compañeros, pues a su madre le costó mucho convencer a su padre, a quien no le gustaban « las cosas de la Iglesia» . La explicación del catecismo la hacía el padre Nicolò en la sacristía de la iglesia, a la que Nenè acudía después de la concentración fascista de los sábados por la tarde, vestido aún con el uniforme de marinerito. Cuando el padre Nicolò llegó al mandamiento que decía no cometerás actos impuros ni cosas guarras que se podían hacer bien a solas o en compañía, Nenè entendió enseguida que aquellas cosas tan divertidas que su prima y él hacían en la buhardilla eran justamente las que prohibía el mandamiento. Y el castigo era el infierno eterno, con sus demonios, el fuego y la pez ardiente. El susto que se llevó fue tremendo. Estaban cometiendo pecado, y encima mortal; no era cosa de tomárselo a broma. Él no lo sabía, pero ¿cómo era posible que Angela, que le llevaba dos años y hacía tiempo que había hecho la comunión, no supiese que era pecado? Y si lo sabía, ¿por qué no le había dicho nada? Regresó a casa turbado y aturdido. Pensaba que para recibir la comunión debería renunciar a las cosas guarras que hacía con Angela, pero le gustaban demasiado para renunciar.

Además, ¿por qué tenía que contarle en confesión sus asuntos al cura? A la mañana siguiente, la familia de Angela y la de Nenè fueron a pasar el día al pueblo del abuelo de Nenè. Después de comer, tras haberse atiborrado de pasta ’ncasciata, cabrito al horno y vino, todos se retiraron a echarse un rato. Los primos salieron de la casa y se fueron a un pajar, un sitio ideal para hablar a solas, aunque no para jugar a los médicos, pues cabía la posibilidad de que alguien del pueblo pasara por allí. —¿Sabes que lo que hacemos en la buhardilla son cosas guarras consideradas pecado mortal? —preguntó Nenè. —¿Y quién te ha dicho a ti eso? —replicó Angela sin parecer en absoluto impresionada. —El padre Nicolò. —El padre Nicolò está equivocado. Nosotros jugamos, nada más. Las cosas guarras sólo pueden hacerlas los hombres y las mujeres mayores. Tras pensarlo un poco, Nenè llegó a una conclusión. —Entonces, si es un juego, ¿no es preciso que se lo diga al cura cuando vay a a confesarme? —Por supuesto que no. Puedes contarle lo que quieras. Al fin y al cabo, él no sabe si es verdad o no. De pronto, al muchacho le pareció que Angela se había vuelto distinta, más experta, más adulta que él, mucho más de lo que suponían los dos años de diferencia que se llevaban. —Entonces, ¿volvemos mañana a la buhardilla? —Pues claro —contestó ella. Al día siguiente, mientras se tumbaba en el diván y Angela se quitaba la ropa, Nenè sintió cierta turbación. No conseguía desnudarse, como le había ocurrido la primera vez. ¿Qué le sucedía? ¿Por qué se azoraba? ¿Por qué le daba tanta vergüenza mirar a Angela, que entretanto ya se había desnudado? ¿Toda la culpa era del maldito cura, que le había metido en la cabeza la duda de si aquel juego sería pecado…? —¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo? —le preguntó Angela, impaciente. Al final Nenè se desvistió y se dejó manosear, pero casi no sentía placer. Tenía en la cabeza una cuestión muy concreta que quería plantearle a su prima, y a que ella había demostrado saber muchas más cosas que él. A la primera pausa que hicieron, sentados en el sofá uno al lado del otro, Nenè pensó que aquél era sin duda el momento apropiado, y le preguntó: —¿Tú sabes lo que significa « fornicar» ? Angela soltó una sonora carcajada. —¿Qué pasa? —replicó él, sorprendido. —Es que esa palabra me da risa. Es la que usan los curas y la que aparece en los mandamientos, pero los mayores usan otra. —¿Cuál? —Es una palabrota.

