debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La muerte del leon – Henry James

Supongo que, sencillamente, cambié de opinión, un hecho que debió gestarse cuando el señor Pinhorn me devolvió el manuscrito. El señor Pinhorn era mi «jefe», como se le llamaba en la redacción. A él se le había encomendado la importante misión de sacar adelante el periódico. Éste consistía en una publicación semanal que había sido prácticamente dada por insalvable, cuando él se hizo cargo. El señor Deedy había dejado que se hundiera terriblemente y sólo se mencionaba su nombre en la redacción para relacionarlo con ese delito. En cierto modo y a pesar de mi juventud, yo era una herencia de la época del señor Deedy (propietario del periódico, además de director) y formaba parte de un lote, compuesto principalmente por el local y el mobiliario de la redacción, que la pobre señora Deedy, en medio de la depresión sufrida por la pérdida de su marido, vendió tras aceptar una tasación poco rigurosa. Podía estar seguro de que mi continuidad dependía del hecho de ser barato. Me parecía más bien injusto que se atribuyeran todos los males a mi difunto protector, quien yacía sin que se le rindiera tributo alguno. Sin embargo, ya que tenía que labrarme un porvenir, encontré suficientes motivos para estar satisfecho siendo parte de la redacción. Con todo, era consciente de que podía ser objeto de recelo, al ser producto del antiguo y fracasado sistema. Eso me hacía sentir que debía mostrar el doble de iniciativa y fue también lo que me movió a proponerle al señor Pinhorn que debía ocuparme de Neil Paraday. Recuerdo cómo me miró: primero, como si nunca hubiera oído hablar de ese famoso que, es cierto, en ese momento no se encontraba en lo más alto del panteón. Y, luego, cuando le justifiqué fundadamente mi proposición, demostró muy poca confianza en cuanto al interés de un artículo de ese género. Tras recordarle que el gran principio que se suponía que guiaba nuestro trabajo era el de crear la demanda que necesitábamos, meditó durante unos segundos y replicó: Entiendo… Quiere promocionarle. —Llámelo así, si quiere. —Y ¿qué le mueve a ello? —¡Santo Cielo! ¡Mi admiración! El señor Pinhorn frunció los labios, en un gesto de desaprobación. —¿Se le puede sacar partido? —Todo el que haya será para nosotros; nadie lo ha tocado. Este razonamiento resultó efectivo y el señor Pinhorn continuó diciendo: —Muy bien, tóquele —y añadió—: pero, ¿dónde puede hacerlo? —¡En la quinta vértebra! El señor Pinhorn me miró fijamente. —¿Y dónde está eso? —¿Quiere que vaya a entrevistarle? —le pregunté, tras divertirme viendo cómo buscaba la oscura región que había mencionado. —Yo no «quiero» nada. La propuesta es suya. Recuerde, sin embargo, que es así como hacemos las cosas ahora —contestó el señor Pinhorn. Otro codazo contra el señor Deedy. Pendiente como estaba de mi regeneración, interpreté las recelosas implicaciones de su discurso. La mejor virtud del actual propietario, así como su mayor habilidad profesional, hacían que, por comparación, el anterior director pareciera alguien infame y dado a publicar material inventado.


