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La llama – Alberto Vazquez-Figueroa

Mediodía del martes. Faltaban diez minutos y me encontraba sentada ya en un duro banco de madera de un minúsculo parque al otro lado de la calle en la que abría sus puertas la sucursal del banco que había estado espiando durante casi un mes. Con una corta peluca rubia y grandes gafas, fingía estar enfrascada en la lectura de una revista del corazón, y semioculta tras un seto dominaba a plena satisfacción la gran puerta de entrada sin que los empleados pudieran verme desde dentro. La recién remodelada plazuela aparecía semidesierta, con un par de viejos tomando el sol en los bancos más alejados y esporádicas amas de casa que cruzaban la explanada sorteando excrementos de perro y arrastrando carritos de la compra rumbo a sus casas. La mañana invitaba a disfrutar de la paz y el silencio de aquel rincón de escaso tráfico en una ciudad por lo general demasiado bulliciosa, pero a pesar de esa calma y ese silencio, tenía muy presente que estaba a punto de cometer mi primer delito. Mi primer atraco a mano armada. Tan sólo unos minutos me separaban de la frontera que me situaría en el país de los «fuera de la ley», pero opté por dejarlos transcurrir con la misma indiferencia con que solía dejar transcurrir el tiempo en espera de acudir a clase un día cualquiera. Al poco, rocé apenas la culata del pesado revólver que ocultaba en lo más profundo de mi ancho bolso de cuero amarillento, y no pude evitar preguntarme por enésima vez si me encontraba decidida a dispararlo en caso de que fuera absolutamente necesario. Lo estaba. Sabía que lo estaba. —Pero a las piernas… Procura disparar siempre a las piernas. La recomendación de «Alejandro», repetida machaconamente, se había instalado, como grabada a fuego en lo más profundo de mi inconsciente, y debido a ello me había pasado la tarde anterior practicando para que el ángulo del arma apuntase siempre hacia abajo. «Alejandro» prefería no tener que matar a nadie. Tampoco yo lo deseaba. No aquel día. Aún no me encontraba anímicamente preparada para arrebatarle la vida a una persona, ni encontraba razón válida por la que acabar con alguien que intentaba impedir un atraco. No eran aquellos mis objetivos. Ni la forma de alcanzarlos. Lo único que tenía que hacer era demostrar que sabía encarar situaciones comprometidas con el fin de ir ganando puntos en mi tortuosa «carrera» de presunta terrorista. Aún hoy me suena extraño. ¿Cómo es posible que fuera tan inconsciente? Tan sólo encuentro una explicación lógica: apenas tenía veinte años. ¡Mala edad! ¿O es que acaso existe alguna buena cuando no encuentras a nadie que sepa dirigir tus pasos? Mi madre era una pobre mujer de escasísima cultura que bastante tenía con haberse roto la espalda tratando de sacarnos adelante. Mis hermanos seguían siendo unos mocosos que no pensaban más que en el fútbol. Y a doña Adela, la única persona verdaderamente preparada con la que había mantenido alguna relación estable, no parecía importarle más que el sabor de mi entrepierna o el olor de mis bragas. A lo más alto que llegaba de mí era a los pezones.


