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La Llamada del Norte – Claire Bouvier

Canadá, 1875. Jaqueline, una joven de Hamburgo, nunca habría emigrado a Canadá de haber sabido lo que allí le esperaba. Alan, un viejo amigo de su padre, la acoge, pero resulta ser un hombre sin escrúpulos; especula sobre el patrimonio de la joven y quiere obligarla a convertirse en su esposa. Jaqueline, recluida en su casa, logrará finalmente liberarse del yugo de Alan y escapar. Para ello solo contará con la ayuda de Connor, el propietario de un aserradero, quien le dará refugio no sin antes aventurarse en un paisaje fascinante en una peligrosa balsa que los conducirá a través de los Grandes Lagos hacia las cataratas del Niágara, donde vivirán una experiencia que cambiará sus vidas para siempre.


 

Fuera, ante las ventanas de la casa número 7 de Mönckebergstraße, reinaba la oscuridad, mientras que, en el vestíbulo, las lámparas de gas creaban una ligera atmósfera de calidez. El monótono tictac del reloj de pie resonaba en las paredes pintadas de color crema, acompañado por el golpeteo de los tacones de una mujer joven que caminaba arriba y abajo. ¿Cuánto tiempo tardará aún?, se preguntaba Jaqueline Halstenbek, mientras se frotaba las manos heladas. El doctor Sauerkamp ya lleva una hora arriba. ¿Realmente está tan enfermo padre? La corriente gélida que se deslizaba por debajo de la puerta le provocó un escalofrío. Se ciñó a los hombros la toquilla de lana que llevaba sobre su vestido estampado en verde. Entonces miró esperanzada hacia el primer piso, donde su abuelo le sonreía amable desde un retrato de marco dorado colgado en la pared revestida, y donde su padre quizás estuviera agonizando. El doctor Ägidius Sauerkamp era un viejo amigo de la familia, un hombre bonachón de patillas blancas y cabellera espesa que tenía predilección por las levitas azules y los pañuelos estampados. En otros tiempos había sido un invitado apreciado en casa de los Halstenbek, y había amenizado más de una fiesta con sus anécdotas. Pero a raíz de la muerte de la madre de Jaqueline, todo había cambiado. Ahora Sauerkamp estaba allí por el padre de Jaqueline. A pesar de que el médico conocía bien su oficio, y a solo podía aliviar el dolor de su paciente y quizá prolongar su vida algunos días o semanas. No había esperanza de que Anton Halstenbekse curara. El estómago de Jaqueline se encogió al recordar cómo se había desplomado en la cena. Su criado, Christoph Hansen, había llevado al enfermo a su dormitorio y había corrido a avisar a Sauerkamp. Ella había velado a su padre junto a la cama y había rezado para que aquella noche no fuera su última. ¿Servirá de algo el tratamiento del doctor Sauerkamp?, se preguntaba ahora. Como el doctor seguía haciéndose esperar, Jaqueline se acercó a una de las ventanas. El farol que había delante de la casa se había apagado. Los cristales de nieve se arremolinaban contra los vidrios en los que se reflejaba, borrosa, la figura de Jaqueline.


¡Cómo he cambiado en las últimas semanas!, constató y suspiró. Ya no parece que tenga veintidós años, sino perfectamente el doble. Algunos mechones pelirrojos se le habían soltado del moño poco favorecedor que llevaba y rodeaban su pálido rostro. Tenía las mejillas hundidas y sus ojos verdes habían perdido el brillo. Además, su cintura había perdido volumen, tal y como revelaban los pliegues de su vestido. Si sigo así, en un par de semanas no seré más que piel y huesos. El crujido de la escalera sacó a Jaqueline de sus pensamientos. Se giró y vio al médico, que esperaba tras ella y jugueteaba nervioso con su reloj de bolsillo. —¿Cómo está mi padre, doctor? —Jaqueline no sabía qué hacer con las manos y se alisó el vestido, inquieta. De pronto, el tafetán le resultó tan tosco como la arpillera. —Señorita Halstenbek, será mejor que vaya con él. —El gesto del médico era serio y le temblaba la voz. Jaqueline lanzó un grito ahogado y corrió escaleras arriba. Su corazón latía al ritmo de un violento staccato y se le había formado un nudo en la garganta. Un sollozo de pánico bullía en su pecho y hacía que los ojos se le llenaran de lágrimas. ¡Debes ser fuerte!, se ordenó a sí misma. ¡No obligues a tu padre en sus últimos minutos a verte llorar como una niña pequeña! Sus pasos resonaban sordos en la alfombra estampada en rojo, que en algunas zonas y a estaba desgastada. Al precipitarse en el dormitorio paterno, sintió un olor ácido a sudor, mezclado con los vapores de los medicamentos que le habían aliviado la vida a su padre durante los últimos meses. Luchando contra las lágrimas, Jaqueline se acercó titubeante a la imponente cama de matrimonio de roble, en la que la demacrada figura de su padre prácticamente se perdía. Verlo así le dolía. El tumor maligno de sus pulmones había hecho envejecer décadas al hombre alegre que era. Su rostro, antes redondo y siempre sonrosado, estaba hundido y tenía un tono ceniciento. Solamente alrededor de la nariz y la barbilla, su piel era blanca como la nieve. El sudor le brillaba en la frente. ¡La marca de la muerte!, pensó Jaqueline, asustada.

