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La llave de bronce, Magisterium 3 – Cassandra Clare

Call le hizo unos últimos retoques a su robot antes de enviarlo al ring, un trozo del suelo del garaje delimitado por una línea de tiza azul. Lo consideraba la zona de combate de los robots que Aaron y él habían construido meticulosamente con partes de coches, la magia del metal y muchísima cinta adhesiva. Sobre ese suelo empapado de gasolina, uno iba a ser hecho trizas trágicamente y el otro resultaría victorioso. Uno se alzaría y el otro caería. Uno… El robot de Aaron chirrió al avanzar. Uno de sus pequeños brazos se alargó de golpe, se balanceó en el aire y le cortó la cabeza al de Call. El aire se llenó de chispas. —¡No es justo! —gritó Call. Aaron bufó despectivo. Tenía una mancha en la mejilla y parte del pelo se le había quedado de punta después de habérselo mesado de pura frustración. El sol implacable de Carolina del Norte le había dejado la nariz quemada y pecas en las mejillas. No parecía en absoluto el pulcro makaris que se había pasado el verano anterior en fiestas elegantes, charlando con adultos importantes y aburridos. —Supongo que construir robots se me da mejor que a ti —dijo Aaron sin darle importancia. —¿Ah, sí? —replicó Call, concentrándose. Su robot comenzó a moverse, despacio al principio y luego cada vez más deprisa mientras la magia del metal reanimaba el cuerpo decapitado—. ¡Toma esta! El robot de Call alzó un brazo y disparó un chorro de agua como si fuera una manguera, regando a su contrincante, que comenzó a soltar humo por todas partes. Aaron trató de invocar la magia del agua para apagarlo, pero era demasiado tarde: la cinta adhesiva ya se estaba quemando. El robot se desmoronó, convertido en un montón de chatarra humeante. —¡Yuju! —exclamó Call, que nunca se había tomado muy en serio el consejo de su padre sobre ganar con elegancia. Estrago, su lobo caotizado, se despertó de repente cuando le cayó una chispa y comenzó a ladrar. —¡Eh! —gritó el padre de Call, Alastair, que salió corriendo de la casa y miró alrededor de forma ligeramente severa—. ¡No tan cerca del coche! Acabo de arreglarlo. A pesar de ese toque de atención, Call estaba tranquilo. Todo el verano había estado bastante relajado, e incluso había dejado de asignarse Puntos de Señor del Mal. Para el mundo en general, el Enemigo de la Muerte, Constantine Madden, estaba muerto; Alastair lo había derrotado.


Solo Aaron, Tamara, su supuesto amigo Jasper deWinter y Alastair sabían la verdad: que Call era la reencarnación de Constantine Madden, pero sin ninguno de sus recuerdos y, con suerte, sin su tendencia al mal. Como el mundo consideraba muerto a Constantine y a los amigos de Call no les importaba que fuera quien era, sentía que se había quitado un peso de encima. Aaron, a pesar de ser el makaris, podía volver a hacer el burro con él. Pronto regresarían al Magisterium, y ese año estarían en el Curso de Bronce, lo que significaba que se iniciarían en una magia realmente guay: hechizos de lucha y hechizos de vuelo. Todo había mejorado. Todo era fantástico. Y además, el robot de Aaron era un despojo humeante. A Call le costaba imaginar que las cosas pudieran ir mejor. —Espero que no lo hayáis olvidado, chicos —dijo Alastair—. Esta noche es la fiesta del Collegium. Ya sabéis… la que dan en nuestro honor. Aaron y Call se miraron horrorizados. La verdad era que lo habían olvidado. Los días habían pasado a toda prisa entre ir en monopatín, helados, pelis y videojuegos, y a los dos se les había ido de la cabeza que la Asamblea de Magos organizaba en el Collegium una fiesta de la victoria, para celebrar que el Enemigo de la Muerte había sido derrotado después de treinta largos años de guerra. La Asamblea había decidido honrar a cinco personas: Call, Aaron, Tamara, Jasper y Alastair. Había sido una sorpresa que Alastair aceptara asistir; desde que Call tenía uso de razón, su padre había odiado la magia, el Magisterium y todo lo que tenía que ver con los magos. Sospechaba que había accedido solo porque quería ver a la Asamblea aplaudiendo a su hijo, ver que todos aceptaban que estaba del lado de los buenos, que era un héroe. Call tragó saliva; de repente, se había puesto nervioso. —No tengo nada que ponerme —se quejó. —Yo tampoco. —Aaron parecía sobresaltado. —Pero si Tamara y su familia te compraron toda esa ropa elegante el año pasado —le recordó Call. Los padres de Tamara estaban tan contentos de que su hija fuera amiga del makaris, uno de los pocos magos que podía controlar la magia del caos, que prácticamente habían adoptado a Aaron; lo habían alojado en su casa y habían gastado dinero en caros cortes de pelo, ropa y fiestas para él. Call seguía sin entender por qué su amigo había decidido pasar ese verano con él y no con los Rajavi, pero Aaron había sido tajante al respecto. —Ya se me ha quedado pequeña —contestó Aaron—.