—¿Cuál? —insistió. —Follar. Pero no se te ocurra decirla en casa, pues tu madre te soltará un tortazo. Si se te escapa, no digas que te lo he dicho y o. « Follar» se le antojó una auténtica palabrota, una cosa fea y, sobre todo, muy guarra. —¿Y no se puede decir de otra manera? —Sí, también se puede decir hacer el amor. « Hacer el amor» le pareció la mejor. —¿Y cómo se hace el amor? ¿Tú lo sabes? Angela lo miró con expresión hastiada. —Sí, pero no me apetece explicártelo. Pregúntaselo a algún amigo tuy o. —Tú eres mi mejor amiga. Con el índice, ella señaló entre las piernas de su primo y después entre las suyas. —Cuando eso de ahí entra en esto de aquí significa que se hace el amor — explicó deprisa, comiéndose las palabras. Nenè la observó, perplejo. ¿Qué era aquello, un trabalenguas? ¿Una adivinanza? Eso de ahí… esto de aquí… No se había enterado de nada. —¿Me lo vuelves a explicar? —No. —Pero… ¿y para qué sirve? —Para pasarlo bien y para tener hijos. —Entonces, si sirve para tener hijos, ¿por qué es un pecado tan mortalísimo? —Es pecado cuando lo hacen dos que no están casados o cuando no se hace para tener hijos. Nenè se quedó pensativo. No conseguía distinguir bien cuándo era pecado y cuándo no. La única solución era probarlo. —¿Me enseñas cómo se hace? Angela soltó otra carcajada. —No podemos. —¿Por qué? ¿Porque es pecado mortalísimo? —No, porque tú no puedes. —¿Y tú sí? —Yo, sí.

—¿Y por qué yo no? —Porque la tienes muy pequeña. Nenè se aterrorizó. El sol desapareció de golpe. Fue como si de pronto la buhardilla estuviera en las inmediaciones del casquete polar. Una noche oscura y un frío glacial se cernieron sobre él. ¡Claro! ¡Por eso siempre lo eliminaban a la primera de cambio en las competiciones con sus compañeros, todos con los calzoncillos bajados en un viejo y abandonado almacén de azufre, midiendo la longitud y el grosor! ¡Nunca lo habían tomado en consideración! ¡Virgen santa, qué desgracia! ¡Virgen santa, qué tragedia! ¿Por qué le había tocado precisamente a él esa grandísima desgracia? ¿No habría sido mejor haber nacido lisiado, o con dos jorobas, en lugar de tenerla tan pequeña que no podía hacer el amor? Repentinamente flojo, sin un músculo o nervio que lo sostuviera, se sintió como deshecho y resbaló del sofá al suelo. Necesitó de un gran esfuerzo para no echarse a llorar. —¿Qué te ocurre? —le preguntó Angela. —Nada. —Vamos, ánimo, cuéntame. —Si la tengo tan pequeña como dices… eso quiere decir que yo nunca… — No pudo más. Unas lágrimas gruesas como garbanzos empezaron a resbalarle por la cara. —¡Pero qué bobadas dices, grandísimo estúpido! Cuando seas mayor, la tendrás tan grande como todos los hombres. A lo mejor Angela decía la verdad. ¿Por qué iba a mentirle? En la buhardilla volvió a lucir el sol. —¿Me lo juras? —Que me quede tuerta y muera asesinada. Nenè se sintió mejor, pues su prima acababa de pronunciar un juramento solemne. Se levantó para sentarse de nuevo en el sofá y tuvo una súbita revelación. Fue como si le estallara un relámpago en el cerebro. De pronto se quedó petrificado en mitad del movimiento. —¡Eh! —lo llamó Angela. Él ni siquiera la oyó. ¡Eso era lo que hacían los hombres con las mujeres desnudas en la pensión Eva! De repente Angela enfermó. Una noche le subió la fiebre. Todos pensaron que se trataba de una gripe que remitiría en cuestión de días, pero la dolencia no fue una cosa pasajera y tuvieron que ingresarla en el hospital de Montelusa.

