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La marca del dragon – Sherrilyn Kenyon

Esos cabrones le han rebanado el cuello. Le han destrozado las cuerdas vocales. Falcyn soltó una palabrota mientras se trasladaba desde las gélidas profundidades de su guarida y se materializaba en la oscura cueva de su hermano Maxis, que llegaba arrastrando tras él a Illarion. Habían pasado años buscando a su hermano menor, un dragón que había sido capturado por los humanos, a cuyas manos sabrían los dioses qué horrores había padecido. Pero la búsqueda del joven dragón había sido infructuosa. Hasta ese momento. Maxis, que era tan grande que apenas podía pasar por la entrada de la cueva, soltó a su hermano pequeño y lo dejó tirado en el suelo. La sangre cubría sus escamas amarillentas y anaranjadas. Tenía las alas rotas, extendidas sobre el frío suelo de tierra. Illarion luchaba para mantenerse consciente y respiraba de forma superficial. Parpadeó despacio con sus ojos ofídicos de color amarillo. Hasta ese gesto le dolía. Todo ese dolor innecesario irradiaba del joven dragón y le llegaba a Falcyn hasta el alma. Y lo cabreaba tanto que sus ojos adoptaron un intenso tono rojo a medida que lo abrumaba la sed de venganza. Consciente de que no podía ayudar a su hermano en su forma natural de dragón, adoptó la odiada forma humana. En cuanto lo hizo, Illarion soltó un siseo desde el fondo de la garganta y se colocó en posición de ataque, aunque el simple hecho de moverse debía de provocarle un dolor agónico. —Tranquilo, hermanito —le dijo Falcyn en drakyn, su lengua materna, la lengua verdadera que hablaban todos los dragones y que en los oídos humanos sonaba incomprensible y feroz. Extendió las manos hacia Illarion para tranquilizarlo. Aunque hubiera adoptado temporalmente apariencia humana, era y siempre sería un dragón en su corazón y en su alma—. Me conoces. Necesito adoptar esta forma para curarte. Cálmate para evitar males mayores. Una solitaria lágrima cristalina resbaló desde la esquina de uno de los ojos ofídicos de Illarion. En ese momento, Falcyn odió a los humanos más que nunca, algo que jamás habría creído posible. Extendió una mano para acariciar el hocico cubierto de escamas grises de su hermano.


—Tranquilo… Illarion retrocedió, lo que provocó que perdiera el conocimiento. Maxis jadeó mientras acariciaba con delicadeza a su hermano, bastante más menudo que él, y plegó las alas. Aunque Max era una bestia gigantesca capaz de tragárselo de un solo bocado mientras siguiera en forma humana, Falcyn le dio un empujón en la cabeza para apartarlo de Illarion. —Yaya, ha perdido el conocimiento a causa del dolor. Quita ese culo de en medio para que pueda ayudarlo. Max se apartó para dejarle espacio. —¿Vivirá? —No lo sé. ¿Dónde lo has encontrado? —No he sido yo. Me ha encontrado él a mí. —La culpa y el sufrimiento brillaron en los ojos de Max—. Ya no puede lanzar el grito de guerra. Esos cabrones le han robado la habilidad al rebanarle el cuello. Falcyn apretó más los dientes mientras la rabia se apoderaba de él. —En ese caso, tendremos que enseñarle otra manera de llamarnos. Una que nadie le pueda arrebatar. Max asintió con la cabeza y desvió la vista. —Esto es culpa mía. —¡No empieces! —Lo es y lo sabes. Mi madre se lo entregó a los humanos para vengarse de mí por lo que le dije. Si hubiera cooperado… si le hubiera dado lo que… —Habría destrozado el mundo e Illarion habría sufrido de todas formas su crueldad. Las lilit carecen de la capacidad de preocuparse por sus crías. Lo sabes. Mi propia madre fue testigo de cómo me sacrificaban nada más nacer. Eso me enseñó que estamos solos en este mundo, desde que nacemos hasta que morimos, lo que me dejó amargado y asqueado. Max tragó saliva antes de volver a hablar.

