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La Oscuridad de los Sueños – Michael Connelly

Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera. Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás. Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.


 

Carver paseaba por la sala de control, vigilando el frente de las cuarenta. Las torres se extendían ante él en filas bien definidas. Zumbaban de un modo tan silencioso y eficiente que incluso con todo lo que sabía, no pudo por menos que maravillarse ante lo que la tecnología había forjado. Tanto en tan poco espacio. No era un simple reguero de datos, sino un torrente desbocado de información que fluía a su lado día tras día y crecía delante de él en altos tallos de acero. Lo único que tenía que hacer era estirar la mano, mirar y elegir. Era como cribar oro. Pero más fácil. Comprobó los indicadores de temperatura situados en el techo. Todo funcionaba a la perfección en la sala de los servidores. Bajó la mirada a las pantallas de las estaciones de trabajo que tenía delante. Sus tres ingenieros trabajaban al alimón en el proyecto actual: un intento de intrusión desbaratado por el talento y el ingenio de Carver. Era el momento de ajustar cuentas. El aspirante a intruso no había logrado franquear los muros de la granja, pero había dejado sus huellas por doquier. Carver sonrió al observar a sus hombres recuperando las migas de pan, localizando la dirección IP a través de los nodos de tráfico de datos en una persecución a alta velocidad que los llevaría al origen. Pronto sabría quién era su oponente, para qué empresa trabajaba, qué había estado buscando y cuál era el beneficio que esperaba obtener. Y se vengaría de un modo que dejaría al desventurado rival apabullado y destruido.


Carver no mostraba misericordia. Jamás. Desde el techo sonó el zumbido de alerta de la puerta de seguridad. —Pantallas —dijo Carver. Los tres jóvenes que ocupaban las estaciones de trabajo teclearon una serie de órdenes al unísono para esconder su actividad a los visitantes. Se abrió la puerta de la sala de control y McGinnis entró con un hombre trajeado al que Carver nunca había visto. —Esta es nuestra sala de control y a través de esas ventanas puede ver lo que llamamos el « frente de las cuarenta» —dijo McGinnis—. Todos nuestros servicios de alojamiento web, lo que llamamos hosting, se concentran aquí; es donde se guardarían los datos de su empresa. Contamos con cuarenta torres que albergan casi mil servidores dedicados a ello. Y, por supuesto, hay sitio para más: nunca nos quedaremos sin espacio. El hombre trajeado asintió con ademán reflexivo. —No me preocupa el espacio. Nuestra preocupación es la seguridad. —Sí, por eso hemos entrado en esta sala. Quería presentarle a Wesley Carver; se ocupa de varias cosas por aquí. Es nuestro jefe de tecnología, así como nuestro mejor experto en control de amenazas y el diseñador del centro de datos. Él le dirá todo lo que necesite saber sobre seguridad de hosting. Otro numerito para impresionar al cliente. Carver estrechó la mano del hombre trajeado, al que le presentaron como David Wyeth, del bufete de abogados Mercer & Gissal de Saint Louis. Sonaba a camisas blancas almidonadas y americanas de mezclilla. Carver se fijó en que Wyeth tenía una mancha de salsa barbacoa en la corbata. Cuando llegaban a la ciudad, McGinnis los llevaba a comer a Rosie’s Barbecue. Carver representó su número de memoria, explicando a Wyeth todos los detalles y diciendo todo lo que aquel abogado de clase alta quería oír. Wyeth estaba en una misión de barbacoa y due diligence; volvería a Saint Louis e informaría de lo mucho que le habían impresionado. Les diría que ese era el camino que debían seguir si el bufete quería mantenerse al día con las nuevas tecnologías y los tiempos cambiantes.

Y McGinnis conseguiría otro contrato. Mientras hablaba, Carver no dejaba de pensar en el intruso al que habían estado persiguiendo; no podía imaginarse la que se le venía encima. Carver y sus jóvenes discípulos vaciarían sus cuentas bancarias personales, adoptarían su identidad y ocultarían fotos de hombres manteniendo relaciones sexuales con niños de ocho años en su ordenador del trabajo. Luego él lo estropearía con un virus y, cuando el intruso no pudiera arreglar el ordenador, llamaría a un experto. Se encontrarían las fotos y avisarían a la policía. El intruso no volvería a ser una preocupación. Otra amenaza mantenida a ray a por el Espantapájaros. —¿Wesley? —dijo McGinnis. Carver salió de su ensueño. El hombre trajeado había hecho una pregunta. Carver y a había olvidado su nombre. —¿Disculpe? —El señor Wyeth ha preguntado si alguna vez han accedido al centro de datos. McGinnis estaba sonriendo, porque ya conocía la respuesta. —No, señor, nunca han entrado en el sistema. Para ser sincero, ha habido algunos intentos. Pero han fracasado, con consecuencias desastrosas para aquellos que lo intentaron. El hombre del traje sonrió sombríamente. —Representamos a la flor y nata de Saint Louis —explicó—. La integridad de nuestros archivos y de nuestra lista de clientes es capital para todo lo que hacemos. Por eso estoy aquí en persona. « Por eso y por el club de strippers al que te llevará McGinnis» , pensó Carver, aunque no lo dijo. Se limitó a sonreír, pero no había calidez alguna en su sonrisa. Estaba contento de que McGinnis le hubiera recordado el nombre del hombre del traje. —No se preocupe, señor Wyeth —dijo—. Sus cosechas estarán a salvo en esta granja.

Wy eth le devolvió la sonrisa. —Es lo que quería oír —dijo. 2 – El ataúd de terciopelo Todos los ojos de la redacción me siguieron cuando salí de la oficina de Kramer y volví a mi cubículo. Las prolongadas miradas hicieron que el camino fuese muy largo. Siempre repartían las rosas los viernes y todos sabían que acababan de dármela; si bien las cartas de despido ya no iban en papeles de color rosado. Ahora era un formulario RP: reestructuración de plantilla. Todos sintieron un leve cosquilleo de alivio porque no les había tocado a ellos y un leve cosquilleo de ansiedad porque sabían que nadie estaba a salvo todavía. Cualquiera podía ser el siguiente. Rehuí todas las miradas al pasar bajo el cartel de la sección de Metropolitano para dirigirme de nuevo a los cubículos. Entré en el mío y me senté para desaparecer del campo visual de la redacción como un soldado que se lanza a una trinchera. Inmediatamente sonó mi teléfono. En la pantalla vi que llamaba mi amigo Larry Bernard. Solo estaba a dos cubículos de distancia, pero sabía que venir a verme en persona habría sido una clara señal para que otros periodistas de la sala de redacción se reunieran en torno a mí y preguntaran lo obvio. Los periodistas trabajan mejor en manada. Me puse los cascos y contesté la llamada. —Hola, Jack—dijo. —Hola, Larry —respondí. —¿Y? —¿Y qué? —¿Qué quería el Embutidor? Usó el apodo que le habían puesto al subdirector Richard Kramer años atrás, cuando era un secretario de redacción más preocupado por la cantidad que por la calidad de las noticias que solicitaba a sus periodistas. Desde entonces le habían inventado varios apodos más. —Ya sabes lo que quería. Me ha dado el preaviso; me echan. —Me cago en la hostia, te han dado la rosa. —Exacto. Pero recuerda que ahora lo llamamos « separación involuntaria» . —¿Te has de marchar ahora mismo? Te ayudaré.

—No, tengo dos semanas. El 22 de may o seré historia. —¿Dos semanas? ¿Por qué dos semanas? La may oría de las víctimas de la reestructuración tenían que marcharse de inmediato. La decisión se había tomado después de que uno de los primeros receptores del preaviso de despido se quedara durante el período remunerado. Todos y cada uno de sus últimos días, la gente lo veía en la oficina con una pelota de tenis: botándola, lanzándola, apretándola. No se dieron cuenta de que cada día era una pelota diferente, que lanzaba después al inodoro de caballeros. Alrededor de una semana después de que se marchara, las cañerías refluy eron con consecuencias devastadoras. —Me han ofrecido unos días más si accedía a preparar a mi sustituta. Larry se quedó un momento en silencio mientras consideraba la humillación que suponía tener que enseñar a tu propio sucesor. Sin embargo, para mí, dos semanas de salario eran dos semanas de salario que perdería si no aceptaba la oferta. Y además, me daría el tiempo suficiente para despedirme apropiadamente de aquellos que lo merecían tanto en la sala de redacción como en la calle. Consideré que la alternativa de llenar una caja con mis pertenencias personales y que me acompañara a la puerta un guardia de seguridad era aún más humillante. Estaba seguro de que me controlarían para asegurarse de que no llevaba pelotas de tenis al trabajo, pero no tenían de qué preocuparse. Ese no era mi estilo. —¿Y y a está? ¿No te ha dicho nada más? ¿Dos semanas y te vas? —Me ha dado la mano y me ha soltado que era un tipo atractivo, que debería probar en la tele. —Oh, tío. Vamos a emborracharnos esta noche. —Yo sí, desde luego. —Joder, no es justo. —El mundo no es justo, Larry. —¿Quién es tu sustituta? ¿Al menos es alguien que sabrá que está a salvo? —Angela Cook. —Me lo imaginaba. A los polis les va a encantar. Larry era amigo mío, pero no me apetecía hablar de todo eso con él en ese momento: necesitaba sopesar mis opciones. Me enderecé en la silla y miré por encima de las mamparas de metro veinte del cubículo.

Todavía no veía a nadie observándome. Miré hacia la fila de paredes de cristal de las oficinas de los jefes de sección. La de Kramer hacía esquina y él estaba de pie detrás del cristal mirando a la sala de redacción. Cuando establecimos contacto visual, Kramer desvió enseguida la mirada. —¿Qué vas a hacer? —me preguntó Larry. —No lo he pensado, pero voy a hacerlo ahora mismo. ¿Adónde quieres ir, al Big Wang’s o al Short Stop? —Al Short Stop. Anoche estuve en el Wang’s. —Nos vemos allí, pues. Estaba a punto de colgar cuando Larry me espetó una última pregunta. —Una cosa más. ¿Ha dicho qué número eras? Por supuesto, quería saber cuáles eran sus propias posibilidades de sobrevivir a esa última sangría de personal. —Cuando he entrado, ha empezado a hablar de que casi lo había conseguido y de lo difícil que resultaba tomar las decisiones finales. Ha dicho que y o era el noventa y nueve. Dos meses antes, el periódico había anunciado que cien empleados serían eliminados de la plantilla editorial a fin de reducir costes y hacer felices a nuestros dioses empresariales. Dejé que Larry pensara un momento quién podría ser el número cien, mientras y o volvía a mirar a la oficina de Kramer. Todavía estaba tras el cristal. —Y te aconsejo que no asomes la cabeza, Larry. El verdugo está ahora mismo de pie junto al cristal buscando al número cien. Pulsé el botón de colgar, pero continué con los cascos puestos. Con suerte eso desalentaría al personal de la redacción de acercarse a mí. No me cabía duda de que Larry Bernard empezaría a contar a otros periodistas que me habían separado involuntariamente y estos vendrían a compadecerme. Tenía que concentrarme en terminar un breve sobre la detención realizada por la División de Robos y Homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles de un sospechoso en un caso de asesinato por encargo. Luego podría desaparecer de la redacción y dirigirme al bar para brindar por el final de mi carrera en el periodismo diario. Porque en eso se resumía todo: no había ningún periódico en el mercado para un reportero de sucesos policiales de más de cuarenta años.

Y menos cuando tenían una lista interminable de mano de obra barata: periodistas pipiolos como Angela Cook, recién salidos cada año de la Universidad del Sur de California, de Medill y de Columbia, todos ellos con un buen bagaje de conocimientos tecnológicos y dispuestos a trabajar por casi nada. Igual que ocurría con el periódico en papel y tinta, mi tiempo había acabado. Ahora se trataba de Internet; de actualizaciones horarias en las ediciones en línea y en los blogs; de conexiones de televisión y actualizaciones en Twitter; de escribir los artículos con el móvil en lugar de usar el teléfono para llamar a edición. El periódico matinal podría llamarse el Diario de ayer. Todo lo que contenía estaba colgado en la red la noche anterior. El timbre del teléfono sonó en los cascos y supuse que sería mi exmujer, quien y a se habría enterado de la noticia en la redacción de Washington, pero la identificación de llamada decía VELVET COFFIN, el Ataúd de Terciopelo. Tuve que admitir que estaba asombrado: sabía que Larry no podía haber hecho correr la voz tan deprisa. En contra del sentido común, atendí la llamada. Como era de esperar, quien llamaba era Don Goodwin, autodesignado perro guardián y cronista del funcionamiento interno del L. A. Times. —Acabo de enterarme —dijo. —¿Cuándo? —Ahora mismo. —¿Cómo? Yo lo sé desde hace menos de cinco minutos. —Vamos, Jack, sabes que no puedo revelarlo, pero tengo la redacción pinchada. Acabas de salir de la oficina de Kramer y estás en la lista de los treinta. La lista de los treinta era una referencia a las bajas que se habían producido a lo largo de los años con el proceso de reducción. Treinta era el código del periódico que significaba « fin del artículo» . El propio Goodwin figuraba en la lista; había trabajado en el Times e iba lanzado como redactor hasta que un cambio de propietario provocó un golpe de timón en la filosofía financiera. Cuando se opuso a hacer más con menos, le cortaron las alas y terminó aceptando una de las primeras indemnizaciones que se ofrecieron. Eso fue cuando todavía daban indemnizaciones sustanciales a aquellos que abandonaban la empresa de manera voluntaria, antes de que la compañía propietaria del Times se acogiera a la regulación de empleo por causas económicas. Goodwin cogió el dinero y creó un sitio web y un blog que se ocupaban de todo lo que se movía dentro del Times. Lo llamaba el Ataúd de Terciopelo, a modo de adusto recordatorio de lo que había sido el periódico: un lugar tan agradable para trabajar que podías meterte dentro y quedarte allí hasta la muerte. Con los constantes cambios en la propiedad y la gestión, y las persistentes reducciones de personal y presupuesto, el periódico se estaba pareciendo más a un cajón de pino. Y Goodwin estaba allí para hacer una crónica de cada paso y traspié de la caída.

Su blog se actualizaba casi a diario y en la redacción todos lo leían en secreto y con avidez. No estaba seguro de que le importara a la mayor parte del mundo que habitaba detrás de las gruesas paredes del edificio de Spring Street. El Times iba por el mismo camino que el conjunto del periodismo, y eso no era noticia. Incluso en el glorioso New York Times se sentían los apuros causados por el cambio a una sociedad que buscaba en Internet noticias y publicidad. Lo que escribía Goodwin y aquello por lo que me estaba llamando no significaba mucho más que un reordenamiento de sillas en la cubierta del Titanic. Y al cabo de otras dos semanas tampoco me importaría a mí. Yo ya estaba pasando página y pensando en la novela empezada de manera un poco tosca que tenía en mi ordenador. Iba a ponerme con ella en cuanto llegara a casa. Sabía que podía exprimir mis ahorros durante al menos seis meses y después, si lo necesitaba, podría vivir de una hipoteca inversa; es decir, del valor que le quedara a la casa después de la reciente caída de precios. También podía cambiarme el coche por uno más pequeño y ahorrar gasolina comprando una de esas latas de sardinas híbridas que llevaba todo el mundo en la ciudad. Ya estaba empezando a contemplar mi despido como una oportunidad. En lo más hondo, todo periodista desea ser novelista: es la diferencia entre el arte y el oficio. Todo escritor quiere que lo consideren un artista, y yo iba a intentarlo. La media novela que tenía esperando en casa —la trama de la cual ni siquiera podía recordar del todo— era mi trampolín. —¿Te vas hoy ? —preguntó Goodwin. —No, tengo un par de semanas si preparo a mi sustituta. He accedido. —Joder, qué gente más noble. ¿Ya no le dejan a nadie mantener la dignidad? —Mira, es mejor que irse hoy con una caja de cartón. Dos semanas de paga son dos semanas de paga. —Pero ¿te parece justo? ¿Cuánto tiempo llevas ahí? Seis, siete años, ¿y te dan dos semanas? Estaba tratando de sonsacarme una cita jugosa. Yo era periodista y sabía cómo funcionaba. Goodwin quería un comentario iracundo que pudiera poner en el blog, pero yo no iba a morder el anzuelo. Le dije que no tenía más comentarios para el Ataúd de Terciopelo, al menos hasta que me marchara definitivamente. No le satisfizo la respuesta y trató de sacarme un comentario hasta que oí el pitido de llamada en espera.

Miré el identificador de llamada y vi XXXXX en la pantalla. Eso significaba que la llamada venía de la centralita y no de alguien que tuviera mi número directo. Lorene, la telefonista de la redacción a la que veía de servicio en la cabina, podría haber dicho que estaba comunicando, así que su decisión de poner la llamada en espera en lugar de anotar el mensaje solo podía significar que quien llamaba la había convencido de que se trataba de algo importante. Corté a Goodwin. —Mira, Don, no voy a hacer comentarios y he de colgar. Tengo otra llamada. Pulsé el botón antes de que él hiciera un tercer intento para que comentara mi situación laboral. —Soy JackMcEvoy —dije después de colgar. Silencio. —Hola, soy JackMcEvoy. ¿En qué puedo ay udarle? Llámenme tendencioso, pero inmediatamente identifiqué a la persona que llamaba como mujer, negra y sin educación. —¿McEvoy ? ¿Cuándo va a decir la verdad, McEvoy? —¿Quién es? —Está contando mentiras en su periódico, McEvoy. « Ojalá fuera mi periódico» , pensé. —Señora, si quiere decirme quién es y cuál es su queja, la escucharé, de lo contrario voy a… —Ahora dicen que Mizo es adulto, ¿de qué coño van? No ha matado a ninguna puta. Inmediatamente supe que era una de esas llamadas que están de parte del inocente: una madre o novia que tenía que decirme lo equivocado que estaba mi artículo. Las recibía siempre, pero no lo haría durante mucho tiempo más. Me resigné a manejarla de la manera más rápida y educada posible. —¿Quién es Mizo? —Zo. Mi Zo. Mi hijo Alonzo. No es culpable de nada y no es adulto. Sabía que eso era lo que iba a decir. Nunca son culpables. Nadie te llama para decirte que tienes razón o que la policía la tiene y que su marido o su novio es culpable de las acusaciones. Nadie te llama desde la prisión para reconocer que lo hizo: todo el mundo es inocente.

Lo único que no entendía de la llamada era el nombre. No había escrito ni una línea sobre alguien que se llamara Alonzo; lo recordaría. —Señora, ¿no se equivoca de persona? Creo que no he escrito nada sobre Alonzo. —Y tanto que sí, sale su nombre. Dijo que la metió en el maletero y eso es una mentira asquerosa. Entonces lo comprendí. La víctima hallada en el maletero de un coche la semana anterior. Era un breve de ciento cincuenta palabras, porque a nadie de la sección le había interesado demasiado. Camello menor de edad estrangula a una de sus clientas y mete el cadáver en el maletero del coche de la propia víctima. Era un crimen de negro contra blanca, pero en la sección siguió sin importar nada porque la víctima era una drogadicta. El periódico la marginaba a ella tanto como a su asesino. Si te vas a South L. A. a comprar heroína o crack y pasa lo que pasa, no conseguirás que la Dama Gris de la calle Spring —como llamamos al periódico entre nosotros— se compadezca; no hay mucho espacio para eso en el periódico. Una columna de quince centímetros en el interior es lo que vales y lo que consigues. Me di cuenta de que no conocía el nombre de Alonzo, porque para empezar nunca me lo habían dado. El sospechoso tenía dieciséis años y la policía no proporcionaba la identidad de los menores detenidos. Pasé las pilas de periódicos que tenía a la derecha de mi mesa hasta que encontré la sección metropolitana de hacía dos martes. La abrí por la página cuatro y eché un vistazo al artículo. No era lo bastante grande para ir firmado bajo el título, pero la redacción había puesto mi nombre al pie. De lo contrario, no habría recibido la llamada. Qué suerte la mía. —Alonzo es su hijo —dije—. Y lo detuvieron hace dos domingos por el asesinato de Denise Babbit, ¿es correcto? —Le he dicho que es una puta mentira. —Sí, pero es el artículo del que está hablando, ¿no?

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