Lo único que tengo son vaqueros y camisetas. —Y por eso nos vamos de compras —repuso Alastair, con las llaves del coche en la mano—. Vamos, chicos. —Los padres de Tamara me llevaron a Brooks Brothers —comentó Aaron, mientras los tres se dirigían hacia la colección de coches remodelados de Alastair—. Fue muy raro. Call pensó en el pequeño centro comercial de su barrio y sonrió. —Bueno, pues prepárate para un rato diferente —dijo—. Vamos a viajar hacia atrás en el tiempo sin ayuda de la magia. —Me parece que soy alérgico a esta tela —declaró Aaron ante el espejo de cuerpo entero de la parte trasera de J. L. Dimes. Vendían de todo: tractores, ropa, lavavajillas baratos… Alastair siempre se compraba allí sus monos de trabajo. Call odiaba esa tienda. —Yo lo veo bien —replicó Alastair, que había cogido un aspirador en uno de sus paseos por la tienda y lo estaba examinando, seguramente pensando en desmontarlo y usar sus partes. También había cogido una chaqueta, pero no había llegado a probársela. Aaron echó otra mirada al traje gris alarmantemente brillante que llevaba puesto. Los pantalones le hacían bolsas a la altura de los tobillos y a Call las solapas le recordaban a las aletas de un tiburón. —Vale —repuso Aaron con timidez. Era muy consciente de que todo lo que le compraban era un regalo. Sabía que no tenía ni dinero ni padres para eso. Siempre se mostraba agradecido. Tanto Aaron como Call habían perdido a su madre. El padre de Aaron estaba vivo, pero en la cárcel, y a él no le gustaba que se supiera. A Call no le parecía tan grave, pero seguramente fuera porque su propio secreto era mucho peor. —No sé, papá —dijo mientras se miraba en el espejo con los ojos entrecerrados.

Se había puesto un traje azul oscuro de poliéster que le quedaba demasiado ajustado bajo los brazos—. Quizá no sean de nuestra talla. Alastair suspiró. —Un traje es un traje. Aaron crecerá. Y tú, bueno… quizá deberías probarte otra cosa. No vale la pena comprar algo que solo te sirva para esta noche. —Voy a hacer una foto —informó Call, mientras sacaba el móvil—. Tamara nos puede aconsejar. Ella sabe lo que hay que llevar a una fiesta de magos estirados. Se oyó un zumbido cuando le envió la foto. Unos segundos después, Tamara le respondió con un mensaje de texto: «Es como si a Aaron le hubiera alcanzado un rayo reductor y tú parece que vayas a un colegio de curas». Aaron miró por encima de las hombreras de Call e hizo una mueca de dolor al ver el mensaje. —¿Y bien? —preguntó Alastair—. Podríamos hacerle un dobladillo con cinta adhesiva para acortarle las perneras un poco. —O podríamos ir a otra tienda y no hacer el ridículo delante de la Asamblea —intervino Call—. Alastair miró a su hijo y luego a Aaron, y se resignó con un suspiro mientras dejaba el aspirador que había cogido. —De acuerdo. Vámonos. Fue un alivio salir del centro comercial. Después de un corto trayecto en coche, llegaron a una tienda de baratillo que vendía todo tipo de objetos vintage, desde tapetes a cómodas, pasando por máquinas de coser. Call había estado allí antes con su padre, y recordaba que a la dueña, Miranda Keyes, le encantaba la ropa vintage. Siempre la llevaba, sin fijarse demasiado en si los estilos o los colores pegaban, por lo que muchas veces se la veía pasear por el pueblo vestida con una falda con vuelo, botas altas setenteras y una camiseta de lentejuelas con un dibujo de gatos furiosos. Pero Aaron no sabía nada de eso. Miraba la tienda, sonriendo inseguro, mientras a Call se le caía el alma a los pies.

