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La mujer de otro – Torcuato Luca de Tena

Los tipos humanos que alientan con tremendo y, a veces, patético verismo por las páginas de La mujer de otro —novela galardonada con el Premio Planeta 1961— no han existido nunca en la vida real. Pero su miseria o su grandeza, sus dilemas, sus ambiciones, sus sueños son tan semejantes a los nuestros que el lector se sentirá arrastrado por la corriente de sus aconteceres, creyéndose testigo, o protagonista incluso, de lo que no es más que una ficción. La calidad humana de ese «todo un hombre» que es el comandante Moscoso; la luminosa simpatía de Pepa Turull; la gracia alada de María José, la misionera portuguesa; la honrada simplicidad del sargento Petrirena, chocan y contrastan con los aguafuertes solanescos de María Terrón, o con el negro sacrílego de Isabel Jesús Rodríguez Akato Trinidad; de Elena, pusilánime, y de Matilde, dominadora. Y Enrique y Andrés y Alicia y Ana María, vértices del cuadrilátero —no triángulo— en que se apoya la acción; y los niños, Alberto y Enrique —cuya personalidad ha sido descrita con mano maestra—, y el intendente Rolland y tantos otros personajes centrales o secundarios, no podrán ser fácilmente olvidados por quienes lean estas página. Torcuato Luca de Tena La mujer de otro Premio Planeta 1961 ePub r1.2 17ramsor & Polifemo7 16.07.14 Título original: La mujer de otro Torcuato Luca de Tena, 1961 Editor digital: 17ramsor & Polifemo7 ePub base r1.0 Esta novela obtuvo el Premio Planeta 1961, concedido por el siguiente jurado: Joaquín de Entrambasaguas, Carmen Laforet, Ignacio Agustí, Sebastián Juan Arbó, Ricardo Fernández de la Reguera, Torcuato Luca de Tena, José Manuel Lara Hernández y Manuel Lombardero. I LAS PRIMERAS HORMIGAS Las criadas decían que el niño era sordo porque había que llamarlo diez veces y a gritos, por la casa y el jardín, a la hora del baño, de la lección o de las comidas. Y si en ese momento estaba entretenido en alguna de sus ocupaciones preferidas, no ya diez veces y de lejos, sino veinte, y a sus espaldas, podían gritarle, sin que él se enterara. Pero Quique no era sordo: a los cinco años ya había adquirido la envidiable virtud de no oír más que lo que quería. Se aislaba del mundo exterior, la espesa capa de abstracción que le envolvía no lograba ser traspasada por las voces y los gritos. En cambio, poseía una especial intuición para percibir desde lejos la proximidad de su madre: distinguía sus pasos en el corredor, su manera de pulsar el timbre, el modo de introducir la llave en la cerradura y hasta el ruido peculiar del agua cuando era ella quien regaba la hierba o las flores del jardín. En realidad, Quique daba muy poco trabajo en casa. Le levantaban de la siesta, le dejaban en libertad, y él se las arreglaba para distraerse solo. El jardín era un mundo maravilloso, un pequeño universo donde toda lección era nueva y toda sorpresa posible: la pirámide de arena de un topo, las bolsas de vitrofib de las orugas en los pinos, un nido que ayer no estaba… Pero nada le subyugaba tanto como observar las hormigas. Se situaba en cuclillas ante la línea formada por la interminable caravana y buscaba los dos extremos que marcaban el viaje de ida y vuelta de las diminutas e infatigables andadoras. A veces rompía con el pie la fila india y esperaba con infinita paciencia el momento en que las hormigas, despistadas primero, llegaban a reconstruir el interrumpido trazo de su pequeña calzada. Otras veces ponía en el camino montículos de alpiste o una mosca matada por él, y se entusiasmaba al ver cómo descubrían estos tesoros y cómo se ponían de acuerdo para arrastrar entre varias los cuerpos «gigantescos», camino de la guarida. Las hormigas avanzaban lentamente, y lentamente también Quique se dejaba conducir por ellas al mundo de la fantasía. Afinando mucho el tono, para que su voz se redujera en proporción con el tamaño del mundo en que estaba inmerso, les hablaba del disgusto de su madre cuando descubriera que habían robado las semillas recién plantadas, o las amenazaba con el anuncio de la terrible venganza de su padre, quien las pisotearía hasta exterminarlas, haciendo caer, además, sobre las tribus y sobre sus casas terribles nevadas de DDT. Quique tenía cinco años. No sabía escribir; pero, en cambio, dibujaba con sorprendente maestría. Era tranquilo y cachazudo.


