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La Isla del día de Antes – Umberto Eco

En el verano de 1643 y en los mares del Sur, un joven piamontés, Roberto de la Grive, arriba como náufrago a una nave desierta. La nave está llena de animales desconocidos y de extrañas máquinas y artilugios, y ante ella, próxima e inalcanzable (no sólo, descubriremos después, en el espacio, sino también en el tiempo) una isla de ensueño. Roberto escribe cartas a la «Señora»; a través de las cuales se adivina poco a poco su pasado: duelos, asedios, lances amorosos, alambicadas disputas de salón. Se trata, de hecho, de la lenta y traumática iniciación al mundo de la nueva ciencia, las razones de estado, las redes de espionaje de Mazarino y Richelieu, la guerra de los treinta años, en suma, a un cosmos en el que la tierra ha dejado de ser para muchos el centro del universo. En este «Mar de la Inocencia» nada es inocente, y Roberto lo sabe desde el principio, porque ha llegado a estas Antípodas para resolver —sin personalmente desearlo— el misterio por el cual forcejean las nuevas potencias de la época: el secreto del Punto Fijo.


 

Y 1 DAPHNE con todo eso, me envanezco de mi humillación, y pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta. De tal suerte, con impenitente conceptuosidad, Roberto de la Grive, presumiblemente entre julio y agosto de 1643. ¿Cuántos días llevaba vagando sobre las ondas, atado a una tabla, boca abajo de día para que el sol no le cegara, el cuello innaturalmente tendido para evitar beber, requemado por la espuma, ciertamente febricitante? Las cartas no lo dicen y dejan pensar en una eternidad, pero debe de haberse tratado de dos jornadas a lo más, si no, no habría sobrevivido bajo el azote de Febo (como figurativamente lamenta), él, tan enfermizo como se describe, animal noctívago por natural defecto. No se hallaba en condiciones de llevar la cuenta del tiempo, mas me figuro que el mar habíase sosegado inmediatamente después de la borrasca que lo había arrojado del Amarilis y esa suerte de balsa que el marinero le había delineado a la medida habíale conducido, empujada por los alisios en un piélago sereno, durante una estación en la que al sur del ecuador hay un invierno de mucha templanza, a obra de algunas millas, hasta que las corrientes le habían allegado a la bahía. Era de noche, se había adormecido, y no había dado en la cuenta de que se estaba acercando al navío hasta que, con un sobresalto, la tabla había chocado contra la proa del Daphne. Y como —a la luz del plenilunio— había dado en la cuenta de que estaba flotando bajo un bauprés, al hilo de un castillo de proa del que colgaba una escala de cordel, no lejos del cable del ancla (¡la escala de Jacob, la habría llamado el padre Caspar!), habíanle vuelto en un instante todos los espíritus. Debe de haber sido la fuerza de la desesperación: calculó si tenía más aliento para gritar (pero la garganta era un fuegoseco), o para desceñirse de las cuerdas que le habían rayado surcos lívidos, e intentar la ascensión. Creo que en esos instantes un moribundo se convierte en un Hércules que estrangula las serpientes en la cuna. Roberto se muestra confuso a la hora de registrar el acontecimiento, pero se ha de aceptar la idea, si al final estaba en el castillo de proa, que de alguna manera a aquella escala se había aferrado. Quizá subió poco a poco, exhausto a cada trecho, tiróse allende la batayola, arrastróse sobre las jarcias, encontró abierta la puerta del castillo… Y el instinto debe de haberle hecho tocar ese barril, a cuyo borde se izó para encontrar una taza atada a una cadenilla. Y bebió todo lo que pudo, derrumbándose luego harto, quizá en sentido pleno del término, pues esa agua debía de retener tantos insectos anegados que le era alimento y bebida juntos. Debería de haber dormido veinte y cuatro horas; es un cálculo apropiado si es que se despertó de noche, pero como renacido. Con que, era de nuevo noche, y no todavía. Él pensó que todavía era de noche, si no, a cabo de un día, alguien habría debido encontrarlo. La luz de la luna, penetrando desde la cubierta, iluminaba aquel lugar, que se daba a conocer como la cocinilla de a bordo, con su caldera péndula sobre el fogón. El paraje tenía dos puertas, una hacia el bauprés, la otra a la puente. Y a la segunda habíase asomado, divisando como si fuera de día las amarras bien acomodadas, el cabestrante, los palos con las velas recogidas, pocos cañones en las portas y el contorno del alcázar. Había hecho ruido, pero no respondía alma viva. Se había asomado a las amuradas y a la derecha había divisado, a eso de una milla, el perfil de la Isla, con las palmas de la ribera agitadas por la brisa. La tierra formaba como un seno orlado de arena que blanqueaba en la pálida oscuridad pero, como le acontece a todo náufrago, Roberto no podía decir si era isla o continente.


Había dado traspiés hasta la otra borda y había entrevisto —pero esta vez a lo lejos, casi al filo del horizonte— los picos de otro perfil, también él delimitado por dos promontorios. El resto, mar, como para hacer la impresión de que el navío hubiera dado fondo en una rada a la que habíase llegado pasando por un amplio canal que separaba las dos tierras. Roberto había decidido que, si no se trataba de dos islas, sin duda tratábase de una isla que miraba a una tierra más vasta. No creo que intentara otras hipótesis, visto que nunca había sabido de bahías tan amplias que hicieran la impresión en quien se encontrara en medio de estar ante dos tierras gemelas. Así, por ignorancia de continentes desmedidos, había dado en el blanco. Un hermoso caso para un náufrago: con los pies en lugar sólido y tierra firme al alcance del brazo. Pero Roberto no sabía nadar, ahí a poco habría descubierto que a bordo no había ningún esquife, y la corriente, entre tanto, había alejado la tabla con la que había llegado. Por lo cual, al alivio por la muerte evitada se acompañaba ahora la desazón por aquella triple soledad: del mar, de la Isla vecina y del navío. Ah de la nave, debe de haber intentado gritar, en todas las lenguas que conocía, descubriéndose débilísimo. Silencio. Como si a bordo estuvieran todos muertos. Y jamás se había expresado —él, tan generoso de símiles— tan a la letra. O casi. Y es de este casi de lo que quisiera decir, y no sé por dónde empezar. Con todo, he empezado ya. Un hombre vaga, agotado, por el mar océano, y las aguas indulgentes lo arrojan a un navío que parece desierto. Desierto como si el marinaje lo acabara de abandonar, porque Roberto vuelve con esfuerzo a la cocina y encuentra una lámpara y un eslabón, como si lo hubiera posado el cocinero antes de acostarse. Junto al fogón hay dos catres superpuestos, vacíos. Roberto enciende la lámpara, mira en derredor, y encuentra una gran cantidad de comida: pescado seco, y bizcocho, apenas azulado por la humedad, que basta rasparlo con el cuchillo. Saladísimo, el pescado, pero hay agua a toda voluntad. Debe de haber recobrado pronto las fuerzas, o las tenía consigo cuando escribía, porque se explaya, literatísimo, sobre las delicias de su festín, jamás tuvo el Olimpo par en sus convites, suave ambrosía a mí desde el hondo ponto, monstruo cuya muerte ahora me es vida… Pero éstas son las cosas que Roberto escribe a la Señora de su corazón: Solde mi sombra, luz de mi noche: ¿Por qué no me humilló el cielo en aquesa tempestadque tan fieramente había excitado? ¿Por qué sustraer al mar voraz este cuerpo mío, si luego en esta avara soledad aún más desafortunada, hórridamente naufragar debía mi alma? Si el cielopiadosono me envíapor venturasocorro, vos noleeréis nuncalacartaque agoraos escribo, y abrasado cual hachapor laluz de estos mares habréme de volver yooscuroavuestros ojos, Selene que, habiendoaymé demasiado gozadode laluz de su Sol, en tantocumple su viaje allende elarco,extremode nuestroplaneta, despojadadelauxiliode los rayos del astrosuyosoberano, primeramente menguaaimagen de la hoz que le cortalavida, luego, lánguidalinterna, vase disolviendo en ese espacioso cerúleo escudo donde la ingeniosa naturaleza forma heroicas empresas y misteriosos emblemas de sus secretos. Privado de vuestra mirada soy ciego pues no me veis, mudo pues no me habláis, desmemoriadopues de mí noos acordáis. Y sólo vivo, ardiente oscuridady tenebrosa llama, vago fantasma que mi mente, configurando siempre igual en esta adversa pugna de contrarios, prestar querría a la vuestra. Salva la vida en esta ¡ígnea roca, en este fluctuante baluarte, prisionero del mar que del mar me defiende, castigado por la clemencia del cielo, escondido en este hondo sarcófago abierto a todos los soles, en este aéreo subterráneo, en esta cárcel inexpugnable que me ofrece la fuga por doquier, desesperoyode veros un día. Señora, yo os escribo con la ofrenda, indigno homenaje, de la rosa ajada de mi desconsuelo, y con todo eso, me envanezco de mi humillación y, pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoriade hombre, elúnicoser de nuestraespecie que ha hechonaufragioen unanave desierta.

¿Acaso es posible? A juzgar por la fecha de esta primera carta, Roberto se pone a escribir inmediatamente después de su llegada, en cuanto encuentra papel y lápiz en el camarote del capitán, antes de explorar el resto del navío. Así y todo, habrá debido de emplear algún tiempo y reponerse de fuerzas, pues estaba en estado de animal herido. O quizá sea pequeña astucia amorosa, ante todo intenta dar en la cuenta de dónde ha ido a parar, luego escribe, y finge que era antes. ¿A qué pro, visto que sabe, supone, teme, que estas cartas no llegarán jamás y las escribe sólo para su aflicción (afligido consuelo, diría él; pero intentemos no tomarle gusto)? Ya es difícil reconstruir gestos y sentimientos de un personaje que sin duda arde de amor verdadero, aunque no se sabe nunca si expresa lo que siente o lo que las reglas del discurso amoroso le prescriben. Y, por otra parte, ¿qué sabemos nosotros de la diferencia entre pasión sentida y pasión expresada, y cuál precede a la otra? En ese momento, estaba escribiendo para sí mismo, no era literatura, estaba de verdad allí, escribiendo como un adolescente que persigue un sueño imposible, surcando la página de llanto no por la ausencia de la amada, ya pura imagen incluso cuando estaba presente, sino por ternura de sí, enamorado del amor… Habría material para sacar una novela pero, una vez más, ¿por dónde empezar?. Yo digo que esta primera carta la escribió después, y antes miró en derredor; y lo que vio lo dirá en las cartas siguientes. Pero también aquí, ¿cómo traducir el diario de alguien que quiere hacer visible mediante metáforas perspicaces lo que ve mal, mientras va de noche con los ojos enfermos? Roberto dirá que de los ojos padecía desde los tiempos de aquella bala que le había rozado la sien en el asedio de Casal. Y puede que así sea, pero en otras partes sugiere que se le habían debilitado a causa de la peste. Roberto era, sin duda, de complexión grácil, por lo que intuyo, también hipocondríaco, aunque con juicio; mitad de su fotofobia debía de deberse a bilis negra, y mitad a alguna forma de irritación, acaso agudizada por los preparados del señor D’Igby. Parece seguro que el viaje en el Amarilis lo había realizado estando siempre bajo la cubierta, visto que el del fotófobo era, si no su natural, por lo menos el papel que tenía que desempeñar para poder controlar los tráfagos en la bodega. Algunos meses, todos en la oscuridad o con la luz del pábilo; y luego el tiempo en el despojo de naufragio, cegado por el sol ecuatorial o tropical que fuere. Cuando arriba al Daphne, por lo tanto, enfermo o no, odia la luz, pasa la primera noche en la cocina, se reanima e intenta una primera inspección la segunda noche, y luego las cosas van casi de su cuenta. El día le da miedo, no sólo los ojos no lo soportan, tampoco las quemaduras que debía de tener en la espalda, y se amadriga. La bella luna que describe aquellas noches le reanima, de día el cielo es como por doquier, de noche descubre nuevas constelaciones (heroicas empresas y misteriosos emblemas precisamente), es como encontrarse en un teatro: se convence de que aquélla será su vida durante largo tiempo y quizá hasta la muerte, recrea a su Señora sobre el papel para no perderla, y sabe que no ha perdido mucho más de lo que ya no tuviere. En ese punto, se refugia en sus velas nocturnas como en un útero materno, y con mayor razón decide rehuir el sol. Quizá había leído de aquellos Resurgentes de Hungría, de Livonia o de Valaquia, que huronean inquietos entre el ocaso y el alba, para esconderse luego en sus sepulturas al canto del gallo: el papel podía seducirle… Roberto debería de haber empezado su censo la segunda noche. Ya había gritado bastante como para estar seguro de que no había nadie a bordo. Pero, y le causaba temor, habría podido encontrar cadáveres, alguna señal que justificara aquella ausencia. Habíase movido con circunspección, y por las cartas es difícil decir en qué dirección: nombra de manera imprecisa el navío, sus partes y los objetos de a bordo. Algunos le son familiares y se los ha oído mencionar a los marineros, otros desconocidos, y los describe por lo que se le representan. Ahora que también los objetos conocidos, y signo de que en el Amarilis la chusma debía de estar compuesta por bellacos de los siete mares, debía de habérselos oído indicar en francés al uno, al otro en holandés, a otro más en inglés. Así, dice a veces staffe —como debía de haberle enseñado el doctor Byrd— para referirse a la ballestilla; es trabajoso entender cómo estaba una vez, propiamente, en el alcázar, y otra en el gagliardo de atrás, que es galicismo para decir la misma cosa; usa baterías en lugar de portas y se lo concedo de buen grado porque me recuerda ciertos libros de marinería para niños; habla de parrocchetto, que para los italianos es el velacho de trinquete, pero como para los franceses perruche es la vela de sobre-mesana, en el árbol de mesana, no se sabe a qué se refiere cuando dice que estaba debajo de la parrucchetta, sin contar con que en español el perroquete es un mastelero de juanete. A veces llama al árbol de mesana artimone, sin duda a la francesa, pues para un marino español es una vela de galera, pero entonces ¿qué querrá decir cuando escribe misena o mizzana que para los franceses es el trinquete (pero, pobres de nosotros, no para los ingleses, para los cuales el mizzenmast es la mesana, como Dios manda)? Y cuando habla de gronda probablemente está refiriéndose a un imbornal. Tanto que he tomado una decisión: intentaré descifrar sus intenciones y luego traduciré usando los términos que me resultan más familiares, pues me ha parecido pasar estas y otras menudencias, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones. Dicho esto, establezcamos que aquella segunda noche, después de haber encontrado una reserva de comida en la cocina, Roberto procedió de alguna manera, bajo la luna, a la travesía de la cubierta.

Recordando la proa y la anchura del buque, vagamente vislumbrados la noche de antes, a juzgar por la cubierta ligera y por la forma del gallardo, perdón, el alcázar, y por la popa estrecha y redonda, y comparando con el Amarilis, Roberto concluyó que también el Daphne era un fluyt, o pingue holandés, o urca, o flüte, o fluste, o flyboat, o fliebote, como variamente se llamaban aquellos galeones de comercio y de medio arqueaje, por lo normal armados con una decena de cañones, a descargo de conciencia en caso de ataque de piratas y que, con aquellas dimensiones, podían gobernarse con una docena de marineros, y embarcar muchos pasajeros más, si se renunciaba a las comodidades (ya escasas), arrumando jergones hasta tropezar con ellos. Y ea, causa de miasmas de todo tipo por si no había bubones a suficiencia. Un pingue, por tanto, pero mayor que el Amarilis, con la puente reducida, casi, a una escotilla única, como si el capitán ansiara embarcar agua a cada embate de mar demasiado vivaz. En cualquier caso, que el Daphne fuera un pingue era una ventaja, Roberto podía moverse con cierto conocimiento de la disposición de los lugares. Por ejemplo, habría debido estar, en el centro de la cubierta, el esquife, capaz de contener el marinaje al completo: y el que no estuviera dejaba creer que el marinaje estaba en otro lugar. Pero esto no tranquilizaba a Roberto: un marinaje no deja jamás el navío sin custodia y a la merced de la mar, aun anclado con las velas recogidas en una bahía tranquila. Aquella noche había apuntado inmediatamente más allá de la plaza de armas, había abierto la puerta del alcázar con recato, como si tuviera que pedirle permiso a alguien… Junto a la rueda del timón, la aguja de marear le dijo que el canal entre las dos tierras se extendía de sur a norte. Luego, había dado en la que hoy llamaríamos la cámara de oficiales, una sala en forma de L, y otra puerta lo había admitido en la cámara del capitán, con su amplio ventanal sobre el timón y los accesos laterales a la galería. En el Amarilis la estancia de mando no formaba un todo con aquella donde dormía el capitán, mientras que aquí parecía que se hubiera intentado ahorrar espacio para hacer lugar a algo más. Y, en efecto, mientras a la izquierda de la cámara se abrían dos camarotes para sendos oficiales, a la derecha se había obtenido otro paraje, casi más amplio que el del capitán, con un catre modesto en el fondo, pero dispuesto como un lugar de trabajo. La mesa estaba llena de mapas, que le parecieron a Roberto más de los que un navío usa para la navegación. Parecía aquél el gabinete de un estudioso: con las cartas de navegar estaban dispuestos de diferente manera anteojos de larga vista, un hermoso nocturlabio de cobre que emanaba reflejos leonados como si fuera en sí mismo un manantial de luz, una esfera armilar fijada al plano de la mesa, otros pliegos recubiertos de cálculos, y un pergamino con dibujos circulares en negro y en rojo, que reconoció, por haber visto algunas copias en el Amarilis (si bien de hechura más vil), como una reproducción de los eclipses lunares del Regiomontano. Había vuelto a la cámara alta: saliendo a la galería se podía ver la Isla, se podía — escribía Roberto— fijar con linces ojos su silencio. En definitiva, la Isla estaba allí, como antes. Debía de haber llegado al galeón casi desnudo: creo que, en primer lugar, sucio como estaba por la espuma marina, se lavó en la cocina, sin preguntarse si esa agua era la única a bordo, y luego encontró en un cofre un buen vestido del capitán, el que había de conservarse para el desembarco final. Quizá hasta se pavoneara en su uniforme de mando; y calzar botas debe de haber sido una manera de sentirse nuevamente en su elemento. Sólo en ese punto un hombre de bien, propiamente vestido —y no un náufrago menoscabado— puede tomar oficialmente posesión de un navío abandonado, y no advertir ya como violación, sino como derecho, el gesto que hizo Roberto: buscó en la mesa y descubrió, abierto y como dejado interrumpido, junto a la pluma de oca y al tintero, el cuaderno de bitácora. Por la primera hoja supo inmediatamente el nombre del navío, pero por lo demás era una secuencia incomprensible de anker, passer, sterre-kyker, roer, y poco útil le fue saber que el capitán era flamenco. Sin embargo, la última línea llevaba la fecha de algunas semanas antes, y a cabo de pocas palabras incomprensibles campeaba bien rayada una expresión en latín: pestis, quae dicitur bubonica. He aquí una huella, un anuncio de explicación. A bordo del navío habíase declarado una epidemia. Esta noticia no inquietó a Roberto: su peste habíala pasado trece años antes, y todos saben que quien ha sufrido el morbo ha adquirido una suerte de gracia, como si esa sierpe no osare introducirse por segunda vez en el espinazo de quien habíala domado una primera.

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