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La parte recordada – Rodrigo Fresan

Cómo seguir —una vez que todo lo que ha de suceder ha sucedido— hasta alcanzar el final; siendo el final aquello que, recuerda él ahora, es lo único que falta por pasar, lo último a hacerse presente y por venir. O mejor aún: ¿Cómo finalizar —una vez sucedido todo lo que había de suceder— cuando no se puede seguir? ¿Cómo detenerse pensando en que ya no hay nada más allá? Nada por vivir o por decir o por escribir o por leer o por inventar pero, aun así, soñando con que todo aquello que resta por recordar sea inolvidable; aunque en verdad nada se desee más que el poder olvidarlo. Sí, lo mejor de ambos mundos, se dice él, encima del mundo. En demasiados aviones olvidadizos hasta confundirse unos con otros. Volando sobre un desierto único e inmemorial que contiene a todos los desiertos. Arribas y abajo. Pero ambas partes como parte de una misma acción: como los dos movimientos, de entrada y salida y de ascenso y descenso. Como cuando se respira y se aguanta la respiración y vuelve a hundirse bajo el agua. Y se queda ahí hasta perder toda noción de espacio y tiempo. Y ahí permanece hasta que ya no se aguanta más pero sabiendo que debe ascenderse despacio y con cuidado hacia la superficie para evitar el burbujeo de la sangre y el hervor de las neuronas. De nuevo, lo mejor, una opción en dos tiempos: The End / To Be Continued… Y entre el adiós y el hasta luego —con todo el pasado por delante— él, ahí. En el cielo azul y en el suelo amarillo. Colgado de sendos signos de interrogación donde se enganchan un par de cadenas que descienden hasta ese asiento que las une. El sitio donde hamacarse a pensar en cómo seguir pensando en cómo finalizar pero recién luego de no haber comenzado —porque ése nunca fue su estilo para escribir, aunque sí fue su estilo como lector en más de una ocasión— al igual que lo hicieron tantas novelas escritas a mediados del siglo XX. Empezar preguntando. Con un personaje diciendo algo así como «¿Y qué haremos ahora para llevar todo esto que nos ha venido sucediendo no a buen puerto sino a buen aeropuerto?». Yendo hacia atrás para poder impulsarse hacia delante, columpiándose en la misma trayectoria breve pero amplia del péndulo que hipnotiza primero y después ordena hacer esto o aquello que jamás se haría en plena conciencia y por propia voluntad. Comportamientos impropios, actos inconscientes, creerse un perro aullando al final de una canción que habla de haber terminado de leer un libro, etc. Y esos signos de interrogación funcionando, también, como uno en rojo STOP y el otro en verde WALK. Y él, entre uno y otro, dudando en ese amarillo que no se detiene ni camina: ese amarillo amarillento que nada tiene que ver con el girasoleado amarillo Kodak para capturar y preservar memorias o con el de ese taxi siempre por venir y al que en más de una ocasión se espera en vano bajo la lluvia y con un brazo extendido hasta el calambre y un silbido en los ojos y rogando por que se detenga para subirse allí y ser llevado lejos y a un sitio mejor. No. Es otro amarillo. Es un ex amarillo Ese color que alguna vez fue amarillo y que es, en verdad, el color sepia de la memoria. El pálido y parpadeante color intermedio que es lo que indica que todo está por cambiar. Y que sólo depende de uno el cruzar o no, el ser atropellado en el centro de la calle o el llegar seguro al otro lado en tiempos en que, de producirse un accidente, los que pasaban por allí ayudaban en lugar de tomar fotos caras y lentas de revelar.


Y así dar comienzo para recibir final. Señales parpadeando al mismo tiempo, aunque por separado, postes enfrentados al costado de un camino pero como si estuviesen conversando de un lado a otro: dos flechas apuntando en direcciones opuestas pero que, se sospecha, acabarán uniéndose tarde o temprano. Señales que lo condujeron hasta aquí. Guías desorientadoras mientras utiliza esos signos de interrogación para preguntarse si alguna vez no escribió algo parecido a todo esto en las primeras páginas de un libro suyo. De ese libro que fue el último libro que escribió. Y lo que había escrito en su último libro no había resultado tour de force sino viaje forzado. Atravesar una avenida ancha —¿La Avenida Más Ancha del Mundo?— esquivando vehículos de tantas cosas y de tantas personas. Algo que, más que inolvidable, resultaba —no era lo mismo aunque lo pareciese— imposible de dejar de recordar. Del mismo modo en que no era lo mismo adentrarse en la batalla de Waterloo con plena conciencia de ello que el —recién tiempo después — descubrir que se anduvo dando vueltas por ahí sin saber de qué se trataba todo ese desordenado fragor de batalla entre batallas, de que allí sonaba y rugía un greatest hit bélico. Sí: una cosa era el hacer historia y otra muy diferente era el ser historia. Y así él ahora se pregunta si recuerda o no el haber inventado o soñado los recuerdos. Porque los recuerdos tenían la cadencia líquida de los sueños y la calidad futura de los inventos; porque lo que se piensa que pasó y lo que se recuerda que pasó acaba siendo lo mismo que, en otro tiempo y en otro lugar, él habría cambiado sin duda ni demora por un montón de letras, por un puñado de palabras, por un manojo de páginas. Después de todo, «acordarse» era sinónimo de «recordar». Y, de ahí, tal vez era que se acababa acordando lo que se recordaba: se llegaba a un pacto en cuanto al recuerdo, se firmaba una tregua a mitad de camino entre lo sucedido y lo que se acordaba que sucedió. Se pregunta entonces si él recuerda o si él acuerda. Y se responde que… Seguro de estar indeciso, ahí está él. Ahí está por fin, finalmente, y ahí está porque ya no hay otra posibilidad de sitio donde haber acabado para poder acabar. Fue a dar ahí, sí, porque ya no le quedaba nada por recibir. Y ahí sigue desde hace horas pero con ritmo de siglos. Encaramado al peor y menos afortunado perfil de la cara de una montaña del desierto de Abracadabra, a pocos kilómetros de Monte Karma. Aquí, en la cumbre de su borrascoso y casi lunático e inestable Mare Intranquilitatis donde alguna vez entrenaron astronautas domésticos soñando con ser salvajes ahí arriba, lejos. Aquí, donde él da pequeños pasos y saltos gigantes, sintiéndose ingrávido y agudo al mismo tiempo. Un desierto bipolar como todos los desiertos: calor de día y, ahora, frío de noche. Más de cincuenta grados a la sombra cuando no hay sombra y menos cinco grados a la luz de la luna. Limpio por las mañanas y en las noches soplando la diatriba de sus recuerdos como un ventilador de mierda donde ya no poder olvidarse de ser a solas la mala persona que nunca pudo ser del todo —pero sí casi por completo— en buena compañía.

Solo y con un poco menos de conversación consigo mismo y —pronto, cambio de estilo, puro presente después de tanto pasado— un poco más de acción para con los demás. Y junto a atracciones incluyendo hasta a una desmesurada vaca verde y telepáticamente parlante previa ingestión de su leche glauca y fosforescente. Sí: bebió esa leche prendido a sus ubres primero, desesperado, y luego mojándola en unos bizcochos que había comprado en una panadería de Abracadabra. Bizcochos a los que por aquí llamaban «salomés» o «dalilas». O «sodomas» o «gomorras», no está seguro, era igual: su nombre era instantáneamente olvidable, lo importante era el efecto de su factura al mezclarse con la leche esmeralda. Bebió esa leche: la misma leche que en su momento bebió su hermana Penélope, en este mismo desierto. Leche de ese color tan sci-fi: del color de esas letras y números y signos y códigos cayendo en cascada en aquellas películas de Matrix. Películas de las que recuerda poco más allá que el que, a medida que se sucedían las explicaciones, se entendía cada vez menos la trama. Casi igual que en cualquier conspiración de cualquier vida a este lado de la pantalla, pensó. Pero bebió esa leche y algo se abrió en él: un vuelo de recuerdos, médanos de memorias. Volvía a regresar yendo con una poderosa alegría, como si por primera vez se conjugara correctamente el verbo «recordar». Desde este desierto, de pronto, despegaban aviones, libros, amores, muertes, teléfonos celulares, células interconectadas y partículas aceleradas. Y todo tomaba forma y adquiría solidez brotando de ese sabor. Ese sabor hasta ahora desconocido pero inmediatamente identificable: el sabor de su vida, el sabor del pasado. Zumo de suma memoria. Sentía haber renacido. Lo que no implicaba o impedía que continuase siendo, desde siempre y para siempre, tan enumerativo, tan referencial, tan juvenil y tal vez tan adolescente en lo que hacía a predicar la buena nueva de títulos y de nombres y de fechas y de lugares de nacimiento o de muerte. Sí: él siempre y desde siempre quería invitar a todos sus maestros y amigos a su fiesta. Y ser un poco como Jay Gatsby: ocultarse a la vista de todos pero detrás de los demás. Hablar de todos para no hablar de sí mismo. Espiar para que no lo descubriesen. Puertas abiertas y barra libre y hay más espacio al fondo. Algo que no iba a cambiar nunca en él: estaba siempre listo para alistarse. Y para marchar hacia el frente armado con las listas de cuestiones tan difíciles de apuntar: porque nunca se quedan quietas, porque sus márgenes y límites parecían confundirse o fundirse. Las listas que no eran otra cosa que las herramientas de la memoria y del recuerdo atornillando —como las butacas inmóviles de un avión atrapado por una tormenta perfectamente inolvidable— a la repetición de ideas recurrentes y de perdedores juegos de palabras y de chistes perfectamente malos.

