debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La lucha por la libertad – Simon Scarrow

El centurión Tito Cornelio Polenio se enjugó la frente mientras inspeccionaba el campo de batalla que se extendía a su alrededor. La ladera de la colina estaba cubierta de cadáveres, amontonados en aquellos lugares donde el combate había sido más encarnizado. Sus hombres buscaban a compañeros heridos o recogían el poco botín que podían de sus enemigos caídos. Aquí y allá los heridos daban gritos lastimeros, retorciéndose en medio de la carnicería. Entre los cuerpos había legionarios romanos vestidos con sus túnicas rojas y sus armaduras de cota de malla, teñidas ahora de sangre. Tito calculó que en la batalla habrían muerto miles de sus compañeros. Aun así, las bajas romanas no eran nada comparadas con las del enemigo. Sacudió su cabeza con asombro ante los hombres y mujeres a los que antes se había enfrentado. Muchos de ellos sólo estaban armados con cuchillos y aperos de labranza, y la mayoría no tenía armadura, ni siquiera escudos. Sin embargo, se habían lanzado contra Tito y sus compañeros, gritando con rabia, con los ojos centelleando y con un coraje desesperado. Nada de aquello los había salvado de la derrota frente a los soldados, mejor entrenados y equipados adecuadamente, del general Pompeyo, comandante de los ejércitos romanos, que había perseguido y atrapado al enemigo. —Esclavos —murmuró Tito para sí asombrado mientras miraba los cuerpos—. Son sólo esclavos. ¿Quién habría pensado que hombres y mujeres a los que la mayoría de los romanos consideraban poco más que herramientas andantes albergaran en su interior rabia suficiente para luchar? Habían pasado casi dos años desde el comienzo de la revuelta de esclavos y desde entonces habían derrotado a cinco de las legiones que Roma había enviado contra ellos. También habían incendiado muchas de las villas y habían saqueado las fincas de las familias más poderosas de Roma. Incluso una vez, recordó Tito, los esclavos habían marchado sobre Roma. Al mirar hacia abajo, vio el cuerpo de un niño; de poco más de diez años, supuso, de cabello muy rubio y rasgos delicados, su cabeza reposaba sin vida sobre la armadura de un legionario muerto. Los ojos del niño miraban fijos el cielo brillante y su boca colgaba ligeramente entreabierta, como si se dispusiera a decir algo. Tito sintió el leve dolor de la pena en su corazón cuando miró al muchacho. «En una batalla no hay sitio para los niños —se dijo a sí mismo—. Ni se consigue ningún honor derrotándolos o matándolos.» —¡Centurión Tito! Se volvió al oír el grito y vio una pequeña partida de oficiales que se abría camino entre los cadáveres. A la cabeza iba una figura corpulenta, de anchos hombros y vestida con un reluciente peto de plata que cruzaba una ancha cinta roja para indicar su graduación. A diferencia de los hombres que habían estado en el corazón de la batalla, el general Pompeyo y sus oficiales estaban limpios de sangre y suciedad, y algunos de los oficiales más jóvenes y exigentes fruncían los labios con desagrado al avanzar sobre los muertos. —General.


—Tito se puso en posición de firmes e inclinó la cabeza mientras su comandante se acercaba. —Menuda carnicería —observó el general Pompeyo, al tiempo que señalaba con un gesto el campo de batalla—. ¿Quién habría pensado que unos simples esclavos presentarían tanta batalla, eh? —Así es, señor. Pompeyo apretó los labios un momento y frunció el ceño. —Menudo tipo debe de haber sido su cabecilla, ese tal Espartaco. —Era un gladiador, señor —respondió Tito—. Son de una raza especial. Al menos los que consiguen sobrevivir algún tiempo en la arena. —¿Sabías algo de él, centurión? Es decir, de antes de que se volviera rebelde. —Sólo rumores, señor. Al parecer, apenas había hecho unas pocas apariciones en la arena antes de que la rebelión estallara. —Y, con todo, el mando le venía como anillo al dedo —murmuró Pompeyo—. Es una vergüenza que nunca haya tenido oportunidad de conocer a ese hombre, a ese Espartaco. Lo habría admirado. —Levantó la vista rápidamente y miró a sus oficiales. En sus labios se esbozó una sonrisa cuando fijó sus ojos sobre uno en particular, un joven alto de rostro ovalado—. Tranquilo, Cayo Julio. No me he pasado al enemigo. Al fin y al cabo, Espartaco es, o era, sólo un esclavo. Nuestro enemigo. Ahora ya ha sido aplastado y ya no hay peligro. El joven oficial se encogió de hombros. —Hemos ganado la batalla, señor. Pero la fama de algunos hombres sobrevive después de que hayan caído. Si es que éste ha caído.

—Entonces tendremos que encontrar su cadáver —replicó Pompeyo lacónico—. Una vez que lo tengamos y lo expongamos para que todos lo vean, habremos puesto fin a cualquier esperanza de rebelión en los corazones de todos los malditos esclavos de Italia. Se dio la vuelta para encararse con Tito. —Centurión, ¿dónde podría haber caído Espartaco? Tito frunció los labios y señaló con un gesto hacia un pequeño montículo a unos cien pasos de distancia. Allí había más cadáveres que en cualquier otra parte del campo de batalla. —Vi su estandarte por allí durante el combate y es donde el último de ellos peleó hasta el final. Allí lo encontraremos, señor, si es que lo encontramos en algún sitio. —Bien, pues vayamos a buscarlo. El general Pompeyo avanzó a zancadas, caminando entre y sobre los cadáveres mientras se aproximaba al montículo. Tito y los demás se apresuraban detrás de él y los dispersos soldados se pusieron firmes cuando la pequeña partida pasaba a su lado. Cuando alcanzaron el montículo, Pompeyo se detuvo para inspeccionar la terrible escena que se abría ante sus ojos. Lo más encarnizado de la lucha había transcurrido allí y los cuerpos estaban cubiertos de heridas. Tito se estremeció al recordar que muchos de los esclavos habían luchado con las manos desnudas e incluso con los dientes, hasta caer bajo los golpes. La mayoría de los cadáveres estaban tan mutilados que apenas podía reconocerlos como personas. El general dejó escapar un suspiro de frustración y se llevó las manos a las caderas, al tiempo que subía un corto trecho por encima de los cuerpos. —Bien, si Espartaco cayó muerto por aquí, no va a ser fácil encontrarlo y menos aún identificarlo. Me atrevería a decir que no conseguiremos cooperación ninguna de los prisioneros para encontrarlo. —Indicó con un movimiento de cabeza hacia el grupo de figuras, rodeado por atentos legionarios, a poca distancia del límite del campo de batalla—. Maldita sea. Necesitamos su cadáver… Tito observó cómo su comandante pisaba cuidadosamente los miembros retorcidos y los cuerpos destrozados para subir a lo alto del montículo. Pompeyo estaba a mitad de camino hacia la cima cuando un movimiento llamó la atención de los ojos de Tito. Una cabeza asomó ligeramente entre los cuerpos y después una figura salpicada de sangre, que Tito creía muerta, se levantó detrás del general. El esclavo tenía el cabello oscuro y lacio y barba escasa, y sus labios se separaron para revelar unos dientes torcidos, al tiempo que gruñía. Con su mano agarraba una espada corta, y se precipitó con torpeza sobre los cuerpos amontonados hacia el general romano. —¡Señor! —gritó Cayo Julio—.

