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La Noche en que Frankenstein leyó el Quijote – Santiago Posteguillo

¿Quién escribió las obras de Shakespeare? ¿Qué libro perseguía el KGB? ¿Qué novela ocultó Hitler? ¿Quién pensó en el orden alfabético para organizar los libros? ¿Qué autor burló al índice de libros prohibidos de la Inquisición? Estos y otros enigmas literarios encuentran respuesta en las páginas de La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, un viaje en el tiempo por la historia de la literatura universal de la mano de Santiago Posteguillo, uno de los novelistas históricos más reconocidos por la crítica y el público de los últimos años. Y un profesor de literatura… poco convencional.


 

El anverso, la cara que todos ven de la literatura, son las novelas, los poemas o las obras de teatro representadas sobre un escenario. Eso es lo que se ve, lo que iluminan las luces de las librerías, lo que se anuncia en las páginas web de sus equivalentes virtuales en la red, lo que resplandece a las puertas de los grandes teatros, pero ¿qué hay detrás? La noche en que Frankenstein leyó el Quijote busca conducir al lector audaz más allá de la frontera que nos marcan las páginas de un libro, las palabras de un poema o las luces de una función. Éste es un pequeño gran viaje que pretende mostrar al lector aquello que se esconde detrás de los libros: los autores, sus vidas, sus caprichos, sus genialidades y, a veces, sus miserias, y también aquello que hay detrás de los libros mismos como objeto: ¿por qué hay libros anónimos?, ¿qué libro ponía nervioso al servicio secreto soviético?, ¿cuál era el escritor que inquietaba a la Gestapo?, ¿qué novela, que luego sería un gran éxito de ventas, fue rechazada por diferentes editores? Y es que un libro, desde que nace en la mente de un autor, de una autora, hasta que llega a las manos del público, pasa por decenas de pequeños momentos cargados de casualidad o inspiración, de felicidad y, con frecuencia, también de sufrimiento. Este volumen recrea algunos de esos instantes, destellos fugaces de grandes momentos de la historia de la literatura universal. Pero empecemos por el principio: por favor, hay muchísimos libros, decenas de miles, centenares de miles, millones de ellos, y se acumulan en las estanterías y se amontonan en todas las esquinas del despacho… ¿Cómo ordenarlos? Que venga alguien y, por favor, que ponga orden. Luego seguiremos. ¿Q uién inventó el orden alfabético? Una persona entra en una librería. Va con prisa. Olvidó comprar un regalo para su pareja, pero sabe qué autor le gusta y qué novela de ese autor le falta. Sábado por la tarde. Ni un solo dependiente libre a quien consultar. Va a la sección de novela histórica. A, B, C, D, E… M. Ahí está. Ha sido rápido. Mientras nuestro amigo se dirige a la caja, bendice a quien fuera que inventara el orden alfabético. Va a llegar a su cita, va a tener el regalo perfecto, todo a tiempo. Y siempre gracias a esa magnífica ordenada sucesión de letras, aunque ya no piensa en ello. Una vez en la calle se cruza con montones de personas: todas van de un lado a otro, unos miran sus móviles, buscando en sus agendas electrónicas nombres de amigos, parientes, conocidos que el chip de su teléfono organiza por orden alfabético; el semáforo se pone en verde. Decenas de coches inmóviles, con sus matrículas de números y letras ordenadas por orden alfabético, le miran con sus faros mientras cruza la avenida; anhelan su propia luz verde para seguir sus infinitos trayectos. En una clínica un médico consulta en su ordenador una base de datos organizada por orden alfabético; en su casa, una señora, a quien el mundo digital pilló a contrapié, busca en las páginas amarillas la F para encontrar un fontanero. Hay invenciones geniales que por su uso común parece que estuvieron con nosotros desde siempre, pero no fue así. Nada ha surgido de la nada.


Es sólo que en la ineludible vorágine del presente olvidamos nuestro pasado. Así, no sabemos quién inventó el fuego o quién diseñó un día la primera rueda. De igual forma podemos preguntarnos: ¿sabemos acaso quién inventó el orden alfabético, ese mismo orden sin el que no sabríamos identificar nuestros coches, organizar nuestras agendas electrónicas o encontrar una buena novela en una librería? Viajemos atrás en el tiempo, pues esta historia empezó hace muchos años. A mediados del siglo III a. C., el gran imperio de Alejandro Magno acaba de descomponerse en diferentes estados y a la cabeza de cada uno de esos nuevos reinos ha quedado uno de sus veteranos generales. Seleuco se quedó con Babilonia, Mesopotamia, Persia y Bactria; Antígono obtuvo el control de Frigia, Lidia, Caria, el Helesponto y parte de Siria; Lisímaco se quedó con Tracia, y Casandro con Macedonia; pero es el general Tolomeo quien nos interesa, pues él será quien gobierne a partir de entonces el legendario Egipto, desde el sur de Siria hasta los confines más recónditos del valle del Nilo. Las guerras de frontera, precisamente contra los otros generales del fallecido Alejandro, ahora convertidos en ambiciosos reyes, consumen las energías de Egipto, pero, aun así, Tolomeo I funda un nuevo edificio en Alejandría más allá de los intereses militares: una biblioteca. No tuvo tiempo de más. Teniendo en cuenta a sus belicosos vecinos, ya hizo mucho. Su hijo Tolomeo II le sucede en el trono, pero Tolomeo II no es el gran militar que fue su padre y pronto es derrotado en las fronteras del reino; Tolomeo II, rey faraón de Egipto, se concentra entonces en las grandes obras públicas en Alejandría: continúa con la consolidación de la biblioteca y construy e, en la isla de Faros, una gran torre con fuego en lo alto que servirá de guía a los barcos que llegan al gigantesco puerto de aquella emergente urbe del mundo antiguo. Eran barcos cargados con todo tipo de mercancías venidas desde todas las esquinas del Mediterráneo: aceite de la lejana Hispania, vino de la Galia, lana de Tarento… y entre todo lo que traían había cestos enormes repletos de rollos y más rollos de papiro con volúmenes de todo tipo: obras de teatro, poemas épicos, tratados de filosofía, medicina, matemáticas, retórica y cualquier rama del saber de la época. Se trataba de recopilar todo el conocimiento para constituir la mayor y mejor biblioteca del mundo, pero llegó un momento en que todos los funcionarios del nuevo edificio se vieron desbordados por la enorme cantidad de rollos que tenían y así se lo comunicaron a su rey. Fue entonces cuando Tolomeo II llamó a Zenodoto. —Necesito que te ocupes de la biblioteca —le dijo Tolomeo II. Zenodoto se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en la recopilación de los viejos poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil de entender que empleaba palabras viejas olvidadas por todos, hasta el punto de que había ocupado las últimas semanas en escribir un detallado glosario que recopilara todos aquellos términos. —El rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que pueden ocuparse de la biblioteca —respondió Zenodoto para intentar zafarse de un encargo que retrasaría en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre manos y que le interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros. El rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues según la milenaria tradición ésos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de las pirámides, sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto. —Sólo te pido que vay as a ver la biblioteca. Entonces entenderás. Zenodoto no podía negarse. A fin de cuentas era el faraón quien financiaba sus trabajos. Así, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja biblioteca.

Nada más llegar empezó a entender: Tolomeo II había ampliado notablemente los edificios que su padre había dedicado a aquel centro del saber. Las dimensiones eran descomunales. Era evidente que nunca antes se había construido una biblioteca de esa envergadura, pero aquello carecía de importancia en comparación con lo que Zenodoto encontró en su interior: centenares de trabajadores llevaban miles de cestos repletos de rollos de papiro de un lugar a otro, distribuyéndolos según podían por las inmensas salas de aquella gigantesca obra. Había centenares de miles de rollos de papiro, quizá más de un millón. Incontables, inabarcables. Zenodoto comprendió al rey faraón. No había encontrado a nadie que ni tan siquiera pudiera haber intuido cómo ordenar todo aquello. Y ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valía nada por el mero hecho de acumular centenares de miles de rollos si nadie era capaz de encontrar uno cuando alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas bibliotecas griegas, donde se acumulaban unos centenares de rollos, el veterano bibliotecario de cada lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto, pero allí aquello era absurdo. Nadie podía recordar tanto. Había que clasificar, como fuera; pero clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos. Ni siquiera bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de amilanarse con facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel universo de palabras? Tenía que haber alguna forma. Zenodoto no durmió aquella noche. Se movió inquieto en la cama. Sólo soñaba con miles y miles de rollos en grandes colinas dispersas como túmulos fantasmagóricos. Se incorporó sobresaltado. Estaba sudando profusamente. Se levantó y echó agua fresca en un vaso de cerámica. De pronto tuvo un momento de iluminación. A la mañana siguiente fue a hablar con el rey. —Yo me haré cargo de la biblioteca —dijo, y Tolomeo II asintió satisfecho. Zenodoto regresó entonces a aquel imponente edificio y se situó en medio de todos aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario de palabras antiguas de Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel poeta que los había ordenado por grupos, los que empezaban por A todos juntos, luego los que empezaban por B y así sucesivamente.

