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La Mujer y el Paisaje – Stefan Zweig

«Hasta donde alcanzaba la vista encontraba la misma expectación que había en mí, se habían abierto grietas en la tierra que ahora se ensanchaban como si fueran pequeñas bocas sedientas; poro a poro se abrían y se expandían buscando frescor, el placer frío, estremecedor de la lluvia, y yo experimentaba algo semejante en mi propio cuerpo. Sin que fuera consciente de ello, mis dedos se crisparon como si pudieran agarrar las nubes y arrastrarlas de una vez hasta este mundo desfallecido…».


 

La mujer aún dormía imperturbable respirando con fuerza, rotundamente. Su boca, medio abierta, parecía querer esbozar una sonrisa o articular una palabra, y el joven pecho curvado se elevaba blandamente bajo la colcha, con placidez. Por las ventanas clareaba la primera luz del día; pero la mañana invernal no dejaba más que un escaso resplandor. El ambiguo crepúsculo entre la oscuridad y el amanecer flotaba inseguro sobre el sueño de las cosas velando su figura. Ferdinand se había levantado en silencio, ni siquiera él sabía por qué. Ahora le ocurría a menudo que de repente, en medio del trabajo, echaba mano del sombrero y salía precipitadamente de la casa, a los campos, alejándose cada vez más y más deprisa, hasta que agotado de correr se encontraba de golpe en algún paraje remoto y extraño, con las rodillas temblorosas y el pulso alterado palpitándole en las sienes. O que de pronto se quedaba absorto en medio de una animada conversación y y a no comprendía las palabras, pasaba por alto las preguntas y tenía que sacudirse violentamente para salir de su aturdimiento. O que por la noche, mientras se desvestía, se olvidaba de sí mismo y, atónito, con el calzado que acababa de quitarse en las manos, se quedaba sentado al borde de la cama hasta que lo sobresaltaba la voz de su mujer llamándolo o el súbito ruido del zapato al caer al suelo. Cuando salió al balcón dejando el ambiente ligeramente cargado de su cuarto, se estremeció por el frío. De forma inconsciente apretó los brazos contra el cuerpo para darse calor. El profundo paisaje que tenía debajo todavía se confundía por entero en la niebla. Sobre el lago de Zurich, que desde su casita en las alturas se veía en otras ocasiones como un espejo pulido sobre el que se deslizaban veloces las blancas nubes del cielo, flotaba una espesa bruma lechosa. Todo estaba húmedo, oscuro, resbaladizo y gris, allá donde posara la mirada, o las manos; el agua goteaba de los árboles, la humedad rezumaba por las vigas. Como un hombre que acaba de escapar de una inundación y se sacude el agua que le chorrea por los cuatro costados, así era el mundo que se alzaba frente a él. A través de la noche nebulosa llegaban voces de personas, pero guturales y apagadas como el estertor de los ahogados; de vez en cuando también se oían un martilleo y el lejano clamor de la torre de la iglesia, aunque mojado y herrumbroso, sin un sonido tan nítido como el que era habitual. Una húmeda oscuridad se elevaba entre él y su mundo. Se estremecía de frío. Y, sin embargo, permaneció allí de pie con las manos encogidas en el fondo de los bolsillos, esperando a poder ver los primeros trazos del panorama conforme iba despejándose. Como si fueran papel gris, las nieblas empezaron a desvanecerse lentamente de abajo arriba y le sobrevino una nostalgia infinita por el amado paisaje, cuya ordenada existencia sabía que perduraba allá en lo hondo, oculta sólo por el vaho de la mañana, y cuy as claras líneas iluminaban otras veces su propio ser alumbrando ese mismo orden. ¡Cuántas veces había salido a esta ventana huyendo de su confusión interior y había encontrado la calma en la apacible vista que se tenía desde allí! Las casas de la margen opuesta colocadas amablemente unas junto a otras, un barco de vapor surcando con seguridad y delicadeza las aguas azules, las gaviotas sobrevolando despreocupadamente la orilla, el humo ascendiendo en remolinos de plata desde una roja chimenea junto al sonido de las campanas que tañían a mediodía, todo ello le gritaba: ¡paz!, ¡paz!, de una manera tan manifiesta que, a pesar de lo que sabía de por sí y de la locura del mundo, creía en estos hermosos signos y por unas horas se olvidaba de su propia patria por ésta recién escogida. Hacía meses que había llegado a Suiza huyendo de la gente y de los tiempos que corrían en su país en guerra y aquí notaba que su ser desgarrado, contraído, surcado por el espanto y el horror recuperaba su tersura e iba cicatrizando a medida que el paisaje lo acogía blandamente en su seno y la pureza de las líneas y los colores inspiraban su arte invitándole al trabajo. Por eso, siempre se sentía extraño y nuevamente rechazado cuando esta vista quedaba oscurecida tal y como sucedía a aquella hora de la mañana en que la niebla lo cubría todo. Experimentó una infinita compasión por todos aquellos que estaban atrapados allá abajo en la oscuridad, por las personas de su mundo, de su patria, que también estaban hundidos en la lejanía; infinita compasión e infinita nostalgia ansiando ligarse a ellos y a su destino.