El señor Deedy me habría enviado a visitar a Neil Paraday, con la misma diligencia con que habría publicado un número especial de vacaciones. Sin embargo, un escrúpulo de semejante género le resultaba mezquino a su sucesor, cuya práctica de la sinceridad adoptaba la forma de llamar a la puerta y cuya definición de genio era el arte de encontrar a la gente en el domicilio. Era como si el señor Deedy hubiera publicado artículos sin que sus chicos hubieran, como habría dicho el señor Pinhorn, estado ahí de verdad. Mi regeneración estaba pendiente, como ya he mencionado, y no podía preocuparme en enderezar la ética periodística de mi jefe, que se me aparecía como un abismo, a cuyo extremo era mejor no asomarse. Estar ahí de verdad, esta vez, era una perspectiva que hacía que escribir algo sutil sobre Neil Paraday fuera aún más estimulante. Sería tan considerado como el mismo señor Deedy hubiera querido y, a la vez, estaría tan presente, como sólo el señor Pinhorn podía concebir. Mi alusión al modo de vida retirado del señor Paraday (que había formado parte de mi explicación, aunque sólo sabía de ella de oídas) fue, deduje, lo que había hecho que el señor Pinhorn mordiera el anzuelo. Le parecía ilógico que existiera una obra con tanto éxito como la suya y que alguien pudiera vivir de ese modo tan retirado. ¿No era una inmediata exposición de todo a la luz pública lo que los lectores querían? El señor Pinhorn me llamó al orden con éxito, al recordarme la diligencia con la que había acudido a Liverpool para entrevistar a la señorita Braby, tras el fracaso de ésta en Estados Unidos. ¿No habíamos publicado acaso, cuando el frescor y el sabor estaban intactos, la versión de la señorita Braby sobre ese gran episodio internacional? Me incomodó un poco que colocara al mismo nivel a la actriz y al autor, y confieso que cuando me gané su simpatía, pospuse un poco el trabajo. Había tenido más éxito del que deseaba y tenía otros proyectos más urgentes. Algunos días más tarde, visité a lord Crouchley y regresé como un triunfador con las declaraciones más ininteligibles que habían aparecido hasta entonces, para justificar su cambio de posición. Con aquello, di pie a columnas de virtuosismo verborreico en los periódicos diarios. A la semana siguiente, me apresuré en viajar a Brighton para una charla, tal y como lo llamaba el señor Pinhorn, con la señora Bounder, una entrevista que me proporcionó muchos datos curiosos sobre su divorcio, que no habían sido expuestos en el juicio. Si alguna vez hubo un artículo que fluyera directamente de una fuente originaria, ése fue mi reportaje sobre la señora Bounder. Por entonces, sin embargo, me di cuenta de que el nuevo libro de Neil Paraday estaba a punto de publicarse y que había utilizado ese hecho como base para convencer al señor Pinhorn, quien ahora estaba disgustado conmigo por haber perdido tantos días. Me despachó enseguida para que no perdiera ni uno más. Siempre he considerado que esas urgencias repentinas suyas eran un notable ejemplo de instinto periodístico. Nada había ocurrido, desde mi primera charla con él relacionada con el asunto, para crear una emergencia tan manifiesta, y resultaba imposible que hubiera variado su información sobre la cuestión. Era un caso de olfato profesional puro. Había olido la gloria que se avecinaba, del mismo modo que un animal olfatea a su presa a distancia. II Será mejor que aclare enseguida que este pequeño relato no pretende ser, en modo alguno, un reflejo de mi encuentro con el señor Paraday, ni de lo que aconteció en relación con él. El plan de mi narración no da lugar a esas cosas y, en cualquier caso, una sensación de censura se impondría sobre mis recuerdos en lo relativo a un momento tan especial. Estas breves notas son básicamente privadas, de modo que si ven la luz significará que las fuerzas insidiosas, que como demuestra mi relato obligan a hacerlo todo público, habrán prevalecido sobre mis precauciones. El telón cayó demasiado tarde sobre este lamentable drama.

Al recordar el día en que me presenté en la puerta del señor Paraday, siguen vivas la amabilidad, la hospitalidad, la compasión y la maravillosa y estimulante conversación que tuvo lugar cuando me recibió. Alguna voz misteriosa me había comunicado el instante adecuado, el momento de su vida en que una demostración inesperada de lealtad manifestada por un joven sería mejor recibida por su parte. Acababa de recuperarse de una larga y grave enfermedad. Yo había dormido en una posada cercana, pero la velada la había pasado en su compañía. Insistió en que la noche siguiente me quedara en su casa. No podía ausentarme cuando quisiera. El señor Pinhorn esperaba que acabáramos con nuestras víctimas al galope. Era luego, en la redacción, donde al baile se le ponía música. Me hice fuerte, sin embargo, de la misma manera que me había preparado para conseguir mi formación, con el convencimiento de que nada podría ser más ventajoso para mi artículo que escribirlo en su contexto. Nada le dije al señor Paraday sobre el particular; pero, por la mañana, una vez hube abandonado la posada y mientras él estaba ocupado en su estudio, tal y como me había avisado que estaría, me dispuse a poner sobre el papel mis impresiones. Entonces, pensando en cómo ganarme la aprobación del señor Pinhorn por mi rapidez, salí a echar al correo el envío, antes del almuerzo. Una vez acabado el artículo, era libre de prolongar mi estancia y si, al proceder de este modo intentaba desviar la atención de mi frivolidad, también podía pensar con satisfacción que nunca había sido tan avispado. No pretendo negar, naturalmente, que el artículo era demasiado bueno para el señor Pinhorn, pero era igualmente consciente de que el señor Pinhorn poseía la gran astucia de reconocer, de vez en cuando, los casos en que un reportaje no era del todo malo, sólo porque era demasiado bueno. No había nada que amara más que publicar en el momento adecuado algo que odiaba. Había iniciado mi visita a ese gran hombre un lunes y el miércoles salió publicado su libro. Llegó un ejemplar con el correo de la mañana y el autor dejó que me lo llevara al jardín, inmediatamente después de desayunar. Lo leí de principio a fin y, por la noche, me pidió que me quedara con él el resto de la semana, hasta el domingo. Esa noche, devuelto por el señor Pinhorn, llegó mi artículo original, acompañado por una carta en que manifestaba su deseo de saber qué pretendía enviándole algo así. Ése era el sentido de la pregunta, no exactamente su forma, e hizo que percibiera mi equívoco como inconmensurable. Mi error era tal que sólo podía mirarlo a la cara y aceptarlo. Sabía dónde había fracasado; justamente donde no podía salir airoso. Me había enviado para que escribiera algo personal y, de hecho, el artículo no lo era en absoluto: lo que había enviado a Londres era un ensayo engorroso y febril del genio de mi autor. Nada podía resultar menos relevante para los objetivos del señor Pinhorn. Se mostraba visiblemente enfadado (corriendo él con los gastos, con un billete de segunda clase), por haber abordado el tema acordado de una manera tan irremediablemente desacertada. En cuanto a mí, yo sabía muy bien qué había ocurrido y cómo se había producido un milagro —tan hermoso como los antiguos milagros de las leyendas— que era mi salvación.

Hubo un gran batir de alas, el destello de una túnica opalina y, luego, con una gran ráfaga de aire fresco, la sensación de que un ángel había descendido y me había acogido en su regazo. Sólo me sostuvo hasta que pasó el peligro. Todo ocurrió en cuestión de un minuto. Con el artículo de nuevo en mis manos, entendí mejor el fenómeno y las reflexiones que hice sobre él, son lo que he calificado, al principio del relato de esta anécdota, como cambio de opinión. La nota del señor Pinhorn no sólo contenía una reprimenda decididamente severa, sino una invitación para que le enviara de inmediato (y era apropiado decirlo así) el reportaje auténtico, el revelador y vibrante artículo prometido, aquel sobre la base de cuya promesa —y sólo por ella—, me había permitido el privilegio de tal despilfarro. Una o dos semanas más tarde, rehíce el texto culpable y, centrándome particularmente en el nuevo libro del señor Paraday, obtuve la hospitalidad de otro periódico donde, he de admitirlo, se demostró que el señor Pinhorn estaba en lo cierto, puesto que no atrajo la menor atención. III Para ser honesto, al final de esos tres días, era un crítico muy parcial, de modo que, una mañana en el jardín, cuando Neil Paraday se ofreció para leerme algo, contuve la respiración mientras escuchaba. Era un esbozo de otro libro, un proyecto que había