Aunque alguna que otra vez intentaba meterme la lengua en la boca. Me repugnaba su lengua. Sentía ganas de vomitar al recordar en qué sucio lugar acaba de introducirla —por más que fuera mío— y notar luego su sabor en mi paladar. Pero no quiero disculparme. Aborrezco a la gente que siempre encuentra disculpas para todo y suele pasar la mitad de su vida alegando razones por las que hicieron o dejaron de hacer esto o aquello. Prefiero mil veces a quienes asumen abiertamente sus errores por graves que estos sean. «Errar es humano; rectificar, de sabios». Con frecuencia no es posible demostrar sabiduría puesto que resulta demasiado tarde para rectificar, pero siempre se está a tiempo de demostrar valor admitiendo la equivocación. Yo aquel día, sentada en aquel banco de aquella tranquila plaza, «sabía» muy bien que me estaba equivocando, pero aun así carecía del carácter y el valor necesarios como para reconocerlo. Apenas tenía veinte años. Mala edad, repito. La peor para ser testigo de cómo un pequeño utilitario aparcaba en la esquina, y de él descendían «Emiliano» y un hombretón desconocido mientras «Diana» permanecía al volante y con el motor en marcha. Los dos primeros observaron con estudiado detenimiento a los escasos transeúntes, «Emiliano» me dirigió una larga mirada con la que parecía pretender convencerse de que podía confiar en la protección que le brindase, y se encaminaron directamente a la entrada de la sucursal del banco, portando cada uno de ellos una llamativa bolsa de deportes. Al atravesar la gruesa puerta de cristales les perdí de vista. La violenta luz del mediodía cayendo a plomo sobre la plaza me impedía hacerme tan siquiera una idea de qué era lo que estaba ocurriendo en el interior de aquellas desangeladas oficinas, y esa ceguera y el correspondiente desconocimiento me preocupaba más que el hecho de haber sido testigo de cómo empuñaban pesadas escopetas de cañones recortados. Me volví a mirar a «Diana», que me miró a su vez. En sus ojos pude leer el mismo desconcierto, o tal vez miedo, pues sospecho que aquélla era también su primera «misión». Ni un ruido que no fueran los acostumbrados ruidos de la calle. Ni un movimiento extraño. Ni tan siquiera un grito. Un anciano se alzó del banco más lejano y comenzó a cruzar la calzada en dirección al bar que abría sus puertas en la esquina. Rugió una moto. Dejé a un lado la revista, alcé el percutor del arma sin sacarla del bolso y aguardé. Nada ocurría. Tres, cuatro, cinco minutos… Tal vez más.

¿Tanto tiempo se necesita para desvalijar un banco? Volví a mirar a «Diana». La descubrí lívida y desencajada, con las manos tan fuertemente aferradas al volante que parecía pretender partirlo en dos. Fue en ese instante cuando caí en la cuenta de que me encontraba tan ausente como si estuviera contemplando una vieja película de gángsters. En la pantalla, las cosas solían ocurrir más aprisa. Ni el peor director se hubiera recreado tanto en una escena. ¿Fue aquélla realmente la sensación que experimenté: que la secuencia del atraco estaba pésimamente rodada? Es posible. Ha pasado mucho tiempo, pero admito que tal idea me pasó por la mente, e incluso creo recordar que en un determinado momento se me ocurrió pasar la página de la revista tal vez con la intención de acabar el artículo que había dejado a medias, a la espera que los actores de aquel soporífero guion se dignasen hacer acto de presencia. Al fin, ¡un siglo después!, salieron. Y lo hicieron con la misma calma e idéntica naturalidad con que habían entrado, para dirigirse al coche e indicarle con un gesto a «Diana» que dejase de temblar y arrancara sin prisas. Me maravilló su sangre fría. Y me avergoncé de mí misma por haber dudado de ellos. Fuera lo que fuera y por estúpido que se me antojase aquello en lo que creían, me habían dado una indiscutible lección de entereza comportándose como auténticos profesionales. Al alejarse «Emiliano», se volvió para guiñarme un ojo y sonreír. ¡No podía creérmelo! Había sonreído como si acabara de salir de un bar en el que hubiera estado dedicado a la inocente tarea de tomarse unas copas. Desamartillé el arma, aguardé a que el utilitario doblase la esquina y fingí enfrascarme de nuevo en la lectura a la espera de los acontecimientos. ¡Acontecimientos! ¿Qué «acontecimientos»? Allí no «aconteció» nada. Transcurrió el tiempo y nadie surgió del banco gritando y gesticulando con intención de dar la alarma. Ahora sí que empecé a ponerme nerviosa. ¿Los habrían matado a todos? ¿Acaso habían utilizado silenciadores y ni un solo rumor había cruzado las gruesas puertas de cristal? Un desagradable sudor frío me descendió por la espalda y las fotografías de la revista bailaron ante mis ojos. ¡Señor, Señor! ¿Entraba en lo posible que me hubiera convertido en cómplice de un asesinato múltiple? Tuve que hacer un gran esfuerzo para no cruzar la calle y penetrar en las oficinas consciente de que me enfrentaría a un macabro espectáculo. Continué sentada y al cabo de unos minutos un amable jovenzuelo, sudoroso y regordete, me evitó el mal trago. Cruzó la puerta, permaneció unos minutos en el interior y reapareció guardándose unos billetes en el bolsillo de la camisa. Únicamente entonces comprendí lo ocurrido. Me habían puesto a prueba. «Literalmente» a prueba.

Aquellos malnacidos, hijos de la gran puta, cerdos impresentables, se habían limitado a entrar en el banco, cambiar algún dinero, perder su tiempo miserablemente y volver a salir con una cínica sonrisa en los labios. Probablemente imaginaban que había puesto pies en polvorosa, cagada de miedo. O quizá sospechaban que podía denunciarles y en el momento en que la policía les detuviese se encontrarían con que la bolsa de deportes, en lugar de una escopeta de cañones recortados, escondía un par de patines. ¡Cabrones! ¡Jodidos cabrones! Creo recordar que di un salto, lancé la revista al centro de la plazoleta y comencé a patalear como una niña malcriada. Me habían tomado el pelo. Y la peluca. Regresé a casa abatida por el peso de una de las sensaciones que más aborrezco en esta vida: la del ridículo. No me importó en un tiempo que me tacharan de lesbiana, ni que años más tarde me acusaran de incendiaria y de cuanto se puede acusar a un ser humano en este mundo, pero siempre, ¡siempre!, desde que tengo uso de razón he sentido un injustificado temor ante la posibilidad de hacer el ridículo. ¿Exceso de amor propio? Es muy posible. Creo que resulta evidente que no me tengo demasiada estima personal ni me considero ni por lo más remoto un dechado de virtudes; más bien todo lo contrario, pero me saca de mis casillas el hecho de que alguien se pueda reír de mí, y resultaba evidente que, en este caso particular, lo habían hecho a conciencia. Allí estaba yo, jugando a impasible delincuente con mi arma en la mano dispuesta a disparar sobre cuanto se moviese, mientras aquel par de hijos de la gran puta me observaban desde el interior del banco descojonándose de risa. Si se llegan a cruzar en esos momentos en mi camino les vuelo la cabeza. Peluca rubia, falsas gafas y aire de conspiradora mientras «Emiliano» se limitaba a cambiar unos cuantos billetes dándole amablemente las gracias a la cajera. ¡Mierda! Observé largo rato la foto de Sebastián y de improviso descubrí que me dedicaba una irónica sonrisa, como si durante todos aquellos años la hubiese estado guardando allí, a la espera de que llegara un día semejante. Me estaba diciendo, desde donde quiera que se encontrase, que aceptar las cosas con buen humor y tal como venían, era la única forma lógica y sensata de enfrentarse a las contrariedades. Aquélla había sido al menos su filosofía, y aquél era el ejemplo que debería seguir, porque por años que pasaran Sebastián tendría que continuar siendo mi guía y mi norte en esta vida. ¡Lástima que resultara a la postre tan pésima discípula! ¡Lástima que no supiera imitarle! ¡Lástima que perdiera el rumbo que tanto esfuerzo puso en marcarme! ¡Cuando pienso en él siento pena y vergüenza de mi misma y me pregunto qué opinaría de mí!, consciente como estoy de cuan desilusionado se sentiría al ver en lo que me he convertido, pero en tales momentos lo único que me consuela es saber a ciencia cierta que si Sebastián viviera para verme jamás habría hecho nada de cuanto hice. Un gesto suyo me bastaba. Y es que un gesto suyo ponía el mundo en marcha o lo detenía. ¿Dónde estaban ahora aquellos gestos? ¿Qué había quedado de aquella irónica sonrisa? Cenizas en un jarrón, eso era cuanto de él se conservaba. Y mi memoria. Una memoria viva y fiel, consagrada a evocar cada minuto que pasé a su lado, y a repetir, como las letanías de un rosario, cada palabra que escuché de sus labios. ¡Sebastián, Sebastián! Si alguien fue en alguna ocasión fanático de una creencia religiosa muy íntima y privada, esa fui yo, que sin haber llevado su sangre en mis venas ni sus genes en mi cuerpo, le amé más de lo que se ama a un padre, a un hijo o a un hermano, y le adoré‚ con más pasión que al más apasionado de los amantes. Y me enorgullece ese amor puesto que en lo más profundo de mí misma sé aunque nadie más lo crea, que jamás, bajo ninguna circunstancia, lo ensució la más leve mota de polvo, el más mínimo pensamiento innoble, ni el más remoto atisbo de miseria. —Está bien —le dije al fin—.

Lo aceptaré‚ deportivamente, pero admitirás que ha sido una tremenda hijoputada. Durante mi siguiente visita al caserón «Alejandro» reconoció que le había impresionado mi sangre fría puesto que me había estado observando de lejos. Y se mostró cómicamente orgulloso por el hecho de que había permanecido todo el tiempo sentado en un banco de la plaza sin que ni por asomo me percatara de que era el viejo mendigo de larga barba y chaqueta de pana. Cuando al fin me cansé de tan manifiesta fatuidad, le observé de abajo arriba con el mayor desprecio que soy capaz de expresar para espetarle sin el menor reparo: —¿Y cómo pretendías que te reconociese, si era la primera vez que te veía sin esa horrenda camisa? Saltó como si le hubiera picado una avispa. —¿Qué tiene de malo mi camisa? —quiso saber. —Que está hecha de la tela que se usa en África cuando se pretende advertir que en una aldea se ha declarado el cólera. Se quedó de piedra. Pero se lo creyó. Tiempo atrás había descubierto que cuanto más disparatada sea la mentira que se cuenta, más posibilidades existen de que la gente la acepte sin pestañear, y ésta fue una de esas muchas ocasiones en las que mi teoría se cumplió al pie de la letra. Algo tan increíble, dicho no obstante con absoluta seriedad, deja perplejo al interlocutor —en este caso el insigne «Alejandro»— y quiero creer que en el fondo de su alma algo parecido debía opinar de aquel trapajo, porque a decir verdad no era de recibo que se diseñara tal engendro a no ser que estuviese destinado a un fin muy concreto. La absurda charla tuvo al menos la virtud de conseguir que a partir de aquella misma tarde dejara de martirizarnos la vista con la contemplación de tamaño desaguisado, puesto que se limitó a cubrir sus flácidos pellejos con una especie de descolorida ruana, recuerdo de sus gloriosos tiempos de militancia activa en las asilvestradas guerrillas colombianas. Con el paso del tiempo averigüé que en su ya lejana juventud, «Alejandro» había sido cura rural y más tarde misionero. De ahí pasó a convertirse en maestro en un perdido villorrio de la selva, agitador social, «comandante» de las «Fuerzas de Liberación» de media docena de países, y por último alma máter de nuestro pintoresco grupúsculo de desarraigados. Todo un personaje de aquella extraña farándula de ideales confusos y esfuerzos pésimamente encarrilados, en el que cada personaje creía llevar en su interior al «salvador» de una sociedad que se resistía con uñas y dientes a ser salvada. Todo un «carismático líder» o un «mesías» que buscaba ansiosamente doce discípulos que le aupasen al pedestal de la gloria. ¿Aspiraba yo a convertirme en el Judas de dicha congregación? En absoluto; el concepto de «judas» siempre ha sido el de un traidor a sus ideales, y por aquellos tiempos mis ideales no eran otros que los de destruir, desde dentro, a cuantos pudieran haber tenido cualquier tipo de relación con la muerte de mi padre. Yo sabía, o creía saber, qué era lo que en realidad buscaba. Buscaba infiltrarme y si para conseguirlo me veía en la obligación de pasar sobre los cadáveres de unos cuantos ilusos, no dudaría en hacerlo aceptando cualquier tipo de sacrificio. Un mes más tarde llegó la verdadera prueba. La misma sucursal, la misma plaza, el mismo banco y casi la misma revista sobre el regazo mientras empuñaba con fuerza el arma. E idéntica calma a la hora de observar cómo «Alejandro» y «Emiliano» descendían del coche, cruzaban la calle, atravesaban la puerta de cristales y desaparecían de mi vista. Pero en esta ocasión no era «Diana» la que conducía, y ese simple detalle me llevó al convencimiento de que el asunto iba en serio. Era «el otro»; el grandullón que solía venir desde Orense para «echar una mano», y que demostró su experiencia por la habilidad con que arrancó en el momento justo, abrió la puerta trasera con el fin de que sus compañeros se lanzaran de cabeza sobre el asiento, y se perdió de vista en la siguiente esquina sin que ni el más avispado testigo hubiese tenido la oportunidad de darse cuenta de que algo extraño había sucedido. Cuando el gerente de la sucursal —al que conocía de sobras— salió dando alaridos y pidiendo socorro, la plazoleta aparecía tan tranquila y semidesierta como siempre. Regresé a casa con una inexplicable sensación de vacío.

