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La lengua exiliada – Imre Kertesz

N PREFACIO o hace mucho, un conocido mío sugirió que yo decía cosas diferentes en mis ensayos que en mis novelas, y confieso que su observación me sorprendió de tal modo que no consigo quitármela de la cabeza. Francamente, es probable que jamás hubiera escrito los ensayos aquí reunidos si no me los hubiesen pedido. Y jamás me los habrían pedido si no se hubiese derrumbado el otro gran imperio totalitario europeo, al que se le pusiera el adjetivo de «socialista». En él también viví, y vivir allí me enseñó, en toda su realidad, lo que significaba que una existencia normal fuese declarada ilegal. El Holocausto y el estado existencial en que lo describí se entrelazaron de manera inextricable. En mi caso, el Holocausto nunca pudo aparecer en tiempo pasado. Precisamente por eso me irritó la observación de mi conocido. Me gusta la frase de Cioran que dice que, de hecho, se entiende sobre todo con los judíos porque, al igual que ellos, «se siente fuera de la humanidad»: nunca se había formulado tan exactamente la situación en que viví durante décadas. Y es posible que, al manifestarme, empezara a hablar con aquéllos a los que no pertenecía desde hacía mucho tiempo. Mientras permanecía a buen recaudo tras las formas artísticas puras, sin embargo, todo ello no se presentaba como un problema. No obstante, al leer mis ensayos, mi conocido pudo tener la impresión de que tal vez había saltado el muro divisorio que Auschwitz había levantado entre mi persona y los «demás». Y veía quizá que no sólo había construido un puente desde la tierra de nadie a la llamada humanidad, sino que, apoyado en las muletas de mis ensayos, incluso lo había cruzado, dejando a mis espaldas la orilla y a aquéllos a los que realmente pertenezco, mi destino, mis recuerdos, mis muertos. No creo que mi conocido tenga razón. Lo cierto es que el puente no puede cruzarse, y si alguien lo intenta, lo hará a costa de su creatividad. De hecho, la pregunta se plantea en el sentido de si pueden comprenderse mis palabras en la otra orilla sin que yo tenga que cruzar el puente. De todos modos, tan pronto como grito o, mejor dicho, escribo la primera palabra, doy fe de una esperanza, sorprendiéndome quizá incluso a mí mismo: he aquí el problema, que no puedo cambiar, ni siquiera en el caso de que la esperanza sea falsa. Sea como fuere, la lengua húngara, en la que vivo y escribo, querría convencerme de ello. En esta lengua —que es al mismo tiempo el mundo de la conciencia de una nación—, Auschwitz no aparece en absoluto como un trauma de la civilización, con todo el peso de sus irremediables consecuencias. Cuatro décadas después de aquella situación de privación de derechos que destruyó sobre todo la capacidad solidaria de esta sociedad, la idea generadora de cultura inherente a la experiencia traumática del Holocausto puede parecer una mera ilusión: «Queda por ver hasta qué punto esta idea, al fin y al cabo la única posibilidad para el destino y la libertad del propio Kertész, es capaz de convertirse en algo compartido», señala una de las escasas recensiones (Élet és Irodalom, Budapest, 17 de julio de 1998) que siguieron a la publicación de mis ensayos en 1998 (Un instante de silencio en el paredón). Al crítico, sin embargo, ni siquiera se le ocurre preguntarse de qué modo y bajo qué premisas puede la idea convertirse en algo compartido o, al contrario, por qué le resulta imposible. Y como si fuera una respuesta a esta pregunta no formulada, leo lo siguiente en el último libro de Ágnes Heller: «Si el Holocausto húngaro se puede derivar de alguna lógica —cosa que no creo—, sólo lo será de la lógica de la historia alemana» (Ágnes Heller, Kóltészet és goldolkodás [Poesía y pensamiento], p. 208). Según estas palabras, Hungría poco tuvo que ver con la «solución final» húngara, y la única relación que con ella tuvieron los judíos húngaros es que la mayoría sucumbió en ella. Tales interpretaciones son, sin embargo, meras manifestaciones del infantilismo histórico. Hoy, desde la distancia de dos generaciones, la pregunta correctamente planteada no es quién o quiénes han de asumir la responsabilidad histórica del Holocausto húngaro; es más bien si la levedad de este estado exento de toda responsabilidad le sienta tan bien al país como creen los apologistas de la eterna inocencia.


¿No es de temer que el país pierda el hilo de la Gran Narración y caiga, por tanto, en ese espacio espiritual carente de Narración que se denomina amnesia en términos psicológicos, donde no puede surgir ningún tipo de renovación, ningún tipo de auténtico conocimiento? Cuando pienso, pues, en el efecto traumático de Auschwitz, pienso, paradójicamente, más en el futuro que en el pasado. Cuando vivo Auschwitz como un trauma —un trauma que no sólo ha cambiado mi vida sino también, radicalmente, la vida en general—, llego a las cuestiones fundamentales de la vitalidad y la creatividad del hombre actual. Lo que se manifestó a través de la «solución final» y del «universo concentracionario» no se puede malinterpretar, y la única posibilidad de sobrevivir y de conservar las fuerzas creativas pasa por reconocer este punto cero. ¿Por qué no puede ser fructífera esta lucidez? En lo hondo de las grandes tomas de conciencia siempre se esconde, aunque se basen en tragedias insuperables, el momento de la libertad, que inunda nuestras vidas con un plus, con una riqueza, llamándonos la atención sobre el hecho real de nuestra existencia y sobre nuestra responsabilidad al respecto. Los escritos aquí reunidos no deben considerarse ensayos en el sentido estricto de la palabra. En alguna ocasión los definí más bien como «aproximaciones», aunque tal género no esté realmente reconocido. Quería expresar, por un lado, que ni uno de ellos agota el tema, sino que a lo sumo se aproxima a él; y, por otro, que, aunque sea desde otra perspectiva, todos pretenden acercarse a lo mismo que mis textos narrativos: es decir, a aquello que no admite aproximación. De ahí que aparezcan aquí y allá algunas repeticiones, algunos textos invitados procedentes de otros trabajos, cual motivos conductores que remiten a una unidad más amplia, a la coherencia de una forma de pensar, de hablar y hasta de existir que a veces incluso a mí me resulta misteriosa. Es un método que puede resultar perjudicial cuando se trata de estudios regulares; no ocurre así, sin embargo, en el campo de las manifestaciones poéticas, en las que, en definitiva, incluyo este libro. BUDAPEST, VIENA, BUDAPEST Quince bagatelas Septiembre de 1989: Viena. Invitación de la Sociedad Austríaca de Literatura. Dicen que por mis traducciones, de hecho: apoyo amistoso, algunas buenas palabras a mi favor, o sea, simpatía, que es, a decir verdad, lo que todo lo mueve, al igual que su opuesto. Alojamiento en un hotel. Una bonita suma de dinero. Gestiones repugnantes: en primer lugar, el pasaporte, que llegará a vuelta de correo. En segundo, el billete de tren. La mujer de la taquilla me pide el pasaporte. No lo llevo encima. Quién habría imaginado que el control de pasaportes empezara en la taquilla. Es porque quiero comprar el billete con florines. Aquí no se confía en el florín. Vuelta a casa, situada en la otra punta de la ciudad, y otra vez a la oficina de venta de billetes más próxima. Larga cola. Se me va toda la mañana. Como si fuese un rapapolvo a modo de adelanto: de aquí no te irás tan fácil.

Como las interminables objeciones del cabo primero en los cuarteles antes de la salida. Dictadura y tiempo. Concepción primaria de la vida y el tiempo. Estructura primaria y tiempo. Hombre y tiempo o, mejor dicho, el hombre esencialmente como tiempo. Es decir, el hombre declarado una nada. Tiempo en los campos de concentración, tiempo en la cárcel, o el gran alivio: tiempo de compra de un billete de tren. Con estos pensamientos me entretengo hasta que me toca. Me gustaría llegar a la Estación del Sur de Viena, porque he visto en el mapa que está cerca del alojamiento. Y con el tren de última hora de la mañana, porque no me gusta levantarme al amanecer. Me dan el billete para la Estación del Oeste y para el tren de primera hora. Que es una oferta, dicen. El empleado de la taquilla, con tono decidido: «Por mil florines merece la pena levantarse temprano». No lo sé. Lo cierto es, de todos modos, que por mil florines debe de merecer la pena no discutir, porque callo. Camino de la salida me vienen a la cabeza los argumentos en contra, como siempre; me pongo furioso, y la agresividad, al no encontrar otro camino, se vuelve contra mí, siguiendo su costumbre. El secreto de… —¿cómo llamarla?—, de la sociedad concentracionaria oriental reside en que pasas todo el tiempo furioso contigo mismo, y, si no, te avergüenzas de las concesiones que hacen tus sentimientos, tu mente o tu cartera. El caballero vienes en Bruck an der Leitha. Hasta entonces he viajado solo, de espaldas a la dirección de la marcha, en un banco de tres asientos. Incluso he puesto uno de mis bultos en el asiento de al lado, por si acaso. Al caballero vienés le basta una mirada para calar la situación: «¿Me permite?», pregunta señalando despiadadamente mi maleta. Se sienta y saca unos documentos de su maletín. Columnas de números, listas de contabilidad. Coge un bolígrafo y se pone las gafas. Me tranquilizo.