Iba a ser aún peor que J. L. Dimes. Lo que había empezado de un modo más o menos divertido estaba comenzando a hacer que Call se sintiera mal por dentro. Sabía que su padre era excéntrico, lo cual era una manera educada de decir raro, y nunca le había importado mucho, pero no era justo que Aaron también tuviera que parecer excéntrico. ¿Y si lo único que tenía Miranda eran trajes de terciopelo rojo o algo aún peor? Ya era bastante malo que Aaron se hubiera pasado el verano bebiendo limonada hecha de polvos y no de limones frescos, como la hacían en casa de Tamara; durmiendo en un jergón militar que Alastair había colocado en la habitación de Call; saltando sobre un aspersor hecho a base de agujerear una manguera con un cuchillo y desayunando siempre los mismos cereales en vez de huevos preparados a su gusto por un chef. Si Aaron aparecía en la fiesta con pinta de panoli, podría ser la gota que colmara el vaso. Call perdería la Guerra por el Mejor Amigo para siempre. Alastair salió del coche. Con un mal presentimiento, Call siguió a su padre y a Aaron hacia el interior de la tienda. Los trajes estaban al fondo, detrás de unas mesas cubiertas con extraños instrumentos musicales de viento y un cuenco de jadeíta lleno de llaves oxidadas. Se parecía mucho a la tienda que tenía Alastair, DE VEZ EN CUANDO, excepto porque del techo colgaban abrigos con cuello de pieles y fulares de seda, mientras que él se especializaba más en antigüedades industriales. Miranda salió de la trastienda y charló con Alastair durante unos minutos sobre lo que se había agenciado en Brimfield, una enorme feria de antigüedades que se hacía al norte, y a quién había visto allí. Los temores de Call aumentaron. Finalmente, su padre encontró el modo de decirle lo que necesitaban. Miranda echó a cada uno de los chicos una aguda mirada escrutadora, como si les estuviera atravesando y viendo en su interior. Hizo lo mismo con Alastair, y entrecerró los ojos antes de desaparecer en la trastienda. Aaron y Call se entretuvieron paseando por la tienda en busca del objeto más extraño. Aaron había descubierto un reloj despertador con forma de Batman que decía DESPIERTA, CHICO MARAVILLA si lo apretabas por arriba, y Call había desenterrado un jersey hecho de piruletas enganchadas, cuando Miranda reapareció con un largo «ummm» y un montón de ropa que apiló sobre el mostrador. Lo primero que sacó fue una americana para Alastair. Parecía hecha de satén, con un sutil estampado verde oscuro y una solapa forrada de seda brillante. Sin duda era vieja y rara, pero no ridícula. —Y ahora —dijo Miranda, señalando a los chicos—, os toca a vosotros. Le pasó a cada uno un traje de lino, doblado. El de Aaron era de color crema y el de Call, gris paloma.