Exactamente como con su madre. Cuando Anton Halstenbek percibió que su hija estaba junto a él, abrió de nuevo los ojos y extendió su mano temblorosa hacia ella. —Mi llamita. —Era difícil entender lo que decía debido a los estertores que escapaban de sus pulmones. Jaqueline se arrodilló junto a la cama. Oír su mote cariñoso hizo que perdiera la compostura. Cálidas lágrimas rodaban por sus mejillas. —Estoy aquí, papá. Su piel, seca como un pergamino, estaba tan fría como si la última chispa de vida le hubiera abandonado y a. Únicamente su pecho y los ojos de mirada febril parecían seguir vivos. —Lo siento —murmuró. Tampoco le quedaban fuerzas apenas para hablar—. Me habría gustado verte encontrar un buen hombre y convertirte en madre. Jaqueline sollozó con fuerza. —Papá, yo… —¡No digas nada! Velaré por ti desde el cielo… ¡Encuentra tu camino en la vida, mi niña…! Eres hermosa, inteligente, y has heredado mi corazón de investigador. ¡Aprovéchalo! No pudo decir nada más, porque un ataque de tos estremeció su cuerpo. Sus ojos se abrieron por completo, temerosos, mientras jadeaba desesperado. Su mano apretó la de su hija, pero de pronto se distendió. Y su mirada se quedó fija. —¿Papá? —preguntó Jaqueline con miedo, mientras la cruel certeza hacía trastabillar su corazón. —¡Doctor! Sauerkamp, que había estado esperando en el pasillo, acudió inmediatamente. Tomó la muñeca de Halstenbek y sacudió la cabeza. —Lo siento. Jaqueline solo percibió vagamente que Sauerkamp cerraba los ojos de su padre. Una vez el médico hubo salido de la habitación, cedió al dolor y se desplomó sobre el muerto llorando desconsoladamente.

Dos horas después de que Anton Halstenbek hubiera exhalado su último aliento, el enterrador salió de la casa y condujo el coche de caballos con el sencillo ataúd de abeto rojo hacia la morgue. El doctor Sauerkamp y a se había despedido antes, después de dejarle a Jaqueline un remedio tranquilizante. —¡Cuídese mucho, señorita Halstenbek! —le había dicho mientras le estrechaba la mano—. Y no se avergüence de pedirme ayuda. Aunque su padre esté muerto, siempre le estaré muy agradecido a su familia. Jaqueline dio las gracias con cortesía. Sin embargo, sabía que el médico no podría ayudarla con los problemas que le esperaban. Debía poner en orden el legado de su padre, organizar el entierro y ocuparse de las deudas que le había dejado. Esto último era el mal mayor, puesto que y a no tenía ni un penique y estaba segura de que habría que empeñar todo lo que había poseído su padre. El silencio en la casa era inquietante. Cada paso resonaba con fuerza en las paredes y el tictac del reloj de pie acompañaba a Jaqueline con tanta persistencia como el latido de su propio corazón. ¿Qué sucederá ahora?, se preguntaba mientras se agarraba al pasamanos, como si temiera perder el equilibrio. ¿Cuánto tiempo podré quedarme aquí? Finalmente sintió que el despacho de su padre la llamaba. Sin embargo, no prestó atención a los numerosos souvenirs que Anton Halstenbek había traído consigo de sus viajes y que abarrotaban la habitación. Se hundió con tristeza en una butaca y miró por la ventana con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Una clara mañana invernal se levantaba sobre Hamburgo. El azul oscuro del cielo estaba pespunteado por un resplandor de color naranja que anunciaba la salida del sol. La luna y las estrellas palidecían. Los tejados de los edificios vecinos aún parecían grises, pero pronto podría admirarse la nieve que centelleaba sobre ellos desde hacía días. A padre le encantaba la nieve, pensó Jaqueline, y otro lamento oprimió su pecho. Pero, a pesar de que tenía la sensación de que la tristeza la desgarraba, las lágrimas se agotaban poco a poco. El desconcierto se apoderó de ella. No solo estoy completamente sola en el mundo, sino que los acreedores no tardarán en abordarme en masa, pensó. Las deudas que su padre había contraído en los últimos años eran inmensas. Los prestamistas habían asegurado que, en vista de su enfermedad, aplazarían sus reclamaciones.