Al parecer le habían encontrado algo en los pulmones. No había transcurrido ni una semana cuando Nenè empezó a sufrir los efectos de la ausencia de su prima. Y no tanto por el hecho de que y a no pudieran reunirse en la buhardilla (además, quizá y a nada habría sido igual después de lo que le había dicho el cura), sino porque necesitaba hablar con ella, oír su voz, mirarla a los ojos. Estaba tan deseoso de verla, aunque sólo fuera unos minutos, que decidió preguntarle a su madre si podía acompañarla al hospital para visitar a Angela. Pero su madre le dijo que ni hablar, que no pensaba llevarlo, porque la enfermedad de la muchacha era contagiosa. Sin embargo, Nenè necesitaba imperiosamente que alguien le confirmara sus sospechas sobre lo que ocurría en la pensión Eva. Con Ciccio Bajo, amigo del alma y compañero de pupitre, solía reunirse a estudiar, a veces en casa de uno y a veces en la del otro. Pero nunca habían hablado de cosas guarras. Una tarde, dos moscas se posaron sobre el cuaderno de Ciccio y una de ellas se subió encima de la otra. Nenè levantó el brazo y, con la mano abierta, las aplastó. Ciccio lo miró enfurecido. —¡Me has manchado el cuaderno! —Perdona, y a te lo limpio. —Además, ¿se puede saber qué daño te hacían a ti dos pobres moscas que querían follar? ¡Follar! Ciccio había dicho la palabra guarra. Entonces comprendió que podía preguntarle a su amigo. —Oy e —lo interpeló, mientras le limpiaba el cuaderno con el pañuelo—, ¿tú sabes lo que es la pensión Eva? —Pues claro. Es una casa de putas. —¿Y sabes qué hay que hacer para que te den una mujer? —Uno entra, elige a la que le gusta, va a follar y cuando termina paga la tarifa. Pero es inútil que pienses en eso. —¿Por qué? —Porque todavía no tenemos la edad. Para ir a una casa de putas hay que tener como mínimo dieciocho años. ¡Virgen santísima, cuánto tiempo faltaba aún! ¡Una eternidad! Angela regresó a casa ocho meses después. La habían trasladado a un sanatorio de Palermo. Pálida, terriblemente delgada y con unos ojos enormes, se la veía triste y exhausta. Estuvo sólo dos días y Nenè no consiguió hablar a solas con ella. Entre otras cosas, porque Angela no hizo nada para encontrarse a solas con él.

