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La mitad de la noche – Mayra Montero

Un domingo de agosto de 1926, cuando Magdalena Laparra ha vuelto de Cuba para pasar las vacaciones con su familia, coge a sus dos hijos, uno de cada mano, y se mete al mar en la playa de Biarritz con la intención de ahogarse. La niña de siete años, Elsa, advierte algo extraño en la actitud de su madre y consigue escapar tras un forcejeo. El niño pequeño en cambio, de solo dos años, muere ahogado y Magdalena es internada en un psiquiátrico por el resto de su vida. Dieciocho años después, Elsa, la niña superviviente al ahogamiento, que ahora tiene 25 años, y acaba de separarse tras saber que su marido ha tenido un hijo con otra mujer, vuelve a España a casa de su abuela en busca del oscuro relato familiar. Para Elsa, ese viaje no solo supondrá el descubrimiento de un origen traumático, sino que se verá inmersa en un turbulento triángulo amoroso con un oficial del ejército alemán, que ha venido a controlar la frontera franco-española, y un pescador local que ejerce de contrabandista y forma parte de una célula de la resistencia contra la invasión de los nazis.


 

Llegó en noviembre porque no quería volver a ver el mar de agosto. Cualquier cosa menos la pintura luminosa que era el océano cuando a su madre la sacaron del agua. Lo recordaba extrañamente quieto, el mar como una bestia amodorrada y plácida, indiferente a todo. Esa imagen se le quedó grabada, tal como se le quedó grabado el gesto de su abuela, la absurda prisa con que le frotaba el cuerpo, jadeando como si ella también hubiese sido víctima de una persecución, besándola sin decir palabra. A su madre la trajeron a la fuerza dos empleados del hotel que trabajaban en la playa y que lograron alcanzarla y arrastrarla a la orilla. A su hermano lo habían sacado poco antes, pero ni su abuela ni ella intentaron acercarse porque en pocos segundos los curiosos se agolparon a su alrededor, gente que tomaba el sol y otros que salieron de las casetas, incluso un médico que vino desde el casino y ya no pudo hacer nada por salvarlo. En algún momento, alguien pasó gritando que el niño se había ahogado, pero su abuela la tranquilizó diciéndole que no, que su hermano estaría bien, y la llevó al hotel. Raulito tenía dos años y no aplaudió como otras veces cuando su madre los invitó a meterse en el agua. Elsa tampoco mostró mucho entusiasmo, quizá porque algo presentía. La abuela Mercedes se quedó haciendo ganchillo bajo la sombrilla, y el abuelo Octavio siguió leyendo el periódico junto a sus viejos conocidos, en una de aquellas elegantes casetas de listas blancas y amarillas, ancladas en el arenal. La mañana era igual de límpida que otras mañanas del mes de agosto en Biarritz, todo tuvo que ser tan apacible que nadie reparó en la mirada salvaje que se le había puesto a la madre de los niños, la hija mayor de una de las familias habituales del verano, recién llegada de Cuba luego de años de ausencia. Más elástica y morena y fuerte, más voluptuosa que nunca Magdalena Laparra. —Vamos al agua, txikis, ¿no me habían dicho que querían mojarse? Fue una voz que no se parecía a la de ella, salida del estómago o de las cavernas de su corazón, pues apenas despegó los labios. Ambos hermanos oyeron claramente aquel «Vamos al agua», pero intuyeron que algo no andaba bien. Magdalena se puso de pie, cogió al pequeño en brazos y a la niña la tomó de la mano. Caminó en línea recta con los dos, ni muy despacio ni muy rápido, solo apretó el paso cuando sintió que sus pies se mojaban. Entró deprisa y ya no se detuvo como hacía otras veces para que sus hijos sintieran menos la impresión del frío. Elsa quiso soltarse en ese instante, gritó a su madre que la dejara ir y vio llorar a su hermanito, un llanto impropio de un niño de su edad, el aterrorizado desconsuelo de alguien que ha visto el ala de la muerte. Magdalena siguió avanzando sin mirarlos y sin preocuparse de que la niña ya no daba pie, así que, por segunda vez, ella intentó zafarse para mantenerse a flote. Pero su madre la agarró más fuerte, la alzó con brusquedad y la apretó contra su cuerpo, tal como estaba haciendo con Raulito.


Cargaba un niño en cada brazo y avanzaba con determinación a lo profundo, cada vez más hondo. Había muchos bañistas en los alrededores, aunque ninguno les prestó atención, nadie vio cuando Magdalena se detuvo, el agua le llegaba por el pecho y en ese punto soltó al niño, que se hundió enseguida. Elsa creyó que se le había escurrido en un descuido, recordaba borrosamente su ansiedad, la angustia con que trató de prevenir a su madre, pero Magdalena se mantuvo quieta, mirando distraída, un poco sonriente, a la rubia medusa que era el cabello de Raulito y que poco a poco volvía a la superficie. El niño por fin asomó la cabeza, tenía espuma en la boca y los ojos desorbitados, pero antes de que pudiera coger aire, Magdalena lo agarró por el cuello y lo empujó hacia el fondo. No había nada en su rostro, ni una gota de furia, y Elsa lo supo porque se quedó mirándola, no hizo otra cosa que mirar a su madre todo el tiempo que mantuvo al niño bajo el agua, ese largo minuto o más, aunque el pequeño había dejado de luchar. Cuando por fin soltó a su presa, ambas lo vieron salir a flote, bocabajo y con los brazos abiertos, un pájaro helado en el espejo del cielo. En ese momento, Elsa logró soltarse, se debatió buscando adónde huir, pero fue inútil: Magdalena la agarró del brazo y la hundió sin darle tiempo a nada, del mismo modo que había hecho con el niño. El instinto la llevó a aferrarse, no podía moverse, pero pegó la boca al pecho de su madre y lo mordió con fuerza. La sorpresa, o el dolor de esa mordida, la paralizaron un instante, era su última oportunidad y Elsa la aprovechó para escabullirse a ciegas, tragando agua y con la mente en blanco. La otra intentó seguirla, gritándole que la esperara, pero de pronto se detuvo y echó a nadar en dirección contraria, rumbo a las boyas, lejos del cadáver de su hijo, mientras los demás bañistas empezaban a darse cuenta de que algo horrible había ocurrido. Cuando Elsa logró alcanzar la orilla, su abuela Mercedes ya iba a su encuentro, se agachó y le preguntó qué había pasado. Ella quiso decirle que su hermano se había ahogado, pero el temblor no la dejaba articular palabra. Vieron que un hombre sacaba al niño del agua y que algunas personas corrían a socorrerlo, alguien pidió a gritos que llamaran a un médico y el abuelo Octavio, que en ese instante llegó junto a ellas, clavó los ojos en los de su mujer. Algo muy trágico se dijeron entonces, esa sola mirada que cruzaron fue el final de sus vidas. Luego Octavio se encaminó al lugar donde habían puesto al niño, cayó de rodillas a su lado y no se despegó de él mientras se hacían esfuerzos, todos inútiles, para salvarlo. En algún momento botó un buche de agua, pero el médico, que lo había atendido por un cuarto de hora, confirmó que no había nada que hacer. Con el rostro descompuesto, Octavio se apartó del grupo y fue a la orilla, a la espera de que le trajeran a su hija, incrédulo ante el espectáculo de aquella mujer enfurecida, con los pechos y los muslos al aire, porque el traje de baño se le había desgarrado con el forcejeo. Más tarde, supieron que Octavio había tenido que abofetearla y gritarle Magdalena Laparra, la llamó varias veces por nombre y apellido como era su costumbre cuando se impacientaba. Balbuceando incoherencias, Magdalena se desmayó y nunca más volvió a ser ella misma. Todo eso ocurrió el 8 de agosto de 1926. Lo que el viento se llevó Juan María Iturrioz —a quien todos llamaban simplemente Iturrioz— había enviado a su familia por delante para que pasara más tiempo en San Sebastián, y en el momento de ocurrir la tragedia se hallaba a bordo del barco en el que días atrás había zarpado de La Habana, emocionado de ir al reencuentro con su mujer y sus dos hijos. Tuvo conocimiento de los hechos al final de la travesía, cuando desembarcó en Bilbao y uno de sus parientes, que estaba esperándolo en el muelle, le dio como pudo la noticia. De momento, se negó a creerlo. Era la primera vez que volvían a España luego de tres años de ausencia, y la gran ilusión de Magdalena era cruzar la frontera y disfrutar de Biarritz, el lugar en donde había pasado los veranos desde que tenía memoria, siempre en el Hôtel du Palais, ocupando dos o tres habitaciones durante más de un mes, una costumbre que solo se interrumpió en los años que duró la guerra. Las dos semanas que transcurrieron desde su llegada a San Sebastián, y la última de su vida en Biarritz, Magdalena aparentaba ser una mujer dichosa, o al menos fue lo que le dijeron al marido cuando él reunió coraje para preguntar si alguien la había notado desorientada o triste.

