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La Parte Inventada – Rodrigo Fresan

O mejor todavía: ¿Cómo empezar? (Añadir los signos de interrogación que, nada es casual, tienen la forma de anzuelos, o de garfios. Curvas afiladas y punzantes ensartando tanto a quienes leen como a quienes son leídos. Tirando de ellos, trayéndolos desde el claro y calmo fondo hasta la turbia e inquieta superficie. O haciéndolos volar por los aires hasta caer justo dentro de la playa de estos paréntesis. Paréntesis que más de uno criticará o juzgará ortográfica y estéticamente innecesarios pero que, en la incertidumbre de la partida, son, ah, tan parecidos a manos juntándose en el acto de rezar rogando por un buen viaje que ya comienza. «Lasciate ogni speranza o voi ch’entrate», leemos; «Once more unto the breach, dear friends, once more», oímos. Y buena suerte a todos, les desea esta voz a la que la mordaza de los paréntesis vuelve desconocida. Aunque —como suele ocurrir con algunas canciones inolvidables, donde la melodía se impone al título y hasta a los versos del identificador estribillo, ¿cómo se llamaba?, ¿cómo decía?— esta voz también recuerda a la de alguien cuyo nombre no se alcanza a identificar y reconocer del todo. Y, sí, de ser posible, evitar este tipo de párrafos de aquí en más porque, dicen, espanta a muchos de los lectores de hoy. A los lectores electrocutados de ahora, acostumbrados a leer rápido y a leer breve en pantallas pequeñas. Y, sí, adiós a todos ellos, al menos por el tiempo que dura y dure este libro. Desenchufarse de fuentes externas para sólo alimentarse de electricidad interna. Y ésa es — warning!, warning!—, al menos en principio y en el principio, la idea aquí, la idea de aquí en más, están advertidos.) O mejor aún: ¿Empezar así? Y, apenas más abajo, lo que sigue. La luz que se hace para hacer. La súbita pero no inesperada aparición de un paisaje. Ir de lo general a lo particular, al individuo, al «héroe» del asunto. El tipo de inicio —el firme establecimiento y fundación de todo un mundo dentro de una página y entre sus líneas, antes de que aparezcan sus habitantes, desplazándose de izquierda a derecha— al que se veían obligadas las novelas del siglo XIX. Novelas cuyos autores, en muchos casos, han sido completamente olvidados pero recién luego de haber redactado comienzos todavía inolvidables —¿hay alguien allí que recuerde a un autor titulado Edward Bulwer-Lytton, a una novela llamada Paul Clif ord?— como aquél de «It was a dark and stormy night…». Novelas que, desde el siglo XXI, muchos lectores —no demasiados, cada vez menos— exploran con la feliz extrañeza retrovintage de quien debe aprender otra vez a respirar. A respirar así: como se respiraba entonces al abrir y entrar en uno de esos libros con perfume a libro y no, ya se apuntó, con olor a máquina, a motor eléctrico, a velocidad y a ligereza y a frase breve no por sabio poder de síntesis sino a burda base de abreviaturas. Respirar, en cambio, lentamente y hasta bien adentro. Respirar libros que, si hay suerte y si tienen suerte, los lectores enseguida disfrutarán como el oxígeno puro de bosque verde luego de tanto tiempo perdidos en las negras profundidades de una virtual mina de carbón. Ese bosque, ese lugar del que nunca debieron partir y al que, bienvenidos, regresan corriendo como sólo saben correr los niños. Como niños sabios que corren sin pensar, aún, en que alguien los mira correr.