De alguna parte, a través de la niebla, llegó el sonido de la campana de la iglesia, que dio los cuatro cuartos y luego, anunciándose a sí misma la hora, tocó otras ocho veces con un tono algo más brillante en aquella mañana de marzo. Se sintió indescriptiblemente solo, igual que si fuera él quien estuviera en lo alto de una torre frente al mundo, con su mujer detrás sumida en la oscuridad del sueño. Recurriendo a la voluntad que todavía le quedaba en lo más íntimo de su ser, hizo un supremo esfuerzo por rasgar aquella blanda pared de niebla y buscar en alguna parte el anuncio del despertar, la certeza de la vida. Y al ir alargando la mirada, desviándola de sí, podría decirse, tuvo la impresión de que allá abajo, en la franja gris donde el pueblo acababa y el camino comenzaba a ascender en líneas serpenteantes y quebradas colina arriba, algo se movía lentamente, hombre o animal. Cubierto por un blando velo, algo pequeño se acercaba. Al principio le alegró comprobar que había alguien más despierto aparte de él, aunque, por otro lado, le invadió una curiosidad ardiente e insana. Ahora la silueta gris se estaba acercando a un punto donde había una encrucijada, uno de cuyos caminos conducía a la localidad vecina, mientras el otro subía hasta allí. El extraño pareció vacilar un instante mientras tomaba aliento. Luego comenzó a ascender lentamente por aquel camino de herradura. La inquietud se apoderó de Ferdinand. « ¿Quién será este extraño?» , se preguntaba. « ¿Qué le fuerza a abandonar el calor de su oscura habitación y a salir como yo tan de mañana? ¿Va a subir a mi casa? ¿Qué quiere de mí?» . Entonces, a través de la niebla, que se volvía más esponjosa a medida que se acercaba, lo reconoció: era el cartero. Todas las mañanas, al sonar las ocho campanadas, trepaba hasta allí arriba. Ferdinand lo conocía y tenía en mente su cara de madera con la roja barba de marino, que se volvía blanca en los extremos, y las gafas azules. Se apellidaba Nogal, pero él lo llamaba « Cascanueces» por sus movimientos secos y la presunción con que siempre echaba la cartera al lado derecho, una cartera grande, de cuero negro, antes de entregar con gesto grave la correspondencia. Ferdinand no pudo evitar una sonrisa cuando lo vio subir paso a paso, cargando la cartera sobre el hombro izquierdo y esforzándose por caminar con mucha dignidad con sus piernas cortas. Pero, de repente, sintió que le temblaban las rodillas. Su mano, alzada sobre los ojos, cayó como si se le hubiera quedado inútil. La inquietud de ese día, del anterior, de todas esas semanas, volvía a hacerse presente de una forma inesperada. Tuvo la sensación de que aquella persona venía por él, paso a paso, exclusivamente por él. Sin siquiera ser consciente de lo que hacía, abrió la puerta, se deslizó por su cuarto pasando de largo ante su mujer dormida y bajó presuroso las escaleras, descendiendo por el camino del vallado al encuentro del que se acercaba. En la puerta del jardín se topó con él. —¿Tiene usted…? ¿Tiene usted…? —hasta tres veces tuvo que empezar—. ¿Tiene usted algo para mí? El cartero levantó las gafas húmedas para mirarle.

—Pues sí, pues sí. De un tirón se pasó la cartera negra al lado derecho, buscó a tientas con los dedos —eran como grandes lombrices de tierra, húmedos y rojos por la niebla helada— entre las cartas. Ferdinand tiritaba. Al fin sacó una. Era un gran sobre marrón con un sello que decía « oficial» estampado arriba y su nombre debajo. —Firme aquí —dijo. Humedeció el lápiz tinta y le tendió la libreta. Con un garabato ilegible fruto del nerviosismo, Ferdinand escribió su nombre. Luego alargó la mano para recoger la carta que aquellos dedos gordos y rojos le ofrecían. Pero los suyos estaban tan tiesos que el papel se le escurrió y cay ó al suelo sobre la tierra mojada y las hojas húmedas, y al agacharse a recogerlo aspiró un olor amargo a podredumbre y descomposición. Eso había sido, ahora lo sabía de cierto, lo que había socavado su quietud y le venía perturbando desde hacía semanas: esta carta que había estado esperando muy a pesar suy o y que llegaba hasta él desde una lejanía indefinida, carente de sentido, que lo buscaba a ciegas, tanteando, intentando apoderarse con sus tiesas palabras escritas a máquina de su tibia vida, de su libertad. La había sentido llegar igual que el jinete que participa en una patrulla siente entre la verde espesura del bosque un cañón de acero frío, invisible, apuntándole con una pequeña pieza de plomo dentro dispuesta a penetrar oscuramente bajo su piel. Así que había sido en vano la defensa, las pequeñas maquinaciones con las que llenaba su pensamiento noches enteras: ya habían dado con él. Apenas habían pasado ocho meses desde que desnudo, tiritando de frío y asco, comparecía ante un médico militar que palpaba los músculos de sus brazos como un tratante de caballos, desde que había reconocido en esta humillación la indignidad del hombre de su época y la esclavitud en la que Europa había caído. Todavía había aguantado dos meses más viviendo en aquel ambiente sofocante de soflamas patrióticas, pero poco a poco fue faltándole el aliento, y cuando las personas que tenía a su alrededor abrían los labios para soltar su discurso, creía ver el amarillo de la mentira en sus lenguas. Lo que decían le repugnaba. La visión de las mujeres ateridas, sentadas con sus sacos de patatas vacíos en los escalones del mercado al despuntar la mañana, le oprimía el alma partiéndosela en dos pedazos: con los puños apretados vagaba de un lado a otro, sintiendo cómo iba envileciéndose, volviéndose odioso y repugnante a sí mismo, mezclando en su interior rabia e impotencia. Al final, gracias a la intervención de un tercero, había logrado pasar a Suiza con su mujer; cuando cruzó la frontera, la sangre se le subió a las mejillas de repente. Tuvo que agarrarse a un poste porque se tambaleaba. Humanidad, vida, acción, voluntad, fuerza, volvía a sentirlas por primera vez en mucho tiempo, y sus pulmones se abrieron para recibir la libertad que se respiraba en el aire. Ahora, la patria no significaba para él más que prisión y confinamiento forzoso. El extranjero, eso era para él su patria universal; Europa, la humanidad. Pero aquello no duró mucho, ese leve sentimiento de alegría cedió pronto ante el miedo. Notaba que, de algún modo, todavía estaba atrapado por su nombre en esa sangrienta espesura que había dejado atrás, que algo que no conocía, que no sabía y que, sin embargo, sí sabía de él, no lo dejaba libre, que un ojo frío y sin sueño lo acechaba invisible desde algún lugar. Se replegó en lo más profundo de sí mismo, no leía periódicos para no encontrar los llamamientos a filas, cambiaba de vivienda para borrar sus huellas, sólo permitía que se remitiesen cartas a su esposa a través de la lista de correos, evitaba a la gente para no ser preguntado.

Jamás pisaba la ciudad, enviaba a su mujer a por lienzo y colores. Su existencia se encerró por completo en el anonimato, en este pequeño pueblecito de lago de Zurich, donde había alquilado una casita a unos campesinos. Pero, con todo, sabía que, en algún cajón, entre cientos de miles de hojas, había una para él. Y sabía que un día, en alguna parte, en algún momento, abrirían ese cajón… Oía como tiraban de él, oía el tecleo de una máquina de escribir que copiaba su nombre y sabía que luego esa carta vagaría y vagaría hasta que por fin lo encontrase. Y ahora oía como crujía, y la sentía fría y corpórea al apretarla entre sus dedos. Ferdinand se esforzó por mantener la calma. « ¡Qué me importa a mí la hoja esta!» , se dijo. « Mañana, pasado mañana brotarán mil, diez mil, cien mil hojas en los arbustos de aquí y cada una de ellas me es tan indiferente como ésta. ¿Qué quiere decir esto de “oficial”? ¿Que debo leerla? Yo no aspiro a tener un reconocimiento oficial entre los hombres y tampoco se lo concedo a ninguna autoridad que diga estar sobre mí. ¿Qué hace mi nombre ahí…? ¿Es que acaso soy eso? ¿Quién me puede obligar a decir que lo soy, quién me fuerza a leer lo que hay escrito en ella? ¡Si la rasgo sin leerla, los pedazos se irán revoloteando hasta el lago y yo no sabré nada y nada sabrá de mí el mundo, ninguna gota caerá más rápido desde el árbol hasta el suelo, el aire no saldrá diferente de mis labios! ¿Cómo puede inquietarme esto, esta hoja de la que sólo sabré si y o quiero? Y no quiero. No quiero más que mi libertad» . Los dedos se tensaban para aplastar el duro sobre y hacerlo pedazos; pero era extraño: los músculos no le obedecían. Había algo en sus manos que operaba al margen de su voluntad, pues no seguían sus instrucciones, y mientras deseaba con toda su alma que sus manos hicieran trizas el sobre, ellas lo abrieron con todo cuidado y desplegaron temblando la hoja blanca. Y allí estaba lo que él y a sabía: « n.° 34.729 f. Por la presente le notificamos que la comandancia de distrito de M. ha resuelto requerirle cortésmente para que se persone antes del próximo día 22 de marzo en nuestras dependencias, sala n.° 8, a fin de someterse a un nuevo reconocimiento médico con objeto de determinar su aptitud para el servicio militar. Acepte el testimonio de nuestra más distinguida consideración» . Cuando volvió a entrar en la habitación, una hora más tarde, su mujer salió a recibirlo sonriendo con un primaveral manojo de flores sueltas en la mano. Su semblante refulgía despreocupado. —¡Mira lo que he encontrado! —dijo—. Allí en el prado de detrás de la casa y a están floreciendo, y eso que entre los árboles donde da la sombra todavía hay nieve. Para no desairarla tomó las flores, se inclinó sobre ellas evitando enfrentarse con los ojos despreocupados de su amada y huy ó presuroso escaleras arriba a la pequeña buhardilla que se había acondicionado como taller.

Pero el trabajo no marchaba. En cuanto se encontró ante el lienzo vacío, aparecieron de repente sobre él las palabras de la carta escritas a máquina. Los colores de la paleta le parecían fango y sangre. Le hacían pensar en pus y en heridas. Su autorretrato, que estaba en la penumbra, mostraba un cuello militar bajo la barbilla. —¡Locuras! ¡Desvarios! —dijo alzando mucho la voz y dio una patada con el pie para ahuyentar estas disparatadas imágenes. Pero las manos le temblaban y el suelo se balanceaba bajo sus rodillas. Tuvo que darse por vencido y tenderse. Luego se quedó así sentado sobre el pequeño taburete, sumido en sus pensamientos, hasta que a mediodía su mujer lo llamó. Cada bocado que tomaba se le atragantaba. Arriba, en la garganta, tenía algo amargo; al principio siempre lograba que bajara, pero al final volvía a subir. Inclinado sobre la mesa y sin decir una palabra, advirtió que su mujer lo observaba con atención. De repente sintió la mano de ella apoyándose suavemente sobre las suyas. —¿Qué te pasa, Ferdinand? Él no respondió. —¿Has recibido malas noticias? Él se limitó a asentir con la cabeza y se atragantó. —¿Del ejército? Asintió de nuevo. Ella calló. Él también calló. De repente, aquel pensamiento se había erguido espeso y angustioso en medio de la habitación, abriéndose camino entre las cosas, empujándolas todas a un lado. Dilatado y viscoso ocupó los platos de la comida casi por empezar. Reptó como un caracol húmedo sobre sus espaldas y les provocó un escalofrío. No se atrevían a mirarse el uno al otro. Inclinados sobre la mesa y sin decir una palabra sentían la insoportable carga de aquel pensamiento sobre ellos. Algo se había quebrado en la voz de ella cuando al fin preguntó: —¿Te han llamado al consulado? —Sí. —¿Y vas a ir? Él temblaba.

—No sé, pero tendré que hacerlo. —¿Por qué tienes que hacerlo? No pueden forzarte a obedecer en Suiza. Aquí eres libre. —¡Libre! ¿Y quién sigue siendo libre hoy en día? —farfulló con enojo apretando los dientes. —Cualquiera que quiera ser libre. Y tú el que más. ¿Qué es eso? Arrancó el papel que él le había puesto delante y lo tiró con desprecio. —¿Qué fuerza tiene eso sobre ti, esos pedazos garrapateados por un pobre infeliz, por un escribiente en un despacho, qué son frente a ti que estás vivo y eres libre? ¿En qué pueden afectarte? —La hoja, en nada; pero sí el que la envía. —¿Quién la envía? ¿Qué persona? Una máquina, la gran máquina de asesinar personas. Pero a ti no te puede atrapar. —Ha atrapado a millones, ¿y justamente a mí no? ¿Por qué? —Porque tú no quieres. —Tampoco ellos quisieron. —Pero ellos no eran libres. Se encontraban entre fusiles y por eso tuvieron que marchar. Pero ninguno lo hizo voluntariamente. Nadie habría vuelto a ese infierno estando en Suiza. Ella intentó frenar su irritación, porque lo veía atormentado. La misma compasión que se siente por un niño afloró en su interior. —Ferdinand —dijo, mientras se apoy aba en él—, ahora tienes que intentar pensar con total claridad. Estás asustado y comprendo lo que puede alterar que esta bestia taimada salte sobre uno de repente, pero ten en cuenta que, a pesar de todo, esperábamos esta carta. Hemos considerado esta posibilidad cientos de veces y yo me sentía orgullosa de ti, porque sabía que tú la romperías en pedazos y no te prestarías a matar a otros seres humanos. ¿No lo recuerdas? —Así es, Paula, lo recuerdo, pero… —No digas nada ahora —le apremió ella—. De algún modo te encuentras conmocionado. Acuérdate de nuestras conversaciones, del borrador que redactaste —está a la izquierda, en el cajón del escritorio— donde declarabas que jamás empuñarías un arma. Estabas decidido a mantenerlo con toda firmeza… Él se levantó violentamente.

—¡Jamás mostré esa firmeza! Jamás estuve seguro. Todo aquello fueron mentiras, un recurso para ocultar mi miedo. Me embriagué con esas palabras. Pero sólo fue verdad mientras me vi libre y siempre supe que cuando me llamasen me volvería débil. ¿Crees que he temblado por ellos? ¡Si no son nada…! Mientras no se hacen realidad en mí, son sólo aire, palabra, nada. Pero he temblado por mí, porque siempre supe que en cuanto me llamasen acudiría. —Ferdinand, ¿quieres ir? —No, no y no —pataleó—, no quiero, no quiero, no hay nada en mí que quiera. Pero iré contra mi voluntad. Eso es precisamente lo terrible de su poder, que uno los sirve contra su voluntad, contra sus convicciones. Si por lo menos a uno le quedase la voluntad…, pero en cuanto tiene una hoja como ésa en las manos, la voluntad huye de él. Obedece. Es un colegial: el profesor llama, uno se levanta y tiembla. —Pero Ferdinand, ¿quién es el que llama? ¿Acaso es la patria? ¡Un escribiente! ¡Un aburrido oficinista! Y, además, ni siquiera el Estado tiene el derecho de forzarle a uno a asesinar, ningún derecho… —Lo sé, lo sé. ¡Ahora sigue citando a Tolstoi! Conozco todos los argumentos. ¿Es que no lo entiendes? No creo que tenga derecho a llamarme, ni que y o tenga el deber de seguirlo. Sólo conozco un deber que se llama ser un hombre y trabajar. No tengo más patria que la humanidad, ni me enorgullece matar personas, todo eso lo sé, Paula, lo veo todo tan claro como tú… pero es que ellos ya se han apoderado de mí, me llaman y sé que, a pesar de todo, de cualquier cosa, acudiré. —¿Por qué? ¿Por qué? Te pregunto por qué. —No lo sé —gimió él—. Tal vez porque ahora en el mundo la locura es más fuerte que la razón. Tal vez porque no soy un héroe, precisamente por eso no me atrevo a huir… No se puede explicar. Es una especie de obligación que hay que cumplir forzosamente: no puedo romper la cadena que estrangula a veinte millones de personas. No puedo. Ocultó el rostro entre sus manos. El reloj avanzaba paso a paso alternando su tictac, un centinela ante la garita del tiempo.

Ella temblaba ligeramente. —Es algo que te llama. Lo entiendo, aunque no lo comprenda. ¿Pero no escuchas también otra llamada que te pide que te quedes? ¿Es que nada te retiene aquí? Él se enfureció. —¿Mis cuadros? ¿Mi trabajo? ¡No! Ya no puedo pintar. Me he dado cuenta hoy. Ya vivo al otro lado y no aquí. Es un crimen trabajar para uno mismo en estas circunstancias, mientras el mundo se reduce a escombros. ¡Ya no es posible sentir por uno mismo, vivir para uno solo! Ella se levantó y se dio media vuelta. —Yo no he creído que vivieras sólo para ti. Creía…, creía que yo también era un pedacito de mundo para ti. No pudo seguir hablando, sus lágrimas se abrieron camino entre las palabras. Él quiso calmarla, pero sintió la ira que había detrás del llanto de ella y retrocedió asustado. —Márchate —dijo ella—, ¡venga, márchate! ¿Qué soy y o para ti? No tanto como un pedazo de papel. Así que, anda, márchate cuando quieras. —Si es que no quiero —dijo Ferdinand golpeando con los puños, presa de una impotente ira—. No quiero, de verdad. Pero ellos sí quieren. Y son fuertes, y y o soy débil. Han endurecido su voluntad desde hace miles de años, son organizados y refinados, se han preparado y caen sobre nosotros como un trueno. Ellos tienen voluntad, y y o tengo nervios. Es una lucha desigual. Uno no puede nada contra una máquina. Si fueran hombres, uno podría defenderse. Pero se trata de una máquina, una máquina de carnicero, una herramienta sin alma, sin corazón ni razón.