pospuesto hacía mucho tiempo, antes de su enfermedad, y en el que había vuelto a trabajar ahora. Lo estaba retocando cuando fui a visitarle y, con esta segunda redacción, la obra había adquirido una nueva magnitud. Desenvuelto, prolijo y seguro, podría haber pasado por una larga y elocuente carta llena de cotilleos: el desbordamiento en palabras del plan más querido de un artista. El tema me pareció excepcionalmente rico, el más intenso que había abordado, y esta exposición familiar del mismo, a la vez que repleta de sutiles elementos ya madurados, era, en realidad, en su esplendor resumido, una mina de oro, una preciosa obra independiente. Recuerdo que me asaltó la duda, más bien profana, de si el resultado final podía llegar a ser tan acertado. Su lectura de la epístola, sea como fuere, me hizo sentir como si mantuviera, para beneficio de la posteridad, una correspondencia íntima con él, como si yo fuese el distinguido destinatario a quien enviaba cartas afectuosamente. Ser yo quien escuchaba la manera en que contaba todas esas cosas era una gran distinción. La idea que me comunicaba ahora tenía toda la frescura y la belleza resplandeciente de la concepción de lo virgen, de lo no abordado: era Venus surgiendo del mar, antes de que el viento la hubiera rozado. Nunca había asistido con tanta emoción a una aparición de semejante calibre. Una vez pronunciada la ultima palabra, fue como ver al cajero de un banco contar los montones de monedas, dejando caer la última de ellas en el cajetín; fue entonces cuando me asaltó una repentina y urgente incertidumbre. —Mi querido maestro, ¿cómo piensa llevarlo a cabo? —le pregunté—. Es de una nobleza infinita; pero, ¡cuánto tiempo requerirá, cuánta paciencia e independencia!, ¡qué condiciones de perfecto sosiego! ¡Oh, quién tuviera al alcance una isla solitaria en un mar cálido! —¿No es esto prácticamente una isla solitaria? y ¿no es usted, como elemento que me circunda, lo bastante cálido? —me interrogó él, aludiendo con una carcajada a mi maravillada admiración juvenil y a los estrechos límites de su pequeña casa de provincias—. No es tiempo lo que me ha faltado hasta ahora: la cuestión no ha sido encontrarlo, sino aprovecharlo. Naturalmente que mi enfermedad fue un gran hueco mientras duró, pero me atrevo a decir que habría existido igualmente en cualquier caso. La tierra que pisamos tiene más hoyos que una mesa de billar. Lo extraordinario es que aún siga andando. —Eso es exactamente lo que quería decir. Neil Paraday me contempló con esa mirada tan agradable que tenía, con una expresión en la que, según recuerdo ahora, me pareció detectar una borrosa imagen de su destino.

Tenía cincuenta años; su enfermedad había sido cruel y su convalecencia, prolongada. —No es que no me encuentre bien. —¡Oh!, si no se encontrase bien, no le miraría —le dije con afecto. Nos pusimos en pie, estimulados por los sonidos de alrededor, y él encendió un cigarrillo. Yo cogí otro al que él, con una sonrisa más intensa y en respuesta a mi exclamación, le aplicó la llama de su cerilla. —¡Si no me encontrara mejor, no habría pensado en esto! —exclamó, agitando el manuscrito en su mano. —No quiero desanimarle, pero no es cierto —repliqué—. Estoy seguro de que durante los meses que permaneció en cama con dolor, tuvo inspiraciones sublimes. Pensó en un millar de cosas. Usted piensa cada vez en más y más cosas constantemente. Eso es lo que le hace, si me disculpa la franqueza, tan respetable. A la edad en que mucha gente está acabada, usted empieza una segunda época. ¡Pero, gracias a Dios, de todos modos, ya está mejor! Gracias a Dios, también, que no es usted, como me decía ayer, «un escritor que ha tenido éxito». Si usted no hubiera fracasado, ¿qué sentido tendría seguir intentándolo? Ésa es mi única reserva sobre el tema de su recuperación: le hace «ganar puntos», como dicen los periódicos. Eso queda bien en las publicaciones y, casi con todo lo que así ocurre, es horrible. «Es un placer comunicarles que el señor Paraday, el famoso autor, disfruta otra vez de excelente salud». Por alguna razón, no me gustaría verlo. —Y no lo verá; no soy famoso en absoluto. Mi oscuridad me protege; pero, ¿soportaría ver que me muero o que estoy muerto? —quiso saber mi anfitrión. —Muerto… pas encore. No hay nada más seguro. Uno nunca sabe lo que puede llegar a hacer un artista vivo; hemos llorado por tantos. Sin embargo, hay que desear lo peor. Debe estar tan muerto como pueda. —¿No cumplo ya con ese requisito, al haber publicado un libro? —Adecuadamente, esperemos, puesto que el libro es, en verdad, una obra maestra.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |