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La legión perdida – Santiago Posteguillo

En el año 53 a. C. el cónsul Craso cruzó el Éufrates para conquistar Oriente, pero su ejército fue destrozado en Carrhae. Una legión entera cayó prisionera de los partos. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasó con aquella legión perdida. 150 años después, Trajano está a punto de volver a cruzar el Éufrates. Los partos esperan al otro lado. Las tropas del César dudan. Temen terminar como la legión perdida. Pero Trajano no tiene miedo y emprende la mayor campaña militar de Roma hacia la victoria o hacia el desastre. Intrigas, batallas, dos mujeres adolescentes, idiomas extraños, Roma, Partia, India, China, dos Césares y una emperatriz se entrecruzan en el mayor relato épico del mundo antiguo, La legión perdida, la novela con la que Santiago Posteguillo cierra su aclamada trilogía sobre Trajano. Hay emperadores que terminan un reinado, pero otros cabalgan directos a la leyenda.


 

LA MALDICIÓN DE ATEYO Ciudad de Zeugma, junto al Éufrates Oriente de Siria, frontera entre Roma y Partia 53 a.C. Druso era un joven centurión de las legiones de Craso desplazadas a Asia para la mayor de las conquistas jamás imaginadas, pero los legionarios bajo su mando no parecían estar tan seguros de que todo fuera a salir bien. Sus hombres hablaban a su espalda mientras él oteaba el horizonte con la mano derecha sobre la frente para protegerse de un sol abrasador. —Este calor es infernal —empezó Cayo, uno de los soldados más veteranos pese a su juventud, mientras se arrodillaba junto al río Éufrates para echarse algo de agua por el cuello y refrescarse. —Y no nos toca cruzar hasta el mediodía —añadió Sexto, más joven aún y más inexperto, angustiado por el sudor y la espera interminable—. Aquí no hay sombra donde guarecerse. Druso pensó en decir algo, en insistir en que eran legionarios de Roma y no niños que tuvieran que estar siempre al abrigo de las inclemencias del tiempo, fueran éstas el gélido frío de las montañas de Helvetia o el asfixiante calor de aquel sol de Siria, pero optó por beber agua y callar. Craso, el cónsul al mando de aquella expedición, había programado aquel cruce del río de forma demasiado lenta; sin duda no parecía el mejor de los líderes posibles. En eso sus hombres llevaban razón y por eso hablaban y se lamentaban. —Ahora tenemos este sol, sí —continuó Cayo—, pero recordad los truenos y los relámpagos de los días pasados, como venidos de la nada. Y el viento huracanado que hundió varias balsas ayer. Hasta uno de los decuriones se vio arrastrado por las aguas y aún no han encontrado el cuerpo.


Y acordaos también de lo que cuentan en la primera legión del estandarte con el águila cuando lo levantaron para empezar a cruzar el río. —Es cierto: todos son malos augurios —completó Sexto—. El estandarte se giró solo, como si quisiera dirigirse de regreso a Roma. —Y para colmo ya sabéis qué sacos de comida han abierto los primeros, ¿verdad? —preguntó Cayo, pero feliz al ver que todos negaban con la cabeza se situó en medio del corro de sus compañeros legionarios, que lo escuchaban atentos; le encantaba ser el centro de atención—. Lentejas y sal. Sí, ésos son los sacos que han abierto primero. Todos negaban con la cabeza como intentando así hacer desaparecer aquella atrocidad. Las lentejas y la sal eran alimento de duelo y se otorgaban como ofrendas a los muertos con frecuencia. —Es la maldición de Ateyo —añadió Cayo para rematar su perorata desmoralizadora, pero en ese momento Druso intervino al fin y lo interrumpió antes de que siguiera. —¡Por Hércules! ¡Ya es suficiente! ¡Parecéis viejas a la luz de una hoguera contando historias para asustar a niños cobardes! El tribuno me ha dicho que cruzaremos el río en el siguiente turno por el puente de barcazas, así que recogedlo todo y preparad los pertrechos para llevarlos a la espalda. ¡Trabajad y callad, por Júpiter! Praetorium de campaña —Alguien tiene que hablar con el ejército e insuflarle valor —dijo Casio, el quaestor de las legiones desplazadas a Oriente. Marco Licinio Craso, el cónsul al mando de aquella gigantesca maquinaria de guerra de más de sesenta mil legionarios, escuchaba sentado en su sella curulis. —Cuando dices alguien, te refieres a mí, ¿no es así, Casio? El quaestor asintió con firmeza. Craso inspiró profundamente. Los malos augurios los perseguían desde el mismísimo inicio de la campaña y no parecía que hubiera forma de quitar esas ideas absurdas que tenían los legionarios sobre un gran fracaso en aquella guerra de conquista. —Es la maldición de Ateyo —añadió Casio—. Hay muchos legionarios que parecen incapaces de borrar de su memoria las palabras de ese maldito tribuno de la plebe. —¡Lo sé, lo sé! ¡Por Marte! —exclamó Craso exasperado al tiempo que se levantaba y empezaba a pasear de un lado a otro de la tienda con las manos en la espalda, como si se hubiera convertido en un león enjaulado que esperara su turno para saltar a la arena—. ¿Han terminado ya de cruzar el río? —Esta tarde culminaremos la operación —confirmó Casio. —Sea, entonces ése será un momento bueno para hacer más sacrificios y hablar al ejército. Que se reúnan las tropas junto al río al atardecer. Craso volvió a sentarse y levantó la mano derecha. Casio comprendió que la conversación había llegado a su fin. El quaestor dio entonces media vuelta y salió de la tienda del praetorium. No obstante, seguía intranquilo.