Después, por recomendación de los médicos, se la llevaron a casa de unos parientes de su padre en Cammarata, donde el aire era limpio y le resultaría beneficioso para los pulmones. Estaría fuera del pueblo al menos un año. Pasó el año, pero Angela no regresó. —Pero ¿aún no está curada? —De la enfermedad sí. Pero como está y endo a la escuela en Cammarata, se sacará el diploma allí. Además, esos parientes, que son un matrimonio mayor, ya la consideran como una hija. Todas las mañanas al levantarse, Nenè iba al cuarto de baño, se miraba largo rato en el espejo y se pasaba la mano por la cara. Pero no notaba vello, ni el menor rastro. En cambio, sus compañeros de clase parecían crecer más rápido: Jacolino, por ejemplo (que se llamaba Enzo, pero todos lo conocían por el apellido), ya tenía bigote. Sí, era repetidor y le llevaba dos años, pero ¿tendría bigote él dentro de dos años? Lo dudaba mucho, y eso lo desanimaba profundamente. ¿Era posible que sólo él estuviese destinado a quedarse pequeñajo toda la vida? ¿Era posible que Angela, aquel día en la buhardilla, le hubiera contado una trola para tranquilizarlo? A fin de combatir la tristeza que lo embargaba, iba al estudio de su padre y elegía un libro. Su padre le había dado permiso para leer todo lo que quisiera, y había algunas novelas que le gustaban mucho, sobre todo las de un tal Conrad, las de un inglés llamado Melville y las de un francés llamado Simenon. De tanto en tanto, se perdía entre las páginas de una de aquellas novelas como entre los árboles de un bosque. A veces la cabeza se le iba, ligera como un globo o pesada como una piedra, y tenía que pararse a mitad de un párrafo porque las líneas se torcían y enredaban y los ojos se negaban a mirar. No era como cuando jugaba con Angela, cuando él se convertía a voluntad en Sandokán o Tremal-Naik, no; ahora le ocurría porque lo que leía le provocaba una especie de debilidad, una languidez en todo el cuerpo que lo aturdía como un olor muy intenso, sí, como el estado de aturdimiento de un borracho, agradable y doloroso a la vez. ¡Ya podía su madre llamarlo a gritos a la hora de comer! Ni la oía. Y cuando, enfurecida, se acercaba a él y lo sacudía por el hombro o le daba un guantazo en el cogote, Nenè la contemplaba como si fuera una extraña y miraba a un lado y otro, como si le costara reconocer dónde se encontraba. En una ocasión se subió a una silla para coger un libro de un estante alto de la biblioteca. Era un volumen muy grueso, encuadernado en tela roja, con el título y el nombre del autor escritos en letras doradas y tan pesado que apenas podía sujetarlo. Lo abrió con la idea de echarle un vistazo y volver a dejarlo en su sitio, pero vio un dibujo de una mujer desnuda encadenada a una especie de roca y llorando desesperada. ¡Madre santísima, qué guapa era aquella mujer! Su larguísimo cabello no conseguía ocultar sus macizos muslos. ¡Y vay a tetas tan redondas le sobresalían del pecho! A partir de aquel momento, el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, ilustrado con los dibujos de un artista que se llamaba Gustavo Doré, se convirtió en su lectura cotidiana. Las hojas del libro, gruesas y lisas, brillaban a la luz; por eso, cuando cerraba los ojos y con el dedo recorría el perfil del cuerpo desnudo de una mujer, a Nenè le parecía estar tocando carne viva. A veces entornaba los ojos, como para apuntar mejor, de manera que la yema del dedo pudiera acariciar con más precisión un lugar concreto, justo por debajo del vientre desnudo, allí donde la confluencia de los muslos formaba una especie de V. Trazaba por encima unos círculos muy pequeños, insistentes y continuados, hasta que por encima del labio empezaba a brotarle una fina capa de sudor, como si hubiera bebido vinagre del fuerte.

Aparte de los dibujos, que eran muy bonitos —y no sólo los que representaban mujeres desnudas—, la lectura de los versos le producía un gran placer. Hasta el extremo de que memorizó más de cien. Y cada vez que en la historia salía Angélica, pensaba en su prima, que casi se llamaba igual. ¡Angela! Cuando regresara de Cammarata, ¿podrían seguir viéndose en la buhardilla? Estaba seguro de que, en caso de que así fuera, el juego y a no sería un juego. Igual le habían salido las tetas. Sólo de imaginarlo enrojecía y el corazón se le desbocaba. Y a continuación se ponía amarillo como un muerto, cuando lo asaltaban otros pensamientos: ¿y si Angela, convertida y a en mujer, le decía que no quería tratos con alguien que no había crecido como los demás? ¿Podría ella seguir relacionándose con alguien que se había quedado pequeñajo? ¿Con una especie de enano sin un pelo en ninguna parte? —Ciccio, ¿crees que yo seré tan alto como tú? —Jo, ¡qué pesadito! —Dímelo, por favor. —¿Te das cuenta de que me preguntas lo mismo un día sí y otro también? —¡Contéstame, por favor! Ciccio perdió la paciencia. —Pero, grandísimo imbécil, ¿cómo crees que eres? —Muy pequeño, casi un enano. Sin decir nada, Ciccio se levantó, lo llevó de la mano frente al espejo del armario y se puso a su lado. —¿No ves que somos de la misma estatura, so tonto? Nenè se miró. Nada, no había manera. Era cierto que tenían la misma estatura, pero él se sentía más bajo. ¿Qué podía hacer?

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  1. Gracias … muchas gracias ….!

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