Elsa recordaba poco, pero algo aún evocaba del empeño que puso su madre en enseñarles los mejores rincones de la playa y los nombres de las inmensas rocas cubiertas de gaviotas. A diario los llevaba a jugar con otros niños, hijos de sus amigas que también habían llegado desde España para veranear en Biarritz, alojándose en el mismo hotel o ya dueñas de sus propias villas, todas contentas de estar juntas, organizando comidas, paseos a San Juan de Luz, clases de baile, fiestas de cumpleaños. Nadie podía imaginar que el algodón de los días iba a romperse de esa forma atroz: la bella Magdalena Laparra, la cariñosa amiga que nunca levantó la voz, madre amorosa de Elsa, una niña de siete, y de Raúl, el varón que había venido al mundo en Cuba y al que acababan de conocer sus abuelos, fue empujada desde algún lugar y por algún demonio. Ella misma lo definió más tarde con las únicas palabras que alcanzó a decir: «Todo creció detrás de mí, todo se me cerró delante». Al pie de la Gran Playa, el antiguo lugar de su felicidad, fue detenida por gendarmes, llevada a la comisaría de Biarritz, y trasladada luego a un sanatorio para enfermos mentales en San Sebastián. Los abuelos enterraron al pequeño y recibieron al yerno en la estación del tren. Elsa creía recordar, o acaso solo imaginaba, la fuerza con que la abrazó su padre, disimulando los sollozos pero no el coraje, un rencor que nunca se apagó del todo. Luego surgió una disputa sobre si la niña debía quedarse o no en San Sebastián, al menos hasta la Navidad, pero el padre insistió en llevársela de vuelta a Cuba. Muchos años después le confesó a su hija que había temido que Magdalena escapara de su encierro y buscara la forma de terminar con ella. En ningún momento quiso ver a su esposa, aunque no se sabe si los médicos se lo habrían permitido. La enferma estuvo aislada unos días, al cabo de los cuales dejaron que su madre y su hermana la vieran a través de un cristal. Octavio no quiso acompañarlas. No le dio el alma para volver a ver ese despojo humano en que se convirtió su hija. Siempre quiso recordarla como la joven madre que llegó a San Sebastián, luego de una larga ausencia, con un nuevo niño algo enfermizo y huesudo, al que cuidaba en exceso, y con la chiquilla parlanchina y desenvuelta que era Elsa, tan distinta a la tímida criatura que habían visto partir tres años antes. De vuelta en la casa de La Habana, Iturrioz contrató a una niñera. En ese entonces tenían dos criadas que se ocupaban de la limpieza y de la cocina, pero Aurelia llegó a la casa para dedicarse por completo a la niña: bañarla y vestirla, darle de comer y llevarla al parque. A las mujeres del servicio se les dijo que la señora Magdalena y su hijo habían muerto ahogados. Algún tiempo después, Elsa les dejó entrever que su mamá había acabado con Raulito, y que con ella no pudo porque nadó más rápido. Ya habían llorado cuando el viudo les contó su versión, pero volvieron a hacerlo cuando supieron la verdad —Magdalena había muerto, sí, pero en el asilo donde la encerraron—, y una de las mujeres tuvo arcadas y vomitó en el suelo, sin que le diera tiempo de llegar al patio. Durante casi un año, Elsa se despertaba por la madrugada gritando o balbuceando nombres, y Aurelia, que dormía en la habitación contigua, se levantaba para consolarla. Una noche la oyó su padre, que acababa de llegar de la calle, a juzgar por la manera en que iba vestido, con el sombrero puesto y la chaqueta en el brazo. Se sentó en la cama y le acarició el pelo, mientras ella sollozaba pidiendo ver a su mamá. Muchos años después, cuando estrenaron Lo que el viento se llevó, Elsa vio una escena idéntica en la que Rhett Butler, que se había marchado con su hijita a Londres, la oye llorar de madrugada, entra en la habitación y le pregunta si acaso no es feliz con él. La niña le responde lo mismo: que quiere estar con su mamá, y Rhett Butler decide regresar a Atlanta. Cuando vio esa escena en la pantalla, la sacudió una oleada de dolor.