Niños que corren sin ser conscientes de que, por desgracia, por total ausencia de gracia, pronto habrá una manera uniforme y vigente y respetable y armoniosa de correr porque se sabrán observados y juzgados y comparados a otros corredores. Pero todavía no. Y correr es leer. Y acelerados sean los lectores que corren como alguna vez corrieron, como cuando aún no sabían leer pero tenían tantas ganas de saberlo, como en una fiesta de los músculos y de los fémures y de las rótulas y de las tibias y de las calientes risas. Sin vergüenza ni recato o temor al qué dirán y al qué verán. Sin esa incomodidad que sentirán dentro de unos pocos años, en unas fiestas tempranas, en los primeros bailes. En esos bailes que son como correr sin avanzar: porque lo que en realidad se quiere y se desea allí es no moverse; pero, por favor, sin que se note demasiado nuestra quietud. Y, así, adornarla con mínimos movimientos de brazos y de piernas y algún espasmo despeinador de cabeza. Todos esos temblores, esos pequeños terremotos íntimos a un costado de la improvisada pista de baile con sonido mono para, un tanto simiescos, desde allí, hacer en digitalizado, con ojos videntes intensos como dedos invisibles, lo que de verdad importa: no dejar de mirarla moverse a ella o de mirarlo moverse a él. Como si se los leyera. Como si se quisiera aprenderlos de memoria para después recitarlos a solas, en la oscuridad, acostados pero como corriendo. Ella o él moviéndose tan bien, mientras nosotros intentamos movernos lo mejor posible. Y no pensar en cómo nos movemos, en lo ridículos que nos vemos cuando nos vemos bailar y, tal vez de ahí, la humillante proliferación de espejos en las discotecas que enseguida te empujan a detenerte e ir hasta la barra y gastar una pequeña fortuna en sucesivos y coloridos alcoholes con demasiado hielo y agua. Algo —el vernos bailar, encontrarnos desde afuera, a un lado de nosotros mismos, como esos objetos raros aunque muy conocidos a los que se mira de cerca— tan inquietante como oír la propia voz grabada, o descubrirnos de perfil en una foto. O, ya se dijo, como en uno de esos espejos de varios cuerpos, cuando nos obligamos o nos obligan a comprar y probarnos ropa nueva que nunca nos queda como deseamos que nos quede. Ropa que no nos cambia, que no es un disfraz, que lo único que hace es hacernos más nosotros y entonces dejamos escapar un gemido. ¿Así sonamos? ¿Somos así ? Terrible revelación: no, no somos ni sonamos como pensamos que sonamos y somos. Un efecto similar al que se experimenta, en ocasiones, cuando se lee algo que uno escribió hace mucho tiempo. Algo que se entiende por escrito, pero que no puede entenderse para qué fue que se lo escribió y en qué circunstancias. O más terrible e iluminador aún y menos comprensible todavía: el cómo fue que pudo escribirse algo por el estilo. Cómo es posible haber pasado tanto tiempo aprendiendo a escribir para acabar escribiendo eso que, no, por favor, no digan que es nuestro, que salió de nosotros, que alguna vez se pensó así, y que hasta se lo puso por escrito. Y, de pronto, así/eso está aquí de nuevo para atormentarnos y encadenarnos como un fantasma de las navidades pasadas. Pero aún falta mucho para preocuparse por estas cuestiones y, se preguntarán, cuál ha sido el propósito o la razón de ser de abrir la puerta para que salga a jugar semejante digresión. Fácil pero no sencillo: porque así piensan los adultos (saltando de un punto a otro, como dibujando/uniendo puntos) cuando se sienten particularmente infantiles y dejándose llevar por ráfagas de ideas que son como páginas sueltas arrastradas por la tormenta. Mejor dicho: así piensan (y hay gente que consume drogas durante años para intentar, sin conseguirlo, pensar así por un rato) los escritores más o menos adultos, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, doce meses al año, hasta el infinito y más allá.

