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La locura de Jones – Algernon Blackwood

Las aventuras suceden a los temerarios, y las cosas misteriosas surgen en el camino de aquéllos quienes, con curiosidad e imaginación, aguardan por ellas; pero la mayoría de las personas pasan frente a las puertas entreabiertas creyéndolas cerradas, y no notan la débil agitación de la gran cortina que cae siempre, bajo la forma de apariencias, entre ellos y el mundo de causas detrás. Porque sólo los pocos cuyos sentidos internos han sido acelerados, tal vez por extraños sufrimientos en las profundidades, o por un temperamento natural transmitido desde un pasado remoto, llegan al conocimiento, no demasiado bienvenido, de que aquel mundo inmenso yace siempre a su lado, y que en cualquier momento una azarosa combinación de ánimos y fuerzas pueden invitarlos a cruzar las cambiantes fronteras. Algunos, de cualquier manera, nacen con esta horrenda certeza en sus corazones, y no son llamados a iniciación alguna; y a este selecto grupo pertenecía Jones indudablemente. Toda su vida estuvo consciente de que sus sentidos le brindaban meramente un conjunto de falsas apariencias, interesantes en mayor o menor grado; que el espacio, tal como es medido por los hombres, era absolutamente engañoso; que el tiempo, tal como el reloj le hacía resonar en una sucesión de minutos, era una arbitraria tontería y, de hecho, que todas sus percepciones sensoriales no eran más que torpes representaciones de las cosas reales tras la cortina, cosas que él estaba siempre intentando captar, y que algunas veces lograba captar. Siempre había estado pavorosamente convencido de que él se encontraba en los linderos de otra región, una región donde el tiempo y el espacio eran meras formas del pensamiento, donde antiguas memorias yacían abiertas y a la vista, y donde las fuerzas detrás de cada vida humana se erguían reveladas de una manera llana, y ahí él podría ver las fuentes ocultas en el corazón mismo del mundo. Y aun más, el hecho de que él fuera empleado en una oficina de seguros contra incendios, y realizara su trabajo con estricto cuidado, nunca le hacía olvidar ni por un momento que, justo detrás de los sucios ladrillos donde cientos de hombres borroneaban con puntiagudas plumas bajo lámparas eléctricas, existía esa gloriosa región donde la parte importante de sí mismo habitaba y actuaba y tenía su lugar. Porque en aquella región él se veía a sí mismo como representando el papel del espectador ante su vida ordinaria, vigilando, como un rey, la corriente de sucesos; pero intacto en su propia alma de la suciedad, el ruido y la conmoción vulgar del mundo exterior. Y esto no era una mera ensoñación poética. Jones no estaba simplemente jugando con este idealismo como un medio de pasar el tiempo. Era una creencia actuante y viviente. Tan convencido estaba él de que el mundo externo era el resultado de un vasto engaño practicado sobre los viles sentidos, que cuando, al contemplar una gran construcción como la capilla de St. Paul, no sentía una sorpresa mayor al verla temblar súbitamente como una figura de jalea y después derretirse completamente, dejando en su lugar, de un solo golpe revelada, aquella masa de color, o aquella gran intrincación de vibraciones, o aquel espléndido sonido, (la idea espiritual), que aquélla representaba bajo formas de piedra. De una manera parecida a esto era como su mente funcionaba. Sin embargo, bajo toda apariencia, y en satisfacción de todo lo que la vida laboral exige, Jones era un joven normal, poco original. No sentía nada más que desprecio por la ola de psiquismo moderno. Difícilmente conocía el significado de palabras tales como “clarividencia” y “clariaudiencia.” Nunca había sentido el más mínimo apremio por unirse a la Sociedad Teosófica, ni por especular sobre las teorías de la vida en el plano astral, o sobre los elementales. No asistía a reunión alguna de la Sociedad de Investigación Psíquica, e ignoraba la ansiedad por saber si su “aura” era negra o azul; no estaba consciente, tampoco, del más mínimo deseo de mezclarse con el resurgimiento de ocultismo barato que muestra ser tan atractivo para las mentes débiles dotadas con tendencias místicas y con una imaginación no controlada. Había ciertas cosas que él sabía, pero que no le preocupaba discutir con nadie; e, instintivamente, se encogía de hombros ante la empresa de intentar dar nombre a los contenidos de aquella otra región, sabiendo bien que tales nombres podrían solamente definir y limitar cosas que, de acuerdo a cualquier criterio en uso en el mundo ordinario, eran simplemente elusivas e indefinibles. Así que, aunque su mente funcionara de la manera descrita, había aún un claro y fuerte poso de sentido común en Jones. En una palabra, el hombre que el mundo y la oficina conocían como Jones, era Jones. El nombre le resumía y etiquetaba correctamente: John Enderby Jones. Entre las cosas que él sabía, y sobre las que, por lo tanto, nunca se preocupaba por conversar o especular, se encontraba el hecho de que él se veía claramente a sí mismo como el heredero de una larga serie de vidas pasadas, la red resultante de una dolorosa evolución, siempre como él mismo, desde luego, pero en múltiples cuerpos diferentes, cada uno determinado por el comportamiento de del predecesor. El John Jones presente era el último resultado hasta la fecha del pensamiento, sentimiento y actuar pasados de otros John Jones en anteriores cuerpos y en otros siglos. No pretendía dar detalles, ni reclamaba para sí mismo una ascendencia distinguida, porque él se daba cuenta de que su pasado debía ser un lugar común e insignificante por completo para haber producido su presente; pero estaba, así mismo, seguro de que él había estado en este juego agotador por tantas edades como había vivido, y nunca se le ocurrió discutir, o dudar, o hacer preguntas.


Y uno de los resultados de esta creencia era que sus pensamientos moraban más en el pasado que en el futuro; que leía muchos libros de historia y se sentía atraído por ciertos períodos, los cuáles su espíritu comprendía instintivamente como su hubiera vivido en ellos; y que encontraba carentes de interés a todas las religiones porque, casi sin excepción, comienzan en el presente para después especular acerca de aquello en lo que el hombre habrá de convertirse, en lugar de mirar hacia el pasado y especular porqué los hombre han llegado hasta aquí tal como son. En la oficina de seguros él realizaba su trabajo notablemente bien, pero sin demasiada ambición personal. Consideraba a los hombres y las mujeres como los instrumentos impersonales para infligir sobre él el placer o el dolor que él se había ganado por sus trabajos pasados, porque el azar estaba ausente del todo en su esquema de las cosas; y, mientras que reconocía que el mundo práctico no podría seguir su curso a menos que cada hombre hiciera su trabajo cabalmente y a conciencia, no tenía interés alguno en la acumulación de fama o dinero para sí mismo y, por lo tanto, simplemente cumplía con sus obligaciones inmediatas, indiferente a los resultados. Al igual que otros que viven una vida estrictamente impersonal, él poseía la cualidad de la valentía absoluta, y estaba siempre listo para enfrentar cualquier combinación de circunstancias, sin importar cuán terribles, porque veía en ellas la simple realización de causas pasadas que él mismo había puesto en movimiento y que no podían ser esquivadas ni modificadas. Y, mientras que la mayoría de las personas tenían poca importancia para él, en cuanto a atracción o repulsión, en el momento en que conocía a alguien con quien sentía que su pasado había estado vitalmente entretejido, su ser interior saltaba inmediatamente y proclamaba directamente el hecho, y regulaba su vida con la mayor habilidad y discreción, como un centinela en guardia ante un enemigo cuyos pasos ya podían oírse aproximar. Por lo tanto, mientras que la gran mayoría de hombres y mujeres lo dejaban imperturbable, dado que los consideraba como otras tantas almas que vagaban junto a él por el gran caudal de la evolución, había, aquí y allá, individuos con los que él reconocía que hasta el más mínimo contacto era de la importancia más grave. Éstas eran personas con las que él sabía, con