Pero esto cambiaría. En cuanto se enteraran de que Anton Halstenbek había muerto, volverían. El hecho de que hubiera sido uno de los cartógrafos más prestigiosos del Imperio alemán no les impediría embargar todo lo que tuviera algún valor. Quizás incluso le quitarían la casa de su familia. Jaqueline se acercó al escritorio suspirando. Su mirada recayó sobre el calendario que aún mostraba la fecha del 7 de diciembre de 1874, a pesar de que y a era el 14 de enero de 1875. Así que ese era el tiempo que hacía que su padre no se había sentado en su escritorio. Después de tirar el viejo calendario a la papelera con decisión, observó el mapa que había bajo el tablero de vidrio. Se trataba de una copia del primer mapa que su padre había dibujado cuando era un joven explorador. Quizá la costa oriental de Norteamérica no estuviera dibujada con tanto detalle como en trabajos posteriores, pero, de todas formas la intención de Anton Halstenbekera claramente reconocible. Jaqueline acarició el tablero con cariño y se permitió recordar a su padre y el destino de su familia. Antes de que Anton Halstenbek hubiera empezado a dibujar mapas profesionalmente, había viajado por todo el mundo durante muchos años. Primero, América, después, África, India y China. Las historias de sus aventuras, que relataba a la vuelta, encendían la imaginación infantil de Jaqueline de tal manera que pasaba noches sin poder dormir. Se imaginaba, con el corazón latiéndole violentamente, cómo sería viajar ella misma por todos aquellos países y vivir aventuras allí. Su padre siempre había prometido llevarla consigo cuando fuera lo bastante may or, pero eso nunca había sucedido. Tras la muerte de su esposa, su padre se había hundido en una profunda depresión que le había impedido seguir dedicándose a su trabajo. Al principio había intentado ahogar sus penas en alcohol y, más adelante, Jaqueline había descubierto horrorizada opio en su habitación. Hacía un año del primer ataque grave. Entonces el doctor Sauerkamp aún lo había achacado al consumo de drogas. Pero con el tiempo fue haciéndose evidente que su padre sufría cáncer de pulmón. El médico le había dado cinco meses de vida, aunque finalmente habían sido siete; un plazo de tiempo en el que había acumulado cada vez más deudas. Jaqueline apartó esos pensamientos y abrió el cajón del escritorio, en el que había un fajo de cartas. Acarició meditabunda los sobres, atados con un lazo rojo. Eran todas de un amigo de Canadá, al que su padre había conocido en uno de sus viajes.