—Igual que tus ojos, Call —comentó Miranda, que parecía muy satisfecha de sí misma. Se probaron los trajes encima de los pantalones cortos y las camisetas. Miranda aplaudió y les indicó con un gesto que se miraran en el espejo. Call contempló su reflejo. No entendía mucho de ropa, pero el traje le iba bien y no le hacía parecer un bicho raro. De hecho, se veía más adulto. Y lo mismo Aaron. Los colores claros hacían que los chicos parecieran bronceados. —¿Es para una ocasión especial? —preguntó Miranda. —Y que lo digas. —Alastair sonó complacido—. Les van a premiar a ambos. —Por… um… servicios a la comunidad —añadió Aaron. Miró a los ojos del reflejo de Call en el espejo. Él supuso que sí que era una especie de servicio a la comunidad, aunque normalmente el servicio comunitario no tuviera nada que ver con cabezas cortadas. —¡Fantástico! —exclamó Miranda—. Estáis muy guapos los dos. Guapo. Call nunca había pensado en sí mismo como guapo. Aaron era el guapo. Él era el bajo, cojo, demasiado intenso y con rasgos demasiado afilados. Pero supuso que la gente que vendía esas cosas tenía que decir a sus clientes que estaban guapos. Tuvo un impulso y sacó el móvil, hizo una foto del reflejo de Aaron y el suyo en el espejo y se la envió a Tamara. Un minuto después llegó la respuesta: «Bien». Adjunto al mensaje había un vídeo de alguien cayéndose de una silla de la sorpresa.

Call no pudo contener la risa. —¿Necesitáis algo más, chicos? —preguntó Alastair—. ¿Zapatos, gemelos… algo? —Bueno, camisas, evidentemente —respondió Miranda—. Y tengo un montón de corbatas muy bonitas… —No hace falta que me compre nada más, señor Hunt —replicó Aaron, que parecía nervioso—. De verdad. —Oh, no te preocupes por eso —repuso Alastair con una voz sorprendentemente despreocupada—. Miranda y yo nos dedicamos a lo mismo. Ya lo arreglaremos entre nosotros. Call miró a Miranda, y la encontró sonriendo. —Tenías un pequeño broche victoriano en tu tienda al que le había echado el ojo. Al oírla, la expresión de Alastair se tensó un poco, pero casi inmediatamente se relajó con una carcajada. —Bueno, a cambio de eso, sin duda nos llevamos los gemelos. Y también zapatos, si tienes. Cuando por fin salieron, llevaban bolsas enormes llenas de ropa, y Call se sentía muy bien. Volvieron a casa con el tiempo justo para ducharse y peinarse. Alastair salió de su dormitorio apestando a alguna colonia antigua, muy elegante en su nueva chaqueta y con unos pantalones negros que debía de haber desenterrado del fondo del armario. Mascullando algo, comenzó inmediatamente a buscar las llaves del coche. Call casi no podía reconocer al padre que trabajaba en casa con un mono vaquero y chaqueta de franela, el padre que se había pasado el verano ayudándole a hacer robots con recambios viejos. Parecía un extraño, lo que hizo que Call se pusiera a pensar en lo que iba a suceder dentro de poco. Durante el verano se había sentido bastante satisfecho con el fin del Enemigo de la Muerte. Constantine Madden llevaba años muerto, conservado en una sombría tumba, esperando que su alma regresara a su cuerpo. Pero como nadie lo sabía, todo el mundo mágico había estado esperando que Constantine comenzara la Tercera Guerra de los Magos. Cuando Callum regresó al Magisterium con la cabeza cortada del Enemigo, la prueba irrefutable de su muerte, todo el mundo de los magos suspiró aliviado. Pero lo que no sabían era que el alma de Constantine seguía viviendo… en él. Esa noche, el mundo de los magos iba a homenajear al verdadero Enemigo de la Muerte.

