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La Importancia de llamarse Ernesto – Oscar Wilde

Gran Bretaña, 1890. Jack tiene un secreto. Por un lado, disfruta de una vida tranquila y respetable en el campo, donde ejerce como protector de la bellísima Cecilia. Pero, por otro, cuando necesita ciertos alicientes, se escapa a Londres, donde se hace pasar por su imaginario hermano Ernesto Worthing, un hombre tan disoluto y extravagante como su íntimo amigo Algy. Sin embargo, el objetivo de su último viaje a Londres es proponer matrimonio a Gundelinda, la prima de Algy. La chica, que ignora la identidad de Jack, acepta la propuesta; pero su madre, la temible Lady Bracknell, que tiene otros planes para su hija, descubre la verdad sobre el origen social de Jack: que, siendo un bebé, fue hallado en una bolsa abandonada en la Estación Victoria. Mientras tanto, Algy, aprovechándose de la preocupante situación de su amigo, decide visitar a Cecilia. Cuando se presenta como Ernesto, descubre encantado que Cecilia hace tiempo que sueña con casarse con el hermano errante. Pero, cuando Jack regresa con la noticia de que su hermano ha fallecido, las cosas empiezan a complicarse seriamente.


 

Nota del traductor Hoy damos por primera vez en castellano La importancia de ser formal sin deformaciones ni cortes, íntegramente, habiendo intentado paso a paso y hasta donde era posible, por respeto al autor y al lector, españolizarla literalmente. Esta deliciosa comedia fue estrenada en Londres por la compañía que regentaba Mr. George Alexander, la noche del 14 de febrero de 1895, en el pequeño y elegante teatro de St. James. Wilde la tituló The importance of being earnest, haciendo un gracioso juego con las palabras earnest, formal, serio, y Earnest, Ernesto, que suenan en inglés exactamente lo mismo, a pesar de su ortografía diferente. Y en realidad, como comprobará el lector en el curso de la comedia, para el protagonista (o más bien para los dos personajes centrales), es de suma importancia ser formales de carácter o ser Ernestos de nombre. Comedia trivial para gente seria la subtituló Wilde. Nosotros añadiríamos: para gente seria que sepa sonreír. Ésta es la comedia de la sonrisa. Wilde sabía que ahí está todo, en saber sonreír. Su finura literaria se revela en que sabe buscar y hallar la sonrisa. La risa en el teatro es provocada por un exceso, casi siempre chocarrero, de especias fuertes, ordinarias. Se debe a un retorcimiento del autor o del actor. Los animales tienen una alegría ruidosa, aunque se dice que no ríen nunca (lo cual es una fábula), y que eso los diferencia esencialmente de los seres racionales. ¡Qué no será la sonrisa, que nos diferencia a los hombres, unos de otros! Comedia de equivocaciones o de enredo, la llamaríamos también clásicamente. En La importancia de ser formal todo ese grato humorismo tiene además un gran interés para nosotros.


En esta obra sonrió, acaso por última vez, Wilde. A los tres meses y días de su estreno, que constituyó un éxito aparte (aun en pleno éxito general e incesante de su autor), el 25 de mayo de ese mismo año, un sábado, día del aquelarre, Wilde fue declarado culpable, en aquel proceso turbio y cenagoso, promovido por el padre de lord Alfredo Douglas, el ensañado marqués de Queensberry, y condenado, con no muy clara justicia, a dos terribles años de trabajos forzados, pena que cumplió íntegramente en la cárcel de Reading, como sabe el lector. Wilde asistió, y a en pleno desarrollo de los sucesos que iban a envolverle en una red de ignominias, a los ensayos de La importancia de ser formal. El día del estreno, las personas de la intimidad del autor, enteradas de las cartas amenazadoras que le había dirigido Queensberry, pasaron momentos de desagradable expectación. El marqués intentó penetrar en el teatro y se lo impidieron. Y el palco en que se hallaban sus amigos, una aristocrática partida de la porra, estuvo vigilado durante toda la representación. Pudo evitarse el escándalo, aunque lord Queensberry crey ó vengarse puerilmente, mandando a Wilde al teatro un gran manojo de hortalizas. Días después del estreno, el 18 de febrero, el marqués se presentó en el aristocrático Albemarle Club (del cual eran socios Wilde y su esposa), y ausente aquél de Londres le dejó una tarjeta respaldada con un sucio insulto. Wilde pasó de escribir esta comedia regocijante, última muestra de su apogeo literario, a vivir pocos meses después, con el clownesco uniforme de recluso, la tragedia de la cárcel, que le aniquiló. Ésta fue, pues, repetimos, su última sonrisa ante las cuartillas. Como dice Arthur Ransome, uno de sus biógrafos y críticos: « La importancia de ser formal, la más trivial de las comedias mundanas, es una de las que producen ese placer intelectual por el que reconocemos lo bello.» Y añade más adelante: « La risa ligera de esta comedia se debe a la radioactividad de la obra misma, y no a unos gusanos de luz, colocados incongruentemente en su superficie. En ella nos sentimos despojados de nuestra envoltura corporal y compartimos con Wilde el placer de retozar en el mundo de la cuarta dimensión.» Cecil Georges Bazile, otro de sus biógrafos (recientemente fallecido), escribe: « Esta comedia introdujo en Inglaterra la fórmula moderna del teatro contemporáneo. Se acabaron las groseras adaptaciones francesas o alemanas, se acabaron los melodramas vulgares que abrumaban la escena británica. Oscar Wilde substituyó todo esto por la comedia moderna en el sentido más estricto de la palabra. La sátira se mezcla con un diálogo deslumbrante en el que brotan las frases ingeniosas y las paradojas.» ¡Gran preparador del terreno teatral, gran precursor de los comediógrafos que luego habían de florecer, Bernard Shaw entre otros! El mismo lord Alfredo Douglas, en su libro Oscar Wilde y yo, tan rencorosamente femenil, se ve forzado a reconocer que: « La importancia de ser formal fue un éxito que dio más dinero y más gloria a Wilde que ninguna otra de sus obras» . « Todo Londres fue a verla» , añade. El valor de esta comedia se prueba igualmente, como decíamos refiriéndonos a Una mujer sin importancia, por el hecho de que estas obras wildeanas no pierden nunca su aroma de modernidad, son siempre jóvenes. El lector hallará en ésta ese tono original, ese ambiente de distinción tan naturalmente conseguidos por Wilde. Verá desfilar esos dos tipos de muchachitas casaderas, Cecilia y Gundelinda, gazmoñas deliciosamente enteradas. Saboreará la cómica solemnidad de lady Bracknell con sus ideas humorísticamente singulares, pero fijas. Conocerá a Jack y a Algernon, muchachos graciosamente abúlicos, cínicos y románticos al mismo tiempo, ex colegiales de Oxford o de Cambridge, que empiezan a vivir en el mundo. Tipos de una inteligencia simpática, mimados por la fortuna.

¡Qué lección la de estos personajes frívolos, pero finamente agudos, para la juventud aristocrática que vemos actualmente, huera y antipática la mayoría de las veces, y perdida, perdida para siempre a todo cuanto signifique agilidad mental, ejercicio artístico del pensamiento! Conocerá también el lector a Lane, el criado, tipo que destila humorismo, concentrado, lacónico. A Lane, hermano de ficción de Phipps, el otro ayuda de cámara de lord Goring el admirable, a quien ya conoce el público. Sólo oyendo hablar a estos personajes, que luego recordaremos ya siempre, puede uno con perfecta precisión componer sus retratos físicos y morales. Aunque también sea el teatro wildeano teatro de acción, de trama interesante; buena prueba de ello es que, precisamente en estos días, el público parisiense admira complacido y la crítica francesa señala con encomio la proyección de la película, basada en El abanico de lady Windermere, cuyo arreglo cinematográfico ha sido hecho por un importante director artístico germano-yanqui. Y hace y a años se proyectó también en París la película de El retrato de Dorian Gray. Hay además en estas comedias una frivolidad (esa frivolidad que tanto alabó Wilde frente al efectista y serio trascendentalismo, muy siglo XIX sobre todo), que por obra mágica de su arte se eleva hasta una verdadera filosofía de la vida smart, esa vida que puede ser un ambiente propicio al arte, precisamente por su desconocimiento y su alejamiento de la fea lucha por la existencia que sofoca, adultera y deshace temperamentos. ¡Qué buen sabor de boca dejan estos tres actos optimistas, llenos de enredos y de gracia, donde entre la charla chispeante surge con naturalidad la observación certera y original! ¡Y qué modelo proporciona Wilde (haciendo desde la altura privilegiada de su personalidad polifacética un juego, pero fino y artístico, de su talento) a los confeccionadores impunes y metalizados del entontecedor y aún no fenecido astracán, que figura en algunos teatros españoles, incorporado al repertorio, estorbando la entrada de obras dignas, que orienten y vayan educando a nuestros grandes públicos! A Roberto Baldwin Ross, con estimación y afecto.


 

PRIMER ACTO Decoración: Saloncito íntimo en el piso de Algernon, en Half-Moon-Street. La habitación está lujosa y artísticamente amueblado. Óyese un piano en el cuarto contiguo. LANE está preparando sobre la mesa el servicio para el té de la tarde, y después que cesa la música entra ALGERNON. ALGERNON.— ¿Ha oído usted lo que estaba tocando, Lane? LANE.— No creí que fuese de buena educación escuchar, señor. ALGERNON.— Lo siento por usted, entonces. No toco correctamente —todo el mundo puede tocar correctamente—, pero toco con una expresión admirable. En lo que al piano se refiere, el sentimiento es mi fuerte. Guardo la ciencia para la Vida. LANE.— Sí, señor. ALGERNON.— Y, hablando de la ciencia de la Vida, ¿ha hecho usted cortar los sandwiches de pepino para lady Bracknell? LANE.— Sí, señor. (Los presenta sobre una bandeja.


) ALGERNON.— (Los examina, coge dos y se sienta en el sofá.) ¡Oh!… Y a propósito, Lane: he visto en su libro de cuentas que el jueves por la noche, cuando lord Shoreman y míster Worthing cenaron conmigo, anotó usted ocho botellas de champagne de consumo. LANE.— Sí, señor; ocho botellas y cuarto. ALGERNON.— ¿Por qué será que en una casa de soltero son, invariablemente, los criados los que se beben el champagne? Lo pregunto simplemente a título de información. LANE.— Yo lo atribuyo a la calidad superior del vino, señor. He observado con frecuencia que en las casas de los hombres casados rara vez es de primer orden el champagne. ALGERNON.— ¡Dios mío! ¿Tan desmoralizador es el matrimonio? LANE.— Yo creo que es un estado muy agradable, señor. Tengo de él poquísima experiencia, hasta ahora. No he estado casado, más que una vez. Fue a causa de una mala inteligencia entre una muchacha y yo. ALGERNON.— (Lánguidamente.) No sé si me interesa mucho su vida familiar, Lane. LANE.— No, señor; no es un tema muy interesante. Yo nunca pienso en ella. ALGERNON.— Es naturalísimo y no lo dudo. Nada más, Lane; gracias.

LANE.— Gracias, señor (Sale LANE.) ALGERNON.— Las ideas de Lane sobre el matrimonio parecen algo relajadas. Realmente, si las clases inferiores no dan buen ejemplo, ¿para qué sirven en este mundo? Como clases, parece que no tienen en absoluto sentido de responsabilidad moral. (Entra LANE.) LANE.— Míster Ernesto Worthing. (Entra John. sale LANE.) ALGERNON.— ¿Cómo estás, mi querido Ernesto? ¿Qué te trae a la ciudad? JOHN.— ¡Oh, la diversión, la diversión! ¿Qué otra cosa trae a la gente? ¡Ya te veo comiendo como de costumbre, Algy! ALGERNON.— (Severamente.) Creo que es costumbre en la buena sociedad tomar un ligero refrigerio a las cinco. ¿Dónde has estado desde el jueves pasado? JOHN.— (Sentándose en el sofá.) En el campo. ALGERNON.— ¿Y qué haces enterrado allí? JOHN.— (Quitándose los guantes.) Cuando está uno en la ciudad, se divierte uno solo. Cuando está uno en el campo, divierte a los demás. Lo cual es extraordinariamente aburrido. ALGERNON.

— ¿Y quiénes son esas gentes a las que diviertes? JOHN.— (Con tono ligero) ¡Oh! Vecinos, vecinos. ALGERNON.— ¿Has encontrado vecinos agradables en tu tierra del Shropshire? JOHN.— ¡Perfectamente molestos! No hablo nunca con ninguno de ellos. ALGERNON.— ¡De qué modo más enorme debes divertirles! (Se levanta y coge un «sandwich».) A propósito, ¿el Shropshire es tu tierra, verdad? JOHN.— ¿Eh? ¿El Shropshire? Sí, claro, es. ¡Hola! ¿Por qué todas esas tazas? ¿Por qué esos sandwiches de pepino? ¿Por qué ese loco derroche en un hombre tan joven? ¿Quién va a venir a tomar el té? ALGERNON.— ¡Oh! Solamente mi tía Augusta y Gundelinda. JOHN.— ¡Qué encanto! ¡Perfectamente! ALGERNON.— Sí, está muy bien; pero temo que a tía Augusta no le agrade mucho que estés aquí. JOHN.— ¿Puedo preguntar por qué? ALGERNON.— Chico, tu manera de flirtear con Gundelinda es perfectamente ignominiosa. Es casi tan inicua como la manera de flirtear Gundelinda contigo. JOHN.— Estoy enamorado de Gundelinda. He venido a Londres expresamente para declararme a ella. ALGERNON.— Yo creí que habías venido a divertirte… A esto lo llamo yo venir a negocios. JOHN.— ¡Qué poco romántico eres! ALGERNON.

— Realmente, no veo nada romántico en una declaración. Es muy romántico estar enamorado. Pero no hay nada romántico en una declaración definitiva. ¡Toma! Como que pueden decirle a uno que sí. Yo creo que así sucede, generalmente. Y entonces, ¡se acabó todo apasionamiento! La verdadera esencia del romanticismo es la incertidumbre. Si alguna vez me caso, haré todo lo posible por olvidar el suceso. JOHN.— Eso no lo dudo, mi querido Algy. El Tribunal de Divorcio fue inventado especialmente para la gente que tiene la memoria, tan extraordinariamente constituida. ALGERNON.— ¡Oh, es inútil hacer reflexiones sobre este tema! Los divorcios se elaboran en el cielo… (JACK alarga la mano para coger un «sandwich». ALGERNON se interpone en el acto.) Hazme el favor de no tocar los sandwiches de pepino. Están preparados especialmente para tía Augusta. (Coge uno y se lo come.) JOHN.— ¡Bueno, pues tú te los comes todo el tiempo! ALGERNON.— Eso es completamente distinto. Es mi tía. (Coge el plato de debajo.) Ten un poco de pan con manteca. El pan con manteca es para Gundelinda. Gundelinda está destinada al pan con manteca. JOHN.

— (Aproximándose a la mesa y sirviéndose él mismo.) Y este pan y esta manteca son igualmente buenos. ALGERNON.— Bien, mi querido amigo; pero no es necesario que comas así como si fueras a engullírtelo todo. Te conduces como si estuvieras casado ya con ella. No lo estás aún, ni creo que lo estés jamás. JOHN.— ¿Por qué dices eso? ALGERNON.— Pues bien: en primer lugar, las muchachas no se casan nunca con los hombres con quienes flirtean. No lo consideran decente. JOHN.— ¡Oh, qué tontería! ALGERNON.— No lo es. Es una gran verdad. Eso explica el número extraordinario de solteros que se ven por todas partes. En segundo lugar, y o no doy mi consentimiento. JOHN.— ¡Tu consentimiento! ALGERNON.— Mi querido amigo, Gundelinda es prima hermana mía. Y antes de permitir que te cases con ella tendrás que aclararme por completo la cuestión de Cecilia. (Toca el timbre.) JOHN.— ¡Cecilia! ¿Qué quieres decir? ¿Qué quiere decir eso de Cecilia, Algy ? No conozco a nadie que se llame Cecilia. (Entra LANE.) ALGERNON.

— Traiga la pitillera que se dejó míster Worthing en el salón de fumar la última vez que cenó aquí. LANE.— Bien, señor. (Sale LANE.) JOHN.— ¿Eso quiere decir que te has guardado todo ese tiempo mi pitillera? Podías haber tenido la bondad de comunicármelo. He estado escribiendo furiosas cartas a Scotland Yard sobre esto. Estaba a punto de ofrecer una espléndida gratificación. ALGERNON.— Muy bien; te ruego que la ofrezcas. Casualmente, estoy más a la cuarta pregunta que de costumbre. JOHN.— No hay que ofrecer y a una espléndida gratificación, puesto que se ha encontrado la cosa. (Entra LANE con la pitillera sobre una bandeja. ALGERNON la coge inmediatamente. Sale LANE.) ALGERNON.— Me veo precisado a decirte que me parece eso un poco roñoso en ti, Ernesto. (Abre la pitillera y la examina.) Sin embargo, no importa, porque ahora que veo la inscripción de la parte de dentro descubro que el objeto no es tuy o, después de todo. JOHN.— Claro que es mío. (Dirigiéndose hacia él.) Me lo has visto cien veces y no tienes ningún derecho a leer lo que hay escrito dentro. Es una cosa indigna de un caballero leer una pitillera particular.

ALGERNON.— ¡Oh! Es absurdo tener una regla rigurosa e invariable sobre lo que debe y no debe leerse. Más de la mitad de la cultura moderna depende de lo que no debería leerse. JOHN.— Es un hecho del que estoy perfectamente enterado, y no me propongo discutir sobre la cultura moderna. No es un tema para hablar en privado. Yo necesito simplemente recuperar mi pitillera. ALGERNON.— Sí; pero esta pitillera no es tuya. Esta pitillera es un regalo de alguien que se llama Cecilia, y tú has dicho que no conocías a nadie de ese nombre. JOHN.— Bueno, ya que insistes en saberlo: ocurre que Cecilia es mi tía. ALGERNON.— ¡Tu tía! JOHN.— Sí. Y además, una señora vieja encantadora. Vive en Tunbridge Wells. Y ahora devuélveme eso, Algy. ALGERNON.— (Refugiándose detrás del sofá.) ¿Pero por qué se llama a sí misma « la pequeña Cecilia» , si es tía tuya y si vive en Tunbridge Wells? (Leyendo.) « De parte de la pequeña Cecilia, con su más tierno amor» . JOHN.— (Dirigiéndose hacia el sofá y arrodillándose sobre él.) Chico, ¿qué misterio hay en eso? Unas tías son altas y otras no lo son.

Es ésta una cuestión sobre la cual debe estarle permitido a una tía decidir por sí misma. ¡Tú crees que todas las tías deben ser exactamente iguales a la tuya! ¡Eso es absurdo! ¡Por amor de Dios, devuélveme mi pitillera!

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