No se puede nada contra ella. —Sí que se puede si uno quiere —ahora era ella quien gritaba como una loca furiosa—. ¡Si tú no puedes, yo sí puedo! Si eres débil, yo no lo soy; no doblaré las rodillas ante un papelucho como ése, no entregaré nada vivo por una palabra. No te irás mientras yo tenga poder sobre ti. Estás enfermo, lo puedo jurar. Eres una persona nerviosa. Cuando un plato choca, te sobresaltas. Cualquier médico debe ser capaz de verlo. Que te examinen aquí; yo iré contigo, yo les diré todo. Seguro que te conceden la licencia absoluta. Sólo hay que defenderse, sólo hay que apretar firmemente los dientes y tener voluntad. Acuérdate de Jeannot, tu amigo parisino: hizo que lo mantuvieran en observación durante tres meses en el psiquiátrico, lo atormentaron con toda clase de pruebas, pero se mantuvo firme hasta que lo dejaron marchar. Sólo hay que demostrar que uno no está dispuesto a irse. Uno no puede darse por vencido. Está en juego la integridad de tu persona: no olvides que buscan apoderarse de tu vida, de tu libertad, de todo. En estas condiciones, uno tiene que defenderse. —¡Defenderse! ¿Cómo puede uno defenderse? Ellos son más fuertes que todos, son los más fuertes del mundo entero. —¡Eso no es verdad! Sólo serán fuertes mientras el mundo quiera que lo sean. El individuo siempre es más fuerte que los conceptos, sólo tiene que seguir siendo él mismo, seguir fiel a su voluntad. Sólo tiene que saber que es un hombre y querer seguir siéndolo, entonces esas palabras que lo rodean, con las que ahora se quiere cloroformizar a la gente, patria, deber, heroísmo, esas palabras se vuelven pura cháchara, charlatanería que apesta a sangre, a sangre humana caliente, viva. Sé sincero, ¿la patria te parece tan importante como tu vida? ¿Aprecias más una provincia que cambia de monarca soberano que tu mano derecha, con la que pintas? ¿Crees en otra ley aparte de la moral invisible que construimos en nuestra conciencia con nuestros pensamientos y nuestra sangre? ¡No, yo sé que no! Por eso te mientes a ti mismo si dices que quieres marcharte… —Es que no quiero… —¡Pero no lo suficiente! En realidad ya no quieres nada. Te dejas llevar y ése es tu crimen. Te entregas a algo que abominas y te juegas la vida por ello. ¿Por qué no prefieres hacerlo por algo en lo que crees? Verter la sangre por tus propias ideas…, ¡bien! Pero ¿por qué por las que te son ajenas? Ferdinand, no lo olvides, si deseas lo suficiente seguir siendo libre, ¿qué son los de allí, los del otro lado?: ¡locos perversos! Si no lo deseas lo suficiente y te cogen, tú mismo serás el loco. Siempre me has dicho… —Sí, te lo he dicho, he dicho de todo, he hablado y hablado sin parar para infundirme valor.

He hecho grandes discursos, igual que los niños cantan en el bosque oscuro por miedo a su miedo. Todo era mentira, ahora lo veo con espantosa claridad, porque siempre he sabido que si me llamaban acudiría… —¿Te marchas? ¡Ferdinand! ¡Ferdinand! —¡No soy yo! ¡No soy y o! Algo dentro de mí se marcha…, y a se ha marchado. ¡Algo en mí se levanta como un colegial ante el profesor, ya te lo he dicho, y tiembla y obedece! Y, al mismo tiempo, escucho todo lo que dices y sé que es correcto y verdadero y humano y necesario…, que es lo único que puedo y debo hacer… Lo sé y lo admito, y por eso mismo resulta tan infame que me marche. Pero me marcho, ¡algo me tiene atrapado! ¡Sólo puedes despreciarme! Yo mismo me desprecio. Pero ¡no puedo hacer otra cosa, no puedo! Golpeó con los dos puños la mesa que tenía delante. Había en su mirada algo impasible, brutal, cautivo. Ella no lo podía mirar. El amor que sentía por él temía despreciarlo. Sobre la mesa todavía puesta estaba la carne, fría como una carroña muerta, y el pan negro y desmigajado como escoria. El sofocante vaho de la comida llenaba la habitación. Sintió náuseas que le subían a la garganta, náuseas por todo. De repente, ella abrió la ventana. El aire irrumpió en la sala; por encima de los hombros de ella, levemente estremecidos, se alzaba el cielo azul de marzo y las nubes blancas acariciaban su cabello. —Mira —dijo en voz más baja—, ¡mira afuera! Solamente una vez, te lo pido por favor. Tal vez lo que digo no sea del todo cierto. En realidad las palabras siempre y erran el blanco. Pero lo que se ve, eso sí que es verdad. Eso no miente. Ahí abajo va un campesino detrás del arado; es joven y fuerte. ¿Por qué él no se deja asesinar? Porque su país no está en guerra, porque su campo se encuentra a seis palmos del otro lado, por eso la ley no rige para él. Y ahora también tú estás en este país, de modo que tampoco rige para ti. ¿Puede una ley que no se ve ser verdad, cuando sólo se extiende en un par de hitos, pero más allá y a no tiene valor? ¿No te das cuenta de lo absurdo que es al contemplar esta paz? Ferdinand, mira qué claro está el cielo sobre el lago, los colores, mira cómo están esperando a que uno se recree en ellos, acércate a la ventana y luego vuelve a decirme que te quieres marchar… —¡Si es que no quiero! ¡No quiero en absoluto! ¡Lo sabes bien! ¿Por qué tengo que verlo otra vez? ¡Si lo sé todo, todo, todo! ¡No haces más que atormentarme! Cada palabra que dices me hace daño. ¡Y nada, nada, nada me ay uda, al contrario! Ella se sintió desfallecer al contemplar su dolor. La compasión quebró su fuerza. Sin decir nada, se dio la vuelta.

—¿Y cuándo…, Ferdinand…, cuándo… tienes que acudir al consulado? —¡Mañana! En realidad ya tendría que haber ido ay er. Pero la carta no había dado conmigo. No ha sido hasta hoy cuando me han localizado. Tengo que acudir mañana. —¿Y si no acudes mañana? Déjales que esperen. Aquí no te pueden hacer nada. No tenemos ninguna prisa. Déjales que esperen ocho días. Yo les escribiré para decirles que estás enfermo, que te encuentras en cama. Mi hermano lo hizo así y de ese modo ganó catorce días. En el peor de los casos, no te creerán y mandarán al médico del consulado aquí arriba. Tal vez con él se pueda hablar. Los hombres que no llevan uniforme son siempre más humanos. Tal vez vea tus cuadros y comprenda que el lugar de alguien como tú no está en el frente. Y aunque no sirva de nada, por lo menos habremos ganado ocho días. Él callaba y ella sentía que el silencio iba en su contra. —¡Ferdinand, prométeme que no irás mañana mismo! Déjales que esperen. Uno tiene que prepararse interiormente. Ahora estás alterado y harán contigo lo que quieran. Mañana serían los más fuertes. Dentro de ocho días lo serás tú. Piensa en los días felices que pasaremos hasta entonces. Ferdinand, Ferdinand, ¿me estás oy endo? Y lo zarandeó. Él le dirigió una mirada vacía. No vio ni una sola de sus palabras en esta mirada perdida e indiferente, sólo espanto y miedo de una profundidad que ella no conocía.

Volvió en sí muy poco a poco. —Tienes razón —dijo al final—. Tienes razón. En realidad no corre ninguna prisa. ¿Qué es lo que me pueden hacer? Tienes razón. Definitivamente no iré mañana. Y tampoco pasado mañana. Tienes razón. ¿Es que la carta ha tenido que llegar a mis manos precisamente hoy ? ¿Es que no puedo haber salido a hacer una excursión? ¿Es que no puedo estar enfermo? No…, le he firmado al cartero. Pero no importa. Tienes razón. ¡Hay que reflexionar! Tienes razón. ¡Tienes razón! Se había levantado y empezó a ir de un lado a otro de la habitación. —Tienes razón, tienes razón —repetía mecánicamente, pero sin convicción alguna—. Tienes razón, tienes razón. Completamente ausente, con total indiferencia, repetía una y otra vez aquellas palabras. Ella notó que los pensamientos de él estaban en otra parte, muy lejos de allí, que nunca se liberarían del otro lado, que nunca se apartarían de su funesto destino. No podía seguir escuchando aquel eterno « tienes razón, tienes razón» , lo único que salía de sus labios. Abandonó la estancia en silencio y siguió oyéndolo ir y venir de un lado a otro durante horas como un preso en su calabozo. Ferdinand tampoco tocó la cena por la noche. Tenía un aire ausente, embobado. Y sólo al acostarse, cuando lo tuvo a su lado, ella sintió lo vivo del miedo que había en él; se agarraba con todas sus fuerzas a su cuerpo blando y cálido, como si quisiera refugiarse en él, la estrechaba contra sí ardientemente, estremeciéndose. Pero ella sabía que no era amor, sino una forma de huir. Era un reflejo convulso, y bajo sus besos notó una lágrima, amarga y salada. Luego siguió acostado sin decir nada.