¿Era Craso capaz de acometer con éxito la mayor de las conquistas o, por el contrario, era un hombre débil y corrupto que los conduciría a todos al desastre absoluto? Era difícil leer el futuro, por lo que Casio buscó en el pasado algo que le diera esperanzas repasando el historial del cónsul. No lo encontró. Una victoria contra un ejército de esclavos y un enriquecimiento extraño: ése era el dudoso bagaje de Marco Licinio Craso. Al anochecer Una tienda de legionarios Una vez cruzado el río, al abrigo de un brasero, se reunieron Sexto, Cayo y los otros seis legionarios de su contubernium o unidad militar dentro de la tienda que acababan de montar. Como el resto de los soldados del ejército, habían asistido al discurso que el cónsul Craso había hecho una vez terminada la operación de cruzar el Éufrates y habían asistido también a los sacrificios. Los ánimos, sin embargo, no habían mejorado. Cay o habló en voz baja mientras se repartía algo de vino que Craso había ordenado distribuir entre la tropa con el fin de subir la moral de todos y para celebrar que se había entrado en territorio parto sin que el enemigo ocasionase problemas. El centurión Druso, como era oficial, no dormía con ellos, y eso dio a Cay o la posibilidad de retomar sus lúgubres predicciones de la mañana. —Todo son malos augurios. ¿Habéis visto cómo se le han caído las vísceras a Craso? Era cierto: al cónsul le había temblado el pulso o había estado torpe al coger una de las vísceras de uno de los animales sacrificados para examinarla y se le había caído al suelo. Craso se dio cuenta de que todos observaron el incidente como un mal augurio, pese a que la víscera no parecía estar en malas condiciones. Intentó solucionar su torpeza con el discurso en el que, entre otras cosas, dijo que aunque se le podía haber caído una víscera nunca se le caería un arma de las manos. Pero dijo más frases, alguna de las cuales resultó también desafortunada, al menos a oídos de quienes lo escuchaban y a de por sí temerosos de emprender aquella campaña. —Y eso que ha dicho el cónsul luego, lo del puente —añadió Sexto—, ha sonado terrible. Craso había anunciado que iba a destruir el puente de barcazas porque ninguno de ellos volvería a cruzarlo. —Imagino que quería decir que lo derribará para que no retrocedamos o algo así —continuó Sexto—, o quizá porque quiere dar a entender que como vamos a ganar nos quedaremos y a como vencedores al otro lado del Éufrates y transformaremos todo el Oriente en una gran provincia romana, pero ha sonado mal; en eso tiene razón Cayo, ¿no creéis? —A mis oídos —respondió Cayo—, ha sonado como si ninguno fuéramos a regresar vivo de esta campaña. Es la maldición de Ateyo —insistió el legionario, que al ver que todos lo miraban intrigados se sintió espoleado a seguir hablando —. Conocéis esa maldición, ¿verdad? Lo que ocurrió cuando Craso salió de Roma. Todos negaron con la cabeza. Los compañeros de Cayo se habían unido al ejército expedicionario provenientes de una vexillatio de una legión apostada fuera de Italia y no habían presenciado la salida de Craso de la ciudad. El nombre de Atey o les resultaba familiar por ser un político importante y algo se rumoreaba de una maldición, pero desconocían con exactitud la historia en cuestión. —¿Qué ocurrió? —preguntó Sexto, que como compartía con Cayo ser de Corduba había trabado más amistad con él—. Todos hemos oído hablar de esa maldición, pero ¿qué es lo que dijo realmente Atey o, el tribuno de la plebe, cuando Craso salió de Roma? —Ateyo no veía con buenos ojos que Craso emprendiera esta campaña contra Partia —explicó Cayo con rapidez, siempre en voz baja, como si compartiera con ellos el misterio de un secreto—. Este tribuno de la plebe argumentó para oponerse a esta campaña que los partos no habían atacado ninguna de las poblaciones amigas de Roma en Oriente y que ésta sólo buscaba el enriquecimiento personal de Craso, nuestro cónsul. Ateyo siguió oponiéndose a la salida de Craso al mando del ejército desde la ciudad de Roma.

Insistió en que el Senado tenía acuerdos firmados con los partos y que el ataque de Craso iba contra dichas alianzas. No obstante, como el cónsul y sus amigos en el Senado siguieron apoyando la campaña, cuando Craso salía de Roma Atey o se plantó en una de las puertas de la ciudad y ordenó a algunos de sus asistentes que detuvieran al cónsul, pero se encontró con la oposición de otros tribunos de la plebe. Algunos dicen que éstos habían sido comprados con el oro de Craso, pero esto no lo sabe nadie. El caso es que Craso pudo cruzar la puerta y salir de la ciudad para ponerse al frente de este gran ejército y aquí estamos ahora todos al otro lado del Éufrates. Aquí Cayo detuvo su relato, entre otras cosas, para coger algo de aliento y echar un trago de vino. —Pero eso no explica lo de la maldición —dijo entonces Sexto. —Cierto —convino Cay o—. Ésta es la parte más delicada de todo el asunto: Atey o tuvo que hacerse a un lado por la presión de los otros tribunos, pero subió a lo alto de la muralla Serviana de Roma, donde tenía un brasero llameante dispuesto para hacer libaciones y sacrificios. Echó incienso por encima de las llamas y profirió la más horrible de las maldiciones, implorando la ayuda de dioses casi olvidados por todos, pues seguía convencido de que incumplir los tratados firmados era una indignidad impropia de Roma. Lo grave es que dicen que, para asegurarse de que su maldición sería efectiva, Ateyo recurrió a la más horrible de todas: aquella en la que quien la profiere se garantiza el éxito de su maldición, a cambio de su propia vida. —¿Y se sabe algo de cómo está ahora ese Ateyo? —preguntó Sexto. —Ha desaparecido —respondió Cayo—. Algunos dicen que se oculta por temor a los enemigos de nuestro cónsul. Otros dicen que es seguro que ha muerto. En realidad nadie sabe dónde está. Un silencio largo. —¿Y cuál era la maldición exactamente? —preguntó al fin Sexto, poniendo palabras a lo que todos deseaban saber. Cay o inspiró profundamente antes de responder: —Ateyo dijo que todos los que siguieran a Craso más allá del Éufrates morirían engullidos por terribles nubes negras. 2 EL REY DE ARMENIA Cien millas en dirección sureste desde Zeugma 53 a.C. La arena del desierto se les pegaba al sudor de la piel en los brazos y piernas. El centurión Druso podía ver perfectamente que sus hombres caminaban incómodos por aquella ruta inhóspita, a pesar de que el avance, por el momento, se había hecho en paralelo al Éufrates y se disponía sin dificultad de agua abundante para saciar la sed de todos los legionarios. Lo grave sería si en algún momento el cónsul decidía alejarse del río. De pronto el ejército detuvo su avance. —¿Qué ocurre, centurión? —preguntó Sexto, pues era extraña aquella parada nada más empezar la jornada de marcha.

Normalmente no se les concedía un descanso hasta el mediodía. Druso no respondió, sino que se alejó de la centuria unos pasos para encaramarse a lo alto de una duna. Oteó el horizonte y vio un grupo de jinetes que se acercaba a toda velocidad. Y no eran de la caballería romana. Vanguardia del ejército romano —¿Son partos? —preguntó Craso. —No lo creo —respondió Casio—. No parecen venir en busca de batalla. Son pocos. Una treintena quizá. Y se han detenido. Esperan que nos acerquemos. ¿Qué hacemos? Craso frunció el ceño. El cónsul podía ser un avaricioso y tener también otros defectos, pero no era un cobarde. —Acudiremos a su encuentro. Ordena que se prepare una turma de nuestra caballería para acompañarnos. Comitiva del rey de Armenia, en medio del desierto —Se acercan, mi señor —dijo uno de los nobles de su guardia. —Perfecto, para eso hemos venido —respondió el rey de Armenia—, para hablar con los romanos. Dadme la diadema. Y se la entregaron para que así quedara desvelada su identidad. Al poco el cónsul de Roma estaba frente a Artavasdes, al que reconoció por la diadema que lucía sobre su cabeza, que había visto en más de una moneda y que muy pocos en aquella parte del mundo podrían exhibir con orgullo. —Estamos ante el rey de Armenia —dijo Craso en voz baja a Casio, que cabalgaba al paso junto a él. —Eso parece —confirmó el quaestor—. Quizá quiera aliarse con nosotros. De lo contrario no vendría con una pequeña escolta para parlamentar. Craso no respondió nada.

El rey de Armenia desmontó de su caballo. Craso lo imitó, al igual que Casio y varios tribunos. Artavasdes, seguido por un pequeño séquito de nobles, empezó a avanzar para encontrarse con el cónsul cara a cara. Craso, junto con Casio y los tribunos, hizo lo propio. Rey y cónsul se detuvieron apenas a tres pasos el uno del otro. —Te saludo, cónsul de Roma —dijo el rey de Armenia en griego. —Y Roma saluda al rey de Armenia —respondió Craso también en esa lengua. No eran momentos para hablar del tiempo, así que Artavasdes fue directo a aquello que lo había llevado a salir al encuentro de las legiones de Craso. —Armenia no es enemiga de Roma —empezó el rey. —No es por Armenia que he cruzado el Éufrates —respondió Craso con la intención de tranquilizar a su interlocutor. —Lo sé —continuó Artavasdes—. Creo que el cónsul de Roma y el rey de Armenia tenemos un enemigo común, los partos, y a ambos, al cónsul y a mí como rey, nos podría agradar de igual manera que estos enemigos comunes… desapareciesen. Craso asintió dos veces, lentamente, pero no dijo nada. —Traigo una propuesta para el cónsul de Roma —prosiguió el rey de Armenia. —Te escucho —dijo Craso. Artavasdes miró a sus nobles y éstos afirmaron varias veces con la cabeza. El rey de Armenia se volvió entonces de nuevo hacia el cónsul. —Mi propuesta es que unamos nuestras fuerzas. Sugiero que el cónsul de Roma, en lugar de seguir la ruta hacia Mesopotamia para enfrentarse directamente con los partos, cambie la dirección de su ejército. Si el cónsul de Roma conduce sus legiones hacia Armenia ayudará a mi pueblo a defenderse de Orodes, el maldito emperador parto que amenaza con destruir mi reino. He venido hasta aquí con un pequeño séquito, pero puedo disponer en poco tiempo de los seis mil jinetes de mi caballería personal, diez mil jinetes más acorazados y hasta treinta mil infantes que se unirían a los legionarios de Craso y su caballería. Con nuestros dos ejércitos juntos derrotaremos primero a los partos en Armenia y luego el cónsul de Roma, si lo desea, podrá lanzarse con mi apoyo hacia el sur, contra el corazón del reino parto. Este plan no sólo tiene la ventaja de unir nuestros ejércitos, sino que además forzaremos a los partos a luchar en nuestras montañas, un terreno irregular donde su caballería de catafractos se mueve mal y donde, en consecuencia, podrá ser más sencillo acabar con ellos. Craso, que había escuchado atentamente la propuesta del rey de Armenia, meditaba sin decir nada. Miró un instante a Casio y a los tribunos que lo acompañaban.

Nadie se atrevía a manifestarse en un sentido u otro hasta que el quaestor asintió levemente, lo suficiente para transmitirle al cónsul que la idea del rey de Armenia le parecía buena. Craso miró a Artavasdes. —El cónsul de Roma ha escuchado al rey de Armenia con interés y respeto —dijo Craso—, pero he de declinar su propuesta. Mi plan es avanzar hacia el corazón de Mesopotamia directamente y asestar un golpe mortal en la yugular de nuestro enemigo lo antes posible. Avanzar por Armenia retrasa la consecución de este objetivo. El rey de Armenia miró al cónsul de Roma con los ojos abiertos, sin parpadear, durante un buen rato. No daba crédito a lo que acababa de oír. Artavasdes miró entonces al suelo. Sacudió la cabeza. No dijo nada y dio media vuelta sin tan siquiera despedirse. Montó sobre su caballo y azuzó al animal para iniciar un rápido trote que al instante transformó en galope. Todos sus nobles lo siguieron y, en poco tiempo, del rey de Armenia sólo quedó una polvareda que se desvanecía en la difusa línea del horizonte de arena.

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