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La hija del coronel – Martin Casariego

Ella valía mucho más que yo. Yo era muy pobre, casi un mendigo, y cuando ella me besaba mis ojos permanecían muy abiertos y se llenaban de angustia: esperaban, durante cada beso, que apareciera el cobrador más inflexible, el cobrador más justiciero. Pe Cas Cor Cero El coche circulaba por la carretera asfaltada a ochenta por hora, no daba para mucho más, con las luces largas, que no iluminaban demasiado. —Es esa desviación, ahí, a la izquierda. El conductor llevó la mano a la palanca de cambios, a la derecha del volante, redujo una marcha, otra, y giró en segunda, por el camino de tierra. Unas enormes tinajas de barro cocido señalaban la entrada a la finca. Apenas habían avanzado cincuenta o sesenta metros, cuando el hombre que no conducía volvió a hablar. —Para, me estoy meando. Se detuvieron a la altura de unos cuantos chopos, que crecían aprovechando la humedad de una pequeña vaguada. El legionario que no conducía aguardó a que el otro, que había ingerido mucha cerveza, bajara primero. Fue andando, con una decisión que disimulaba los tumbos que daba, hasta los árboles, y empezó a orinar. El legionario que no conducía abrió la guantera del coche, sacó la pistola que ahí había visto guardar y comprobó que estaba cargada. Después, la montó, y al hacerlo, un cartucho salió expulsado. No se molestó en buscarlo y quitó el seguro a la pistola. El ruido metálico hizo que la mujer que se sentaba atrás se sobresaltara. Sus ojos casi negros brillaban en la oscuridad como incrustaciones de mica. El legionario sintió el miedo a sus espaldas, y se volvió. —No es nada —dijo para tranquilizarla—. Sólo divertirnos. Salió del coche y cerró la puerta. Una suave brisa hacía temblar las hojas de los chopos. La luna era una guadaña de plata. Se puso a las espaldas del otro, que seguía meando. No era una cólera fría la que le dominaba, ni tampoco una cólera caliente, era una lejanía de robot la que guiaba sus actos. Aun así, no se decidió a dispararle por la espalda: nadie merece morir como si estuviera huyendo, y menos un compañero en la camisa verde.


Dio un pequeño rodeo y se situó de frente. Esperó a que el otro se guardara la minga, mientras farfullaba algo ininteligible. Cuando terminó, alzó, por fin, la vista. Sus miradas, turbia la del que acababa de mear, remota la del que empuñaba el arma, se encontraron sólo durante un segundo. Apuntó al pecho y disparó tres veces seguidas. El otro aguantó de pie los impactos, aunque retrocedió dos pasos. Él se acercó, y evitando mirarle nuevamente a los ojos, le descerrajó un cuarto tiro en la cabeza. Más tarde, por el atestado, supo que uno de los disparos, el primero, le había fracturado la clavícula izquierda, produciendo un importante desgarro muscular en el trapecio. El segundo proyectil había atravesado la base del pulmón derecho y el diafragma, para quedar alojado en el hígado. El tercero, mortal, atravesó la pared torácica, el corazón y una porción de la aorta, provocando una importante hemorragia. En realidad, con ése hubiera bastado. El cuarto, el último, innecesario salvo para acelerar el resultado final, le había entrado por la frente y salido por la nuca, con pérdida de masa encefálica, causándole la muerte instantánea. El legionario que empuñaba la pistola se volvió. Había oído abrirse la puerta. La mujer, una sombra encogida, muda, se acercaba, se acercaba hacia ellos, o hacia él y el muerto. Se miraron sin decir palabra. Ella se arrodilló, se abrazó al cadáver, y comenzó a lamentarse y a gimotear. Él no quería que ella sufriera. En realidad, no quería que nadie sufriera. El quinto disparo, que saltó la tapa de los sesos de la mujer, sirvió para unirles en la muerte tanto o más de lo que lo habían estado en la vida. Arrastró los cadáveres y los ocultó en la hondonada, entre las hierbas y los matorrales que crecían junto a los chopos. En un charco, hundiéndola en el fango, se deshizo del arma. Todavía no muy consciente de lo que acababa de hacer, todavía como si alguien manipulara unos mandos y le dirigiera por control remoto, todavía ajeno, el legionario montó en el coche y se dirigió hacia el cortijo. Uno Desde la pelada loma en la que se asentaba la construcción, una pobre vivienda de dos piezas, sin aseo, levantada con piedra y barro, se divisaba el cortijo de los señoritos, blanco y altivo, distante apenas un par de kilómetros, un cuarto de hora andando. El crío, descalzo, tapado con unos pantalones agujereados y una camiseta llena de rotos y remiendos, poco más que un descolorido trozo de tela, jugaba a perseguir, con la torpeza propia de su corta edad, y armado de un palo, a una hormiga.

Sus padres, aún muy jóvenes según las partidas de nacimiento, pero prematuramente envejecidos por las privaciones, el trabajo y la dureza de ese amargo campo que amaban, le miraban con orgullo. El niño, pendiente de la hormiga, a la que intentaba sin éxito arrear un palo, tropezó con una piedra y cayó. Se levantó y empezó a llorar sin mucha convicción. La madre fue hacia él y le alzó en brazos. —No me jimpes, Pepín de mi arma, no me jimpes… Con el crío aún en brazos, se reunió con su marido. —¿Y la güeña nueva? ¿Es que anunca me la vas a decir? El hombre se volvió, y miró hacia el cortijo. —El señorito madicho que en dentro de un mes, si el Señor quiere, tendremos allí nuestro fuego, y Pepín estudiará con el hijo del señorito. La mujer depositó al suyo en el suelo, y pasó su brazo por la cintura del hombre. El niño corrió hacia las ruinas del antiguo corral, pegadas a la casa. Puesto que únicamente poseían un par de gallinas, no valía la pena reconstruirlo. Aún ignoraba la importancia que aquel día iba a tener en su vida. Dos El cortijo, blanco, de dos pisos y cubierta de teja, se organizaba alrededor de un gran patio rectangular, en el centro del cual crecía una enorme palmera. Alguien había clavado en su tronco un clavo del que pendía una oxidada herradura de mula, menos redondeada que si fuera de caballo. A todo lo largo del piso superior corría una galería descubierta, que se correspondía con una inferior más profunda y cubierta, a la que se podía acceder desde el exterior por una escalera de piedra. Todas las ventanas estaban protegidas por tela mosquitera. Sobre el tejado, unos aspersores pulverizaban agua, para refrescar la casa. En el piso bajo, junto a las habitaciones destinadas al servicio, dos de los arcos de medio punto separados por robustas pilastras estaban asimismo tapados por tela: uno daba a un corral con gallinas y el otro a la perrera, ocupada por cuatro lebreles y un podenco. Sobre la entrada del cortijo había una imagen, empotrada en la piedra, de un Cristo del Sagrado Corazón con la leyenda Reinaré. Debajo, unos azulejos componían el nombre del cortijo y de la finca: El Mesto. Así se llamaba, aunque en el patio creciera una palmera y no un híbrido de encina y alcornoque. También en la entrada a la finca, en uno de los dos pilares en los que se embebía la puerta de hierro y que estaban flanqueados por unas enormes tinajas de barro cocido, estaba escrito aquel nombre, con idénticos azulejos. José, de niño Pepín, era ahora un muchacho alto, teniendo en cuenta el año en que había nacido, 1950, y el medio en que se había desarrollado, y recio, no sólo por su constitución, sino por estar acostumbrado al trabajo duro en el campo, a cargar con cada mano cajas de veinticinco kilos de tomate, a empujar remolques, a cavar si hacía falta. Iba a abrir la puerta del R-4 cuando Julio entró al patio, montado en Carbón, su caballo favorito, negro como su nombre. —¿Para dónde vas? —A los nogales —contestó él. —Contigo quería hablar —dijo Julio—.

¿Dónde estuviste ayer por la noche? A él le fastidió no sólo su tono desabrido, sino también que le hablara desde arriba, que no se molestara en desmontar. —Viendo la tele, ya te dije —contestó—. Ponían Sólo ante el peligro. Había llamado a Mercedes, pero ella había dicho no encontrarse muy bien. Carbón, a pesar de la cabalgada y del sudor que hacía brillar su piel, continuaba nervioso, piafaba, y Julio le hizo dar una vuelta alrededor del coche de su amigo y subordinado. —¿Por qué? —Por nada. Ayer vieron a unos descamisados meterse en la finca de Márquez. Tú de eso no sabes nada, ¿verdad, José? Contó hasta diez. En todas las fincas había siempre algunos robos, desharrapados, muertos de hambre que se colaban con unos sacos. Cuando escuchaban un motor o veían una luz, trepaban a los árboles, y cuando el peligro pasaba, bajaban y seguían llenando los sacos. Terminó de contar hasta diez. Tú, con los ricos, cuenta hasta diez, le decía su padre. —Qué voy a saber —dijo. Airado, subió al coche, y salió del cortijo por el camino anaranjado de zahorra que llevaba hasta la carretera. Al kilómetro se desvió a la izquierda, y tomó el camino de tierra marrón. Unas ovejas pastaban en un campo de tomate ya recogido. Habían quedado bastantes, antes verdes y ahora pudriéndose. Para dejarlo en la tierra no se siembra, pensó con rabia, resentido contra Julio. Cuando llegó a los nogales, se salió del camino polvoriento y pedregoso, y condujo entre dos hileras de árboles. Bajó del coche. Los postreros rayos de sol se filtraban entre las hojas, que, siendo iguales, jugaban a ser verdes claras y verdes oscuras. Más allá, su tono amarillo delataba el empleo del etefón. La abundancia de sombra hacía que creciera más el musgo que la hierba. Los patrones de los árboles, de nogal negro americano, parecían basas de columnas, y los troncos, injertos, eran mucho más claros, color canela. Oyó los cascos de un caballo.

Era Carbón, pero montado por Mercedes. Julio no dejaba nunca su purasangre árabe a nadie, ni siquiera a él. —Hola —le saludó ella—. Te vi meterte aquí, y me dije: vamos a saludarle. —Creí que habíamos quedado donde el cabezal, niña. —Y ahí nos veremos, ¿no? Habían ido juntos a la escuela. Ella vivía en un pueblo de colonización, a siete kilómetros del cortijo, un pueblo construido hacía unos quince años, muy bonito y ordenado, con las casitas iguales, repetidas, con su patio, su garaje para maquinaria, con puertas de chapa pintadas de azul o verde, sus callecitas tan limpias. Aunque nunca hubieran ido más allá de un rápido beso en los labios, él siempre había dado por hecho que se casarían. Pero de un tiempo para acá, solamente un ciego no habría visto que las cosas estaban cambiando. —Baja. —¿Para qué? Si ya me voy. También ella le hablaba desde las alturas, como Julio hacía un rato. —¿Cómo es que te ha dejado a Carbón? —Ya ves. Julio, que está muy cambiado últimamente, —Y que lo digas, niña. —Incluso me ha dicho que a lo mejor me lo regala y todo. —Algo le habrás dado tú a cambio —dijo, y dándose cuenta de que no le convenía mostrarse disgustado, cambió de rumbo—. Si fuera mío, ya sería tuyo. Ella se rió. —¿Si fuera tuyo? Es muy fácil regalar lo que no se tiene. Tú no podrías haber comprado ni a su hermana, que era tuerta. Nos vemos en el cabezal, José, y déjate de sueños y de regalos que nadie te ha pedido. Tiró de las riendas para que el caballo diera la vuelta, le taconeó los flancos al tiempo que le azuzaba con la voz, y Carbón se puso al trote. Él subió al coche y salió por el otro lado. Dejó atrás el campo de alfalfa, muy verde, listo ya para el cuarto o quinto corte del año, el de maíz dulce, ya cortado, amarillo pardo, y por hacer algo, por distraerse, por quitarse de la cabeza la idea que le venía aguijoneando desde hacía unos meses, se dirigió hacia la nave industrial, hacia el hangar en el que se guardaba la maquinaria, cosechadoras, vibradoras, desbrozadoras, fumigadoras, tractores, y donde se procesaba la almendra y la nuez, se separaba el fruto de las ramas, piedras y hojas. El techo era de uralita, y tenía, cada cierta distancia, unos rectángulos traslúcidos azul turquesa, como vidrieras de catedral, que se reflejaban en el charco grasiento del hangar.

No sabía por qué, pero esa luz azul le serenaba. La nave industrial estaba al borde del camino que lindaba con la finca de Bernard, el pied-noir. Había sido mercenario, y José y Julio habían hablado en alguna ocasión de ir a uno de esos países africanos y volver con ahorros, y comprar una finca, como había hecho el taciturno francés. Pero Julio hablaba por hablar, ¿para qué irse si ya tenía? A lo lejos, en la orilla del Guadiana, cerca del camping de cochinos, un puro de cemento blancuzco, una torre de elevación de agua, marcaba el límite de las tierras del pied-noir. Declinaba el día, y él estaba inquieto. Salió del hangar. Una nube ocultaba la mitad del sol, y el cielo, de un azul gris muy pálido, estaba inundado de nubes rosas y moradas. Bajó al Guadiana, que separaba España de Portugal. El río era un espejo verde, con la ribera ocupada por eucaliptos, fresnos, chopos y rocas planas. Una suave brisa, que aliviaba el calor padecido en el transcurso de la jornada, mecía las ramas de los chopos, y sus hojas más altas, plateadas, pues ofrecían el envés, semejaban, desde lejos, grandes flores blancas. Se dirigió hacia el coche, para ir al cabezal de filtrado, y entonces les vio. Mercedes se dejaba tomar la mano por Julio, su amigo del alma, el que a los doce años le había jurado solemnemente que le regalaría la mitad de sus tierras y que siempre serían como hermanos. Y él lo había creído, porque entonces era verdad, fue verdad hasta que se había ido acercando la hora de la verdad. La sangre se le puso a hervir, mientras recordaba las advertencias de su padre, él es rico y tú pobre y eso no hay dios que lo cambie, y él pensando, Julio es distinto, amarguras de viejo. Nunca sería para él Mercedes, ni las que vinieran después, porque aunque él fuera mejor mozo y de educación semejante, era de clase baja, nunca serían para él aquellos campos, aunque él supiera trabajarlos mejor. Si permanecía en aquella tierra, siempre sería un subordinado, un segundón, jamás se le perdonaría su origen, su humilde extracción, siempre se le relegaría a un lugar secundario. Tenía que huir, tenía que cambiar de aires, como había hecho Bernard, como nunca haría Julio, y tenía que empezar desde ya: no iría al cabezal de filtrado, se olvidaría de Mercedes y de sus infantiles sueños de amistad. Sigilosamente, evitando ser visto, José subió al R-4 y se alejó del hangar, rabioso y resuelto a no ser débil, a no mudar su decisión.

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