De vez en cuando, ella lo oía gemir. Entonces le tendió la mano y él la agarró como si pudiera sostenerse con ella. No hablaban; sólo una vez que ella lo oyó sollozar intentó consolarlo: —Todavía tienes ocho días. No pienses en ello. Pero se avergonzó de sí misma al aconsejarle que pensara en otra cosa, porque notaba en el frío de su mano, en el pulso alterado de su corazón, que estaba imbuido y dominado por este único pensamiento y que ni un milagro lo libraría de él. Jamás el silencio, jamás la oscuridad habían resultado tan opresivos en esa casa. El horror del mundo entero se condensaba frío entre esas paredes. El reloj era lo único que seguía adelante imperturbable, el férreo centinela en su puesto de guardia paseando a un lado y a otro, alternando su tictac, y ella sabía que, con cada paso, el hombre, el hombre vivo, y amado que tenía a su lado se le hacía más lejano. No lo pudo soportar más, se levantó de un salto y detuvo el péndulo. Ahora y a no había tiempo, sólo horror y silencio. Ambos velaron mudos hasta el nuevo día, acostados uno al lado del otro, mientras su pensamiento daba vueltas alternando con el tictac de su corazón. Todavía reinaba la penumbra en aquel amanecer invernal. La helada flotaba sobre el lago en forma de espesos velos de escarcha cuando él se levantó. Se puso rápidamente la ropa y recorrió acelerado, vacilante e inseguro las habitaciones de un lado a otro de la casa, hasta que de repente echó mano del sombrero y del abrigo, y abrió silenciosamente la puerta de la calle. Más tarde recordaría muchas veces el temblor de su mano al apoyarse sobre el cerrojo congelado, dándose la vuelta con timidez para ver si alguien lo espiaba. Y, efectivamente, el perro saltó sobre él como si se tratase de un ladrón que intentara escaparse, pero al reconocerlo agachó la cabeza suavemente bajo sus caricias, y luego se puso a dar vueltas a su alrededor meneando el rabo como un loco, deseoso de acompañarlo. Pero él lo ahuyentó con la mano…, no se atrevía a hablar. Luego, sin ser consciente de su prisa, se encontró de repente bajando a toda velocidad por el camino del vallado. De cuando en cuando todavía se detenía, volvía la vista atrás hacia la casa que se iba perdiendo en la niebla conforme avanzaba, pero luego se forzaba a seguir, corría, tropezaba con las piedras como si alguien lo persiguiera, descendiendo camino de la estación, adonde llegó sin parar entre el vaho que desprendían sus ropas húmedas y con la frente sudorosa. Había allí un par de campesinos y gente humilde que lo conocían. Lo saludaron, a ninguno de ellos le pareció que pudiera molestarle que entablaran conversación, pero él se mostró retraído. Ahora sentía un embarazoso temor ante la idea de tener que hablar con otras personas y, sin embargo, le hacía mal esta espera vacía ante las vías mojadas. Sin saber lo que hacía, se subió a la báscula, echó una moneda, se miró la cara pálida bañada en sudor en el pequeño espejo que había sobre la aguja y, sólo cuando se bajó y la moneda tintineó al caer dentro, se dio cuenta de que había olvidado mirar su peso. —Estoy loco, completamente loco —murmuró en voz muy baja. Se horrorizó ante sí mismo.

Sentado en un banco, intentó obligarse a pensar con claridad en todo aquello. Pero en ese momento muy cerca de él repiqueteó la campana que daba las señales y se sobresaltó. La locomotora venía aullando a lo lejos. El tren entró resoplando estrepitosamente; él se precipitó en un compartimiento. Un periódico sucio y acía tirado en el suelo. Lo recogió y se quedó mirándolo fijamente sin saber lo que leía, sólo veía sus propias manos que lo sostenían y que cada vez temblaban más. El tren se detuvo. Zurich. Se apeó vacilante. Sabía adonde lo arrastraba aquella fuerza y sintió que su propia voluntad se rebelaba, pero siempre más débil. De cuando en cuando todavía ponía a prueba a su albedrío. Se colocó delante de un cartel y se obligó a leerlo de arriba abajo para demostrarse que podía elegir libremente. —No tengo ninguna prisa en absoluto —se dijo a media voz, pero cuando aún estaba susurrando aquellas palabras entre dientes, se vio arrancado de allí. Este ardiente nerviosismo, esta acuciante impaciencia actuaba en él como un motor que lo impulsaba a avanzar. Indefenso, buscó a su alrededor un coche. Las piernas le temblaban. En ese instante pasaba uno a su lado; lo llamó. Se lanzó dentro como un suicida al río y aún tuvo fuerzas para mencionar aquel nombre: la calle del consulado. El coche salió zumbando. Él se recostó en el asiento, con los ojos cerrados. Era como el zumbido que se oy e al caer en un abismo, y sin embargo sentía una ligera voluptuosidad por la velocidad con la que el vehículo lo arrastraba hacia su destino. Se encontraba bien asistiendo pasivamente a todo aquello. El coche y a se detenía. Se apeó, pagó y subió en el ascensor, de algún modo volvió a experimentar la misma sensación de placer al verse llevado y elevado tan mecánicamente, como si no fuese él mismo quien hacía todo aquello sino ese poder desconocido e intangible que lo forzaba. La puerta del consulado estaba cerrada.

Llamó. No obtuvo respuesta. Sintió un escalofrío: ¡atrás, fuera, rápido, escaleras abajo! Pero volvió a llamar. Oy ó dentro los pasos de alguien que se acercaba lentamente arrastrando los pies. Un sirviente en mangas de camisa abrió ceremonioso con el trapo del polvo en la mano. Evidentemente, era el encargado de arreglar los despachos. —¿Qué desea…? —le espetó ásperamente. —Vengo al consulado… Yo…, a mí me han citado. Balbuceó aumentando su vergüenza al tartamudear ante el sirviente. Éste se dio la vuelta con arrogancia mostrándose ofendido. —¿Es que no sabe leer lo que dice la placa de abajo?: « Horario de oficina: de 10 a 12» . Ahora no hay nadie. Y sin esperar más cerró la puerta. Ferdinand se quedó allí de pie; un estremecimiento recorrió su cuerpo. Una infinita vergüenza sepultó su corazón. Miró el reloj. Eran las siete y diez. —¡Loco! Estoy loco —balbuceó. Y bajó temblando las escaleras como un anciano.

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