Hablaba con mucha seriedad —afirmando cosas extraordinarias que él suponía que habían ocurrido realmente— y era muy ordenado. Recogía y guardaba todas las cajas, útiles o no, que encontraba a su paso y metía dentro de ellas un sinfín de objetos diversos: frascos, gomas de borrar, puntas de lápices, cuerdas, caramelos chupados, estampas, clavos y monedas. Era capaz de mantener largas conversaciones con las personas mayores, a las que preguntaba sin parar cosas y más cosas. Y cuando no estaba de acuerdo con la explicación que le daban, decía que eso no era verdad y se inventaba él mismo la respuesta que más le ilusionaba. Su madre tenía prohibido que le hablaran de brujas, enanos, ogros y demás gentes de esa calaña, para no excitar aún más su fantasía. —Las brujas no existen —le decía Ana María—. Ni los ogros, ni los enanitos del bosque. —¿Y el Niño Jesús? ¿Tampoco? —El Niño Jesús, sí. Aquel día, Quique estaba realizando el apasionante experimento de ver cómo flotaban las moscas en el agua de una boca de riego (mientras que los caracoles se iban al fondo), cuando oyó el ronquido de un motor que se detenía frente a su casa y el chasquido de la portezuela de un coche al cerrarse. No puso en duda que era su madre y acudió a recibirla. —¡Mamá, mamá! ¿Qué me has traído? Desde la puerta de paso a la propiedad hasta la puerta de entrada a la casa, una escalinata de piedra salvaba el desnivel del terreno. Quique, prudente, esperó a que Ana María terminara de pagar el taxi y subiese la escalera. Además, traía un paquete entre las manos y la curiosidad le fijó en el suelo. Se inició entonces un diálogo entre el mundo de Quique y el mundo de Ana María. —¿Ha llegado tu padre, Quique? —¿Ese paquete es para mí, mamá? —Niño, ¿ha llegado papá? —¿Para quién es ese paquete? —Para tu padre. ¿Ha llegado? —Un caracol grandísimo, grandísimo, se ha ahogado. —¡Jesús! ¡Qué manos más sucias tienes! —¡Se ahogó del todo! —¡Vaya por Dios! Una doncella acudió a recibir a la señora. —¿Ha llegado el señor, Armanda? —No, señora. Alberto es el que ha llegado del colegio hecho un Cristo. ¡Tenía usted que haberlo visto! ¡Qué rodillas! —¡Un día se matará! ¿Dónde está? —Por ahí, montando en bicicleta… —¡Mamá, mamá! Alberto se ha roto todas las piernas, ¡todas, todas! —exclamó Quique, frunciendo la nariz para indicar la magnitud del desastre. Y en seguida añadió—: He pintado un payaso. —Llévalo a mi cuarto para verlo mientras me cambio. Y usted, Armanda, tráigame a Alberto. Veremos esas rodillas… Ana María cerró con llave la puerta del dormitorio. ¿Por qué le habría dicho al niño que le llevara el dibujo? Necesitaba estar sola algún momento, si es que sus hijos la dejaban.

Se quitó el vestido y se puso uno viejo, de andar por casa. —Mamá, ábreme. ¡Mira mi payaso! —gritó Quique, haciendo oscilar inútilmente la manivela de la puerta. Ana María se lavó las manos en el cuarto de baño. Mientras lo hacía, miraba su rostro reflejado en el espejo como si se tratara de un ser desconocido. Las dos figuras simétricas —Ana María real, y Ana María reflejada— se sonrieron. Un punto de malicia, una cierta picardía brillaba en sus ojos. Eran dos, y, sin embargo —¡cosa rara entre mujeres!—, no podían engañarse: Los pensamientos más ocultos, las emociones más secretas de cada una eran al instante conocidos por la otra. —¿Estás contenta? —Estoy… no sé cómo decirlo… ¡asombrada! Quique —la cabeza apoyada sobre la hoja de la puerta— canturreaba: —¡Ma-má, ma-má, ma-má! Con las yemas de los dedos, Ana se estiró suavemente la piel de las comisuras de los párpados hacia las sienes. Se observó con atención y sonrió. Quizás hubiera cambiado en estos años; pero, en cualquier caso, no para empeorar. Apenas lo hubo pensado, se enfadó consigo misma. ¡Cuánto teatro estaba haciendo! Y todo ¿por qué? Se encogió de hombros como disculpándose. Había vuelto a ver a Andrés; eso era todo. Se pasó una mano por la frente y se dirigió a la puerta. —¡A ver ese dibujo! Quique se lo extendió, muy orgulloso. Era un papel en blanco. En él no había nada. Y si lo había, era como las voces que Quique no podía oír cuando navegaba por el mundo de su fantasía. Su madre era como él y tardaba en aterrizar del plano de la evasión al de la realidad. En el de la evasión estaba Ana María; en el de la realidad estaba Quique. Poco a poco, el papel se coloreó y las formas adquirieron un sentido. A medida que el payaso se fue corporeizando, una sonrisa se abrió en los labios de Ana y otra en los de su hijo. —¡Fantástico! ¿Lo has hecho tú solo? —Éstas son las manos, ¿ves? —explicó Quique— y éstos los dedos. (El pequeño los contó uno por uno para demostrar que no se había equivocado).

Y ésta, la corbata…; y ésta, la nariz. —¡Oh! —exclamó Ana María, fingiendo una gran decepción—. ¡Yo creí que era una trompeta! Quique se enfadó. —Es la nariz —dijo—. Los payasos tienen la nariz «así» de grande. —Y abrió los brazos estirando la punta de los dedos como si quisiera abarcar todo el universo. —Pues es una nariz que parece una trompeta —insistió Ana. Se oyó entonces el galope de unas botas de fútbol por el corredor. Alberto apareció en escena, derribó a su hermano y saltó sobre su madre, enlazándole el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, como un joven chimpancé que trepa por un árbol. —¡No quiero que me beses así! ¡Me haces daño! Alberto apretó con más fuerza. Ana María se enfadó. —¡Suéltame! ¡Te digo que me haces daño! Alberto soltó su presa y se quedó ante su madre con aire mustio y desconsolado. Tenía las rodillas como un revuelto de huevos y tomate, antes de cuajar; el pelo como si jamás hubiera sido domado por un peine, y los labios y la barbilla con recuerdos próximos y certeros del chocolate de la merienda. —¿Cómo quieres que te besemos entonces? —preguntó indignado. Ana María se frotó la nuca, dolorida, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no reírse al ver la profunda decepción de Alberto, que por lo visto no concebía más abrazos que los del catch-ascatch-can. —Así… Mira… las manos quietas. —Y colocó las de su hijo en actitud de firmes—. Y ahora, así… —¡Anda! —exclamó Alberto—. ¡Qué cursilada! Ana empujó a su primogénito hacia el cuarto de baño y comenzó a preparar el agua oxigenada, las vendas y unas gasas que extrajo con sumo cuidado de una redonda caja metálica con una cruz blanca sobre la cubierta. Alberto se sentó en la tapa del retrete, y Quique se introdujo dentro de la bañera vacía para observar mejor la operación. —Es una vergüenza el poco respeto que me tenéis —comentó. Alberto la miró extrañado. —¡Claro que no! —dijo muy serio—. A papá le tenemos respeto; pero a ti, no. ¡Para eso eres nuestra madre! Y comprendiendo que su sentencia estaba incompleta, añadió, mientras golpeaba con el puño sobre sus piernas: —¡A ti te queremos! Quique juzgaba a su hermano mayor como un Sócrates de pantalón corto, pozo de toda la sabiduría del mundo, y le pareció de perlas la distinción hecha por su hermano.

—Claro, mamá, a ti te queremos —corroboró. —¡Aaayyy! —gritó Alberto, a quien el agua oxigenada molestaba, aun antes de rozarle las rodillas. Y entonces empezó una lucha entre Ana, por mantenerle las piernas quietas, y Alberto, que tan pronto reía porque el líquido le hacía cosquillas en los bordes de las heridas o gritaba que «¡en el centro, no!» porque le hacía daño, o lloriqueaba diciendo que la culpa era de su madre por no haberle comprado unas rodilleras al saber que lo habían nombrado portero del equipo de fútbol de su clase. De pronto, Quique oyó unos pasos; se salió de la bañera y fue corriendo hacia el pasillo. Se oyó la voz de Quique. —¡Papá, mira el payaso que he pintado! Y la voz de Enrique: —¡Estupendo! Lo que más me gusta es la nariz. —¡Pero, papá, si no es la nariz! ¡Es una trompeta!

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