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La leccion del maestro – Henry James

Le habían dicho que las señoras estaban en la iglesia, pero supo que no era así por lo que vio desde lo alto de las escaleras —descendían desde una gran altura en dos brazos, describiendo un círculo de un efecto encantador—, en el umbral de la puerta que, desde la larga y clara galería, dominaba el inmenso jardín. Tres caballeros, sobre la hierba, a cierta distancia, se hallaban sentados bajo los grandes árboles, mientras que la cuarta figura lucía un vestido rojo que destacaba como un «poco de color» entre el verde fresco e intenso. El sirviente había acompañado a Paul Overt hasta presentarle esta escena, después de preguntar si deseaba ir primero a su habitación. El joven declinó tal privilegio, consciente de no haber sufrido deterioro alguno con un viaje tan corto y fácil y siempre deseoso de adueñarse de inmediato, por su propia percepción, de un nuevo escenario. Permaneció allí un momento, con los ojos en el grupo y en el cuadro admirable: los amplios terrenos de una antigua casa de campo próxima a Londres —eso sólo lo mejoraba—, un espléndido domingo de junio. —Pero, esa dama, ¿quién es? —dijo al sirviente antes de que el hombre lo dejara. —Creo que es Mrs. St. George, señor. —Mrs. St. George, esposa del distinguido… —entonces Paul Overt se detuvo, dudando si este servidor lo sabría. —Sí, señor… Probablemente, señor —dijo su guía, que parecía querer indicar que un huésped de Summersoft sería, naturalmente, siquiera sólo por alianza, distinguido. Su tono, sin embargo, hizo que el pobre Overt apenas se sintiera así en ese momento. —¿Y los caballeros? —prosiguió Overt. —Verá, señor, uno de ellos es el General Fancourt. —Ah, sí, lo sé; gracias —el General Fancourt era distinguido, no había duda de ello, por algo que había hecho, o incluso quizá que no había hecho —el joven no recordaba cuál de las dos cosas—unos años antes en la India. El sirviente se marchó, dejando las puertas de cristal abiertas hacia la galería, y Paul Overt se quedó de pie en el nacimiento de la amplia escalera doble, diciéndose que el lugar era bonito y prometía una estancia agradable, mientras se apoyaba en la vieja barandilla de hierro finamente trabajada, que, al igual que el resto de los detalles, era del mismo período que la casa. Todo estaba acorde y hablaba al unísono, con una voz única: una rica voz inglesa de comienzos del siglo XVIII. Podía haber sido la hora de ir a la iglesia de un día de verano en el reinado de la reina Ana; la quietud era demasiado perfecta para ser moderna, la cercanía contaba como distancia, y había algo muy fresco y seguro en la originalidad de la casa grande y uniforme, en la superficie de los preciosos ladrillos más rosados que rojos y que habían sido despejados de desaliñadas plantas trepadoras, según la ley por la que una mujer de cutis poco común desdeña un velo. Cuando Paul Overt se dio cuenta de que los que estaban bajo los árboles habían advertido su presencia, dio media vuelta y por las puertas abiertas penetró en la gran galería que era el orgullo del lugar. Cruzaba de lado a lado y, con sus colores intensos, las altas ventanas, las zarazas de flores desvaídas, los retratos y cuadros de fácil reconocimiento, la porcelana azul y blanca de las vitrinas y las guirnaldas y rosetones sutiles del techo, parecía una alegre avenida tapizada que llevara al otro siglo. Nuestro amigo se sentía ligeramente nervioso; eso estaba acorde con su carácter de estudioso de la bella prosa, acorde con la disposición general del artista para vibrar; y había una particular emoción en la idea de que Henry St. George pudiera ser un miembro del grupo. Para el joven aspirante había seguido siendo una elevada figura literaria, a pesar del menor nivel de producción al que había descendido tras sus tres primeros grandes éxitos, de la relativa ausencia de calidad en su obra posterior.


Había habido momentos en que Paul Overt casi había derramado lágrimas por ello; pero ahora que se encontraba cerca de él —nunca lo había visto— sólo tenía conciencia de la hermosa fuente original y de su propia e inmensa deuda. Tras haber recorrido la galería una o dos veces, volvió a salir y descendió por la escalera. Se hallaba apenas provisto de cierta osadía social —era una verdadera debilidad en él— de modo que, consciente de su falta de familiaridad con las cuatro personas distantes, dio paso a unos movimientos recomendados por el hecho de no haberse visto comprometido a un claro acercamiento. Había en eso una exquisita rigidez inglesa: él también la sintió mientras seguía un curso vago y oblicuo por el césped, tomando un rumbo independiente. Por fortuna había una claridad inglesa igualmente exquisita en la manera en que uno de los caballeros se levantó y se dispuso como a «acecharlo», si bien con aire conciliador y de afianzamiento. Paul Overt respondió de inmediato a tal gesto, aunque el caballero no fuera su anfitrión. Era alto, erguido y mayor y, como la gran casa misma, tenía una cara sonriente y rosada, y, además, un bigote blanco. Nuestro joven le salió al encuentro mientras el hombre decía sonriendo: —Eh… Lady Watermouth nos dijo que usted venía; me pidió que sólo lo cuidara —Paul Overt le dio las gracias, con lo que le resultó grato al momento, y se volvió con él para dirigirse hacia los otros—. Todos se han ido a la iglesia… todos menos nosotros —continuó el extraño mientras andaban—; estamos ahí sentados, es un lugar tan alegre. —Overt declaró que era alegre en verdad: era un lugar encantador. Comentó que estaba sintiendo tan agradable impresión por primera vez. —Ah, ¿no había estado aquí nunca? —dijo su acompañante—. Es un bonito rincón, no hay mucho que hacer, ¿sabe? —Overt se preguntó qué era lo que quería «hacer»; a él, en particular, le parecía estar haciendo tanto. Cuando llegaron a donde se hallaban los demás, ya había reconocido a su iniciador como a un militar y —así trabajaba la imaginación de Overt— lo había encontrado aún más simpático. Tendría una necesidad natural de acción, de hechos que desentonaran con la pacífica escena pastoril. Sin embargo, tenía evidentemente tan buen carácter, que aceptaba por lo que valía una ocasión tan desprovista de gloria. Paul Overt la compartió con él y sus acompañantes durante los veinte minutos siguientes; esas personas lo miraron y él las miró sin saber muy bien quiénes eran, mientras la conversación continuaba sin que ni siquiera supiera qué significaba. La verdad es que parecía no significar nada en particular; transcurría, con pausas intrascendentes sin sentido y cortos vuelos terrestres, entre nombres de personas y lugares, nombres que, para nuestro amigo, no tenían gran poder de evocación. Todo era sociable y lento, lo propio y natural de una cálida mañana de domingo. Dedicó su primera atención a la pregunta, planteada para sí mismo, de si uno de los dos hombres más jóvenes sería Henry St. George. Conocía a muchos de sus distinguidos contemporáneos a través de sus fotos, pero nunca, como solía ocurrir, había visto un retrato del gran novelista descarriado. Era inimaginable de uno de los caballeros: demasiado joven; y el otro apenas parecía lo bastante inteligente, con unos ojos tan mansos y poco discernidores. Si esos ojos fueran los de St. George, el problema que plantearían los elementos inarmónicos de su genio sería aún más difícil de resolver.

Además, el comportamiento de su dueño no era, respecto a la dama del vestido rojo, el que pudiera ser natural hacia la esposa de su corazón, incluso para un escritor acusado por varios críticos de sacrificar demasiado a la forma. Por último, Paul Overt tuvo la vaga sensación de que, si el caballero de ojos inexpresivos fuera el dueño del nombre que había hecho que su corazón latiera más de prisa (también tenía unas convencionales y contradictorias patillas; el joven admirador de la celebridad nunca se había forjado la visión mental de la cara de él en marco tan vulgar), le habría hecho una señal de reconocimiento o de cordialidad, habría oído hablar un poco de él, sabría algo de Ginistrella, se habría percatado de cómo esa nueva obra había llamado la atención de la verdadera crítica. Paul Overt tenía miedo de ser demasiado orgulloso, pero incluso una modestia mórbida podría considerar la autoría de Ginistrella como un grado de identidad. Su soldadesco amigo dio las explicaciones necesarias: él era «Fancourt», pero también era «el General», y en unos pocos instantes comunicó al nuevo visitante que acababa de regresar después de veinte años de servicio en el extranjero. —¿Y se queda ahora en Inglaterra? —preguntó el joven. —Oh, sí; he comprado una pequeña casa en Londres. —Espero que le guste —dijo Overt mirando a Mrs. St. George. —Una casita en Manchester Square… el entusiasmo que eso inspira tiene un límite. —Me refería a estar en Inglaterra otra vez, a estar de vuelta en Piccadilly. —A mi hija le gusta Piccadilly, eso es lo principal. Es muy aficionada al arte, la música y la literatura y a todo ese tipo de cosas. Lo echaba de menos en la India y lo encuentra en Londres, o espera encontrarlo. Mr. St. George ha prometido ayudarla, ha sido amabilísimo con ella. Ha ido a la iglesia, también es aficionada a eso, pero todos estarán de vuelta dentro de un cuarto de hora. Debe permitirme que se la presente, se alegrará tanto de conocerlo. Es posible que haya leído cada bendita palabra que ha escrito usted. —Estaré encantado, no he escrito tantas —suplicó, sintiendo, sin resentimiento, que el General, al menos, era la vaguedad misma a ese respecto. Pero le extrañaba un poco que, expresando esa cordial disposición, no se le ocurriera al sin duda eminente soldado pronunciar la palabra que lo pusiera en relación con Mrs. St. George. Si era cuestión de presentaciones, Miss Fancourt —al parecer aún soltera— se encontraba lejos, mientras que la esposa de su ilustre confrère se hallaba casi entre ellos.

A Paul Overt esta dama le pareció bella en conjunto, con una sorprendente juventud y una suprema elegancia de aspecto, algo que —difícilmente podría explicar por qué— provocaba desconcierto. Desde luego, Saint George tenía todo el derecho a poseer una esposa encantadora, pero él mismo no habría imaginado nunca a la importante mujercita del agresivo vestido parisino como a la compañera de por vida, el alter ego, de un hombre de letras. En general, esa compañera, lo sabía, ese segundo yo, distaba mucho de presentarse a sí misma como un tipo sencillo: la observación le había enseñado que no era inveterada ni necesariamente simple. Nunca la había visto dar más la impresión de que su prosperidad tenía cimientos más profundos que una mesa manchada de tinta y cubierta de pruebas de imprenta. Mrs. St. George podría haber sido la mujer de un señor que más que escribir libros los «llevara», que anduviera con grandes negocios en la City y cerrara tratos mejores de los que generalmente cierran con sus agentes los poetas. Con esto, ella daba a entender un éxito más personal, un éxito que de manera peculiar marcaba la era en que la sociedad, el mundo de la conversación, es un gran salón con la City por antesala. Al principio Overt le calculó unos treinta años, y terminó por creer que podría estar acercándose a los cincuenta. Pero en este caso la mujer hacía desaparecer de alguna manera el exceso y la diferencia, que podían vislumbrarse sólo rara vez, tal como el conejo en la manga del mago. Era extraordinariamente blanca, y cada uno de sus rasgos y detalles era bello; los ojos, las orejas, el cabello, la voz, las manos, los pies —a los que su postura informal en la silla de mimbre brindaba lugar destacado— y las numerosas cintas y chucherías de que se hallaba engalanada. Daba la impresión de que se había puesto su mejor vestido para ir a la iglesia y después había decidido que era demasiado bueno para eso y se había quedado en casa. Contó una historia de cierta extensión sobre la ruin manera en que Lady Jane había tratado a la duquesa, y también una anécdota en relación con una compra que había hecho en París, a su regreso de Cannes; la había hecho para Lady Egbert, quien no llegó a devolver el dinero. Paul Overt sospechó de ella una tendencia a imaginarse gente importante más grande que la vida, hasta que advirtió la manera en que manejaba a Lady Egbert, con una rebeldía tan acentuada que lo tranquilizó. Creía que habría podido comprenderla mejor si hubiera logrado encontrar sus ojos; pero ella apenas llegó a mirarlo. —¡Ah, aquí vienen… los buenos! —dijo por fin; y Paul Overt admiró desde su lugar el regreso de los fieles, varias personas, en grupos de dos y tres, que avanzaban entre un fluctuar de luz y sombra, al final de la gran avenida verde que formaban el césped cortado y un túnel de ramas. —Si con eso quiere dar a entender que nosotros somos malos, protesto —dijo uno de los caballeros—, ¡después de haber estado uno haciéndose el simpático toda la mañana! —Ah, ¡si es que los demás lo han encontrado simpático.! —exclamó alegremente Mrs. St. George—. Pero si nosotros somos buenos, los otros lo son más. —Entonces deben ser unos ángeles —dijo el General, divertid

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