En un abrir y cerrar de ojos me enredo con él en una conversación sin salida. La observación de Canetti en Juego de ojos sobre los charlatanes, de los que no hay manera de escapar en Viena. He aquí un ejemplo viviente. Unas cuantas preguntas capciosas y confieso ser escritor y traductor. Se anima: veo que cree haber cazado una buena presa. No sé oponer resistencia a un impertinente. El caballero vienés al menos es entretenido. A su manera. Cierto exceso de cultura. Literatura: Hofmannsthal, Schnitzler, Roth, a quienes he traducido. Luego música. Que Richard Strauss es un músico más original que Mahler, porque a Mahler no se lo puede concebir sin Beethoven y Brahms; a Strauss, en cambio, sí. Es una estupidez, pero le dejo hablar. Que el maestro Abbado aspira a ocupar la vacante que ha dejado Karajan tanto en Viena como en Salzburgo, y que ya veré yo que dará buenos resultados. A mí, lamentablemente, me da igual. A él no, en absoluto. Se excita como si se tratara del Ferencváros. Ésta es la diferencia, pienso. Tampoco despotrica contra el Régimen. Contra ninguno. ¡Qué armonía! «Viví los acontecimientos de 1956 como ustedes, los húngaros», dice de pronto. Le conmovieron profundamente. Ayudó a los refugiados, trabajó en una organización asistencial, durante un año, si no lo entiendo mal. ¿Y en 1968?, pregunto. No le suponía nada nuevo, responde.

Resulta que, al hacerse mayor (dice tener setenta años, cuando yo le atribuía quince menos), ha encontrado a Dios, a su propio Dios, al Dios personal. Ha llegado a poder rezar en cualquier sitio, a cualquier hora, en cualquier circunstancia. Acaba cayéndome bien de una manera innegable. Eso sí, por su culpa me pierdo los instantes previos a la llegada. Y eso que me gusta observar los barrios periféricos desangelados y gélidos, me gusta percibir que la ciudad va adquiriendo calor a mi alrededor, que empieza a latir y a cobrar vida con unos movimientos asombrosos. Por otra parte, sin embargo, esta conversación ha sido la forma más apropiada de llegar a Viena, estilísticamente hablando. Como si ocurriera en una novela de finales del siglo XIX. (De Paul de Kock, por ejemplo, a quien Krúdy no cesa de citar; pero ¿existió realmente Paul de Kock o lo inventó Krúdy para poder citarlo?). «Así es», sonríe el caballero vienés cuando le comunico mi observación. El tren aminora la marcha. Me levanto, retiro mis pertenencias del portaequipaje, me pongo el abrigo. Al darme la vuelta, no veo al caballero por ninguna parte. Desapareció, se esfumó, como si lo hubiera soñado. Es quizá lo que ha ocurrido, pienso; ha desaparecido como Paul de Kock soñado por Krúdy. Bajada tranquila, serviciales carritos con ruedas para el equipaje, serviciales puertas de vidrio que se abren automáticamente. Viena me recibe con un sol ligeramente velado por la bruma. Un montón de escombros delante de la estación; sensaciones familiares. (Luego descubriré que están construyendo el metro). Un taxista muy consciente de su valía y muy dispuesto a ayudar. Espío angustiado el taxímetro para ver si los 180 chelines adicionales al cheque de viaje oficial, que logré sonsacar mendigando a las autoridades, me alcanzarán para el viaje en taxi, que ha resultado inevitable por culpa de aquel billete de tren a precio de «oferta». Justito. Incluida una pequeña propina. Cuando el taxista me da elegantemente las gracias, no sé por qué, pero de pronto mi equilibrio psíquico se restablece. Me siento como un señor extranjero. No conocía este aspecto mío; me embarga cierto respeto por mí mismo, como si viajara de incógnito.

El agente secreto de un secreto totalmente desconocido, con tareas totalmente desconocidas. Ojalá no me descubran, pienso angustiado.

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