En los últimos meses se había convertido en el único apoyo para Jaqueline. Después de que su padre se enterara del diagnóstico, le había encargado que informara a su amigo de su estado. A partir de aquello había surgido una intensa correspondencia. Alan Warwick, un hombre de negocios de Chatham, una ciudad al sur de Canadá, escribía con un estilo muy agradable. A pesar de que Jaqueline no lo había visto jamás en persona, tenía la sensación de que pensaba de forma similar a ella. En ocasiones se sorprendía a sí misma soñando con conocerlo. ¿Sería tan dulce como sus palabras? ¿Qué aspecto tendría? Apartó estas preguntas mientras sacaba un nuevo pliego de papel para darle la noticia de la muerte de su padre. Cogió la estilográfica con dedos temblorosos, pero no llegó a colocarla sobre el papel, ya que de pronto alguien aporreó la puerta de la casa. Jaqueline se levantó y se acercó a la ventana. No pudo distinguir más que un abrigo marrón adornado con piel, un sombrero negro y el puño dorado de un bastón, que el visitante probablemente había utilizado para llamar. Los buitres realmente no se hacen esperar, pensó Jaqueline con aprensión mientras salía de la habitación. En las escaleras, se fue preparando mentalmente. Al tiempo que los golpes resonaban de nuevo en el vestíbulo, se alisó el pelo y se colocó el vestido. Si bien era cierto que su aspecto no era especialmente impresionante, seguro que al visitante eso no le importaría. Al abrir la puerta, el rostro obeso de Richard Fahrkrog le sonrió desde el otro lado. Jaqueline y a había visto una o dos veces al prestamista al que Anton Halstenbek debía dinero, cuando su padre lo había recibido en casa. A primera vista y a le había resultado antipático. En esta ocasión también sintió un profundo rechazo hacia él. —Buenos días, señorita Halstenbek. —Fahrkrog se quitó el sombrero. El gesto de compasión que esbozaba le reveló a Jaqueline que y a se había enterado de lo sucedido. —Buenos días, señor Fahrkrog —respondió con frialdad—. ¿En qué puedo ay udarlo? —Me preguntaba si su padre me recibiría a una hora tan temprana. ¿Cómo se encuentra? Al ver la falsedad con la que hablaba, a Jaqueline le habría gustado cerrarle la puerta en las narices. Necesitó un momento para serenarse lo bastante para responder: —Mi padre falleció anoche.

—Oh, ¿de veras? —El prestamista tendió la mano a Jaqueline, titubeante—. Le doy mi pésame. Jaqueline miró con asco su mano derecha, enfundada en un guante negro. En el cuero se distinguían claramente algunas manchas. ¿Acaso espera que le estreche la mano a pesar de que no ha tenido siquiera la decencia de quitarse el guante? —Sea lo que sea, tendrá que regresar más tarde —declaró disgustada—. Aún no he podido hacer una lista de las deudas. Además, se lo dejaré todo a nuestro abogado. Cuando Jaqueline quiso cerrar la puerta, Fahrkrog colocó rápidamente el pie entre el marco y la hoja. Un instante después propinó un empujón a la puerta que hizo que la joven se tambaleara hacia atrás. —Pero, pero, ¿cómo puede ser usted tan maleducada? —susurró amenazador mientras se abría paso en la casa por la fuerza. —¿Qué se ha creído usted? —le increpó Jaqueline, después de haberse calmado de nuevo—. ¡No le he dejado pasar! —El corazón le latía en la garganta y sus manos temblaban. ¿Qué se proponía aquel tipo? —Efectivamente, no lo ha hecho, pero me he tomado la libertad —replicó Fahrkrog al tiempo que se acercaba a ella. La puerta se cerró tras él con un golpe. Jaqueline se estremeció. ¡Lárguese!, le habría gustado espetarle, pero el pánico no le permitía articular palabra. Era consciente de que nadie la ayudaría en caso de que Fahrkrog llegara a las manos. —De hecho, he venido a informarme de cuál es la situación en lo que respecta a mi dinero —dijo mientras seguía haciéndola retroceder. Finalmente, chocó contra el pasamanos de la escalera. —Ya le he dicho que nuestro… mi abogado… —acertó a decir. El puño del bastón que el prestamista le colocó bajo la barbilla la hizo callar instantáneamente. Jaqueline sintió un escalofrío cuando se acercó tanto que podía oler su aliento podrido. —¡No puedo esperar tanto! Vivimos tiempos difíciles y todos estamos entre la espada y la pared. La miró fijamente de nuevo, esta vez con la avidez de un hambriento que mira un pollo asado. —Estaba dispuesto a esperar cuando su padre estaba enfermo, pero usted está sana, por lo que puedo ver.

Usted sí puede devolverme el dinero. Jaqueline por fin reunió el valor necesario para apartar el bastón y deslizarse a un lado. La ira y el miedo bullían en su interior. Miró de reojo hacia la puerta, pero Christoph seguía sin aparecer. —No puedo darle el dinero inmediatamente —dijo por fin—. Tendrá que esperar a que el abogado liquide la herencia, como los demás acreedores. Fahrkrog no parecía estar escuchando. Se lamió los abultados labios y se acercó de nuevo hacia ella. —Bueno, quizá podría descontar una parte del pago de la deuda si me hiciera un pequeño favor… Jaqueline sospechaba a dónde quería llegar. Cerró los ojos enfadada. ¿Me toma por una muchacha de la Herbertstraße?, se preguntó furiosa. ¡Yo no tengo nada que ver con esa ciénaga pecaminosa! —¡Jamás! —le espetó—. ¡Renuncio a su… oferta! Una sonrisa triunfante se dibujó en el rostro de Fahrkrog. —Oh, no creo que pueda rechazarla —murmuró, y la cogió del brazo—. Y desde luego yo no quiero que lo haga. Jaqueline se zafó al instante. De pronto, su garganta parecía estar seca. Con el corazón a cien por hora buscó la forma de escapar de aquel tipo. Le vino a la mente el atizador de la chimenea. —Bueno, ¿qué pasa? —preguntó Fahrkrog, mientras dejaba el bastón y se despojaba de su levita. Jaqueline descubrió grandes manchas de sudor bajo las mangas de su camisa. El asco la despertó de su inmovilidad. Se volvió a la velocidad del rayo y corrió hacia la puerta del salón. —¡Espera, zorra! —gritó el prestamista, y la siguió. Jaqueline atravesó la sala con el corazón agitado por el pánico.

Se precipitó hacia la chimenea, en la que la corriente de aire levantó la ceniza, pero, antes de que pudiera coger el atizador, una mano la agarró del pelo y la arrastró brutalmente hacia atrás. —¿Así que eso es lo que quieres? Que tenga que cazar a mi presa, ¿no? Jaqueline gimió de dolor, pero logró volverse y propinarle una bofetada a Fahrkrog. Sin embargo, esto no le impresionó. Se rio con malicia, le agarró las muñecas y las dobló bruscamente hacia atrás. Jaqueline profirió un grito al tiempo que el dolor recorría sus brazos. Le costó lo suy o, pero Fahrkrog consiguió tumbarla en el suelo. —¡No te pongas así! —gruñó mientras la mantenía tumbada con su propio peso y le levantaba las faldas con una mano—. Fornicar no le hace daño a nadie. Cuando llevó la mano con brutalidad a su entrepierna, Jaqueline jadeó asustada. Entonces comenzó a gritar a pleno pulmón. Fahrkrog se echó a reír burlón. —¡Deja eso para después! No he hecho más que empezar. Aquella mañana, cada paso le pesaba tanto a Christoph Hansen como su corazón. Estaba muy afectado por la noche en vela y la muerte de su patrón. El aire cortante de la mañana tampoco lo reanimó. La tristeza y la preocupación ensombrecían su alma. ¿Qué será ahora de la pobre señorita Jaqueline?, se le pasó por la cabeza. Había tenido que presenciar con impotencia cómo la familia Halstenbek, en su día tan deslumbrante, se dirigía lentamente a la ruina. La joven señorita debía haber tenido un futuro espléndido por delante, pero la muerte de su padre la había dejado de forma definitiva a merced de la miseria. No pasaría mucho tiempo antes de que la pobre se quedara en la calle. Sin nadie que la ay udara. Los ruidos de la ciudad que despertaba lo distrajeron un poco. Alguien empujaba un carro sobre el adoquinado, el lechero dejaba sus entregas ante las entradas de las casas. Lo seguía el ladrido furioso de un perro. Christoph saludó al hombre con la cabeza, ya que también se encargaba de suministrar a los Halstenbek.

Un rato después, el gabinete de Martin Petersen apareció ante él. Christoph comprobó sorprendido que últimamente se habían llevado a cabo algunas reformas. Las paredes exteriores relucían en tono marfil y habían cambiado las ventanas del piso superior. La puerta del edificio también había recibido una mano de pintura gris azulado, y, a la altura de los ojos, resaltaba una aldaba de latón pulido. La escalera tenía ahora un pasamanos ondulado y las zonas estropeadas de los escalones estaban visiblemente reparadas. Parece que a Petersen le va bien, meditó el criado mientras subía por la escalera. Era evidente que se había recuperado estupendamente de las pérdidas de los años de guerra. Poco después de llamar con la aldaba, el sirviente le abrió. Las manchas negras en el delantal que llevaba sobre la ropa le revelaron a Christoph que el empleado estaba sacando brillo a los zapatos de su señor. —Buenos días, Heinrich —dijo Christoph amablemente—. ¿Cómo está usted? —No me quejo. ¿En qué puedo ay udarlo? —Me gustaría hablar con el señor Petersen. El sirviente miró a su interlocutor con asombro. —El gabinete no abre hasta dentro de una hora. —Lo sé, pero el asunto es urgente. Me envía Jaqueline Halstenbek. Se trata de su padre. El sirviente lo miró brevemente. —Espere un momento, informaré al señor Petersen. Mientras Christoph cambiaba intranquilo el peso de una pierna a la otra, miró hacia el puerto. Antes de que hubiera podido fijar su mirada en los mástiles de los barcos, Heinrich había regresado. —El señor Petersen lo espera. ¡Sígame, por favor! Antes incluso de llegar al despacho del abogado, Petersen y a salió a su encuentro. Llevaba pantalones negros con una camisa blanca inmaculada y un chaleco de estampado discreto, desde cuy o bolsillo se balanceaba la cadena de un reloj. —Buenos días, Christoph, espero que no traiga malas noticias —dijo después de haberle estrechado la mano al criado.

—Me temo que sí, señor Petersen. El señor Halstenbek ha fallecido hace unas pocas horas. El abogado abrió los ojos como platos. —Oh, Dios mío, ¡es horrible! Sabía en qué estado se encontraba, pero como llevaba tanto tiempo luchando, no contaba con su pronta defunción. Christoph dejó caer la cabeza. —Nos ha sorprendido a todos. —¿Y cómo está la señorita Jaqueline? —Como corresponde en estas circunstancias. Me ha pedido que le informe para que pueda iniciar los trámites necesarios. —Así lo haré, desde luego. —Petersen sacudió la cabeza consternado. Entre sus cejas se formó una profunda arruga—. Resulta difícil creer que Halstenbek ya no esté entre nosotros. La sociedad de Hamburgo lo echará de menos. Christoph sabía que la realidad era bien diferente. La may or parte de la alta sociedad se había distanciado de Halstenbek a raíz de que se conocieran sus padecimientos. Como ya no resultaba útil a nadie, prácticamente lo habían olvidado. Lo más probable era que la noticia de su muerte no provocara más que un encogimiento de hombros. Sin embargo, Christoph se guardó todo aquello para sí. No serviría de nada ofender al abogado de la familia. —Por favor, transmítale a la señorita Halstenbekmi más sentido pésame. Por la tarde la visitaré para tratar el asunto con tranquilidad. —Muchas gracias, señor Petersen. —Christoph inclinó la cabeza y se despidió. Como tenía mucho trabajo pendiente, regresó a Mönckebergstraße lo más rápido posible. Allí también estaba despertando la vida.