cada fibra de su ser, que tenía cuentas que saldar, agradables o no, surgiendo de pactos de vidas pasadas; y en sus relaciones con estos pocos, por lo tanto, él se concentraba con el esfuerzo que otros prodigan en su contacto un número mucho mayor. Sólo aquellos iniciados en los sorprendentes procesos de la memoria subconsciente podrán decir de qué manera escogía a estos pocos individuos, pero el punto era que Jones creía que el propósito principal, si no es que todo el propósito de su encarnación presente yacía en su fiel y total cumplimiento de estas deudas, y que si él llegaba a buscar eludir el más mínimo detalle de éstas, sin importar cuán desagradable fuera, habría vivido en vano, y retornaría, en una próxima encarnación, con un deber más que cumplir. Porque de acuerdo a sus creencias no habían Azar alguno, no podría haber ninguna evasión definitiva, y evitar un problema sería, entonces, desperdiciar tiempo y perder oportunidades para el desarrollo. Había un individuo con el que Jones había comprendido desde hace mucho que tenía una cuenta por saldar, y hacia el cumplimiento de esta deuda era que todos las corrientes principales de su ser parecían dirigirse con un propósito inalterable. Porque, cuando ingresó en la oficina de seguros como un joven empleado diez años antes, y, a través de una puerta de cristal, captó la imagen de este hombre sentado en una habitación interior, uno de sus súbitos y avasalladores estallidos de memoria intuitiva se había elevado desde las profundidades, y había visto, como en una llama de luz cegadora, una imagen simbólica del futuro elevándose desde un pasado temible, y había, sin acto alguno de volición consciente, señalado a este hombre como un acreedor de las verdaderas cuentas por saldar. “Con ese hombre yo tengo mucho que ver,” se dijo a sí mismo, al tiempo que notaba a aquel gran rostro alzar la mirada y cruzarse con la suya a través del vidrio. “Hay algo que no puedo evitar, un relación vital nacida del pasado de ambos de nosotros.” Y fue hacia su escritorio temblando un poco y con las rodillas fallándole, como si la memoria de algún terrible dolor hubiera posado súbitamente su mano helada sobre su corazón y tocado la cicatriz de un gran mal. Fue un momento de terror genuino cuando sus ojos se encontraron a través de la puerta de vidrio, y fue consciente de un encogimiento interno y una repugnancia que le embargaron con violencia y le convencieron en un segundo de que el saldar esta cuenta sería casi, tal vez, algo imposible de manejar. La visión pasó tan rápido como vino, cayendo de nueva hacia la región sumergida de su consciencia; pero nunca olvidó, y la totalidad de su vida desde entonces se convirtió en una especie de natural, dura y espontánea preparación para el cumplimiento de esta gran tarea cuando el tiempo fuera maduro. En aquellos días, (diez años atrás) este hombre era Administrador Adjunto, pero había sido desde entonces ascendido a Administrador de una de las filiales locales de la compañía; y un poco de tiempo después Jones se había hecho transferir a esta misma filial. Un poco más tarde, nuevamente, la filial de Liverpool, una de las más importantes, había estado en peligro debido a los malos manejos ya al desfalco, y el hombre había ido a hacerse cargo de ella, y de nuevo, por mera suerte en apariencia, Jones había sido promovido al mismo lugar. Y esta persecución del Administrador Adjunto había continuado por muchos años, y frecuentemente, también, bajo las formas más peculiares; y, a pesar de Jones no había cruzado una sola palabra con él, ni sido notado siquiera por el gran hombre, el empleado entendía perfectamente bien que todos estos movimientos en el juego eran parte de un propósito definido. Ni por un momento dudó que los Invisibles detrás del velo estaban disponiendo lenta e inexorablemente cada detalle de este negocio con el fin de llegar de manera conveniente al clímax requerido por la justicia, un clímax en el que él y el Administrador representarían los papeles principales. —Es inevitable —se dijo a sí mismo— y siento que puede ser terrible; peor cuando el momento llegue estaré listo, y le ruego a Dios que pueda enfrentarlo apropiadamente y actuar como un hombre. Además, mientras los años pasaban y nada ocurría, sentía el horror cercándolo con paso firme, porque el hecho era que Jones odiaba y abominaba del Administrador con una intensidad de sentimiento como nunca había sentido hacia ser humano alguno. Se sobrecogía ante su presencia, y ante su mirada, como si recordara haber sufrido crueldades sin nombre bajo sus manos; y lentamente comenzó a darse cuenta, además, de que el asunto a saldar entre ellos era uno de muy antigua existencia, y que la naturaleza de la retribución era la de una descarga de castigo acumulado que sería, probablemente, bastante horrible en su modo de ejecución. Cuando, por lo tanto, el jefe de pagos la informó un día que el hombre iba a estar en Londres de nuevo (esta vez como Administrador General de la oficina central) y que él estaba a cargo de encontrar un secretario privado para él de entre sus mejores empleados, y le dijo además que la elección había caído sobre él, Jones aceptó la promoción de manera tranquila, con una sensación de fatalidad, y, sin embargo, con una grado de íntima repugnancia difícil de describir. Porque el vio en esto, meramente, un nuevo paso en la evolución de su inevitable Némesis, la cual él no sea atrevía a intentar frustrar por consideración personal alguna; y al mismo tiempo él era consciente de una cierta sensación de alivio, de que el suspenso de la espera podría ser pronto mitigado.

Un secreto sentimiento de satisfacción, por lo tanto, acompañó el desagradable cambio, y Jones fue capaz de contenerse a sí mismo perfectamente cuando el cambio fue llevado a cabo y él fue presentado formalmente como secretario privado del Administrador General. Ahora, el Administrador era un hombre gordo y enorme con una cara muy roja y bolsas bajo los ojos. Al ser corto de vista, él usaba unas gafas que parecían magnificar sus ojos, los cuales estaban siempre un poco inyectados de sangre. Bajo un clima cálido, una especie de delgada lama parecía cubrir sus mejillas, porque él transpiraba fácilmente. Su cabeza era casi completamente calva, y sobe el cuello aplastado de su camisa su gran cuello se doblaba en dos rojizos rollos de carne. Sus manos eran grandes y sus dedos casi masivamente gruesos. Él era un excelente hombre de negocios, de juicio sano y voluntad firme, sin la imaginación suficiente para poder confundir su línea de acción a través de una mirada a las alternativas posibles; y su integridad y habilidad eran causa de que el fuera universalmente respetado en el mundo de los negocios y las finanzas. De cualquier manera, en las regiones importantes del carácter de un hombre, y de corazón, él era tosco, brutal casi hasta el grado del salvajismo, carente de consideración por otros y, como resultado, era a menudo cruelmente injusto con sus indefensos subordinados. En los momentos de enojo, los cuales no eran infrecuentes, su rostro se volvía de un morado pálido al tiempo que la parte superior de su calva cabeza brillaba, en contraste, como mármol blanco, y las bolsas bajo sus ojos se hinchaban hasta que parecía que iban a reventar en seguida. Y en esos momentos él presentaba una apariencia notablemente repulsiva. Pero para un secretario privada como Jones, quien realizaba su tarea sin importarle si su jefe era bestia o ángel, y cuyo primer motor eran los principios y no la emoción, esto hacía poca diferencia. Dentro de los estrechos límites en los que uno podía complacer a un hombre así, él complacía al Administrador General; y más de una vez su penetrante facultad intuitiva, que llegaba casi al punto de la clarividencia, servía el jefe de tal manera, que esto contribuía a acercar a ambos más de lo que hubiera ocurrido de otra forma., y hacía nacer en el hombre un respeto hacía un poder en sus asistente del que él no tenía ni siquiera el germen. Fue una curiosa relación la que creció entre los dos, y el jefe de pago, quien gozaba del honor de haber hecho la selección, se beneficiaba de ello indirectamente tanto como cualquier otro

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