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La Ira de Dios – Mariano Gambín

La Laguna. Tenerife. Los trabajos de excavación de una obra dejan al descubierto, accidentalmente, una cripta subterránea. En ella se amontona un grupo de cadáveres que presentan una mutilación especial, pertenecen a personas desaparecidas en el siglo XVIII. La policía sigue la pista de otro asesinato ocurrido días antes. El inspector Galán constata que la víctima ha sufrido la misma mutilación que los cadáveres de la cripta. ¿Casualidad? La Laguna, fascinante y desconocida, renacentista y barroca, es el escenario en el que interactúan cuatro personas sin aparente relación —un inspector de policía, una arqueóloga, un funcionario de hacienda en excedencia y una periodista—, cuyas pesquisas se entrecruzan en el presente siguiendo rastros que se hunden en el pasado de la ciudad.


 

No cesaba de llover. El alguacil Torres, cansado de esperar a que amainase, salió de la casa de los Justiniano pasada la medianoche. La luz, proveniente de las ventanas de las contadas casas en las que sus ocupantes todavía no dormían, apenas se reflejaba en los charcos de las oscuras calles de la ciudad. Torres se arrebujó en su capa y se caló bien el sombrero. La partida de naipes había durado más de lo habitual, pero había valido la pena. Notaba en la faltriquera los veinte reales que había ganado esa noche, y, además, el vino del dueño, don Sebastián Justiniano, era de los mejores de la Isla. Las cuatro jarras vacías que habían quedado en la mesa daban fe de ello. Soltó un juramento al meter la bota derecha en un charco de agua embarrada. Se acercó a la pared del edificio para resguardarse del viento y la lluvia, y enfiló por la calle Real en dirección a la plaza de la iglesia de la Concepción, donde vivía. Aquel invierno estaba siendo más largo y frío de lo habitual. Había llovido todos los días en los últimos dos meses, y ya empezaba a estar harto del mal tiempo. La lluvia era el comentario cotidiano de los vecinos de la ciudad. Unos más que otros, todos tenían tierras plantadas en algún punto de la Isla, y los cultivos amenazaban con echarse a perder si continuaba lloviendo. Torres no tenía tierras, por lo que, en el fondo, aquello le importaba poco, pero sí le incomodaba ver intranquilos a los habitantes de Tenerife. Si las cosechas se perdían, podría haber hambre, descontento y alguna revuelta, y eso sí que acabaría por afectarle. Al doblar la esquina de la calle del Norte, advirtió que el fanal de la casa de los Franchi se mantenía encendido. Antes de llegar a su altura, Torres se revolvió incómodo al notar la caída sobre su espalda del chorro del desaguadero de un tejado. El agua se escurrió por debajo del ala del sombrero y se deslizó por su espalda, tras colarse por el cuello de la chaqueta.


Estaba helada. Soltó una maldición, y se colocó mejor la capa y el sombrero. La pálida luz de la vela, a través del vidrio grueso y verdoso, era la única luz exterior en todos los edificios de la calle. Seguro que Miguel, el hijo mayor de los Franchi, estaba otra vez de juerga y su madre había ordenado a los criados que dejaran la luz encendida para facilitar el regreso del chico a la casa. Torres arrugó la nariz al pensar en ello, aquella noche no le apetecía que nadie le llamara para ir a buscar a algún borrachín de buena familia y sacarlo de la mancebía, o de algún mesón, para llevarlo a su casa a rastras. Una sombra cruzó rápidamente en la siguiente bocacalle. Algo en ella llamó la atención del alguacil. Le había parecido una persona encorvada que cojeaba. Había pasado como una exhalación, demasiado deprisa para un anciano. Torres conocía a todo el vecindario y nadie caminaba de esa manera. Debía ser el efecto del vino, pensó, y volvió a prestar su atención a la tierra embarrada tratando de no meterse de nuevo en otro charco. Al llegar a la esquina miró a ambos lados. No se veía a nadie. Tan solo destellaba a lo lejos un farol encendido en otro portal, cerca de la iglesia. Torres notó como el viento helado azotaba la piel de su rostro obligándole a entrecerrar los ojos. El vino no había logrado entumecer todos sus sentidos. Todavía tenía aguante, pensó. Siguió avanzando por la calle. Tuvo que dar un pequeño rodeo alrededor de un muro que se había derrumbado hacia la calzada, dejando un montón de escombros en el paso. Mañana iré a presionar a Martín Jiménez, se recordó, para que repare la pared caída. Estaba mirando la oscura huerta que se hallaba tras el muro caído, ahora visible, cuando notó un movimiento a su izquierda. Al volver la cabeza vislumbró una silueta que desaparecía en la siguiente esquina. Se preguntó si estaría rondando la casa de Jiménez. Con ojo experto, comprobó que las ventanas estaban bien cerradas, por lo que desechó la idea. Se le pasó por la mente la sospecha de que alguien lo estuviera siguiendo a él.

Inquieto, Torres echó mano a su espada y otra imprecación salió de su boca cuando descubrió que se la había dejado en casa de Justiniano. Estaba desarmado. El alguacil resopló dos veces y se impuso tranquilidad. El idiota que estaba jugando al escondite se las iba a pagar cuando lo pescara. Decidió volver a buscar la espada, asiendo al pasar una estaca que sobresalía del muro derribado. Es mejor ser precavido, se dijo. Apresuró el paso y dobló la esquina. Allí se detuvo. Muy despacio, se giró y miró atrás. Nadie. Dejó escapar un suspiro, aliviado, y reemprendió la marcha. Cuando llegaba a la siguiente bocacalle, oy ó delante un sonido metálico contra una piedra del suelo, seguido de unos pasos apresurados chapoteando en los charcos. Torres aceleró el paso y giró la cabeza a ambos lados al doblar la esquina. Nadie. Aquello empezaba a disgustarle seriamente. Gritó en medio del aguacero: —¡Mostraos si apreciáis en algo la vida, que a fe mía que esta noche cenaréis con el Diablo! Nada se movió en la calle. La valentía que le había insuflado el grito comenzó a desvanecerse en favor de un creciente desasosiego. Decidió cambiar de táctica. Comenzó a correr por la calle a su izquierda, sin importarle el barro que se adhería a sus botas a cada paso. Al cruzar la siguiente esquina, buscó la oscuridad de los soportales de la casa de los Mesa y se escondió tras una columna. Intentó escuchar los pasos de su perseguidor acercándose, pero no oía otra cosa que su agitada respiración. Poco a poco recuperó el resuello. Dejó pasar varios minutos. Torres no oía otro sonido que el agua cayendo de los tejados. Cansado de la espera, asomó la cabeza.

A ambos lados no veía nada extraño, solo distintos tonos de oscuridad. Ninguna sensación de movimiento en la calle. Debo haberlo espantado, pensó. Cauteloso, salió de su escondite y lentamente, pegado al muro, volvió en la dirección en que había venido. Llegó a la esquina. Se separó de la casa esquinera en previsión de un ataque del otro lado. No había nadie. El alguacil resopló de alivio. Comenzó a reírse para sus adentros. ¿A qué venía aquel nerviosismo? En otras ocasiones se había visto en situaciones realmente peligrosas. ¿Cómo podía tener miedo de la sombra de un cojo? Ya repuesto, apretó el paso camino de la casa de los Justiniano. De nuevo pasaba debajo del farol de los Franchi. Mejor, por lo menos este tramo está iluminado, se dijo. Tiró el madero, que no hacía sino estorbarle con la capa. Al pasar, Torres echó un vistazo al portal de la casa. La luz del farol oscurecía el interior. Doña Águeda todavía tendrá que echar mano de paciencia con su hijo, pensó sonriendo. Torres no vio, pero sí sintió un rápido movimiento tras él. Un brazo de una fuerza irresistible le rodeó el cuello, dejándolo sin respiración, al tiempo que notó un pinchazo doloroso en la espalda. Quiso gritar, pero no pudo. El abrazo se hizo más fuerte y el alguacil notó que perdía las fuerzas. En un instante se vio en el suelo. Su sombrero aterrizó en un charco y todo se volvió negro. Lo último que sintió fue que una mano enguantada le agarraba los cabellos. 2 Nueva York, hace diez años.

Los Machado, padre e hijo, estaban terminando su última cena en Nueva York debajo de un pequeño cartel que rezaba Boulevard Saint Germain. Habían acudido al local de Monsieur Treboux, el Veau D’Or, El Becerro de Oro, localizado cerca de su casa, en la calle 60, muy próximo a la esquina con la avenida Lexington. Era el preferido de Agustín Machado, el padre. Se trataba de uno de los mejores restaurantes franceses del Midtown, que se había mantenido firme frente a todas las crisis económicas de la segunda mitad del siglo XX. La competencia de La Pavillon o de La Caravelle, o incluso del Lutece, era fuerte, pero el Veau D’Or poseía algo que lo hacía el mejor: contenía la esencia de Francia entre de sus paredes. Tal vez fuera la música francesa, la atención exquisita del maître y de su camarero, o la propia decoración del local, que alternaba pinturas clásicas con postmodernas, lo que hacía que los clientes, todos mayores de cuarenta años, se sintiesen irresistiblemente atraídos por el pequeño restaurante. Entrar en el Veau D’Or era aterrizar en el barrio latino de París, sólo hacía falta cruzar la puerta. Este pequeño lujo encantaba a los Machado, tanto al padre como al hijo. El primero se sentía satisfecho con el Escalope de Veau del que había dado cuenta excediéndose en su dieta, mientras que su vástago había pedido algo más sofisticado, Tripe a la mode de Caen. Era el último capricho antes de volver a casa. ¿A casa? Después de pasar toda la vida entre México D. F. y Nueva York, Agustín se seguía aferrando a la romántica idea de que la Isla de Tenerife era su casa añorada. En verdad, nunca había vivido en Canarias y, lo que era aún peor, ni siquiera había visitado el Archipiélago. Su ajetreada vida de hombre de negocios había impedido el viaje, se decía, disculpándose a sí mismo. La familia de su padre era originaria de allí y siempre había considerado esa isla como el lugar al que pertenecía realmente. Un sentimiento ancestral le pedía acabar sus días allí. Pagaron la cuenta, se despidieron cordialmente del anciano dueño del local, y salieron a la calle. Caminaron despacio a la luz de las farolas, Agustín apoy ado en el brazo de su hijo, por la Avenida Lexington, pasando por delante de los cerrados locales de Levi’s Store y Zara, justo enfrente de los famosos almacenes Bloomingdale’s. Giraron a la derecha en la calle 59 y entraron en el primer portal. Mientras el ascensor les elevaba al piso veinte, Agustín rememoraba los últimos acontecimientos de su vida. Tras cuarenta años al frente de una empresa de importación de tequilas selectos y otras bebidas mejicanas que ya se acercaba la consideración de multinacional, había intentado dejar el timón a su hijo, que se había criado en ella. Sin embargo, Marcos había heredado su faceta idealista y no entraba en sus planes la vida de empresario. Quería seguirle a Canarias, conocer aquella tierra, para ellos mítica, y pasar una larga temporada allá. Al menos podía contar con la colaboración de sus empleados más antiguos, con los que había creado un fiel Consejo de Administración que gestionaría la empresa en su ausencia.

El vuelo a Madrid despegaba a las cuatro de la tarde desde el JFK, y y a tenían el equipaje preparado. Un conjunto de ocho maletas, cuyo sobrepeso le iba a costar una fortuna en el mostrador de facturación, se encontraba en el vestíbulo, esperando el traslado. Además del equipaje básico para una larga estancia, Agustín se llevaba su colección de pinturas, que era la otra mitad de su vida. De pequeño se había sentido fascinado por los pintores europeos y, desde que amasó una fortuna apreciable, comenzó a pujar en las subastas de arte. Aunque no podía considerarse un gran coleccionista, había creado con los años un grupo selecto de pinturas de gran valor. Ahora, ante la perspectiva de su viaje final, se había deshecho de las obras de los pintores menores, conservando ocho lienzos de los grandes, como él los llamaba. Y no era empresa fácil su transporte a España. Había necesitado los servicios de una de las mejores gestorías de la ciudad para tramitar todos los permisos. La factura de sus honorarios era la mejor expresión de lo realmente complicado que resultaba viajar con una pintura importante entre el equipaje. Un timbre anunció que el ascensor había llegado a su destino y salieron al pasillo comunitario. Marcos sacó la llave del bolsillo de su pantalón, pero no hizo falta introducirla en la cerradura, la puerta se abrió desde dentro. —Buenas noches, señores —era Ronald, el cocinero portorriqueño—, ¿han cenado bien? —Sí, gracias —respondió Marcos, mirando su reloj—. Ya es tarde, ¿cómo es que estás aquí a esta hora? ¿No le tocaba el turno a Francisco? —Sí, señor —dijo el cocinero—, pero le surgió un imprevisto urgente en su casa y me pidió el relevo. Agustín y Marcos Machado entraron en su domicilio, un piso de doscientos metros cuadrados en el centro de Manhattan. Se despojaron de sus chaquetas, que recogió diligentemente el cocinero. —Perdonen, señores. Francisco me encargó que les dijera que todo el equipaje está preparado, sólo falta chequear los pasaportes y los billetes. —¡Ah, sí! No hay problema, están en el portafolio negro del bureau — respondió Marcos. —En ese caso —añadió el sirviente—, no me queda más que desearles un buen viaje. El cocinero echó una mano a la espalda y sacó de su cinturón una Colt 25 metálica con silenciador incorporado. Levantó firmemente el cañón hacia los Machado y sintió la frialdad del gatillo al posar en él su índice. 3 San Cristóbal de La Laguna, en la actualidad. Pedro « Piti» Ramírez metió la primera marcha de la excavadora y volvió a la carga. La pala en forma de cuchara se hundió una vez más, inmisericorde, en el suelo blando y levantó varios metros cúbicos de tierra y restos de plantas. Con un preciso movimiento lateral, los depositó en el montón que, poco a poco, iba creciendo más de lo que debía.

El camión que recogía el desmonte se estaba retrasando. Era lógico. En aquella sofocante tarde de verano, el único pringado que estaba trabajando era él. Al aparejador no se le había visto desde hacía días, y el encargado de la obra llevaba cerca de una hora de café. Mal empezábamos si todos se escaqueaban. Paró la máquina un momento para secarse el sudor y quitarse algo del polvo que le cubría el rostro. Echó un vistazo al tajo. Limpiar aquel patio de manzana le llevaría al menos una semana. No había problema, la paciencia era la virtud de los palistas, o eso decían. Apartó con la yema del índice la capa de fina tierra que se había depositado sobre la esfera de su reloj. Todavía quedaba hora y media para acabar la jornada. Se imaginó el vaso de vino que iba a echarse en cuanto llegara a La Matanza, donde vivía, y esa visión le reanimó, infundiéndole fuerzas. Escupió a los cascotes y volvió a meter la primera. Estaba asombrado de que los vecinos no asomaran la cabeza. El ruido que hacía la pala era infernal. Un cacharro como aquél, una CAT 225 de más de veinte años de antigüedad, era una antigualla en el mundillo de la construcción. Sin embargo, a Piti le gustaba el rugido del motor y sentir como su fuerza superaba todos los obstáculos que le ofrecía el terreno. Levantar la pala, hundirla en la tierra, elevar la carga, trasladarla al montón… así, una y otra vez. No era un mal trabajo, quizá un poco aburrido para quien lo viera de fuera, pero él sabía que había que ser un verdadero experto para colocar bien los montones y no tener que volver a pasar de nuevo por el mismo sitio. Realmente, Piti tenía un gran concepto de sí mismo: se consideraba casi como un artista que hace un trabajo exquisito sólo apreciado por los que realmente saben de excavaciones. En aquella obra había que andar con cuidado. Se trataba de desmontar un antiguo patio de tierra anexo a una casa que por lo menos tenía trescientos años de antigüedad. La edificación era de mampostería, reforzada sólo por piedras angulares en las esquinas, y el peligro de derrumbe de las paredes existía, aunque él sabía que era poco probable que se produjera. La gente de antes sabía hacer casas sólo con piedras y tierra, y no se caían de un día para otro. Por fin llegó el camión.

Piti reconoció al conductor, un tipo experimentado, de pocas palabras y gesto malhumorado. Con éste no hay nada que hablar. Normalmente, los camiones interrumpían el tráfico de Tabares de Cala, una de las principales calles del centro de La Laguna. El enorme vehículo necesitaba varias maniobras para entrar de espaldas a la zanja y a Piti le encantaba oír los bocinazos de los conductores histéricos por la tardanza en dejar libre el paso. Lo mejor era cuando acudía algún policía local y se dedicaba a dar instrucciones al camionero, que siempre le respondía con una sonrisa y no le hacía ni caso. Sin embargo, esa tarde no había nadie en la calle, ni coches, ni polis. Todo el mundo estaba a la sombra, como debía ser. Todos menos él, claro, el primo de turno. Piti tardó diez minutos en cargar el camión. A veces, levantaba la pala más de lo necesario al descargar la tierra, disfrutando al ver como la nube de polvo escalaba el muro medianero y se introducía en el impoluto jardín de un pareja de viejos gruñones que vivían al lado. El palista se regocijaba imaginando la bronca que al día siguiente se llevaría el encargado cuando pasase por delante de la puerta de los vecinos. De nuevo se metió en la zanja. Tras la capa superficial de plantas y desechos vegetales, el palista se había encontrado un estrato de tierra compacta de color marrón oscuro. Buena tierra para sembrar, era una pena que se mezclara con la basura superficial. Pero aquel nivel se estaba acabando y ahora se encontraba con tierra seca mezclada con piedras irregulares, un terreno un poco más difícil de excavar, pero nada que no pudiera superar sin problemas. El objetivo era bajar casi siete metros para construir dos alturas de garajes. Había que estar loco para atreverse a diseñar un edificio con dos plantas de garaje en La Laguna, de cuyo subsuelo afloraba el nivel freático del agua subterránea cuando menos lo esperabas. Todo era antiguo en el casco histórico y, como se produjera una simple grieta en alguna pared, se corría el riesgo de paralización de la obra de inmediato. Ciertamente, había que ser un artista para hacer bien aquel trabajo. Piti bajó una vez más la cuchara de la excavadora y, tras una débil resistencia inicial, notó que su extremo se balanceaba en el vacío. Puso en punto muerto la máquina y observó cómo un oscuro agujero había aparecido en el lugar donde acababa de pasar el cucharón, apenas a cuatro metros de donde él estaba. Seguro que se trata del típico pozo de aguas fecales que tanto se usaba antes en la ciudad, pensó. Le encantaba encontrarse con aquellas construcciones subterráneas, ejemplos de una cuidada arquitectura, con unas cúpulas de ladrillo casi perfectas. Una herencia del buen hacer de los maestros albañiles de otros tiempos. Cuando el polvo se asentó, Piti paró el motor y bajó de un salto.

Se aproximó con cuidado al borde de la oquedad y miró a la oscuridad. Efectivamente, era un pozo antiguo, pero mucho más grande que cualquiera que hubiera visto antes. Volvió a la pala a recoger la linterna que llevaba debajo del asiento, junto a la petaca de ron, y comprobó con alivio que funcionaba. Por una vez, las pilas no se habían sulfatado. Pulsó el interruptor y se dirigió al agujero. Los cascotes que formaban el techo de la cúpula habían caído sobre una de las paredes, dejando un reguero de escombros que hacían practicable la bajada. El palista miró alrededor, por si había alguien que compartiera el descubrimiento. Pero no, ni siquiera estaba presente el gato que lo miraba distante todas las mañanas encaramado en el muro de una casa contigua. En fin, echemos un vistazo, se dijo. Había destrozado muchos pozos en su carrera, y sabía que, como llamara al encargado o al aparejador, ambos querrían verlo con detenimiento y retrasarían su trabajo durante horas. Si era igual que los demás, arramblaría con él y a otra cosa. A pesar de su evidente sobrepeso, bajó con habilidad por la rampa de derrubios. Estaba entrenado de tanto caminar sobre resbaladizos cantos rodados de la costa norte de la Isla, jugándose el tipo cuando recogía las cada vez más escasas lapas adheridas a las rocas. Por fin llegó al suelo original. Olía a tierra mojada y a algo más, desagradablemente indefinible. A pesar de la limitada luz de la linterna, de un solo vistazo se percató de que aquello no era un pozo negro. La cúpula no era tal, sino una bóveda de paredes de ladrillo que se desplazaba en dirección norte unos diez metros, calculó. Más allá no llegaba el haz de luz artificial. El palista dio unos pasos mirando el techo, temiendo que fuera a derrumbarse. Después de iluminar los vacíos muros, fijó el foco en el suelo. El polvo se asentaba poco a poco, pero dejaba entrever un piso de grandes losas de piedra pulida, de metro y medio por lo menos cada una, que lo cubría hasta donde llegaba la luz. Una de ellas tenía en su base una argolla de hierro oxidado. ¿A qué le recordaba aquello? ¿A la tapa de las arquetas de los aljibes o a otra cosa que prefería olvidar? De repente, una sombra oscureció la escasa luz que entraba por la abertura. —¡Piti! ¿Dónde estás? ¿Ya estás escaqueado otra vez? El grito del encargado resonó de tal manera en aquella cueva que a Piti casi se le cae la linterna. —¡Estoy aquí abajo! —respondió el palista, temblando—.

¡Coño! ¡Qué susto, joder! —¿Qué haces solo ahí? ¿No sabes que tienes que avisar? Espera, que bajo. Lorenzo Báez era varios años más joven que Piti, más bajo, pero todo nervio y músculo. El año anterior había ascendido de oficial de primera a encargado. Llegaba a la obra antes que nadie y se iba el último. El tío se lo curraba y por ello era respetado por sus compañeros. No obstante, de vez en cuando, como todos, alargaba el café tras la comida. En un par de segundos bajó donde estaba el palista. —¿Qué es esto? —preguntó Báez, mirando alrededor—. Me recuerda a los silos de los polvorines del Ejército. Los hombres avanzaron varios pasos, y descubrieron que la construcción subterránea se interrumpía unos quince metros más allá. —Esto es muy antiguo. Se derrumbó el techo hace mucho tiempo —comentó el capataz con seguridad—. Parece que esta especie de túnel seguía más adelante —se dio la vuelta—. Fíjate, hay una losa con anilla —la inspeccionó unos segundos—. Venga, vamos a levantarla. —¿Te parece buena idea? —preguntó Piti con voz temblorosa—. Creo que deberíamos llamar al jefe. —Luego lo llamamos. De aquí a que venga igual se hace de noche. A lo mejor encontramos un tesoro o algo así. Hace cinco años encontramos en otra obra varias monedas de oro. El hipotético descubrimiento de un saco de monedas no terminaba de convencer a un Piti, que cada vez sentía más aprensión en aquel entorno. Báez se desprendió del cinturón, lo pasó por el aro y tiró de la losa hacia arriba. —¡Venga, ayúdame! ¡Parece que se mueve! De mala gana, el palista tiró del cinturón, y la fuerza de ambos logró que la losa se levantara unos centímetros, los suficientes para poder desplazarla lateralmente. Un fuerte olor surgió de debajo de la losa e impregnó la oscuridad.

—¿A qué huele? —preguntó Piti—, ¡es inaguantable! —Déjame la linterna —Báez orientó el foco al hueco—. ¡Hay unos escalones! Una vez apartada la losa completamente, Báez comenzó a bajar la escalera, resbaladiza por la humedad. Piti pensó que por nada del mundo seguiría a Báez, ¡vaya agallas que tenía el tipo! En el séptimo escalón, el encargado se detuvo bruscamente. —Piti, mejor será que llames al jefe —la voz del encargado era casi un susurro—. Esto no te va a gustar. —¿Qué hay ahí, Lorenzo? Báez tardó unos segundos en responder. —Gente muerta…, mucha gente muerta. Una violenta arcada ascendió por el estómago del encargado, sin que pudiera reprimirse. Piti le imitó de inmediato. 4 Marta Herrero luchaba con las gotas de sudor que resbalaban de su frente intentando que no cayeran encima de los huesos que limpiaba con un cepillo. A estas alturas sólo faltaría contaminar las muestras del yacimiento con un descuido por su parte. La jornada había sido fructífera en aquella cueva escondida en un saliente abrupto del barranco de Afur, en el macizo montañoso de Anaga, al noroeste de la Isla. De los cuatro enterramientos guanches encontrados, ya habían podido excavar tres, y éste era el último. Con un poco de suerte, esa semana acabarían el trabajo in situ y podría sentarse en el laboratorio de la Facultad a ordenar e interpretar lo que habían encontrado. El curso había terminado y no recibiría las inoportunas visitas de los alumnos que tanto la desconcentraban. Por culpa de las tutorías iba retrasada en la redacción del catálogo arqueológico de la comarca norte de Tenerife. La entrega era en octubre, pero en el mes de agosto tenía planeado viajar a la Provenza y comprobar si estaba justificada la fama de los Côtes du Rhône. Tendría que aprovechar el tiempo. Pasó del cepillo al pincel para separar la fina tierra que recubría los huecos del cráneo y recuperar lo que parecía ser un collar cuyas cuentas se hallaban desperdigadas a su alrededor. —Un poco más de luz, Juan, por favor —pidió la arqueóloga a su ayudante. Juan López, el eterno becario del Departamento de Arqueología, se apresuró a acercar la potente linterna halógena con la que trabajaban. Proporcionaba una luz extraordinaria, pero también producía un calor horroroso. Como a su profesora, también a él se le pegaba a la espalda la camisa estilo Camel Trophy. Juan era consciente que debía mostrar en todo momento el máximo entusiasmo en lo que hacía: el plazo para presentar la tesis expiraba a finales de año y le convenía asegurarse el respaldo de los profesores del Departamento. Trabajar con la doctora Herrero era agradable, y además de tener una profesional de prestigio al lado que le hacía aprender cosas nuevas todos los días, la arqueóloga estaba como un tren.

Casi metro setenta de puro músculo, se recogía en la excavación su media melena castaña de una forma que le daba un cierto aire de saltadora de pértiga. La mirada de sus oscuros ojos verdes derretía a cuantos se atrevían a sostenerla unos segundos. Pero lo que más apreciaba era su trato amable con los alumnos. En su caso, a veces deseaba que fuera un poco más cálido. Pero no, se comentaba que la doctora Herrero estaba comprometida con un empresario y no iba a complicarse la vida con un alumno. ¡Ni él tampoco iba a fastidiar su carrera por liarse con una profesora…! O por lo menos así se lo repetía. Todavía quedaban unas cuantas piezas del collar por recuperar cuando el móvil de Marta comenzó a vibrar insistentemente. La arqueóloga, tras limpiarse el polvo de sus manos en la camisa, sacó el teléfono del bolsillo trasero del pantalón vaquero y miró la pantalla, asombrada de tener cobertura dentro de la cueva. Era el Inspector Antonio Galán, un compañero de facultad con quien mantenía una vieja amistad de muchos años. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro. No quería reconocerlo, pero le gustaba que la llamara. Ese hombre tenía un aura especial. Una seguridad en sí mismo que le hacía sentirse cómoda cuando coincidían. Sin embargo, sabía que aquel tren había pasado de largo hacía muchos años, que aquello era parte de su pasado, una aventura efímera que acabó antes de empezar. Marta pulsó el botón de recepción de llamada. —No me digas que te vas a rajar de la cena de mañana —tanteó sin dejar que Galán tuviera tiempo de decir nada. La cena de aniversario de la promoción de Historia llevaba más de dos meses organizada. —¿Eh?, no, no es eso, no me la perderé por nada —contestó el policía—. Te llamo porque necesito que me hagas un favor. Marta atendió con interés, era uno de esos hombres a los que las mujeres no les importaba hacerles favores. —Unos obreros han encontrado una estructura subterránea en un solar en La Laguna y, como parece que tiene bastante antigüedad, he pensado que podrías asesorarme acerca de su fecha de construcción. —Vaya, la policía haciendo el trabajo de los arqueólogos —dijo Marta en tono burlón—. Como se entere algún periodista de que los polis no están persiguiendo a los malos, sales mañana en primera plana. —De eso se trata, Marta, de que no salga en primera plana. Lo que hay en esa obra, es… —la voz adquirió un tono confidencial— un tanto especial, y no queremos seguir sin que hay a alguien que sepa de cosas antiguas enterradas.

Además, como ya sabes, nuestra actuación es exponente del extraordinario celo que las autoridades policiales utilizan para no contaminar la importancia de los hallazgos de posible interés arqueológico. —Sí, sí, me lo creo —comentó Marta, irónica. Notaba que tanto secretismo comenzaba a intrigarla—. ¿Cuándo quieres que vay a? —Si vienes ahora, te lo agradeceré eternamente. —De acuerdo —respondió la arqueóloga, afable—, si es eternamente, iré. Estoy cerca de Taganana y calculo que tardaré unos veinte minutos, depende del tráfico. —Muy bien, te espero. Gracias amiga. « Gracias, amiga» , se repitió mentalmente. Hubo un tiempo en que esa frase nunca hubiera salido de su boca. ¿Cómo la llamaba en la intimidad? Marta no quiso recordarlo. Era mejor así. Se volvió hacia su ayudante y le entregó el pincel. —Juan, hemos terminado. Recupera las cuentas del collar, las guardas como siempre y te vas. Nos vemos mañana. La arqueóloga sonrió a Juan y salió de la cueva con cuidado, fijándose donde pisaba. El becario siguió con la mirada la atractiva silueta que se recortaba contra la cegadora luz del exterior. Menos mal que en la entrada de la cueva había dos alumnos más. Se dispuso a acabar rápido la tarea. No le gustaba demasiado la idea de quedarse solo en aquella compañía. La mirada vacía de la calavera parecía no perder detalle de cada uno de sus movimientos.

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