¡Cuidado! Tito ya se estaba moviendo cuando Pompeyo se dio la vuelta para mirar. Los ojos del general se abrieron de par en par cuando vio al esclavo avanzar hacia él apuntándole con la punta de su espada. Tito sacó su espada de la vaina y trepó a toda prisa por el amontonamiento de cuerpos; la carne cedía bajo sus botas claveteadas. El esclavo lanzó una estocada hacia el cuello de Pompeyo y el general se echó hacia atrás para esquivar el golpe. Su pie se enganchó en un cadáver y cayó pesadamente, gritando alarmado. El esclavo se acercó con dificultad y se detuvo ante el general levantando su espada para atacar. Tito rechinó los dientes y aceleró su avance con desesperación. En el último momento, el esclavo presintió el peligro y echó un vistazo por encima del hombro. Justo entonces Tito cayó sobre él con todo su peso y la espada del esclavo salió despedida de su mano. Ambos hombres rodaron por el suelo y a punto estuvieron de arrollar al general Pompeyo. Tito intentó mover su espada, pero el arma había quedado atrapada debajo de su oponente, así que la soltó y buscó a tientas la garganta del esclavo. El cuerpo del otro hombre, debajo de Tito, dio una sacudida y sus manos se aferraron a los brazos de Tito, al tiempo que gruñía con una furia casi animal. El centurión apretó con más fuerza, ahogando así los ruidos que hacía el esclavo. Al sentir la presión en su tráquea, el esclavo renovó sus esfuerzos. Una de sus manos agarró una muñeca de Tito e intentó soltar sus dedos, mientras la otra tanteaba su rostro, arañando la mejilla de Tito con sus uñas rotas mientras los dos se movían. Tito cerró sus ojos tan fuerte como pudo y apretó sus manos con la misma fuerza. En respuesta, el esclavo golpeaba con sus rodillas y se le salían los ojos de las órbitas mientras arañaba a Tito. El centurión apartó su rostro. Los movimientos del esclavo se volvieron frenéticos, luego se debilitaron de golpe hasta que sus manos se soltaron y su cabeza cayó hacia atrás. Tito esperó un poco más, sólo para estar seguro, y después, cuando abrió los ojos y echó un vistazo, vio la lengua del hombre muerto que asomaba entre sus dientes. Tras soltar sus manos, Tito rodó hacia un lado y volvió a ponerse de pie, respirando con dificultad. Miró hacia abajo y vio que su espada había quedado encajada entre las costillas de aquel hombre; por eso había sido incapaz de moverla. El esclavo habría muerto. A su lado el general, abrumado por su coraza de elaborada decoración, intentaba ponerse en pie. Echó un vistazo y vio al esclavo muerto y a Tito encorvándose sobre su cuerpo al intentar desencajar su espada.

—Por los dioses, ¡me he salvado por los pelos! —Pompeyo miró el cuerpo del esclavo—. Me hubiera matado de no haber sido por ti, centurión Tito. Tito no contestó, pues estaba usando la mugrienta túnica del esclavo para limpiar la sangre de la hoja de su espada. Después envainó el arma y volvió a enderezarse. El general le dedicó una vaga sonrisa. —Te debo la vida. No lo olvidaré. Tito hizo un gesto con la cabeza para darle las gracias. —Deberías ser recompensado. —El general se acarició la mejilla y luego hizo un gesto hacia los esclavos que habían sido hechos prisioneros—. Quédate con uno de ellos en mi nombre. Es un premio adecuado por salvarme la vida. Pero, atiende a esto, centurión: si alguna vez vuelves a necesitar mi ayuda, tienes mi palabra de que entonces haré lo que pueda por ti. —Es demasiado amable, mi general. —No. Me has salvado la vida. No hay recompensa demasiado grande para un acto como ése. Ahora elige un prisionero para que sea tu esclavo. Quizás una mujer bonita. —Sí, señor. ¿Qué hay de los demás? ¿Se repartirán entre los hombres? El general Pompeyo negó con la cabeza. —En otras circunstancias, me alegraría hacerlo así. Pero todos los esclavos del Imperio necesitan aprender una lección. Necesitan que se les muestre lo que espera a quienes se rebelan contra sus amos. —Se detuvo, y su expresión se endureció—.

En cuanto hayas elegido, da la orden de que crucifiquen a los que han sido capturados durante el combate. Serán clavados a lo largo de la carretera de Roma a Capua, donde empezó la revuelta. Al oír la brutal orden del general, Tito sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. Por un momento sintió el impulso de oponerse. Los esclavos habían sido derrotados. Su revuelta había sido aplastada. ¿Qué necesidad había de un castigo tan bárbaro? Pero entonces su formación y su disciplina se impusieron, y Tito saludó a su general antes de dar la vuelta para abrirse camino a través del campo de batalla hacia los prisioneros para elegir cuál se libraría de una larga y dolorosa muerte.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |