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La Legión – Simon Scarrow

Estrechamente vinculada con la exitosa novela anterior de este ciclo, El Gladiador (2011), en esta nueva entrega sobre Macro y Cato los dos oficiales romanos se trasladan a Egipto para enfrentarse de nuevo a su viejo enemigo Áyax, quien se ha convertido en una pesadilla para los navegantes y los pueblos costeros egipcios. Además, las tropas nubias no dejan de acosar las fronteras del Imperio, y todo ello está socavando la autoridad de Roma en Egipto. En cualquier momento puede estallar la revuelta, pues Egipto se ha convertido en el granero de un imperio que parece insaciable, y la presión fiscal puede resultar finalmente insoportable para el pueblo egipcio. Aun así, Roma apenas ha dispuesto tres legiones desplegadas en tan inmenso territorio para proteger sus intereses. El hecho de que al frente de una de ellas se encuentren Macro y Cato es garantía de aventuras, riesgo, y de mucha diversión. Simon Scarrow se encuentra ya entre la élite de los autores de novela histórica de aventuras, tanto si se toma en consideración la calidad de su obra como si se contabilizan sus ventas mundiales. Actualmente, y después de haber visitado diversas ciudades de nuestro país en diversas ocasiones, es una referencia también para los aficionados españoles. Y, sin duda, su obra más apreciada y de mayor éxito es la serie sobre Macro y Cato, cuyos seguidores son legión.


 

El comandante del centro de abastecimiento de la armada en Epichos estaba tomando su comida matutina cuando recibió el informe del optio a cargo de la guardia de madrugada. Una ligera llovizna, la primera lluvia en meses, había estado cayendo desde las primeras luces del alba y la capa del optio estaba cubierta de gotitas que parecían cuentas de cristal diminutas. —¿Qué pasa, Séptimo? —preguntó el trierarca Filipo con sequedad al tiempo que mojaba un pedazo de pan en el garo de un cuenco pequeño que tenía delante. Tenía por costumbre hacer su ronda en el pequeño fuerte y luego regresar a sus dependencias para desayunar, sin interrupciones. —Con permiso, vengo a informar de que se ha avistado un barco, señor. Viene hacia nosotros siguiendo la costa. —Un barco, ¿eh? Y da la casualidad de que pasa por una de las rutas marítimas más transitadas del Imperio. —Filipo inspiró profundamente para disimular su impaciencia—. ¿Y al infante de marina de guardia le parece inusual? —Es un buque de guerra, señor. Y se dirige a la entrada de la bahía. El optio hizo caso omiso del sarcasmo y continuó rindiendo informe con la misma voz monótona que había empleado desde que el trierarca había asumido el mando del puesto avanzado hacía casi dos años. Al principio, Filipo había estado encantado con el ascenso. Con anterioridad había comandado una elegante liburna de guerra en la flotilla de Alejandría y había terminado realmente harto de la asfixiante falta de oportunidades que conllevaba el hecho de ser un oficial subalterno al mando de una pequeña embarcación que rara vez se aventuraba más allá del muelle este del puerto. El puesto en la pequeña base naval de Epichos le había proporcionado independencia y al inicio Filipo se había esforzado para que su centro de abastecimiento fuera un modelo de eficiencia. Sin embargo, fueron transcurriendo los meses sin que hubiera ni rastro de emoción y los hombres de la base tenían muy poco que hacer aparte de abastecer a los buques de guerra o paquebotes imperiales que, de vez en cuando, aprovechaban su recorrido por la costa de Egipto para entrar en el pequeño y bajo puerto. La única otra obligación con la que tenía que cumplir consistía en enviar con regularidad una patrulla al delta del Nilo para recordar a los nativos que vivían bajo la mirada vigilante de sus amos romanos. Así pues, Filipo pasaba los días comandando media centuria de infantes de marina y otros tantos marineros, además de un viejo birreme, el Anubis, que una vez sirvió en la flota que Cleopatra había llevado para apoy ar a su amante, Marco Antonio, en su guerra contra Octavio.


Tras la derrota de Antonio en Actium, el birreme pasó a formar parte de la armada romana y sirvió con la flota de Alejandría hasta que al final lo enviaron a terminar sus días en Epichos, varado delante del pequeño muro de adobe que daba a la bahía. Si se ponía a pensarlo, el destino que le había tocado era más bien desalentador. El litoral del delta del Nilo era bajo y monótono y gran parte de la bahía estaba ocupada por manglares en los que acechaban los cocodrilos, que permanecían inmóviles como troncos de palma caídos a la espera de que alguna presa se acercara lo suficiente para lanzarse sobre ella. Él vivía siempre con la esperanza de aventuras, pero sabía que lo más cerca que estaría de vivirlas aquel día era supervisando la carga de galleta, agua y cualesquiera suministros de cordaje, vela o palos en la nave recién llegada. No era algo por lo que mereciera la pena interrumpir su desay uno ni mucho menos. —Un buque de guerra, ¿eh? —Filipo tomó un bocado de pan y masticó—. Bueno, probablemente esté de patrulla. —No lo creo, señor —dijo el optio Séptimo—. He comprobado el registro de la base y hasta al menos dentro de un mes no está previsto que entre ningún barco en Epichos. —Pues lo habrán enviado en misión destacada —continuó diciendo Filipo sin darle importancia—. El capitán habrá decidido recalar para coger agua y raciones. —¿Ordeno a los hombres que se pongan sobre las armas, señor? Filipo levantó la mirada rápidamente. —¿Por qué? ¿A cuento de qué? —Del reglamento vigente, señor. Si se avista una embarcación desconocida debe ponerse a la guarnición en situación de alerta. —Pero no es una embarcación desconocida, ¿verdad? Es un buque de guerra. Somos los únicos que operamos con buques de guerra en el Mediterráneo oriental. Por lo tanto no es un barco desconocido y no hay ninguna necesidad de preocupar a los hombres, optio. Séptimo se mantuvo firme. —Según las reglas, el barco es desconocido a menos que haga una escala programada, señor. —¿Las reglas? —Filipo hinchó los carrillos—. Mira, optio, si hay cualquier indicio de hostilidad entonces podrás llamar a la guarnición. Mientras tanto, informa al intendente de que tenemos una visita y su personal tiene que estar preparado para reabastecer al buque de guerra. Y ahora, con tu permiso, voy a terminarme el desay uno. Puedes retirarte. —Sí, señor.

—El optio se cuadró, saludó, dio media vuelta y se alejó con paso resuelto por la corta columnata hacia la salida de los aposentos del comandante. Filipo suspiró. Se sentía culpable por haber tratado a ese hombre con desprecio. Séptimo era un buen oficial subalterno, eficiente aunque no muy perspicaz. Había tenido razón al citar el reglamento, las mismas normas que él había redactado cuidadosamente al inicio de su nombramiento, cuando el entusiasmo por su nuevo destino todavía gobernaba sus actos. Acabó el último bocado de pan, apuró el vino con agua y se levantó para dirigirse a su dormitorio. Se detuvo frente a los colgadores de la pared, de los que cogió el peto y el casco. No estaría de más recibir formalmente al comandante del barco y asegurarse de que fuera servido con eficiencia para que así se transmitiera una buena opinión de él a la flota en Alejandría. Si tenía una buena hoja de servicios, siempre cabía la posibilidad de que lo ascendieran a un puesto de mando más prestigioso y pudiera dejar atrás Epichos. Se ató el barboquejo, se ajustó el casco a la cabeza y, tras pasarse el tahalí por el hombro, salió de sus aposentos. El fuerte de Epichos era pequeño, de apenas unos cincuenta pasos cada lienzo de muralla. Los muros de adobe medían unos tres metros y medio de altura y suponían un obstáculo muy pequeño para cualquier enemigo que decidiera atacar la base de suministros. En cualquier caso, las murallas y a estaban resquebrajadas y se desmoronaban, por lo que podrían derribarse con facilidad. A decir verdad, no había ningún peligro de ataque, pensó. La armada romana dominaba los mares y las amenazas más próximas por tierra eran el reino de Nubia, situado a cientos de kilómetros al sur, y las diversas bandas de bandidos árabes que de vez en cuando asaltaban los poblados más aislados a lo largo del alto Nilo. Las dependencias del trierarca se hallaban en un extremo del fuerte, flanqueadas por el granero y el almacén de suministros navales. Seis barracones bordeaban la calle que recorría el centro del fuerte hacia la torre de entrada. Un par de centinelas se cuadraron sin prisa al ver que se acercaba y presentaron sus lanzas mientras pasaba entre los dos y abandonaba el fuerte. Aunque el cielo estaba despejado, una fina bruma se cernía sobre la bahía y se espesaba al posarse en los manglares de manera que la maraña de juncos, palmas y arbustos adquiría una forma vagamente espectral que a Filipo le había resultado un tanto inquietante cuando llegó por primera vez. Desde entonces se había sumado con frecuencia a las patrullas por el río y había acabado acostumbrándose a las nieblas de primera hora que a menudo cubrían el delta del Nilo. En el exterior del fuerte se extendía una larga franja de playa que rodeaba la bahía hacia el manglar. En la otra dirección daba paso a una faja de tierra rocosa que describía una curva hacia el mar, creando así un magnífico puerto natural. Justo enfrente del fuerte se encontraba el birreme varado, que iba con el puesto de mando. El jefe de carpinteros había dedicado muchos meses de su tiempo a la vieja nave de guerra, y con la ay uda de sus hombres había reemplazado las cuadernas gastadas y podridas, embreado nuevamente el casco y emparejado el mástil y las vergas. Los costados se habían repintado con un elaborado dibujo de un ojo en las amuras.

La embarcación estaba lista para zarpar, pero Filipo dudaba que aquella veterana de Actium volviera a ver acción alguna. A un lado del Anubis, a una corta distancia, un sólido embarcadero de madera sobresalía de la costa y se adentraba unos cuarenta pasos en la bahía para que los barcos visitantes se acostaran a él y amarraran. Aunque el sol aún no se había alzado por encima de la niebla, la atmósfera era cálida y Filipo esperaba poder terminar pronto con cualesquiera formalidades que se derivaran de la llegada del barco para quitarse cuanto antes el peto y el casco. Se desvió y recorrió el camino polvoriento que llevaba al puesto de observación. La pequeña torre estaba construida sobre un afloramiento rocoso de la franja de tierra que formaba el rompeolas natural del puerto. En el extremo de esa franja, otra torre de vigilancia más robusta guardaba la entrada. Había cuatro ballestas montadas en las paredes, así como un brasero para que cualquier embarcación enemiga que entrara en el estrecho canal en dirección al puerto pudiera ser sometida al tormento del fuego incendiario. Al llegar al puesto de vigilancia, Filipo entró en el refugio de la base de la torre y vio a tres de sus infantes de marina sentados en un banco, charlando en voz baja mientras se comían el pan con pescado seco. Nada más verlo, se pusieron de pie y saludaron. —Descansad, muchachos —les dijo Filipo con una sonrisa—. ¿Quién informó de la aproximación del buque de guerra? —Fui yo, señor —respondió uno de ellos. —Bien, pues ve tú delante, Horio. El infante de marina dejó el pan en su plato de campaña, cruzó el interior de la torre y trepó por la escalera que llevaba a la azotea. El trierarca lo siguió y salió a la plataforma, al lado del brasero de señales, que estaba preparado y a punto para ser encendido en un momento. Un tejado de hojas de palma resguardaba parte del espacio. El centinela que había sustituido a Horio se encontraba en la desgastada baranda de madera, oteando el mar. Filipo se quedó con él y con Horio, y juntos observaron el barco que se acercaba a la entrada de la bahía. La tripulación se afanaba en aferrar la vela, una extensión de piel de cabra de color vino decorada con las alas desplegadas de un águila. Al cabo de un momento y a estaba amarrada y las palas de los remos se extendieron desde los costados de la embarcación para sumergirse en el suave oleaje. Hubo una breve pausa tras la cual se dio la orden de acometer la remada, y entonces los remos se alzaron, avanzaron y descendieron, cortando el agua e impulsando la proa de la nave. Filipo se volvió hacia Horio y le preguntó: —¿De qué dirección venía antes de poner rumbo a tierra? —Del oeste, señor. El trierarca asintió con la cabeza para sí. Entonces venían de la dirección de Alejandría. Lo que era extraño, dado que no estaba previsto que ningún buque de guerra visitara el puesto avanzado antes de por lo menos un mes, cuando trajese los despachos y el cofre trimestral con la paga. Filipo se quedó mirando hasta que el barco pasó junto a la torre que guardaba la entrada del puerto y continuó surcando las aguas calmas hacia el embarcadero.

Distinguía a los marineros y los infantes de marina que ocupaban los costados para contemplar la bahía. En la torreta de madera que se hallaba al frente de la embarcación había una figura erguida que llevaba un casco empenachado y que, con las manos separadas y apoy adas en la barandilla, miraba hacia el embarcadero y el fuerte situado más allá. Un movimiento junto a la fortaleza llamó la atención de Filipo, quien vio que Séptimo y el intendente se encaminaban hacia el embarcadero acompañados por una pequeña escolta de marineros. —Será mejor que me sume al comité de recepción —musitó. Filipo echó una última mirada a la nave que surcaba la bahía, una imagen de elegancia eficiente contra el tranquilo telón de fondo del distante manglar. Luego se dio la vuelta para bajar por la escalera. Cuando llegó al extremo del embarcadero, el buque de guerra había aminorado la marcha y la orden de ciar llegó claramente a oídos de los tres oficiales y de los marineros que avanzaban por el amarradero para recibir a sus visitantes. Los remeros se detuvieron y la resistencia de las palas no tardó en parar el avance de la embarcación. —¡Recoged remos! Se oy ó un retumbo sordo de madera al retirar los remos a través de las ranuras de ambos costados de la nave, que continuó deslizándose y virando hacia el embarcadero en tanto que los hombres del timón gobernaban la liburna para acostarla. Filipo ya veía claramente al oficial de la torreta: un hombre alto, de espalda ancha y de aspecto más joven de lo que él se esperaba. Se mantuvo impasible observando como su trierarca bramaba las órdenes a los marineros para que prepararan las amarras. El buque fue avanzando poco a poco hacia el embarcadero y los marineros de proa lanzaron los cabos, que serpentearon por el aire para acabar en las manos de los hombres de Filipo, quienes tiraron de ellos, acercando la embarcación hasta que el costado crujió contra los haces de juncos entretejidos que protegían los postes del amarradero. Echaron otro cable a los hombres que aguardaban cerca de la popa y, al cabo de un momento, la embarcación quedó bien amarrada. El oficial descendió de la torreta y cruzó la cubierta con paso resuelto mientras sus marineros abrían el portalón y deslizaban una pasarela hasta el embarcadero. Un pelotón de infantes de marina había formado allí cerca y el oficial les hizo un gesto al pasar para bajar al amarradero. Filipo avanzó con decisión para saludarlo, tendiéndole la mano. —Soy el comandante del centro de abastecimiento, el trierarca Filipo. El oficial le estrechó la mano con fuerza y lo saludó con un movimiento brusco de la cabeza. —Centurión Macro, destacado en la flotilla de Alejandría. Tenemos que hablar, en su cuartel general. Filipo no pudo evitar enarcar las cejas con sorpresa y no le pasó inadvertido que sus subordinados intercambiaban una mirada inquieta a su lado. —¿Hablar? ¿Es que ha ocurrido algo? —Tengo órdenes de discutir el asunto con usted en privado. —El oficial señaló a los demás hombres del embarcadero con un gesto de la cabeza—. No delante de nadie más. Muéstreme el camino, por favor.

Filipo quedó sorprendido por la actitud brusca del oficial más joven. Sin lugar a dudas el hombre era un recién llegado de Roma, y por lo tanto estaba predispuesto a tratar a los militares del lugar con esa arrogancia altiva que era típica de los de su clase. —Muy bien, centurión, por aquí. Filipo dio media vuelta y empezó a caminar por el embarcadero. —Un momento —dijo el centurión Macro. Se volvió hacia los infantes de marina que esperaban en cubierta—. ¡Conmigo! Veinte infantes de marina armados cruzaron la pasarela y formaron detrás del centurión, todos ellos eran hombres robustos con un físico poderoso. Filipo frunció el ceño. Se había esperado intercambiar unas cuantas cortesías y alguna que otra noticia antes de dar la orden para que su intendente se ocupara de las necesidades del barco. No se esperaba aquel brusco encuentro. ¿Qué podía tener que decirle el oficial que fuera tan importante como para tener que decírselo en privado? Con una punzada de preocupación, Filipo se preguntó si lo habrían involucrado injustamente en algún delito o complot. Le hizo una seña al oficial para que lo siguiera y la pequeña columna se dirigió hacia la costa. Filipo aminoró el paso hasta situarse al lado del centurión y le dijo en voz baja: —¿Puede decirme de qué va todo esto? —Sí, en breve. —El oficial lo miró y sonrió ligeramente—. No es nada que deba preocuparle demasiado, trierarca. Sólo necesito hacerle unas preguntas. La respuesta no tranquilizó a Filipo, que guardó silencio mientras llegaban al extremo del embarcadero y marchaban hacia las puertas del fuerte. Los centinelas se cuadraron al ver acercarse a los oficiales e infantes de marina. —Me imagino que por aquí no pasan muchos barcos —comentó el centurión Macro. —No muchos —contestó Filipo con la esperanza de que el otro estuviera revelando una faceta más sociable de su carácter aparentemente frío—. Alguna que otra patrulla de la marina y correos imperiales. Aparte de eso, unas pocas embarcaciones dañadas por las tormentas durante los meses de invierno, pero nada más. Epichos se ha convertido en una especie de remanso. No me sorprendería si el gobernador de Alejandría redujera la plantilla prescindiendo de nosotros algún día. El centurión lo miró.

—¿Busca información sobre mi presencia aquí? Filipo se volvió a mirarlo y se encogió de hombros. —Por supuesto. Habían entrado en el fuerte y el centurión Macro se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. El lugar estaba tranquilo. La mayoría de los hombres se hallaban en los barracones. La guardia nocturna se estaba terminando el desayuno y se preparaba para descansar. Había unos cuantos soldados más sentados en taburetes frente a sus barracones, jugando a los dados o hablando tranquilamente. Los ojos del centurión captaron ávidamente todos los detalles. —Aquí tiene un destino agradable y tranquilo, Filipo. Muy apartado. Aun así, supongo que estará bien abastecido. Filipo lo confirmó con un gesto de la cabeza antes de decir: —Tenemos grano y reservas navales en abundancia. Últimamente no hay mucha demanda. —Perfecto —declaró el centurión Macro entre dientes. Se dio la vuelta y le hizo una seña con la cabeza al optio al mando del grupo de infantes de marina—. Ha llegado el momento de proceder, Kharim. El optio asintió y se volvió hacia sus hombres. —A por ellos. Ante la mirada de Filipo, cuatro infantes de marina desenvainaron las espadas bruscamente y retrocedieron hacia los centinelas de la puerta, quienes sólo tuvieron tiempo de darse la vuelta al oír que los hombres se acercaban. Cayeron abatidos por una lluvia salvaje de golpes, sin tener siquiera ocasión de gritar antes de que los mataran. Filipo vio horrorizado que los cuerpos se desplomaban, uno a cada lado de la puerta. Aterrorizado, se volvió hacia el centurión Macro. El hombre le sonrió. Un leve chirrido, un movimiento rápido, y el trierarca sintió un golpe repentino en su estómago, como si le hubieran propinado un fuerte puñetazo. A continuación notó otro golpe que lo dejó jadeando de dolor.

Bajó los ojos y vio la mano del otro hombre aferrada al mango de un cuchillo, los últimos centímetros de una hoja que desaparecía entre los pliegues de su túnica, justo por debajo del borde de su peto. Una mancha roja se extendió por la tela ante su mirada atónita. El centurión retorció la hoja, desgarrando órganos vitales. Filipo se quedó sin aliento y agarró el brazo que sujetaba el cuchillo con ambas manos. —¿Qué… qué está haciendo? El centurión retiró el puñal y Filipo notó un torrente de sangre que salía de la herida. Sintió que las piernas le flaqueaban, soltó las manos y cayó de rodillas sin dejar de mirar al centurión con muda expresión de terror. A través de la puerta vio los cuerpos de los centinelas y, más allá, a uno de los infantes de marina que a grandes zancadas se situaba en lugar bien visible delante del fuerte y hendía el aire con su espada tres veces. Filipo comprendió que debía de tratarse de la señal acordada. Al cabo de un momento se oy ó una aclamación procedente de la liburna y unos hombres, que previamente habían permanecido escondidos en cubierta, se precipitaron hacia el costado y bajaron al embarcadero en tropel. El intendente intentó desenvainar la espada, pero acabó arrollado por una serie de golpes de hojas relucientes, al igual que ocurrió con el optio y los marineros. Cay eron muertos antes de poder siquiera sacar las armas. Sus atacantes corrieron por el embarcadero hacia la entrada del fuerte. Filipo se dejó caer contra la pared de la torre de entrada y se desabrochó el peto. Tiró la armadura a un lado, se apretó la herida con las manos y soltó un quejido. El oficial que lo había apuñalado se encontraba cerca de allí. Había enfundado la daga y daba órdenes a sus hombres a voz en cuello en tanto que éstos irrumpían en el fuerte y mataban a todos los oponentes que podían encontrar. Filipo siguió mirando presa del dolor. Estaban masacrando a sus marineros e infantes de marina ante sus propios ojos. Los que habían estado jugando a las cartas fuera de los barracones y los que habían salido al oír los primeros sonidos de lucha ahora y acían muertos. Los chillidos y gritos ahogados procedentes de los barracones hablaban de los que estaban siendo asesinados en su interior. Al final de la calle, un grupo de hombres que habían cogido rápidamente sus espadas intentaba resistir, pero no tuvieron nada que hacer contra sus hábiles adversarios, que pararon sus golpes y acabaron con ellos. El centurión recorrió el fuerte con la mirada y asintió con satisfacción, tras lo cual se volvió a mirar a Filipo. El trierarca se aclaró la garganta. —¿Quién eres? —¿Qué importa eso? —replicó encogiéndose de hombros—. Pronto estarás muerto.

Piensa en ello. Filipo meneó la cabeza, ya empezaba a percibir unas formas oscuras, como arañas, en los márgenes de su visión. Se sentía mareado y tenía las manos resbaladizas, empapadas de la sangre que no podía contener. Se humedeció los labios. —¿Quién eres? El hombre se desabrochó el barboquejo y se quitó el casco antes de agacharse junto a Filipo. Tenía el cabello oscuro y rizado y la frente y una mejilla marcadas por la leve línea de una cicatriz. Era un hombre corpulento y no le costaba ningún esfuerzo mantener el equilibrio en cuclillas. Miró fijamente a los ojos del trierarca. —Si sirve de algún consuelo dar un nombre a la muerte, entonces has de saber que fue Áy ax, hijo de Telémaco, quien te mató a ti y a tus hombres. —Áy ax —repitió Filipo. Tragó saliva y dijo entre dientes—: ¿Por qué? —Porque sois mis enemigos. Roma es mi enemigo. Mataré romanos hasta que me maten a mí. Así son las cosas. Y ahora, prepárate. Se levantó y desenvainó la espada. Filipo abrió desmesuradamente los ojos, asustado. Extendió una mano ensangrentada: —¡No! Áy ax arrugó el entrecejo. —Ya estás muerto. Afróntalo con dignidad. Filipo se quedó un momento inmóvil y luego bajó la mano y ladeó la cabeza, alzándola para exponer el cuello. Cerró los ojos con fuerza. Áy ax echó el brazo hacia atrás, apuntó el arma justo por encima del hueco de la clavícula del trierarca y acto seguido hizo penetrar la hoja con una fuerte arremetida. Sacó la espada de un tirón, liberando así un chorro escarlata. Filipo abrió los ojos de golpe, la mandíbula le quedó colgando y emitió un breve gorgoteo mientras se desangraba y sus miembros temblaban, hasta que quedó inerte.

Áy ax utilizó la manga del hombre muerto para limpiar su espada y luego la enfundó con un seco ruido metálico. —¡Kharim! Uno de sus hombres, un asiático de tez oscura, se acercó al trote. —¿Señor? —Llévate a cinco hombres y recorre los edificios. Matad a los heridos y a cualesquiera que se nos hayan podido escapar. Trasladad los cadáveres a remo al otro lado de la bahía y arrojadlos al manglar. Los cocodrilos darán buena cuenta de ellos.

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