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La importancia de discutirlo todo – Oscar Wilde

LA SEGUNDA PARTE de El crítico como artista, titulada Con algunas observaciones sobre la importancia de discutirlo todo, apareció en septiembre de 1890, dos meses después de La importancia de no hacer nada. Oscar Wilde obvia el tono agresivo de algunas digresiones y provocaciones de la primera entrega y adopta un tono más profundo, aunque netamente wilderiano. La tesis del ensayo es la misma: criticar o hablar de algo es mucho más difícil que hacerlo y «no hacer nada es la cosa más difícil del mundo». Eso sí, él defiende una crítica enriquecedora, capaz de encontrar en la obra analizada cosas que desconocía el propio autor. Insiste en que el arte es inmoral por naturaleza y en que el mejor crítico es el «parcial, insincero e irracional». La importancia de discutirlo todo vuelve a mostrar una colección sorprendente de frases e ideas imaginativas e ingeniosas: «No hay ningún país en el mundo tan necesitado de personas inútiles como el nuestro». «Vivimos en una época de subcultura y exceso de trabajo; una época en la que las gentes son tan laboriosas que se han vuelto rematadamente estúpidas». «El deseo de hacer el bien a los demás produce una abundante cosecha de mojigatos, y ése sólo es el más leve de los males que origina». «Así como el filántropo es el azote de la esfera ética, el azote de la esfera intelectual es el hombre tan ocupado en tratar de educar a los demás que jamás ha podido ocuparse de su propia educación». «Es mucho lo que puede decirse en favor del periodismo moderno. Al ofrecernos las opiniones de los que carecen de educación, nos acerca a la ignorancia de la sociedad». «Inglaterra […] ha inventado y establecido la opinión pública, que es un intento de organizar la ignorancia de la sociedad y de elevarla a la categoría de fuerza física». Como siempre, Wilde es sorprendente y arriesgado, porque como él dice, «sólo las teorías peligrosas tienen algo de valor intelectual. Una idea que no sea peligrosa no merece llamarse idea». EL EDITOR DIÁLOGO Personajes: Gilbert y Ernest. Escenario: la biblioteca de una casa en Piccadilly con vistas a Green Park. ERNEST: Los hortelanos [1] estaban exquisitos y el Chambertin perfecto, y ahora volvamos al punto en que dejamos nuestra conversación. GILBERT: ¡Ah! No hagamos eso. La conversación debe ocuparse de todo sin centrarse en nada. Hablemos de La indignación moral, sus causas y su tratamiento, un tema sobre el que me propongo escribir; o de La supervivencia de Tersites [2] , tal como la presenta la prensa cómica inglesa. O sobre cualquier asunto que pueda surgir. ERNEST: No, quiero discutir sobre el crítico y la crítica. Dijiste que la crítica en su forma más elevada se ocupa del arte, más como pura impresión que como expresión, y es por lo tanto creativa e independiente, en realidad es un arte en sí mismo y guarda la misma relación con respecto a la obra de creación que ésta con respecto al mundo visible de formas y colores, o al mundo invisible de pasiones y pensamientos. Pues bien, dime, ¿no será el crítico en algunas ocasiones un verdadero intérprete? GILBERT: Sí, el crítico será un intérprete, si así lo desea. Puede pasar de su impresión sintética sobre la obra de arte como un todo a un análisis o una exposición de la propia obra, y en este plano inferior, tal como yo sostengo, hay muchas cosas deliciosas que decir y que hacer.


Ahora bien, su objetivo no siempre será el de explicar la obra de arte. Puede optar, en su lugar, por ahondar en su misterio, por levantar en torno a ella y en torno a su creador esa maravillosa bruma tan cara a dioses y devotos por igual. Las personas corrientes se encuentran «comodísimas en Sión [3]». Proponen caminar codo con codo junto a los poetas y preguntan con simplona ignorancia: «¿Por qué leer lo que se ha escrito sobre Shakespeare y sobre Milton? Podemos leer sus obras y sus poemas. Con eso basta». Pero apreciar a Milton, tal como señaló en cierta oportunidad el difunto Rector de Lincoln, es la recompensa de la erudición consumada. Y quien desee comprender de verdad a Shakespeare, debe comprender la relación que Shakespeare estableció con el Renacimiento y la Reforma, con el período isabelino y el período jacobita; debe estar familiarizado con la historia de la lucha por la supremacía entre las antiguas formas clásicas y el nuevo espíritu romántico, entre la escuela de Sidney [4] , la de Daniel y la de Johnson, y la escuela de Marlowe y el mayor de sus hijos; debe conocer los materiales de los que Shakespeare disponía y su manera de utilizarlos y las condiciones de la representación teatral en los siglos XVI y XVII, sus limitaciones y sus oportunidades de libertad, y la crítica literaria de los tiempos del autor, sus fines, sus estilos y sus cánones; debe estudiar la evolución de la lengua inglesa, y el verso blanco o rimado en sus distintas modalidades; debe estudiar el teatro griego y la relación entre el arte del creador de Agamenón y el arte del creador de Macbeth; en resumidas cuentas, debe ser capaz de relacionar el Londres isabelino con la Atenas de Pericles y conocer la verdadera posición que ocupa Shakespeare en la historia del teatro europeo y mundial. El crítico será sin duda un intérprete, pero no tratará el arte como la Esfinge que plantea sus enigmas, cuyo banal secreto puede llegar a ser adivinado y revelado por un hombre con los pies heridos que ni tan siquiera conoce su nombre [5] . Antes bien, tendrá al arte por una diosa en cuyo misterio le compete ahondar y cuyo esplendor le otorga el privilegio de construir nuevos prodigios para la contemplación de los hombres. Y aquí, Ernest, sucede algo muy extraño. El crítico será un intérprete, sí, pero no en el sentido del que se limita a repetir, bajo una forma nueva, el mensaje que otro ha puesto en sus labios. Pues tal como sólo a través del contacto con el arte de un país extranjero puede el arte de una nación alcanzar esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de la misma manera, en virtud de una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad puede el crítico interpretar la personalidad y la obra de otros, y cuanto mayor sea la intensidad con que dicha personalidad ahonde en la interpretación, más real se torna ésta, más satisfactoria, más convincente y más veraz. ERNEST: Yo hubiera dicho que la personalidad es un elemento de distorsión. GILBERT: No, es un elemento de revelación. Para comprender a los demás debemos ahondar en nuestra propia individualidad. ERNEST: ¿Cuál es entonces el resultado? GILBERT: Te lo diré, y quizá pueda explicártelo mejor con un ejemplo concreto. Creo que, aun cuando el crítico literario ocupe el primer lugar, puesto que dispone de una mayor variedad, de un horizonte más amplio y de unos materiales más nobles, cada arte tiene asignado su propio crítico, por así decir. El actor es un crítico teatral. Muestra la obra del poeta bajo nuevas condiciones, sirviéndose de su particular método. Se apropia de la palabra escrita, y la acción, el gesto y la voz son el vehículo de la revelación. El cantante o el intérprete de laúd o de viola es el crítico musical. El grabador de un cuadro despoja a la pintura de sus bellos colores, pero, sirviéndose de unos materiales nuevos, nos revela la verdadera calidad de su color, sus tonos y sus valores, así como las relaciones de sus volúmenes, y de esta manera se convierte en un crítico pictórico, pues el crítico es el que nos muestra una obra de arte bajo una forma distinta de aquella de la obra original, y el uso de nuevos materiales es un elemento tanto crítico como creativo. También la escultura tiene su crítico, que puede ser el que talla una piedra preciosa, como en tiempos de los griegos, o algún pintor que, como Mantegna, buscaba reproducir sobre el lienzo la belleza de la línea plástica y la dignidad sinfónica del bajorrelieve procesional. Y en el caso de todos estos críticos de arte creativos es obvio que la personalidad es una condición absoluta y esencial para cualquier interpretación verdadera. Cuando Rubinstein ejecuta para nosotros la Sonata Apassionata de Beethoven no nos ofrece sólo a Beethoven, sino que se ofrece también a sí mismo, y con ello nos ofrece a Beethoven de un modo absoluto: a Beethoven reinterpretado por una rica naturaleza artística, un Beethoven que nos resulta vívido y espléndido gracias a una personalidad intensa y nueva.

Cuando un gran actor interpreta a Shakespeare tenemos la misma experiencia. Su propia individualidad se transforma en un elemento esencial de la interpretación. Algunos dicen que los actores nos ofrecen sus propios Hamlets y no el de Shakespeare. Y en esta falacia —porque es una falacia—, lamento decirlo, ha incurrido ese escritor tan encantador y elegante que recientemente ha decidido cambiar el torbellino de la literatura por la paz de la Cámara de los Comunes. Me refiero al autor de Obiter Dicta [6] . Lo cierto es que no existe un Hamlet de Shakespeare. Si Hamlet tiene algo de la precisa definición de la obra de arte, también tiene algo de la oscuridad que corresponde a la vida. Hay tantos Hamlets como melancolías. ERNEST: ¿Tantos Hamlets como melancolías? GILBERT: Sí, y puesto que el arte emana de la personalidad, sólo a la personalidad puede revelársele, y del encuentro de ambas surge la verdadera crítica interpretativa. ERNEST: Entonces, el crítico, en su faceta de intérprete, nunca dará menos de lo que recibe y prestará tanto como toma prestado… GILBERT: Nos mostrará siempre la obra de arte en una nueva relación con nuestra época. Nos recordará constantemente que las grandes obras de arte están vivas, son, en realidad, las únicas cosas vivas. A tal grado de intensidad percibirá este fenómeno que, estoy seguro de ello, a medida que la civilización progresa y nuestra organización se perfecciona, los espíritus elegidos de cada época, los espíritus críticos y cultivados, se mostrarán cada vez menos interesados en la vida real y buscarán sus impresiones casi enteramente en aquello tocado por el arte. Y es que la vida es de una deficiencia atroz. Suceden catástrofes donde no debe y a quien no debe. Hay en sus comedias un horror grotesco, mientras que sus tragedias parecen culminar en farsa. La vida nos hiere siempre que nos acercamos a ella. Las cosas duran demasiado o no duran lo suficiente. ERNEST: ¡Mísera vida! ¡Mísera vida humana! Ni siquiera nos conmueven esas lágrimas que según el poeta romano son parte de la esencia de la vida. GILBERT: Yo temo que nos conmueven demasiado. Porque, al volver la vista atrás, sobre una vida que fue rica en intensidad emocional y estuvo llena de ardientes momentos de éxtasis o de dicha, todo parece un sueño y una ilusión. ¿Qué son las cosas irreales, sino las pasiones que un día nos abrasaron como el fuego? ¿Qué son las cosas increíbles, sino aquéllas en las que un día creímos a pie juntillas? ¿Qué son las cosas improbables? Las que nos hicimos a nosotros mismos. No, Ernest: la vida nos engaña con sus sombras, como un maestro titiritero. Le pedimos placer a la vida, y ella nos lo concede, pero siempre aparejado a la amargura y la decepción. Nos topamos con una noble pena que creemos conferirá la dignidad púrpura a la tragedia de nuestros días, pero pasa de largo, y las cosas menos nobles ocupan su lugar, y un amanecer ventoso y gris, o un fragante crepúsculo de silencio y de plata, nos sorprendemos mirando con insensible asombro, con corazón empedernecido, esa trenza dorada que un día veneramos con ardor y besamos con locura. ERNEST: ¿La vida entonces es un fracaso? GILBERT: Desde el punto de vista artístico no cabe duda de que sí.

Y lo que principalmente convierte la vida en un fracaso desde esta perspectiva artística, es lo mismo que le confiere su sórdida seguridad, es el hecho de que nunca podamos repetir exactamente la misma emoción. ¡Qué distinto es en el mundo del arte! Detrás de ti, en un estante de la librería, está la Divina Comedia, y sé que si la abro por determinado pasaje sentiré un odio feroz por alguien que nunca me ha hecho ningún daño, o despertará en mí un profundo amor por alguien a quien jamás llegaré a ver. No hay estado de ánimo que el arte no pueda proporcionarnos, y quienes hemos descubierto su secreto sabemos de antemano cuáles serán nuestras experiencias. Podemos elegir el día y la hora. Podemos decirnos: «Mañana, al amanecer, caminaremos junto al grave Virgilio por el valle de las sombras de la muerte». Y, ¡oh sorpresa!, al alba nos encontramos en el bosque oscuro, en compañía de los mantuanos. Cruzamos las puertas de la leyenda fatal para la esperanza, y con lástima o alborozo contemplamos el horror de otro mundo. Los hipócritas desfilan con los rostros pintados y sus cogullas de plomo doradas. Entre los incesantes vientos que los empujan, el lascivo nos observa y vemos al hereje desgarrarse la carne y al glotón azotado por la lluvia. Partimos las ramas marchitas del árbol del bosque de las arpías y cada una de sus ramitas oscuras y venenosas mana una sangre roja ante nuestros ojos y se lamenta con amargos gritos. Odiseo nos habla desde un cuerno de fuego, y cuando el gran Gibelino se levanta de su sepulcro de llamas, el orgullo que triunfa sobre la tortura de ese lecho es nuestro por un instante. Surcan el aire púrpura oscuro aquellos que mancillaron el mundo con la belleza de sus pecados, y en el pozo de la repugnante enfermedad, aquejado de hidropesía e hinchado el cuerpo como un monstruoso laúd, yace Adamo di Brescia, el acuñador de falsa moneda. Nos suplica que escuchemos sus miserias. Nos detenemos, y, con labios entreabiertos y secos, nos relata cómo sueña día y noche con los arroyos de aguas cristalinas que por sus cauces frescos, perlados de rocío, descienden por las verdes colinas del Casentino. Sinón, el falso griego de Troya, se mofa de él. Le golpea en la cara, y pelean. Nos fascina su vergüenza y allí nos demoramos hasta que Virgilio nos reprende y nos conduce a esa ciudad fortificada por gigantes en la que el gran Nimrod hace sonar su cuerno. Terribles sucesos nos aguardan, y salimos a su encuentro al cobijo de la túnica de Dante y valerosos como él. Recorremos los márgenes de la laguna Estigia, y vemos a Argenti nadar hasta la embarcación entre las olas viscosas. Nos llama y no le hacemos caso. Nos alegra oír la voz de su agonía, y Virgilio elogia nuestro implacable desdén. Caminamos sobre el helado vidrio del Cocito, por el que asoman los traidores, atrapados como briznas de hierba en cristal. Nuestros pies tropiezan con la cabeza de Bocca. Se niega a decir su nombre y le arrancamos a puñados el pelo del cráneo que aúlla. Alberigo nos implora que rompamos el hielo que aprisiona su rostro, para que pueda llorar un poco.

Se lo prometemos y, cuando ha concluido su doloroso relato, faltamos a la palabra dada y lo abandonamos. Tamaña crueldad es en verdad cortesía pues, ¿hay individuo más abyecto que él, que se apiadó de los condenados de Dios? Entre las fauces de Lucifer vemos al hombre que vendió a Cristo, y en ellas también a los asesinos de César. Temblamos y seguimos adelante, para volver a contemplar las estrellas. En el Purgatorio el aire es más libre y la montaña sagrada se eleva hacia la luz pura del día. Sentimos paz, y también los que pasan una temporada allí experimentan algo de paz, aunque, pálida tras aspirar los vapores pestilentes de la Maremma, vemos pasar a Madonna Pía, y a Ismene envuelta aún en la tristeza de la tierra. Todas estas almas comparten con nosotros algún arrepentimiento o alguna dicha. Aquél a quien el luto por su viuda le enseñó a beber el dulce ajenjo del dolor nos habla de Nella que reza en su lecho solitario, y por boca de Buonconte sabemos cómo una sola lágrima puede salvar del maligno a un pecador agonizante. Sordello, ese noble y desdeñoso lombardo, nos mira desde lejos como un león agazapado. Al ver a Virgilio entre los ciudadanos de Mantua, se le lanza al cuello, y cuando descubre que es el bardo de Roma, se arroja a sus pies. En ese valle cuyas plantas y flores son más bellas que la esmeralda tallada y la madera de las Indias, y más brillantes que la escarlata y la plata, cantan los que en el mundo fueron reyes. Pero los labios de Rodolfo de Habsburgo no se mueven al ritmo de los demás, y Felipe de Francia se da golpes de pecho y Enrique de Inglaterra está sentado a solas. Continuamos el ascenso por la espléndida escalera, y las estrellas se tornan más grandes de lo acostumbrado, y el canto de los reyes languidece y al fin llegamos a los siete árboles de oro y al jardín del Paraíso Terrenal. En un carro tirado por un grifo surge una figura con la frente coronada de olivo, oculta bajo un velo blanco, ataviada con un manto verde y una túnica del color del fuego vivo. La vieja llama despierta en nosotros. El flujo de la sangre se acelera con terribles pulsaciones. La reconocemos. Es Beatriz, la mujer a la que hemos adorado. Se funde el hielo que congela nuestros corazones. Con frenesí derramamos lágrimas de angustia y tocamos el suelo con la frente, pues comprendemos que hemos pecado. Una vez cumplida nuestra penitencia, purificados tras haber bebido de la fuente del Leteo y habernos sumergido en la de Eunoe, la dueña y señora de nuestra alma nos conduce hasta el Paraíso Celestial. Desde esa eterna perla que es la luna, el rostro de Picarda Donati se inclina sobre nosotros. Su belleza nos turba unos instantes, y, cuando como un objeto que se hunde entre las aguas pasa de largo, la seguimos con mirada nostálgica. El dulce planeta Venus está lleno de amantes. Cunizza, hermana de Ezzelino, dueña del corazón de Sordello se encuentra allí, y también Folco, el apasionado trovador provenzal que renunció al mundo por la pena que le causó la muerte de Azalais, y también la ramera cananea, cuya alma fue la primera redimida por Cristo. Joaquín de Flora se ha detenido bajo el sol, y también bajo el sol Tomás de Aquino cuenta la historia de San Francisco y Buenaventura, la de Santo Domingo.

Entre los ardientes rubíes de Marte se aproxima Cacciaguida. Nos habla de la flecha lanzada por el arco del exilio y de lo salado que sabe el pan ajeno, y de lo empinadas que son las escaleras en casa extraña. En Saturno las almas no cantan, y ni siquiera la mujer que nos guía osa sonreír. En una escalera de oro, las llamas ascienden y caen. Por fin contemplamos el esplendor de la Rosa Mística. Beatriz posa sus ojos en la faz de Dios y ya no los aparta. Se nos concede la visión beatífica y conocemos el amor que mueve al sol y a todos los cuerpos celestes.

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