—¿Por eso puedes adoptar forma humana mientras que ningún otro dragón puede hacerlo? Falcyn no respondió a esa pregunta. Era el único tema del que no hablaba. Con nadie. Nadie tenía por qué saberlo todo sobre él. Ni siquiera aquellos a quienes consideraba sus hermanos. Y tampoco era el único dragón capaz de cambiar de forma. Claro que había muchas cosas que sus hermanos y hermanas no tenían por qué conocer sobre el mundo. —Sus heridas físicas no son demasiado graves —dijo, cambiando de tema—. No deberíamos tener problemas para curarlo. —¿Pero? —Solo es un niño. Me asusta que le hayan provocado algún daño mental. —A mí también. Lo utilizaban para luchar en sus guerras. Montándolo como si fuera una bestia sin raciocinio. Falcyn se estremeció. Era una lástima que Illarion no fuera un drakomas ya desarrollado. Porque los humanos merecían esa ferocidad. No la del pequeño que yacía indefenso a sus pies. Un pequeño dragón que había sido incapaz de luchar contra ellos y de combatirlos con el fuego de dragón y la furia que merecían. En ese momento sintió cómo se agitaba el demonio que moraba en su interior. Ansiaba prenderle fuego al mundo y observar cómo quedaba reducido a cenizas. Si los humanos supieran hasta qué punto lo tentaba la idea de destruirlos, jamás volverían a pegar ojo. En ocasiones como esa, debía echar mano de toda su fuerza de voluntad para no rendirse a la oscuridad que lo quemaba por dentro y que reclamaba los corazones y las almas de todos los seres vivos. Hasta de los mismos dioses. Por eso le resultaba tan difícil identificarse con Maxis.

Su hermano era medio arel, mientras que él era todo lo contrario. Maxis solo veía el bien, incluso en los seres más corruptos. La verdad, resultaba vomitivo. El afán de su hermano por ayudar a los demás. Esa necesidad innata que tenía de proteger y de servir. Repugnante, incluso. Illarion había probado por primera vez lo que era la humanidad. Y al igual que le sucedió a él, había sido una experiencia amarga. Si el joven dragón sobrevivía a la experiencia, no contaría con la sangre de Max, que ansiaba proteger a esas sabandijas humanas que lo habían torturado. El padre de Illarion era el dios griego Ares. El dios de la guerra. Los humanos no sabían con qué habían estado jugando. Dada la sangre que corría por sus venas, podría convertirse en uno de los más fuertes de su especie cuando alcanzara la madurez. Un dragón con poderes increíbles e inigualables. La mano de Falcyn se demoró sobre el lugar donde los humanos habían marcado a Illarion como si fuera ganado. La marca estaba infectada y sangraba. Era una lástima, pero le dejaría una cicatriz tan horrorosa como la que iba a sufrir su mente a causa de la terrible experiencia. Que los dioses se apiadaran de ellos. Porque Illarion no iba a hacerlo. 1 Año 619, día de San Jorge —Si estuvieras como una cuba, supongo que la mayoría de los candidatos de esta noche tendrían una oportunidad al enfrentarse a ti. Edilyn ferch Iago contuvo una carcajada al oír las inesperadas palabras de Virag. —Chitón… no me metas en más líos. Virag, que era apenas tan grande como su dedo índice, la miró con una fingida expresión de inocencia y una ceja enarcada. —¿Qué quieres que haga si esos capullos son tan imbéciles que no reconocen tu exuberancia cuando la ven? Recorrió el sucio y desgastado alféizar de la ventana abierta imitando las voces de los lugareños que oía pasar por delante, haciendo muecas y gestos obscenos para acompañar las conversaciones inocentes de esas personas. A Edilyn le costó la misma vida no echarse a reír.

—Como no pares, tendré que meterte de nuevo en tu frasco. Él resopló con desdén. —Menuda amenaza. Me gusta mi frasco. Es mucho mejor que estar aquí fuera con todos estos…—Miró la calle e hizo un mohín con la nariz antes de añadir—: Seres. —Se estremeció y se sentó en el alféizar mientras la observaba con más desdén si cabía. Una ligera brisa le agitaba las delicadas alas doradas—. ¿Por qué te has vuelto a vestir así? —Es el día de San Jorge. —Ah. —Virag soltó un largo suspiro—. El año ha pasado deprisa. Bueno, ¿qué vas a hacer para que los dragones no te acepten esta vez? Edilyn se mordió el labio y se acercó para enseñarle el frasquito que le había comprado a la vieja bruja que vivía en la linde del bosque. Se lo ofreció. —Es el extracto de entrañas de oso podridas. Virag protestó con vehemencia y se dejó caer de espaldas entre arcadas. —Seguro que funciona —consiguió decir entre jadeos—. Sí. Y por favor… báñate antes de volver esta noche. Se me han llenado los ojos de lágrimas. Y me arden. Bizqueó, sacó la lengua y fingió sufrir los estertores de la muerte al tiempo que dejaba la pierna y el brazo izquierdos colgando por el alféizar mientras jadeaba y echaba espumarajos por la boca. Edilyn se echó a reír al ver las payasadas de su hermano. Costaba mucho tomárselo en serio cuando adoptaba su forma natural: la de silfo de piel, pelo y ojos dorados, con alas y todo. Con esa apariencia poseía una belleza etérea muy distinta de la bestia oscura y aterradora en la que sabía que se podía transformar. —¿Qué clase de hada eres? —No soy un hada —masculló, indignado, a la vez que agitaba las piernas cubiertas de pelo en su dirección—.

¡Soy una kikimora macho! ¡Por favor! Respirar los vapores de ese extracto ya te ha alterado el seso. Si inhalas un poco más, te volverás tan idiota como esos burros de ahí fuera. Edilyn resopló. —Como si tú no olieras peor casi siempre. Él se echó a reír. —Solo cuando me emborracho con bayas de saúco, o con moras, o… —Hizo una pausa para admitir la veracidad de su acusación—. En fin, a lo mejor tienes razón. Se incorporó y dobló una rodilla para apoyar la barbilla en ella y observar a Edilyn mientras ella acababa de vestirse con una ropa muy poco favorecedora. Virag era muy atractivo, con su pelo corto y de punta y sus facciones afiladas. Pero era su personalidad, así como su forma de cuidarla, lo que hacía que Edilyn lo quisiera con locura. Desde el día que apareció por arte de magia en su habitación, tres días después de la muerte de su padre, Edilyn se había consagrado por completo a su hermano mayor. Haría cualquier cosa por él. Claro que Virag no necesitaba su ayuda, porque poseía poderes divinos. A decir verdad, no entendía por qué había llegado a su vida ni por qué seguía en ella. Le gustaba pensar que la quería, pero la leyenda decía que las kikimoras eran incapaces de experimentar esa emoción. Al parecer, los espíritus inmortales de las pesadillas carecían de emociones tiernas. En cambio, eran criaturas egoístas y vanidosas que utilizaban las debilidades humanas para aprovecharse de los demás. Para manipular a los humanos en nombre de los dioses o de los poderes superiores a los que estaban esclavizados o con los que se habían visto obligados a hacer un trato. Sin embargo, y pese a sus esporádicas y rudas amenazas, Virag permanecía a su lado. Leal en todo momento. Protector en todo momento, incluso amable con ella. Era igual que su madre, que como él también fue una kikimora pura. Solo que su madre había hecho un trato y había renunciado a su inmortalidad a fin de convertirse en humana para poder casarse con el padre de Edilyn. Era algo de lo que nunca hablaban, ya que enfurecía muchísimo a Virag. —¿Qué tal estoy? Edilyn se volvió y extendió los brazos para mostrarle la vestimenta que había escogido ese día.

Él se echó a reír con unas carcajadas que la habrían ofendido de no ser esa la reacción que buscaba. —Ridícula. Sonrió mientras cogía el casco con cuernos. —Bien. Eso era lo que quería. Virag soltó un gruñido asqueado y desdeñoso. —En nombre de Samhaim, ¿qué llevas en la cabeza? —Mi casco de combate. Su hermano hizo una mueca de absoluto espanto. —¿Qué eres? ¿Un toro? —¿Qué? —Fingió una expresión inocente—. Los dragones tienen cuernos. Solo intento mimetizarme. —No eres un dragón —le recordó Virag con voz seca y hosca. —Cierto. Su hermano soltó otro gemido. —Gracias a los dioses que tus padres están muertos. Me estremezco al pensar lo que dirían si te vieran de esta guisa. Ella le sacó la lengua. —¿No tienes que asustar o atormentar a alguna ancianita? Virag se rascó el mentón y dejó que las piernas colgaran por el alféizar de la ventana para mecerlas en el aire. —La verdad es que no. Prefiero darte la tabarra a ti. Es mucho más divertido. —Genial. —Edilyn soltó un suspiro cansado. Estaba a punto de extenderse el extracto de entrañas por la piel cuando Virag la detuvo.

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