Para entonces ya estaba casada con Salvador, y a la salida del cine le confesó que no era cierto que su madre y su hermano se hubiesen ahogado en Biarritz como se había dicho. Salvador la abrazó y admitió que lo sabía desde que eran novios. Al parecer, bastante gente en La Habana se había enterado de la verdad de esa desgracia, alguien lo mandó a decir desde San Sebastián y el rumor había corrido un tiempo, no mucho, porque a nadie le interesaba detenerse en un asunto tan espeluznante. Alentado por la confesión de Elsa, él también le contó que al principio su madre se había opuesto a que se casaran, pues temía que ella heredara la enfermedad mental de Magdalena. Fue lo peor de todo, lo más desolador que pudo haberle dicho. Salvador recalcó que él nunca había sentido miedo ni tenido dudas, y que prueba de eso era que cada día ansiaba más convertirse en padre. En ese entonces, llevaban tres años de casados y aún no habían tenido hijos; ella había sufrido dos abortos muy seguidos, eso al principio, y ya después no volvió a quedarse embarazada. Salvador, sin embargo, vio cumplir su deseo: la viuda de uno de sus mejores amigos, una mujer a la que ambos consolaron cuando perdió a su esposo, tuvo un niño casi un año después de su viudez, y el padre de la criatura era casado, según se especuló al principio. Una noche, Salvador por fin tuvo el coraje de confesarle a Elsa que el niño era de él, y al día siguiente ella hizo las maletas y se refugió en la casa de su padre. Lo esperó a que llegara de la destilería —Iturrioz, que había empezado en Cuba como químico, poseía una destilería propia— y le anunció su decisión de separarse. Su padre no mostró sorpresa, posiblemente ya tenía noticias de las veleidades del yerno y solo se limitó a decirle que aquella casa siempre sería suya, y que podía vivir en ella hasta que se aclararan las cosas. Elsa le hizo ver que no había nada que aclarar y que tampoco pensaba quedarse en La Habana, ya que se iría de viaje. Él no tuvo que preguntarle adónde, eso había quedado claro en el interés que ella ponía últimamente en averiguar datos del paradero de la familia de su madre; en la insistencia con que había estado preguntando por fechas, acontecimientos, lugares que poblaban su infancia, más la fruición con que había estado releyendo las cartas de su abuela, todas las que le entregaron cuando cumplió la mayoría de edad. —Una locura —sentenció Iturrioz con su tono impasible—. En plena guerra, Elsita, ¿te has puesto a pensar en el riesgo que corres, en la cantidad de barcos que han desaparecido en el Atlántico? Ella se mantuvo firme: desde hacía meses estaba dándole vueltas a la idea de volver, de visitar la tumba de su hermano y pasar unos días con su abuela Mercedes (su abuelo Octavio había muerto), encontrarse de nuevo con Sagrario, aquella hermana de su madre a la que apenas conocía, y recuperar un color, un paisaje, un sentimiento que la atormentaba. Aunque Salvador no la hubiese engañado, estaba segura de que más temprano que tarde ella habría emprendido aquel viaje. —Mercedes está muy delicada —añadió—. Si no voy pronto, se morirá sin verme. Iturrioz contuvo su impaciencia, siempre había sido experto en eso. Dijo que nadie viajaba en esos tiempos si no era por necesidad, y ella le respondió que precisamente por necesidad viajaba, por el afán que la empujaba a volver al lugar donde los perdió a los dos, a su hermano y a su madre. Porque Magdalena se esfumó aquella mañana; la persona que fue, tal como la conocían, desapareció cuando la sacaron del agua: ya no estaba allí, y lo que quedó de ella fue lanzado lejos, a otro infierno distinto, un hospital donde a pesar de los cuidados y la vigilancia terminó ahorcándose, varias semanas después. —Biarritz —protestó su padre—. Te corres un albur: la ciudad está ocupada, han requisado los hoteles y ni siquiera tendrías donde dormir… Los alemanes lo controlan todo. Eran las mismas palabras que le había oído decir a Salvador. Después del estallido, la cólera inicial con que le reprochó su engaño, no hubo ningún otro altercado memorable y la última conversación fue neutra, cansada, algo sórdida si se tiene en cuenta que él traía una mancha en la solapa que ella le atribuyó al vómito de un recién nacido.

Él prometió mudarse a la casa de sus padres mientras tramitaban el divorcio, y Elsa le explicó que no tenía que hacerlo de inmediato porque ella se iba de viaje. Salvador adivinó que se dirigiría a San Sebastián y muy probablemente a Biarritz; habían hablado de eso tantas veces que ni siquiera se lo preguntó. Aunque en su fuero interno agradecía que pusiera mar de por medio para enfriar la situación de cara a los parientes, a los amigos, a toda esa gente que los consideraba una pareja ideal, Salvador se sintió en el deber de advertirle que la travesía por el Atlántico era peligrosa. —Iré de todas formas. Estaba decidido de antes, esto no ha tenido que ver. «Esto» era el hijo de la viuda. Salvador asintió y cambió de tema; hablaron brevemente de las cuestiones prácticas, como el dinero que tenían en común y algunos objetos que cada cual deseaba conservar. Quedaron en volver a verse a su regreso, y ella lo oyó decir que lo mejor era que ambos se tomaran unas vacaciones; él también deseaba viajar (le dio a entender que lo haría solo), en su caso hacia el norte, siempre había querido conocer Nueva York. En ese momento comprendió que se había casado con un hombre muy parecido a su padre, que difícilmente perdía la compostura o se ponía nervioso, con el detalle añadido de que Salvador tenía además media familia inglesa y presumía de que había heredado la flema de su abuelo, un antiguo cónsul británico en Santiago de Cuba. Los días sucesivos, Elsa se dedicó a comprar ropa de invierno y a despedirse de sus amigas, de las pocas que consideraba íntimas, quienes escucharon atónitas la noticia de que Salvador la abandonaba por una viuda que le llevaba unos cuantos años. Iturrioz, convencido al fin de que no podría disuadirla, se ofreció para averiguar el itinerario de los buques, los de la única compañía en activo, y dejar arreglado lo del pasaje. Durante esos días de espera, Marta, la mujer de su padre, se mantuvo a su lado, sin abrumarla pero sin perderla de vista, cuidadosa y cálida como una verdadera madre. Fue la única persona que la vio llorar por Salvador, morderse los nudillos, preguntarse entre babas de rabia por qué la había dejado de querer. Marta la besó en el pelo antes de responderle: «Nunca te quiso. Siempre lo supe». Llegado el momento, la ayudó a hacer las maletas y le pidió que le aceptara un regalo. Puso en su dedo un anillo con una perla azul, una costosa prenda que había heredado de su madre, y al ponérsela le susurró que estaba segura de que aquel viaje le cambiaría la vida; que era preciso que lo hiciera para que se quedara en paz. Hasta ese momento, Elsa tenía otra idea de sí misma, la de una mujer reconciliada con su pasado, un golpe capaz de aniquilar a cualquier otra: escapar de una madre que te quiere hundir. Nunca se le ocurrió pensar que todos esos años no había tenido paz, o que la gente la percibía como un alma en pena, pero Marta, que la había criado desde los siete años, que la había visto crecer y hacerse una mujer, del modo más franco se lo había hecho ver. Varios días más tarde, su padre le entregó el billete. —Aquí tienes. El Magallanes zarpa el martes. Estaban solos en el comedor, él prendió un cigarro y caminó de un lado para otro sin decir palabra. Junto a la ventana abierta se detuvo, tiró el cigarro y se tapó la cara. Por unos instantes, a ella le pareció que lloraba, no estaba segura, era como un espasmo, un movimiento casi imperceptible en aquellos hombros que ya lo habían soportado todo.

Cuando dejó de hacerlo, su voz era serena, sin humedad ni miedo. —A tu hermano lo enterraron en Sare, al lado de una iglesia que le gustaba mucho a tu amona Mercedes. Si vas a ese lugar, llévale flores en mi nombre. Elsa fue hacia él, dudó en tocarlo, miró por la ventana el patio enmudecido, la mecedora entre dos palmas, una calma irreal para ser mediodía. Finalmente, recostó la cabeza en la espalda de su padre: —Yo no he querido ir en agosto. Le llevaré flores al niño.

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