Entonces, desear pensar así apenas un rato; porque si el efecto se prolonga demasiado la cosa pierde la gracia —y cansa y da demasiado trabajo— y luego no tiene demasiado sentido el poder decir cosas como «No puedes imaginarte el trip que tuve». Pero —por ahora y aquí, muy cerca, tan cerca como están todas las cosas que ya pasaron— suficiente de esto. Mejor oigan soplar el viento, aunque en realidad el viento no sopla. El viento hace otra cosa para lo que no se ha creado un verbo preciso, justo, correcto. El viento —más que soplar— corre. El viento corre sobre sí mismo. El viento no es circular sino que es un círculo. Entonces —allá vamos, aquí llegamos, corriendo— es una playa en los bordes de un lugar llamado Canciones Tristes. Y hay un niño que corre por esa playa. Una playa a la que va a dar un bosque o un bosque que va a dar a una playa, según desde donde se mire, se la mire, se lo mire. Un bosque profundo y robusto y una playa larga y delgada que es, en realidad, una fina frontera entre agua y sal y madera y clorofila. Una frontera a punto de ser cruzada por un niño. Y advertencia: aquí se dice «niño» cuando tal vez debería decirse chico: esa tan práctica palabra que conjuga edad con tamaño. Pero sabiendo ya quién y cuán digresivo será ese chico de grande —y por motivos que tienen que ver con la trascendencia y por el modo en que se suele preferir la versión más universal de todo lo que toca y se cae y se rompe— entonces, mejor, por las dudas, «niño»… «El niño»… «El Niño»… Y El Niño tiene esa edad difícil de precisar. La primera de esas edades/frontera: entre tres o cuatro años o entre cuatro o cinco años. Ese año —un perfecto desperfecto en la textura del tiempo— que en realidad dura dos años o algo así y en el que, de pronto, suceden tantas cosas. Los rasgos de El Niño todavía no han dejado de ser los que han sido hasta ahora; pero ya comienzan a ser los que serán hasta ese segundo paso-doble de un territorio a otro: el de los once o doce años. Mirarlo fijo produce entonces la mareante sensación de contemplar una foto movida y, además, El Niño no deja de moverse. Ni cuando duerme. El Niño es lo que se conoce como «un niño inquieto», aunque todavía queda por descubrir la existencia de algún «niño quieto»; porque es sabido que los niños sólo se aquietan, como en un microtrance, durante esos pocos segundos en los que deciden en qué próxima dirección van a moverse, a inquietarse y a inquietar. Aquí viene entonces. Corriendo. Respirando por la boca, por el esfuerzo. Como si no estuviese de pie y moviéndose, sino sentado e inmóvil. Aunque, lo mismo, de pie y moviéndose.

Como se sentiría, más adelante, sosteniendo cualquiera de sus muchas novelas favoritas. Con los ojos muy abiertos y con uno de esos libros que, con el paso veloz del tiempo, con el correr del tiempo, de entrada, te imponen el peaje de aprenderlo todo de nuevo: un flamante juego de reglas y, ya se advirtió, una respiración propia cuyo ritmo hay que asimilar y seguir si lo que se quiere es arribar a la orilla de la última página. Y esa playa, inmortal, lleva milenios allí; pero tiene apenas unos pocos años (tantos años como los de El Niño) de ser reconocida como playa por los mortales, de figurar en guías de bañistas y de gente a la que le gusta tenderse para cambiar de color y de humor, bajo ese sol que alguna vez fue reloj preciso o deidad ardiente para quienes lo miraban y adoraban. La playa es, entonces, una de esas playas entre prehistóricas y futuristas. Allí no hay tiempo, no hay nada, no hay nombre. No hay ningún cartel que diga «Esto es una playa». No existe señal alguna que la bautice con nombres poco originales como «Nueva Atlántida» o «Punta Sirenas» o «Mar Dulce». Lo suyo es, apenas, el apellido del pueblo más cercano que se corresponde con el de un prócer independentista de tercera clase. Aun así, los padres de El Niño, sintiéndose colonos y fundadores, insisten en llamarla La Garoupe, remitiéndose así a otra playa para connoisseurs y a otra pareja exclusiva y tan inspiradora para ellos. Una y otra —playa famosa, pareja célebre, fantaseando con que sus distantes pero poderosas radiaciones los alcancen a ellos, a los padres de El Niño— lejanas en el tiempo y en el espacio y en el conocimiento de El Niño, que ya llegará a ellos y a ella, en una posible novela; pero a no adelantarse, a no correr demasiado rápido y tan lejos. Ahora, esta playa como una de esas playas en la que, tal vez, ustedes jamás estuvieron pero que, seguro, alguna vez dibujaron cuando, lo siento, ustedes eran chicos y no niños. Una zona blanca y horizontal, pero nunca recta y firme. Un sol amarillo ahí arriba. Unos golpes de azul de ultramar para el cielo y de azul cielo para el agua ultramarina. Pero no. Éste no es un azul conocido y pantoneizado y atrapado por la madera de lápices o el metal de pomos de óleo. Es un azul antiguo, un azul que nada tiene que ver con el azul con el que los niños pintan cielo o agua ni con el azul perfecto de los mejor rankeados dioses indios. Ese azul es algo que está ahí desde siempre y, aun así, para El Niño, la sensación de que todo eso —como el mantel de una mesa— se tiende todas las mañanas y se recoge todas las noches, como si se tratase de una escenografía que vuelve a montarse con cada amanecer. Una de esas playas que —de poder subir o bajar su temperatura a voluntad— podría ser tanto un desierto africano como una estepa siberiana. Aquí, el mar ni siquiera es mar: es la desembocadura de un río en el mar. El agua no es dulce ni salada ni —lo ve recién ahora, de cerca — azul ni marrón. La playa es blanca y salvaje y es el mediodía, la hora exacta en la que todo pierde su sombra y gana cuerpo. Y es el momento en que El Niño luminoso al que muchos adultos le adjudican un carácter más bien sombrío corre desde los médanos, que no son muchos ni muy grandes. Todo, hasta donde alcanza la vista, parece como petrificado en el instante exacto de un flash. Una postal de pupilas rojas a revelar sin apuro.

Hay un barranco de piedras y más arriba un bosque profundo, sí. Pero la playa es angosta y parece acabarse casi enseguida. Más que una playa es el boceto de una playa, o de algo que alguien prefirió dejar inconcluso luego de pensarlo un poco o de no pensarlo demasiado, de irse a mirar otra vista a pintar. Así que El Niño corre primero sobre la arena caliente (tan sólo dos o tres metros de arena gruesa, como de piedras y caracoles molidos por la marea de los siglos y, sí, más paréntesis, disculpas, y nada que perdonar) y el dolor curiosamente disfrutable en la planta de los pies le hace correr más rápido y correr más raro. Correr como —ya se dijo— corren los niños, como casi desarmándose. El Niño no grita pero todo su cuerpo se sacude como un grito, como un grito mudo, hasta alcanzar la arena húmeda de la orilla y calmar allí sus pies y el dolor ha tenido sentido para poder disfrutar de este alivio de ese dolor. «Puedo entender perfectamente por qué los niños adoran la arena», escribió tiempo atrás un filósofo que El Niño leerá tiempo después; pero, aun así, El Niño ya está completamente de acuerdo con él. Este niño —ahora que lo vemos más de cerca, ahora que llevamos viéndolo por unos minutos— es, en realidad, contrario a lo que pensamos en un principio: es un niño inquietantemente quieto. Le gusta estar inmóvil, le gusta moverse por el solo placer de detenerse. Le gusta quedarse largos ratos mirando fijo el fuego o el agua (más adelante, El Niño jamás podrá precisar, a pesar de ya no ser un niño, si el agua y el fuego son entidades u organismos vegetales, minerales o animales; tampoco le conformarán del todo las explicaciones y definiciones que con los años le ofrezcan al respecto) y le gusta, de pronto, como atravesado por la flecha de un deseo, cargado de tensa energía, ponerse de pie y salir corriendo en cualquier dirección para así sentir la alegría enérgica de ir cansándose hasta alcanzar ese punto donde sólo queda pararse, detenerse. Por eso, ahora corre. Corre como ese Correcaminos al que el Coyote no puede dejar de perseguir; porque ese Correcaminos, al que nunca alcanzará, es, después de todo y antes que nada, lo único que se mueve en ese panorama de líneas mínimas y desérticas. Y ese Correcaminos es lo que le obliga al Coyote a moverse. A El Niño le gusta pensarse correcaminos y que detrás de él vienen, mucho más despacio, dos jóvenes coyotes adultos, un hombre y una mujer, el padre y la madre, sin dudas. El padre y la madre no tienen fuerza, o tienen el tipo de fuerza —débil, poca, decreciente, minúscula— que tienen los padres en el ecuador de unas largas vacaciones. De ahí que no sean Los Padres y que, desde su paternidad, se sientan reducidos, jibarizados como si un ente parásito y alien les estuviese absorbiendo su vitalidad. El padre y la madre no persiguen a El Niño. El padre y la madre son, más bien, arrastrados por El Niño. El padre y la madre arrastran los pies, y una canasta de mimbre, y una sombrilla, y toallas, y sus propios cuerpos. El padre y la madre son arrastrados por El Niño. Como si fuese él quien los llevase, enlazados, tirando de ellos, estrangulados por una soga invisible y ya imposible de cortar, rodeando sus cuellos. No es que el padre y la madre hayan intentado cortarla, pero tampoco es que no hayan pensado muchas veces en cómo sería cortarla. Y de este modo —¡presto!— volver mágicamente al pasado, a esas otras playas en las que El Niño no existía a no ser como una fantasía cómoda y egoísta. El padre y la madre regresan allí, cada vez más lejos, a El Niño apenas como una idea en la que se pensaba de tanto en tanto. Una idea a disfrutar por un rato y que luego, enseguida, se guardaba bajo llave (una de esas llaves que nunca encuentras cuando la buscas y que parecen haberse vuelto invisibles con la ayuda de un par de paréntesis) en los cajones de un más o menos posible futuro, siempre adelante o, por lo menos, en un futuro lateral, en la posible variación de un posible futuro.

Con eso, aunque jamás lo confiesen, sueñan todos los padres y las madres del universo cuando cierran los ojos. Justo entonces. Ahí. Antes de dormirse para soñar en cualquier otra cosa, en caídas libres, en desnudos en público, en greatest hits de la pesadilla comunal. Pero primero algo así como los avances de una película que ya nunca se estrenará. Y que trata de cómo era no ser padres y madres. De cómo era lo de despertarse en un planeta en el que nadie descansaba —pero sin dejar de agitarse y de hacer ruidos— en la habitación de al lado. De esos tiempos en que se acostaban tarde o ni siquiera se acostaban. Tiempos en los que la mañana siguiente para ellos continuaba siendo una especie de continuación luminosa de la noche donde, antes de derrumbarse, compraban el periódico recién hecho y se sentaban a desayunar en un bar y se leían en voz alta y enamorada cosas como que un grupo de científicos con mucho tiempo libre (con tanto tiempo libre como ellos) había llegado a la conclusión de que, milenios atrás, los hijos eran siempre muy parecidos físicamente a sus padres. Ésta era la manera genética y narcisista, argumentaban, gracias a la cual la especie había garantizado su supervivencia: los seres primitivos cuidan mejor y quieren más y no dejan tirado por cualquier parte a aquello que más les recuerda a sí mismos. Ahora ya no tanto, ahora ya no hace tanta falta, parece: el parecido entre padres e hijos ha disminuido mucho estadísticamente porque los seres humanos se quieren más o fingen mejor que se quieren o se sienten cultural y sociológicamente obligados a ello. Y así El Niño no se parece en nada a sus padres. Y de acuerdo, lugar común, vista cansada: no puedes escoger a tus padres. Pero también es verdad que los padres tampoco pueden escoger a sus hijos. Y cabe preguntarse si estos dos, de haber podido acceder a otros modelos, habrían escogido a ese uno. O si este uno hubiera escogido a esos dos. Y cómo fue en primer lugar que los padres se escogieron entre ellos: ¿se sentían idénticos o complementarios o veían en el otro lo que querían que el otro viese en ellos? Haya sido lo que haya sido, ahora entienden —aunque no se atrevan a decirlo abiertamente— que todo fue un malentendido. Un espejismo disfrazado de oasis. Ahora el efecto ya ha pasado y lo único que queda de él no es su recuerdo sino la certeza de que ya pasó lo que les pasaba. Lo que sienten ahora es que lo que los une es, tal vez, lo que menos les gusta de sí mismos reflejado en y por el otro en el cristal no de un favorecedor espejo sino de una implacable lente de aumento a la que todo le parece elemental, mi querido. Y que El Niño no es otra cosa que la resultante de esa de pronto muy precisa distorsión. Algo realmente irreal. Algo que, por momentos, les parece como la resaca de un sueño que ya se olvida en el acto mismo de intentar recordarlo. Algo que fue pero no es posible que haya sido. Y hay veces en que los sueños de él se cruzan con los sueños de ellos y se produce un raro fenómeno: El Niño sueña que corre por la playa sin ellos y el padre y la madre sueñan que corren por la playa sin él.

Y unos y otro son tan felices. Aunque a la mañana siguiente comprendan que ya no pueden vivir solos; que todavía, aunque cada vez menos, se necesitan; que ya nada ni nadie puede o podrá separarlos y deshacer el nudo de sus vidas.

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