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La importancia de no hacer nada – Oscar Wilde

UN MES DESPUÉS de publicar El retrato de Dorian Gray, su única novela larga, en julio de 1890 Oscar Wilde da a la imprenta la primera parte de El crítico como arista, titulada Con algunas observaciones sobre la importancia de no hacer nada. En septiembre de ese mismo año aparece la segunda entrega, Con algunas observaciones sobre la importancia de discutirlo todo. Ambas fueron recogidas en 1891 en el volumen Intenciones junto a La decadencia de la mentira, Pluma, lápiz y veneno y La verdad de las máscaras. Todos estos ensayos literarios coinciden con el momento en que Wilde alcanza su madurez como escritor. Gracias a ellos logró una enorme celebridad entre el público culturalmente elevado, que valoró el ingenio de sus razonamientos y epigramas; al tiempo, se ganó el desprecio y enemistad de las clases populares, que lo veían como a un frívolo cínico y pedante. Wilde no buscó nunca la paz con sus detractores, sino que los atacó, convencido de que el público inglés se siente mucho más a gusto «cuando le habla un mediocre», según escribe en La importancia de no hacer nada. Oscar Wilde por William Rothenstein (1894). Provocador insaciable, algo que le acarrearía el encarcelamiento y un injusto desprecio al final de su vida, este ensayo de Wilde está salpicado de perlas: «El engreimiento siempre es delicioso en literatura»; «las ediciones baratas de grandes libros pueden ser deliciosas, pero las ediciones baratas de grandes hombres son por completo detestables»; «el periodismo es ilegible y la literatura no se lee»; «los cigarrillos tienen el encanto de dejarte insatisfecho»; «la única utilidad que tienen los agregados de las embajadas es la de proporcionar un tabaco excelente a sus amigos»; «cualquiera puede escribir una novela en tres volúmenes. Sólo necesita una ignorancia absoluta de lo que son la vida y la literatura…». Refinado y esnob, bajo esa mirada pedante y divertida, La importancia de no hacer nada esconde un profundo tratado sobre la relevancia creativa de la crítica, en donde hace gala de tal formación clásica y de tan profundo conocimiento de la cultura griega que a veces se hace difícil seguir sus razonamientos, basados primordialmente en que la labor del crítico es mucho más complicada y creativa que la del propio creador. Sin duda, Wilde está profundamente influenciado por uno de sus profesores de Oxford, John Ruskin —lo cita en este ensayo—, autor de libros esclarecedores sobre artistas como el pintor William Turner. Ante la profundidad de su discurso, se agradecen las observaciones frívolas que salpican la obra, auténticos descansos dentro de un ensayo que, pese a esos toques de humor, es tan elevado como original. Para realizar esta edición hemos traducido nuevamente al español esta obra de Wilde, intentando limpiar algunas incorrecciones frecuentes en otras versiones españolas publicadas hasta la fecha. Las notas se han limitado lo máximo posible, pero también el editor tiene derecho a ser pedante, aunque siempre en menor proporción que sus autores. La veintena escasa de llamadas a pie de página intentan ayudar a comprender mejor algunas partes del texto. También se ha recuperado el puñado de frases y palabras en griego empleadas por Wilde en el original, que se ofrecen traducidas al español gracias al magisterio y amistad de Luis Alberto de Cuenca. EL EDITOR DIÁLOGO Personajes: Gilbert y Ernest. Escenario: la biblioteca de una casa en Piccadilly con vistas a Green Park. GILBERT (al piano): ¿De qué se ríe, mi querido Ernest? ERNEST (alzando la mirada): De una excelente anécdota que acabo de leer en este libro de Memorias que estaba en su mesa. GILBERT: ¿Qué libro es? ¡Ah! Ya veo. Aún no lo he leído. ¿Está bien? ERNEST: Pues me he divertido hojeándolo mientras usted tocaba, y eso que, por norma, me desagradan los libros modernos de memorias. Suelen estar escritos por personas que o bien han perdido por completo la memoria o nunca han hecho nada digno de ser recordado; lo cual, claro está, es la auténtica razón de su éxito, pues el público inglés suele sentirse a gusto cuando le habla un mediocre. GILBERT: Sí, es un público increíblemente tolerante. Lo perdona todo, menos el talento.


Pero debo confesar que a mí me gustan todos los libros de memorias, tanto en su forma como en su contenido. El engreimiento siempre es delicioso en la literatura. Es lo que nos fascina de las cartas de personalidades tan diferentes como Cicerón o Balzac, Flaubert o Berlioz, Byron o madame de Sévigné. No podemos dejar de darle la bienvenida, y cuesta olvidarlo, cada vez que nos lo encontramos, lo cual, curiosamente, es poco frecuente. La Humanidad siempre querrá a Rousseau por haber confesado sus pecados al mundo, en vez de a un sacerdote, y ni las ninfas tendidas que Cellini esculpió en bronce para el castillo de Francisco I de Francia, ni su Perseo en verde y oro, que se halla en la Loggia dei Lanzi en Florencia, mostrando a la Luna el horror muerto que antaño convertía la vida en piedra, proporcionaron más placer que esa autobiografía donde el bribón supremo del Renacimiento nos cuenta su historia de esplendor y vergüenza. Bien poco nos importan sus opiniones, su carácter, o lo que haya logrado en la vida, que sea un escéptico como el gentil monsieur de Montaigne o un santo como el amargado hijo de Santa Mónica [1] , cuando sabe hechizarnos al contarnos sus secretos y hacer que nuestros oídos escuchen y nuestros labios callen. No creo que perdure la forma de pensar que representa el cardenal Newman [2] , si es que puede llamarse «forma de pensar» a algo que busca resolver problemas intelectuales negando la supremacía del intelecto, pero el mundo jamás se cansará de contemplar a ese pobre alma en su progreso desde las tinieblas para llegar a las tinieblas. Siempre le será grata la solitaria iglesia de Littlemore, donde «el hálito de la mañana es húmedo y escasos los fieles», y cada vez que los hombres vean florecer la amarilla dragonaria en los muros de la Universidad de Trinity se acordarán de aquel gentil estudiante que vio en esa recurrencia de la flor la profecía de que siempre estaría con la bondadosa madre de sus días, profecía cuyo incumplimiento debió poner a prueba su fe, en su sabiduría o su locura. Sí, la autobiografía es un género irresistible. Ese pobre, necio y desdichado que es el secretario de marina Pepys [3] ha conseguido ingresar en el círculo de los inmortales gracias a su charlatanería y, consciente de que la indiscreción es la mejor parte del valor, se mueve cómodamente entre ellos vistiendo ese «peludo traje púrpura, con encaje y botones de oro» que tanto le gusta describirnos, parloteando para disfrute propio, y nuestro, sobre la falda azul índigo que le ha comprado a su mujer, sobre la «buena fritura de cerdo» y la sabrosa «suave fricasé de ternera» que tanto le gusta comer, sobre su partida de bolos con Will Joyce y sus «devaneos con bellezas», sobre sus recitales dominicales de Hamlet y las veces que toca la viola entre semana, además de otras vulgaridades o travesuras. El engreimiento no pierde su atractivo ni siquiera cuando se ve ante la vida cotidiana. Las personas que hablan de los demás tienden a ser aburridas, pero cuando hablan de sí mismas casi siempre resultan interesantes, y serían del todo perfectas si, cuando se vuelven cansinas, se les pudiera cerrar la boca con la misma facilidad con que se cierra un libro del que te has cansado. ERNEST: Es un «sí» notable, que diría Touchstone. ¿De verdad sugiere que todos deberíamos ser nuestro propio Boswell [4]? ¿Qué sería entonces de los laboriosos compiladores de Vidas y Memorias? GILBERT: ¿Qué va a ser de ellos? Son la plaga de estos tiempos. Ni más ni menos. Hoy día todos los grandes hombres tienen discípulos, y siempre es Judas quien escribe la biografía. ERNEST: Pero ¡mi querido amigo! GILBERT: ¡Me temo que es así! Antes canonizábamos a los héroes. Ahora, lo moderno es vulgarizarlos. Las ediciones baratas de grandes libros pueden ser deliciosas, pero las ediciones baratas de grandes hombres son por completo detestables. ERNEST: ¿Puedo preguntar a quién se refiere, Gilbert? GILBERT: ¡Oh! A todos nuestros literatos de segunda fila. Estamos invadidos por gente que, en cuanto fallece un poeta o un pintor, acude a su casa con el funerario y olvidan que su único deber es ser mudos. Pero no hablemos de ellos. Son los ladrones de cadáveres de la literatura. A unos les toca el polvo y a otros las cenizas, y el alma queda fuera de su alcance. Y ahora, ¿quiere que le toque algo de Chopin o de Dvorak? ¿Una fantasía de Dvorak, quizá? Compone piezas muy apasionadas y de peculiar colorido.

ERNEST: No; ahora no me apetece oír música. Es demasiado indefinida. Además, anoche llevé a cenar a la baronesa Bernstein y, pese a ser absolutamente encantadora en cualquier otro aspecto, se empeñó en hablar de música, como si ésta se escribiera en alemán. Y, suene como suene la música, me alegra poder decir que no suena para nada como el alemán. Hay formas de patriotismo que resultan de lo más degradantes. No, Gilbert, deje de tocar. Dese la vuelta y hábleme. Hábleme hasta que en la habitación entren las horas con cuernos de plata. Su voz tiene un timbre maravilloso. GILBERT (levantándose del piano): Esta noche no estoy de humor para hablar. De verdad que no. ¡Hace usted mal en sonreír! ¿Dónde están los cigarrillos? Gracias. ¡Exquisitos esos narcisos solitarios! Parecen hechos de ámbar reciente y de marfil. Son como objetos griegos de la mejor época. ¿Qué le hizo tanta gracia de las confesiones del académico arrepentido? Dígamelo. Cuando toco a Chopin me siento como si llorase por pecados que nunca cometí y llevase luto por tragedias ajenas. La música siempre parece producirme este efecto. Te crea un pasado del que eras ignorante y te llena con el sentimiento de pesares ocultados a nuestras lágrimas. Puedo imaginar a un hombre que siempre hubiese llevado una vida corriente oyendo un día por casualidad alguna pieza musical y descubriendo de pronto que su alma había pasado por experiencias terribles y conocido alegrías desbordantes, amores enloquecidos y grandes sacrificios, sin haber sido nunca consciente de ello. Venga, Ernest, cuéntemelo. Deseo divertirme. ERNEST: ¡Oh! No creo que tenga importancia. Es que me pareció un ejemplo admirable de la auténtica valía de la crítica de arte. Parece ser que una dama preguntó con toda seriedad al académico arrepentido, como usted lo llama, si su célebre cuadro Día de primavera en Whiteley, o Esperando el último tranvía, o algún nombre parecido, estaba pintado a mano. GILBERT: ¿Y era así? ERNEST: Es usted incorregible.

Pero, hablando en serio, ¿para qué sirve la crítica de arte? ¿Por qué no se deja en paz al artista para que cree un mundo nuevo si así lo desea, o para que retrate el mundo que ya conocemos y del que, imagino, ya estaríamos hartos de no ser porque el arte, con su fino espíritu de elección y su delicado instinto selectivo, lo purifica para nosotros, por así decirlo, dotándolo de una perfección momentánea? Tengo la impresión de que la imaginación crea, o debiera crear, cierta soledad a su alrededor, y que funciona mejor en el silencio y el aislamiento. ¿Por qué debe verse el artista turbado por el estridente clamor de la crítica? ¿Por qué quienes no pueden crear se arrogan el derecho a juzgar la valía de la obra creativa? ¿Qué sabrán ellos? Las explicaciones son innecesarias cuando la obra de un hombre es fácil de comprender. GILBERT: Y cuando la obra es incomprensible, toda explicación la perjudica. ERNEST: Yo no he dicho eso. GILBERT: ¡Ah! Pues debería. Quedan tan pocos misterios hoy en día que no podemos permitirnos perder ni uno sólo más. Siempre me ha parecido que los miembros de la Browning Society [5] , los teólogos de la Broad Church Party o los autores de la serie Grandes Escritores del señor Walter Scott pierden el tiempo intentando explicar a sus dioses. Si uno espera que Browning fuera un místico, ellos se esfuerzan en demostrar que sólo era incapaz de expresarse. Si uno desea que tuviera algo que esconder, ellos prueban que tenía muy poco que revelar. Y con esto sólo me refiero a la parte incoherente de su obra. En conjunto, fue un gran hombre. No pertenecía al Olimpo y tenía todas las imperfecciones de los titanes. Carecía de una visión amplia y sólo en raras ocasiones era musical. Su obra estaba marcada por el forcejeo, la violencia y el esfuerzo, y no pasaba de la emoción a la forma, sino del pensamiento al caos. Y, pese a ello, era grande. Se le considera un pensador, y ciertamente fue un hombre que siempre pensaba, y que pensaba en voz alta; pero no era el pensamiento lo que le fascinaba, sino el proceso en sí del pensamiento. Amaba la mecánica, no lo que producía esa mecánica. Apreciaba tanto el método por el que el loco llega a su locura como el sabio a la sabiduría. Y tanto le fascinaba la sutil mecánica de la mente que despreciaba el lenguaje, o lo consideraba un instrumento incompleto con el que expresarse. La rima, ese eco exquisito del valle de las musas que crea y contesta a su propia voz; la rima, que en manos del verdadero artista se vuelve elemento espiritual de pensamiento y de pasión, y no mero recurso de armonía métrica, que puede despertar nuevos estados de ánimo, o sugerir nuevas sucesiones de ideas, o abrir con su dulzura y sugestiva sonoridad puertas doradas a las que la imaginación antes había llamado en vano; la rima, que transforma el habla de los hombres en la voz de los dioses; la rima, única cuerda que añadimos a la lira griega, se convierte en manos de Robert Browning en algo informe y grotesco, que a veces disfraza de poesía lo que es de comediante vulgar, y demasiado a menudo monta a Pegaso con sorna. Hay momentos en que hasta nos hiere con su poesía monstruosa. Pues cuando sólo puede conseguir música rompiendo las cuerdas de su laúd, las rompe, y éstas se parten desafinando, sin cigarras atenienses que puedan crear una melodía con sus trémulas alas, y se posen ligeramente en el cuerno de marfil para hacer armónico el movimiento o menos brusca la pausa. Y, sin embargo, fue grande, y aunque convirtió el lenguaje en innoble arcilla, hizo con él hombres y mujeres que tenían vida. Es la criatura más «shakesperiana» que ha habido después de Shakespeare. Si Shakespeare podía cantar con mil labios, Browning tartamudeaba con mil bocas.

Incluso ahora, mientras hablo, y no hablo en su contra sino en su defensa, desfilan ante mí sus personajes. Por allí se arrastra sigiloso fray Lippo Lippi, con las mejillas aún sonrojadas por el ardiente beso de alguna doncella. Allí está el temible Saúl, con los señoriales zafiros brillando en su turbante. Y están Mildred Tresham, y el monje español, lívido de odio, y Blougran, y Ben Ezra y el obispo de St. Praxed. El retoño de Setebos [6] farfulla en la esquina, y Sebaldo, al oír pasar a Pippa, mira el macilento rostro de Ottima, despreciándola por su pecado, y despreciándose a sí mismo. El rey melancólico, pálido como la blanca seda de su jubón, contempla con soñadores ojos traicioneros al demasiado leal Strafford encaminándose a su perdición, y Andrea se estremece al oír silbar a los primos en el jardín y prohíbe salir a su perfecta esposa. Sí, Browning fue grande. ¿Y de qué modo será recordado? ¿Como poeta? ¡Ah, como poeta no! Será recordado como narrador, quizá como el narrador más grande que hemos tenido. Su sentido del drama no tenía rival, y si no podía resolver las situaciones que planteaba, al menos sabía plantearlas, ¿y qué debe hacer si no un artista? Como creador de personajes está a la altura de quien creó a Hamlet. De haber sabido expresarse mejor, se habría sentado a su vera. George Meredith es el único hombre digno de tocar la orla de su ropa, pues era un Browning en prosa, que es lo que era Browning, pues escribía en prosa usando la poesía. ERNEST: Algo de cierto hay en lo que dice, pero no en todo lo que dice. Es usted injusto en muchos puntos. GILBERT: Resulta difícil no ser injusto con lo que se ama. Pero volvamos al tema en cuestión. ¿Qué era lo que me decía? ERNEST: Sencillamente que en la edad dorada del arte no había críticos de arte. GILBERT: Me parece que he oído antes esa observación, Ernest. Tiene la vitalidad de un error y todo el tedio de un viejo amigo. ERNEST: Es cierta. Sí, es inútil que niegue con la cabeza de forma tan petulante. Es muy cierta. En la edad dorada del arte no había críticos de arte. El escultor hacía surgir del bloque de mármol al gran Hermes de blancas extremidades que dormía en su interior. Los enceradores y doradores de imágenes daban tono y textura a la estatua, y cuando el mundo la veía, la adoraba sin pensar.

El ardiente bronce se vertía en el molde de arena y el río de rojo metal se enfriaba en nobles curvas y asumía la forma del cuerpo de un dios. Con esmalte o pulidas joyas se daba visión a ojos que no veían. Los rizos de jacinto cobraban vida bajo el buril. Y cuando el hijo de Leto se alzaba en su pedestal en algún sombrío templo policromado, o algún pórtico de columnas iluminado por el sol, quienes pasaban, ἁβρὡς βαίνοντες διἁ λαμπροτἁτου αίθἑρος [7] , eran conscientes de que había una nueva influencia en sus vidas y se dirigían a sus casas o labores cotidianas con aire soñador o con un sentimiento de extraña y acelerada alegría, o vagaban sin rumbo, cruzando las puertas de la ciudad para llegar hasta ese prado encantado por las ninfas donde el joven Fedro se lavó los pies y, al tumbarse en la suave hierba bajo los fuertes vientos, rodeado de susurrantes llanuras y florecientes agnus castus, se puso a pensar en las maravillas de la belleza, y calló sumido en desacostumbrada reverencia. En aquel entonces se recogía con los dedos la suave arcilla del valle del río y, con una pequeña herramienta de madera o hueso, se moldeaba en formas tan exquisitas que la gente las usaba de juguetes para los muertos, y que aún se encuentran en las polvorientas tumbas de las amarillas colinas de Tanagra, con el apagado oro y el deslucido carmesí insinuándose aún en pelo y labios y ropajes. En una pared de yeso fresco, teñida con luminoso bermellón o con una mezcla de leche y azafrán, el artista pintaría una figura caminando con pies cansados por los campos púrpura salpicados de blanco de Asfódelos, como Políxena, hija de Príamo, «cuyos párpados contenían toda la Guerra de Troya»; o quizá pintase a Ulises, el sabio y astuto, atado al mástil con tensas cuerdas para poder oír sin peligro el canto de las sirenas, o vagando por las transparentes aguas del río Aquerón, donde fantasmas de peces nadan veloces sobre su pedregoso lecho; o lo pintaría con mitra y faldilla para mostrar a los persas huyendo de los griegos en Maratón, o a las galeras entrechocando sus proas de bronce en la pequeña bahía de Salamina. Dibujaba con punzón de plata y carboncillo en pergamino y cedro preparado. Pintaba con cera sobre marfil y terracota rosa, usando aceite de oliva para licuar la cera, y hierros al rojo para asentarla. Tabla y mármol y lienzo se tornaban maravillosos cuando su pincel corría por ellos, y la vida se detenía al verse reflejada, y no se atrevía a hablar. Y toda la vida toda era suya, desde los mercaderes que se sentaban en la plaza del mercado hasta el pastor envuelto en su capa y tumbado en la montaña, desde la ninfa escondida entre laureles y el fauno que toca el caramillo a mediodía hasta el Rey en su litera de verdes cortinajes, cargada por esclavos sobre hombros relucientes de aceite, y abanicado con plumas de pavo real. Ante él pasaban hombres y mujeres, con placer o pesar en el rostro. Y él los contemplaba y atrapaba su secreto. Y recreaba un mundo usando forma y color.

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