Una y otra vez, en ritornellos mareantes y brotes anafóricos. La memoria copiaba. La memoria volvía sobre lo mismo. La memoria plagiaba, reincidía, alteraba ligera o completamente un determinado recuerdo o tropezaba con la misma piedra por el solo placer de volver a cruzarse con ella y decirle «Hey, piedra… ¿qué haces por aquí?». Y la memoria lo hacía para no olvidar y determinando, al mismo tiempo, lo que era olvidable. Había que saturar antes para destilar después. Y recién entonces leer qué era lo que había quedado ahí, luego de tanta palabrería arrastrada por la corriente. Y siempre pensó que la idea de toda esta maniobra y estética era la de que sus propios y cada vez más contados —y contando menos— lectores lo leyesen no subrayando sino tachando y quedándose con los ítems y opciones que más les gustasen. Con lo que les pareciese más correcto o apropiado: multiple choice y todo eso soplando en el viento del desierto bajo un cielo sin paredes, porque la memoria es, ¡cielos!, viento y desierto al mismo tiempo. El desierto (STOP) y el viento (WALK) y él entre uno y otro, como entre paréntesis, contándolos y enumerándolos. Así: Ese viento que no cambia de temperatura y que no responde a la fragancia de una Rosa de los Vientos sino a la voracidad de una Planta Carnívora de los Torbellinos. Viento cantando «Wild is the Wind» —por momentos la versión de Nina Simone, por otros la de David Bowie; nunca la de Johnny Mathis— a través de esos cactus gigantes con los brazos en alto como clamando al cielo y con forma de diapasones para que el viento los haga rezar, cubiertos de espinas y de arrugas, como santos martirizados o cosmonautas perdidos. Viento soplando en círculos desde hace milenios, desde que toda esta nada era un océano primero y un bosque después y un glaciar antes de ser lo que era ahora. Viento que tenía la capacidad de realinearse en el sentido contrario a las agujas de un reloj para soplar hacia atrás durante meses y sepultar civilizaciones milenarias. Viento que una vez leyó —catalogado en las páginas de una novela con desierto y hombre en llamas— al que se llamaba «_______» y al que se describía como a «un viento secreto», porque su nombre había sido borrado por un rey luego de que su hijo muriese dentro de ese viento; y él ahora está dentro de ese mismo viento para morir él y recuperar el nombre de Aquel Cuyo Nombre No Debe Ser Mencionado; no un hijo exactamente, pero lo más parecido que jamás tuvo a un hijo. Viento que sopla desde la Ciudad Ventosa de la que cada vez que alguien abre aquel libro — como alguna vez lo abrió él— partirá ese episódico y joven y judío y errante aventurero que cruzará este mismo desierto recitando versos de antiguas odiseas y buscando también a su propia Musa: una entrenadora de águilas y domesticadora de médanos. Viento que ahora da un paso atrás y le dice al desierto: «Tu turno, amigo, de dar un paso al frente». Y el desierto avanza y se cuenta: El desierto como un cielo que se cayó al suelo y al que ya nadie se preocupa por proteger. El desierto como el más alien de todos los sitios y donde nada cabe pero aun así hay sitio suficiente para que allí dentro coexistan y se citen Jesucristo y el Diablo. El desierto como la vista que ve más lejos pero que a la vez se ve desde más cerca y que él atisbó por primera vez en las ilustraciones de Le petit prince («Dibújame una vaca verde», alucina ahora) y en Lawrence of Arabia (saliendo de allí, avanzando despacio desde el fondo de la pantalla, proclamando que «Nada está escrito») y en aquella sofocante viñeta a toda página de Le Crabe aux pinces d’or (Tintín y el Capitán Haddock apoyándose y sosteniéndose el uno en el otro y tambaleándose por las dunas de «el país de la sed», deshidratados, mientras el insoportable perro parlante Milou, con una felicidad fuera de lugar, hablaba con la boca llena y con un hueso de camello entre sus colmillos). El desierto como incierto y frágil y rompible juramento —agrio y amargo— de leche y miel y de Tierra Prometida. El desierto como hipnótico e hipgnótico y tan ilustrable (se le pedía al desierto que se quedase quieto o que mirase a cámara diciendo «freeze») en tantas de aquellas portadas de rock progresivo de los ‘70s con soporíferos mares cubiertos por sintetizadores ascendentes que arrancaban los tímpanos para luego arrojarlos escaleras abajo desde lo alto de esas pirámides topográficas y oceánicas. El desierto como un océano de arena donde nadar como ese nadador de médanos en una de las imágenes fotografiadas para ese disco que desearía que estuviese aquí, como tantas veces estuvo, sonando mientras él escribía: ese disco que sí resuena en su memoria (se lo conoce desde la primera nota hasta el último verso) y que ahora vuelve a ser su soundtrack para los deseos concedidos. Para ese deseo que él había deseado y que se había hecho realidad y que (como suele suceder con lo que se desea durante años y se concede en cuestión de segundos) no sabía muy bien qué hacer con eso, con lo que se le había concedido. El desierto como liviana pero asfixiante arena que se escapa entre esos mismos dedos que alguna vez sostuvieron sin esfuerzo una pluma pesada.

El desierto como el lugar más fácil de contar y de poner por escrito: porque basta y sobra con no describirlo, con darlo por hecho y por deshecho, con superpoblarlo todo apenas diciendo «desierto» y sabiendo que ya está todo dicho sobre ese vacío hasta los bordes. El desierto como la contradicción permanente: el todo de la nada, el silencio del de Sonora, la vitalidad del Death Valley, la nada del todo. El desierto como el esperanto de los paisajes. El desierto como idioma que, se supone, todos deberían entender. Ese idioma universal (luego de un cierto tiempo habitando un desierto se descubre que no hay gran diferencia entre un desierto y un glaciar: uno y otro son paisajes diferentes pero que se expresan en un dialecto diferente de una misma lengua) pero que en verdad muy pocos comprenden por no estar allí. El del desierto es un idioma que sólo se puede practicar donde ese idioma transcurre. Y que, quienes lo hablan y consiguieron dominarlo son, por lo general, gente que llega desde muy lejos y lo mira con boca y oídos y ojos nuevos y lo entiende como a ese sitio para muchos vacante pero en el que ellos, por fin, encuentran todo aquello que buscaban en vano en todas partes y hasta en otros planetas que pueden llamarse Arrakis. El desierto como algo donde nadie ni nada puede esconderse pero donde sí es tan fácil extraviarse o darse por perdido para de pronto encontrarse pensando cosas «de espaldas, mirando un punto, pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido». El desierto que —él estaba convencido de ello; de algún modo pensaba lo mismo respecto a los aviones— era uno solo: patagónico o siberiano, siempre el mismo. Y conectado bajo tierra por un túnel cavado por gusanos gigantes. Wormholes espacio-temporales yendo y viniendo bajo dunas de nombres diferentes incluyendo hasta esa playa fundacional y casi terminal de su infancia. Porque las playas son como muestras gratis de desiertos, o su prólogo, o su coda, pensaba. Y, también, las playas son trampas perversas: son desiertos que terminan en agua que no se puede beber, que no apagan la sed sino que la encienden aún más. El desierto donde espejismos y oasis compiten por ser los más creíbles. El desierto como ese sitio incierto aunque más real que cualquier otro, cuyo mapa nunca se asienta y su tinta, paradójicamente, nunca se seca del todo y sus coordenadas se escapan como arena entre los dedos y en donde todo se funde y se confunde: lo leído con lo escrito y lo vivido con lo inventado y por eso no hay voz que se atreva a contar desiertos en un GPS porque su estilo es, siempre, vanguardista y experimental. Y ¿habría sido eso, finalmente, su estilo: algo a lo que una vez alcanzado ya no había razón alguna para seguir, para seguirlo? ¿El desierto como ese espacio libre a aprisionar con vientos de encadenantes palabras porque allí todo crece? ¿El desierto como paréntesis entre los que hay tres puntos para denotar algo que falta, algo que decidió omitirse? ¿El desierto como ese sitio que se contempla desde el paréntesis que es toda ventanilla de avión en el aire? ¿El desierto en el que en el principio era el Verbo y el verbo era «desertar»? Y ahí está y ahí sigue él: desertor, suspendido y en suspenso, siempre alerta y sin descanso. Y, ah, volver a añadir los signos de interrogación que, nada es casual, tienen la forma de anzuelos, o de garfios. Signos de interrogación que son como paréntesis a los que se ha retorcido y dado forma. Curvas afiladas y punzantes ensartando tanto a quienes leen como a quienes son leídos y que —buscó y encontró y se enteró él leyendo lo escrito por otro— vienen haciéndolo así desde el siglo VIII. En cambio —se añadía también allí— la estaca del signo de admiración se afiló y clavó recién seiscientos años después porque, claro, aquéllos eran tiempos más de preguntas sinuosas que de certezas rectas. Así, desde entonces, ganchos tirando de todos ellos, de los que aguantaron la respiración hasta aquí como quien hace un paréntesis largo para ver cuánto se aguanta sin respirar. Si —como dijo el autor de la novela favorita de sus padres— la buena escritura es como nadar bajo el agua aguantando la respiración, entonces a él le gustaba pensar que la buena lectura era como abrir la boca bajo el agua y de pronto descubrir que se podía respirar. Así le gustaba pensarlos a sus lectores —como anfibios de tierra firme y de arena movediza— cuando aún escribía mucho para que lo leyesen algunos. Para que —ya no le importaba la cantidad sino la calidad— lo leyesen a él como alguna vez se había leído a todos: como cuestión de vida o muerte entendiendo a la lectura como herramienta para conseguir una forma de inmortalidad. Primero, leyendo a los muertos por siempre vivos.

Y después —si había algo de suerte y tal vez un poco de justicia— ser leído por los vivos aunque ya no se estuviese de este lado de la biblioteca sino a la espera de ser abierto y revivido en los estantes de más allá. Ser leído como por Alejandro Magno: durmiendo con la Ilíada junto a una daga debajo de su almohada. O como en esas reuniones de hace siglos en las que la gente se juntaba para leerse en voz alta (supone que el mismo libro siempre debía ser otro con otra voz) esos pliegos comprados como si se tratasen de materia precisa a los que posteriormente cada familia encuadernaba y le grababa su Ex-Libris. Ser leído como trayendo a los lectores por la pista por la que se carretea y se despega. Todos atados a un asiento y con un libro en las manos, hasta avanzar por la turbia e inquieta superficie de los cielos donde cada estrella es una letra suelta. Haciéndolos volar hasta que cayesen —como esas mascarillas de oxígeno que no servían para nada— dentro de uno de esos cilindros de metal con extremidades motorizadas que a él siempre le evocaron a las cruces santas y voladoras donde se clavaban mesías cabeza arriba o apóstoles cabeza abajo. Todo eso justo antes de que… Y los paréntesis, ah, los paréntesis. Los paréntesis para —como en otras ocasiones, ya se dijo y se hizo— espantar aquí y desde este principio a los que se asustan fácil o se rinden enseguida. Los paréntesis que se acercaban caminando por el ala del avión como una pesadilla a 20.000 pies de altura y a los que sólo un pasajero puede ver y al que, porque todos están dormidos, nadie le cree que los ha visto cuando sus gritos los despiertan. Y son gritos de pesadilla: gritos que se cabalgaban como si fuesen la más nocturna de las yeguas. Los paréntesis como un monstruo turbulento, sí. Un monstruo que, en su caso, no es —como en aquel episodio de The Twilight Zone que vio por primera vez hace tantos años— un engendro tosco y mal maquillado. No: su criatura que avanzaba por el ala es muy diferente. Su criatura era un niño con el cabello rojo y en llamas y a lomos de un enorme jabalí blanco embutido dentro de una armadura de acero y jade (tal vez pariente lejano de esta gigantesca vaca verde cuya respiración es más fuerte que la de las turbinas de una aeronave) y, ah, ya se ofrecerán pertinentes explicaciones en cuanto a los orígenes de semejante visión. Los paréntesis como rayos y truenos. Los paréntesis como «estamos atravesando un frente tormentoso». Los paréntesis como ese también desértico y ventoso todo y nada de nube que ves al otro lado de la ventanilla. Los paréntesis como una tregua del paisaje y de lo que se transmite a los ojos. Los paréntesis no como la gaseosa pausa que refresca al presente y demora el futuro (llegada una cierta edad se piensa tanto más en lo que se hizo que en lo que se hará o ya no se hará) sino como sólido continuum que arrastra hacia ese atrás cada vez más amplio. (Los paréntesis que aquí se abren. Los paréntesis que aquí se cierran.) Pero que, no por cerrarse, desaparecen. No. Los paréntesis como tajos y cortes, como interrupciones e interferencias.

Y fue William S. Burroughs quien dijo que cuando haces una incisión en el presente por ella se cuela el futuro. Puede ser, de acuerdo; pero, matiza él, el bisturí con que se hacen esas hendiduras curvas, esos paréntesis, eso es el pasado.

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