Al principio le pareció algo demasiado simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien para localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a una mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría. —Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su autor. Todos le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo, infinitamente aliviados. La tarea llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo de ver en vida aquella inmensa biblioteca con todos los centenares de miles de rollos archivados y localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar sobre los poemas de Homero. Y así seguimos. Así que cuando busque un libro en una librería o el número de teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el móvil, recuerde al bueno de Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de nuestra memoria. Los vikingos y la literatura Era el año 841 después de Cristo, aunque aquellos hombres rubios, altos y feroces nada sabían de Cristo. Sus más de sesenta barcos vikingos ascendían a buen ritmo por el río Liffey. Llegaron a la laguna negra, un remanso del río donde podrían atracar sus temidos drakkars. Aún no habían desembarcado y ya se oían los gritos de los pobladores de aquella tierra huyendo en busca de refugio en las torres que habían construido para resguardarse de aquellos ataques o para esconderse en el viejo monasterio. Nadie sabe a ciencia cierta el nombre del guerrero que comandaba aquella nueva expedición vikinga. Unos dicen que se llamaba Turgesius, otros que Gudfred y hay quien lo ha identificado como Thorgils, el hijo del rey noruego Haraldr Harfagri, es decir, Haraldr el del pelo rubio. Pero nadie sabe exactamente quién era el que comandaba a aquellos vikingos que descendían ya de sus barcos y que, para sorpresa de todos los que corrían en busca de refugio, no iban tras ellos. Eso les pareció extraño, pues les daba la oportunidad de esconderse. Lo que no sabían era que aquellos vikingos venidos de la remota Escandinavia no tenían prisa esta vez y por eso no los perseguían como en otras ocasiones. No, aquellos vikingos no habían venido a saquear y a secuestrar hombres, mujeres y niños. No. Aquella mañana habían venido para quedarse en la bahía y fundar una auténtica ciudad vikinga que el mundo luego conocería como Dubh Linn, es decir, « laguna negra» en gaélico, el Dublín del siglo XXI. Cuando uno piensa en la relación entre los vikingos y la literatura, lo primero que le viene a la mente son esas largas e intensas sagas nórdicas que, en el caso de la literatura inglesa, a través del poema Beowulf (el equivalente al Mio Cid en español), marcan el arranque de la literatura anglosajona. Luego Tolkien recurriría a estas sagas como base para recrear su magnífico mundo de la Tierra Media. Todo esto es cierto, pero los vikingos, aun sin saberlo, y sin pretenderlo, contribuy eron a la historia de la literatura no ya sólo inglesa sino universal con una acción que nadie pensó que podría ser tan importante: la conquista de Dublín. Y es que, con la llegada de los vikingos, la ciudad creció y se consolidó como un importante eje de comunicaciones marítimas y comerciales en el norte de Europa.

Fue un renacer construido sobre mucha sangre inocente, sangre celta que, no obstante, se mezclaría finalmente con sangre vikinga y luego normanda. No sé si será esta mezcla de la imaginación celta con la pasión por las largas sagas de los vikingos lo que produjo el milagro, o si fue el clima eternamente lluvioso y melancólico, pero Dublín, aunque no se sepa demasiado, es una de las ciudades que más han aportado a la literatura. De hecho es Ciudad de la Literatura por la Unesco. ¿Y eso por qué? Porque pocas ciudades han dado a la literatura tantos maestros. Y si no, juzguen por ustedes mismos: Congreve o Sheridan, importantísimos dramaturgos del XVIII y el XIX eran de Dublín, como lo era también el autor, mucho más conocido, de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, un ejemplo de sátira social demoledora. Y también nació en Dublín el eterno e inigualable Oscar Wilde, cuyos rompedores epigramas, como « Puedo resistirlo todo menos la tentación» o « En los exámenes los estúpidos preguntan cosas que los sabios no pueden responder» , nos resumen bien la filosofía del pueblo irlandés. Como se imaginarán, este segundo epigrama es muy popular entre los estudiantes universitarios, incluidos los míos. Pero hay mucho más en Dublín: ¿recuerdan el musical My Fair Lady, con Audrey Hepburn y Rex Harrison? Está basado en la obra Pigmalión de Bernard Shaw, otro dublinés que obtuvo el Premio Nobel en 1925, y el Oscar por el mejor guión adaptado en 1938 (cuando reescribió Pigmalión para una primera versión cinematográfica británica, preludio del musical My Fair Lady). Yo creo que con Swift, Wilde y Shaw, además de los mencionados anteriormente, cualquier ciudad merecería ya un lugar privilegiado en la historia de la literatura, pero a estos autores podemos añadir un siempre controvertido Samuel Beckett, que con su apuesta por el teatro del absurdo, con obras como Esperando a Godot, fue merecedor del Premio Nobel en 1969. Esto hace ya dos dublineses con el Premio Nobel de Literatura. Pero además, si uno pasea por la ciudad, no sólo puede ver dónde nació o vivió Wilde o visitar el más que interesante Writers’ Museum [Museo de los Escritores], sino que puede descubrir placas y estatuas repartidas por las calles que hacen referencia a la épica novela de James Joyce: Ulises. ¿Que dónde nació Joyce? En Dublín, por supuesto, donde se educó como escritor y hasta donde dio clases como profesor de lengua. Con Joyce tenemos otro autor internacional que añadir a la gran lista de la ciudad y que, aunque luego viviría fuera de Dublín, quedó literariamente atrapado en la capital irlandesa que le vio nacer, y siempre escribía sobre sus calles, sus esquinas, sus pubs, sus gentes. Y si no me creen relean otra de sus obras, Dublineses, cuyo título no deja lugar a dudas. John Huston hizo una magnífica adaptación al cine del último de los relatos de este libro, « Los muertos» . Película memorable. Es cierto que Joyce es un autor difícil de leer y que es mucho mejor adentrarse en la literatura de escritores dublineses con las obras de Swift o Shaw o, por qué no, ya que hay tanta moda con las sagas vampíricas, releyendo el libro que lo inició todo: Drácula, de Bram Stoker. Un clásico que recreando ley endas centroeuropeas estableció, sin saberlo, todo un género con tantos hijos e hijas necesitados de sangre. Ya se imaginarán dónde nació Bram Stoker: sí, en efecto, en Dublín. De hecho, una novia de Wilde fue luego novia de Bram Stoker. Pero por si el listado aún no les parece suficientemente sorprendente tenemos otro premio Nobel, William Butler Yeats, el gran poeta de las leyendas irlandesas, quien, nacido también en Dublín, recibiría el máximo galardón de la Academia Sueca en 1923. Muy recientemente, en 2012, el grupo The Waterboy s ha sacado un disco poniendo música a varios de sus poemas más populares. Personalmente me encanta el final de « La balada de Aengus, el errante» , personaje de la mitología gaélica que busca sin descanso a su amada: Y aunque he envejecido caminando por profundos valles y tierras montañosas encontraré donde ha ido ella y besaré sus labios y tocaré sus manos y caminaré por la hierba moteada y cogeré, hasta que el tiempo y los tiempos terminen, las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol. Pero la lista de escritores dublineses populares no es algo del pasado: Maeve Binchy, autora de bestsellers emotivos sobre el día a día de la gente corriente, lleva más de cuarenta millones de ejemplares vendidos. Y es que los libros forman parte integral de la vida irlandesa, ya sea porque el clima invita a recogerse temprano en casa y, al lado de un amigable fuego o un buen sistema de calefacción, pasar horas infinitas leyendo, o porque el interés por las buenas historias va en los genes descendientes de aquellos vikingos que gustaban de sagas interminables.

En Dublín puedes encontrar librerías modernas, librerías antiguas, mercadillos de libros usados o bibliotecas absolutamente espectaculares. De hecho, cuando Hollywood buscaba en qué inspirarse para recrear la impactante biblioteca del mítico castillo de Hogwarts de la serie Harry Potter, encontraron la iluminación en la fastuosa biblioteca del Trinity College de Dublín. Nada más entrar en ella, el visitante tiene la sensación de estar en la catedral de las bibliotecas y de que en cualquier momento el adolescente Harry o el malvado Voldemort pueden sorprenderle emergiendo de cualquier pasillo. Visiten Dublín si pueden y, si no, viajen literariamente a ella por cualquiera de sus muchos caminos. Disfrutarán. Como no podía ser de otra forma, otra escritora dublinesa, Anne Enright, nos explica muy bien este matrimonio indisoluble (estamos en Irlanda) entre literatura y Dublín: « En otras ciudades, la gente inteligente sale y hace dinero. En Dublín, la gente inteligente se queda en casa y escribe libros.»

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