Y aunque Call no tenía ningunas ganas de hacer daño a nadie, la amenaza de una Tercera Guerra de los Magos estaba lejos de haber desaparecido. El segundo de Constantine, el Maestro Joseph, tenía el control del ejército de caotizados de Constantine. También tenía el poderoso Alkahest, una especie de guante capaz de destruir a los magos que podían controlar el caos, como Aaron y como Call. Si se cansaba de esperar a que se pasara a su bando, podría atacar él solo. Abatido, se sentó junto a la mesa de la cocina. Estrago, que había estado durmiendo debajo, alzó la mirada con sus inquietantes ojos, como si notara su inquietud. Aunque eso debería haber mejorado su ánimo, en realidad le hizo sentirse un poco peor. Casi pudo oír la voz del Maestro Joseph: «Has hecho que todo el mundo de los magos baje la guardia, Call, buen trabajo. No puedes escapar de tu naturaleza». Rechazó esa idea con firmeza. Durante todo el verano, se había esforzado para no estar siempre comprobando si mostraba indicios de estar volviéndose malvado. Durante todo el verano, se había repetido que era Callum Hunt, que Alastair Hunt le había criado y que no iba a cometer los mismos errores que Constantine Madden. Que era una persona diferente. Que seguía siendo él. Unos minutos después, Aaron salió de la habitación de Call, muy elegante en su traje color crema. Llevaba el cabello rubio peinado hacia atrás y los gemelos le brillaban en los puños. Parecía tan contento como cuando llevaba los trajes de diseño que le había comprado la familia de Tamara. O al menos parecía feliz hasta que miró a Call y se sorprendió. —¿Estás bien? —le preguntó—. Estás un poco verde. No te habrá entrado el miedo escénico, ¿verdad? —Quizá —contestó Call—. No estoy acostumbrado a que la gente me mire mucho. Quiero decir, la gente me mira a veces por lo de la pierna, pero no es una manera buena de mirarme. —Intenta pensar en la última escena de La Guerra de las Galaxias, cuando todos aplauden mientras la Princesa Leia pone medallas a Han y Luke. Call alzó las cejas.

—¿Y quién sería la Princesa Leia en este caso? ¿El Maestro Rufus? El Maestro Rufus era el profesor de su grupo de aprendices en el Magisterium. Era brusco, malhumorado y sabio, y tenía muchas más canas que la Princesa Leia. —Después —dijo Aaron con toda solemnidad— se pondrá un bikini dorado. Estrago ladró. Alastair alzó las llaves del coche, triunfante. —¿Os sentiríais mejor si os prometiera que esta noche va a ser aburrida y no va a pasar nada? Se supone que la fiesta es en nuestro honor, pero os garantizo que es sobre todo para que la Asamblea se felicite a sí misma. —Parece que ya hayas estado en alguna —repuso Call, mientras se ponía en pie. Se alisó el traje, nervioso; el lino se arrugaba con facilidad. Se moría de ganas de volver a sus vaqueros y camisetas. —Ya has visto la muñequera que llevaba Constantine cuando éramos alumnos en el Magisterium — explicó Alastair—. Ganó un montón de premios y trofeos. Todo nuestro grupo de aprendices los ganó. Sí que había visto la muñequera. Alastair se la había enviado al Maestro Rufus el primer año de Call en el Magisterium. A todos los alumnos se les daba una muñequera de cuero y metal; el metal cambiaba cuando el alumno comenzaba un nuevo curso. La muñequera también estaba tachonada de piedras, y cada una representaba un logro o una capacidad. La de Constantine tenía más piedras que ninguna otra que hubiera visto. Se tocó su muñequera. Aún tenía el metal de un alumno de Cobre, de segundo curso. En ella brillaba la piedra negra del makaris, al igual que en la de Aaron. Su mirada se cruzó con la de su amigo mientras dejaba caer la mano, y tuvo la certeza de que Aaron sabía lo que estaba pensando: ahí estaba él, recibiendo un premio, homenajeado por hacer el bien, y hasta eso era algo que le hacía parecerse a Constantine Madden. Alastair sacudió las llaves del coche y sacó a Call de su ensoñación. —Vamos —dijo—. A la Asamblea no le gusta que sus invitados de honor lleguen tarde. Estrago los siguió hasta la puerta, se sentó bruscamente y dejó escapar un leve gemido.

—¿Puede venir? —pidió Call mientras salían por la puerta—. Se portará bien. Y también se merece un premio. —Claro que no —respondió Alastair. —¿Es porque no te fías de él en medio de la Asamblea? —preguntó, aunque en cuanto lo hizo se dio cuenta de que quizá no quisiera oír la respuesta. —Es porque no me fío de la Asamblea con él en medio —contestó su padre con una mirada muy seria. Luego se alejó, y Call no pudo hacer más que seguirle.

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