Las criadas fregaban las escaleras. En los pisos superiores se aireaban las camas. De las ventanas emanaba el aroma a café y bollos. Sin embargo, había algo que no encajaba en aquella imagen idílica: dos hombres que merodeaban por los alrededores de la casa Halstenbek llamaron la atención de Christoph. A primera vista, sus ropas gastadas les conferían aspecto de vagabundos. Al observarlos con más atención, el criado reconoció a los secuaces de Richard Fahrkrog. ¿Qué se les habría perdido allí? Christoph recordó de pronto que su fallecido patrón también le debía dinero a Fahrkrog. Era uno de los últimos prestamistas que había accedido a hacer negocios con un Halstenbeky a enfermo de muerte. A Christoph se le encogió el estómago. Allí estaba sucediendo algo. Algo que no podía significar nada bueno. Al escuchar un grito, se le hizo un nudo en la garganta. ¡Jaqueline!, pensó de repente. ¿Habrá llegado Fahrkrog a las manos? Christoph corrió hacia la entrada de la casa acompañado de las sonrisas burlonas de los hombres. Jaqueline sintió que se moría de miedo y asco mientras el prestamista se toqueteaba los pantalones. De pronto, la puerta se abrió de golpe contra la pared y alguien tiró hacia atrás de Fahrkrog. Había llegado a abrirse la bragueta hasta la mitad. Jaqueline reconoció el rostro de Christoph sobre ella y respiró aliviada. —¿Qué significa esto? —gruñó furioso Fahrkrog mientras se zafaba. A pesar de que el criado era físicamente superior a él, lo atacó. Sin embargo, Christoph se apartó con tal habilidad que el prestamista chocó contra la pared y el criado agarró al intruso por el cuello. —¡No es usted bienvenido aquí! —Con estas palabras arrastró a Fahrkrog de vuelta al vestíbulo. A pesar de que a Jaqueline le temblaba todo el cuerpo, se levantó a duras penas y siguió a los dos con paso vacilante. Buscando apoy o en el marco de la puerta, observó a Christoph empujar al hombre a la calle, agacharse y coger su bastón. Jaqueline temió que pegara a Fahrkrog con él, pero Christoph se contuvo.

—¡Márchese! —exclamó con énfasis, y lanzó el bastón a los pies del prestamista. Fahrkrog lo fulminó con la mirada antes de dirigirse a Jaqueline. —¡Te arruinaré, mala pécora! —amenazó—. ¡Me ocuparé de que acabes en un burdel y entonces seré el primero en montarte! Hasta que Christoph no se acercó a él amenazante, Fahrkrog no enmudeció y se marchó. Sin embargo, sus alarmantes palabras permanecieron con Jaqueline. Horrorizada, siguió a Fahrkrog con la mirada, sollozando con la mano sobre la boca. —¿Está usted bien, señorita Halstenbek? —preguntó Christoph después de cerrar la puerta. A pesar de que su corazón seguía latiendo a toda velocidad y de que le temblaban todas las extremidades, Jaqueline asintió. —Gracias, sí, Christoph. Me alegro de que haya regresado tan rápido y haya intervenido. No quiero ni pensar en lo que habría hecho si… El horror le cerró la garganta a Jaqueline. Seguía sintiendo el repugnante aliento de Fahrkrog en la nariz. El criado bajó la mirada con humildad. —Si hubiera regresado antes, quizá ni siquiera habría podido molestarla. —Usted no tiene ninguna culpa, Christoph —dijo sonriendo—. Ese tipo, Fahrkrog, no conoce el honor. Le agradezco que me hay a protegido. Se pasó la mano por las mejillas encendidas. Aún sentía el asco en su cuerpo. Pero este desaparecería, al contrario que las deudas. —Le pediré al señor Petersen que le expida una excelente recomendación para que encuentre pronto un nuevo empleo. —¿Quiere despedirme? —preguntó Christoph, atónito. —No tengo elección —musitó Jaqueline con dolor de corazón, y a que conocía a Christoph desde niña. Había sido el único que se había quedado los últimos meses, a pesar del sueldo escaso que en realidad no se podían permitir. —Pronto aquí no quedará nada de lo que tenga que ocuparse —añadió—.

Fahrkrog no es el único con el que mi padre estaba endeudado. Tenía dos docenas de acreedores. Vendrán uno tras otro a llevarse lo que quieran. Probablemente también pierda la casa. —Lo sé, señorita Halstenbek. A pesar de todo, me gustaría pedirle que me mantenga a su servicio hasta entonces. Estoy seguro de que su padre querría que alguien cuidara de usted. He ahorrado un poco y durante un tiempo no necesitaré el sueldo. A Jaqueline se le llenaron de nuevo los ojos de lágrimas. Pero esta vez eran lágrimas de emoción. —Tiene usted un alma tan leal, Christoph —sollozó—. Nunca podré devolvérselo. —No tiene por qué hacerlo, señorita Halstenbek. ¿Quiere que le traiga un té para el susto? En realidad, Jaqueline no tenía ánimo para beber nada, pero para no desairar a Christoph, dijo: —Sí, sería muy amable por su parte. El criado se inclinó ligeramente y desapareció en la cocina. Jaqueline se sentó en la chaise-longue. Durante un momento se miró fijamente las manos como perdida, hasta que y a no pudo contener las lágrimas.

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