Vacío, no por el hecho de haber tomado parte —de un modo absolutamente tangencial— en un delito, sino más bien por el hecho de que tal «delito» no había conseguido despertar en mi ánimo la más mínima impresión. Ver salir a dos hombres por una puerta para lanzarse de cabeza al asiento posterior de un coche no es como para tirar cohetes, ni para que se te dispare la adrenalina. Es, bien mirado, una soberana tontería. Sobre todo cuando al día siguiente te enteras que el «botín» ha ascendido a cuatrocientas mil cochinas pesetas. ¿Tanto esfuerzo y minuciosa preparación para eso? Cada noche me acostaba mascullando que me había asociado a una partida de «cantamañanas», y me levantaba convencida de que formaba parte de una cuadrilla de impresentables «chapuceros». ¿Era aquél el camino correcto? ¿Me llevaría a algún lugar que no fuera un refugio para retrasados mentales? ¿Qué batallas pensaban librar con cuatrocientas mil pesetas? Al menos sirvieron para que «Alejandro» se comprara un par de camisas decentes. ¿Resulta lógico acompañar a un supuestamente peligroso terrorista al Corte Inglés con el fin de que se compre camisas con el fruto de un atraco a un banco? A mi modo de ver, no. ¡En absoluto! A mi modo de ver, aquel planteamiento estaba errado en origen, y si aspiraba a que algún día se me temiese y respetase dentro del mundo de la marginalidad debía tomar algún tipo de iniciativa. Lo insinué durante la siguiente reunión y me miraron como si estuviese proponiendo una impensable herejía. —¿A qué te refieres? —inquirió un más que molesto «Emiliano»—. ¿Qué significa ese… «Con esto no basta»? —A que si entre cinco necesitamos dos meses para planear un atraco que tan sólo produce cuatrocientas mil pesetas, tocamos a menos del salario mínimo interprofesional, o como quiera que se llame eso. La próxima vez no nos quedará dinero ni para hacer una llamada a los periódicos reclamando la autoría del hecho. Yo quiero luchar, pero quiero luchar ¡de verdad! —Todo lleva su tiempo —arguyó «Alejandro» con una cierta timidez que no pasaba en absoluto desapercibida. —Tú tienes tiempo —repliqué—. Yo tengo tiempo. Pero quienes sufren y pasan hambre no tienen tiempo. Están esperando que hagamos algo por ellos hoy mismo. ¡Ahora mismo! Me consta que les obligué a pensar. Quizá por primera vez en mucho tiempo cayeron en la cuenta de que no eran más que un puñado de niñatos jugando a un estúpido juego en exceso peligroso. La prensa ni siquiera se había dignado aclarar que el atraco no había sido perpetrado por una mísera pareja de delincuentes habituales —tal vez drogatas— sino por un «heroico» grupo de luchadores por la libertad, y resultaba evidente que el día en que nos atrapasen no seríamos considerados presos políticos, sino simples chorizos injertados de lelos.

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