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La hija del clerigo – George Orwell

Cuando el despertador de la cómoda estalló con el tañido de una horrible bomba metálica en miniatura, Dorothy salió de los abismos de un sueño profundo y perturbador, abrió los ojos sobresaltada y se quedó contemplando la oscuridad, presa de un agotamiento extremo. El despertador siguió con su clamor persistente y femenino, que duraba unos cinco minutos si nadie lo paraba. Dorothy se sentía dolorida de pies a cabeza y una autocompasión insidiosa y humillante, que, por lo general, la embargaba cuando era hora de levantarse por las mañanas, le impulsó a meter la cabeza debajo de las sábanas para tratar de escapar de aquel sonido odioso. No obstante, luchó contra su fatiga y, según su costumbre, se animó usando la segunda persona del singular. Vamos, Dorothy, ¡arriba! ¡No seas perezosa, por favor! Proverbios 6:9. Luego recordó que si el despertador seguía sonando acabaría oyéndolo su padre, y con un apresurado movimiento saltó de la cama, cogió el reloj de la cómoda y lo desconectó. Lo tenía ahí encima precisamente para tener que levantarse para apagarlo. Todavía a oscuras, se arrodilló junto a la cama y rezó el padrenuestro un poco distraída porque tenía los pies helados. Eran justo las cinco y media y hacía frío para ser una mañana de agosto. Dorothy (se llamaba Dorothy Hare y era la hija única del reverendo Charles Hare, rector de Saint Athelstan en Knype Hill, Suffolk) se puso la raída bata de franela y bajó a tientas las escaleras. Había un gélido aroma matutino a polvo, escayola húmeda y los lenguados fritos de la cena del día anterior; y de ambos lados del pasillo llegaban los ronquidos antifonales de su padre y de Ellen, la criada. Con precaución, porque la mesa tenía la mala costumbre de emboscarse en la oscuridad y golpearle a uno en la cadera, Dorothy entró a tientas en la cocina, encendió la vela que había en la repisa de la chimenea y, todavía dolorida de cansancio, se arrodilló y quitó las cenizas del fogón. Encender el fuego era un fastidio. La chimenea estaba torcida y no tiraba bien, por lo que para encenderlo había que echarle una taza de queroseno, igual que el trago de ginebra matutino de un borracho. Tras poner a hervir el agua del afeitado de su padre, Dorothy subió las escaleras y fue a prepararse el baño. Ellen seguía roncando con pesados y juveniles ronquidos. Era una criada buena y trabajadora cuando estaba despierta, aunque era de esas chicas a quienes ni el demonio y todos sus ángeles lograrían arrancar de la cama antes de las siete de la mañana. Dorothy llenó la bañera lo más despacio posible, el chapoteo siempre despertaba a su padre si abría demasiado el grifo y se quedó un momento contemplando el pálido y poco apetitoso charco de agua. Se le había puesto la carne de gallina. Odiaba los baños fríos y por eso mismo tenía por norma bañarse siempre con agua fría de abril a noviembre. Metió la mano en el agua —estaba helada— y avanzó con sus habituales exhortaciones. ¡Vamos, Dorothy! ¡Adentro! ¡No me vengas ahora con remilgos, por favor! Luego se metió con decisión en la bañera, se sentó y dejó que la gélida faja de agua la rodeara hasta cubrirla por entero menos el pelo que se había recogido detrás de la cabeza. Momentos después salió a la superficie, jadeando y haciendo muecas, y nada más recobrar el aliento, recordó la lista de cosas que se había metido en el bolsillo de la bata con intención de leerla. Alargó la mano e, inclinándose por encima de la bañera y metida hasta la cintura en el agua helada, leyó la lista a la luz de la vela que había dejado sobre la silla. Decía: 7 oc.


Comulgar. ¿Bebé de la señora T? Hacerle una visita. Desayuno. Beicon. Pedir dinero a mi padre. (P) Preguntar a Ellen qué necesita para la cocina. Tónico padre. Preguntar lo de las cortinas en Solepipe’s. Ir a visitar a la señora P por lo del recorte del Daily M. y las infusiones de angélica buenas para el reumatismo, emplasto de maíz de la señora L. 12 oc. Ensayo Carlos I. Encargar doscientos gramos de cola y un bote de pintura de color aluminio. Puchero [tachado] ¿Comida…? Repartir revista parroquial. La señora F debe 3 chelines y 6 peniques. 16.30 Té Madres Cristianas, no olvidar dos metros y medio de tela para las ventanas. Flores para la iglesia. 1 lata de pulimento de metales Brasso. Cena. Huevos revueltos. Mecanografiar el sermón de mi padre, ¿nueva cinta para la máquina? Quitar las malas hierbas de las matas de guisantes. Dorothy salió de la bañera y mientras se secaba con una toalla apenas mayor que una servilleta —en la rectoría nunca habían podido permitirse toallas de tamaño normal—, se le soltó el pelo y le cayó sobre los hombros en dos pesados mechones. Tenía un pelo espeso, bonito y de color muy pálido, y tal vez fuese una suerte que su padre le hubiera prohibido cortárselo porque era lo único claramente hermoso que tenía. Por lo demás era una chica de estatura media, más bien delgada, aunque fuerte y esbelta, cuyo punto débil era su rostro.

Una cara ordinaria, rubia y delgada, con ojos pálidos y la nariz ligeramente larga; si se la miraba con atención, se veían las patas de gallo alrededor de los ojos, y la boca, cuando estaba en reposo, parecía cansada. Todavía no era el rostro de una solterona, pero sin duda lo sería al cabo de unos años. No obstante, quienes no la conocían pensaban que era varios años más joven (todavía no había cumplido los veintiocho) por la expresión de seriedad casi infantil que había en su mirada. Su antebrazo izquierdo estaba cubierto de minúsculas marquitas rojas como de picaduras de insectos. Dorothy volvió a ponerse el camisón y se cepilló los dientes —solo con agua, claro; es mejor no utilizar pasta de dientes antes de comulgar. Después de todo o se ayuna o no se ayuna. En eso a los católicos no les falta razón— y mientras lo hacía, vaciló de pronto y se detuvo. Soltó el cepillo de dientes. Una terrible punzada, una punzada física, acababa de recorrerle las vísceras. Había recordado con ese brusco sobresalto con que uno recuerda algo desagradable por la mañana, la cuenta que le debían, desde hacía siete meses, a Cargill, el carnicero. Esa espantosa cuenta, que debía de ascender a diecinueve o veinte libras y que tenían pocas esperanzas de poder pagar algún día, era uno de los principales tormentos de su vida. A todas horas del día y de la noche estaba esperándole en algún rincón de su conciencia, dispuesta a saltar sobre ella para torturarla; y siempre la acompañaba el recuerdo del sinfín de cuentas menores, que ascendían a una cantidad en la que no osaba siquiera pensar. Casi sin querer empezó a rezar: «¡Por favor, Dios mío, no permitas que Cargill vuelva a enviarnos hoy su cuenta!». Pero un momento después decidió que esa oración era blasfema y mundana y pidió perdón. Luego se puso la bata y bajó a la cocina a toda prisa con la esperanza de quitarse la cuenta de la cabeza. Como siempre, el fuego se había apagado. Dorothy volvió a encenderlo manchándose las manos de tizne, le echó más queroseno y esperó angustiada hasta que el agua empezó a hervir. Su padre contaba con afeitarse a las seis y cuarto. Exactamente con siete minutos de retraso, Dorothy llevó el cuenco al piso de arriba y llamó a la puerta de la habitación de su padre. —¡Pasa, pasa! —dijo con voz ronca e irritable. La habitación tenía unas cortinas muy gruesas y estaba cargada de olor masculino. El rector había encendido la vela de la mesilla de noche y estaba tumbado de lado, mirando su reloj de oro, que acababa de sacar de debajo de la almohada. Tenía el cabello blanco y muy espeso como los vilanos de los cardos. Un ojo negro y brillante miró irritado por encima del hombro a Dorothy. —Buenos días, papá.

—Dorothy —dijo el rector con voz gangosa, siempre sonaba hueca y senil cuando no llevaba la dentadura postiza—, te agradecería mucho que te esforzaras un poco más en sacar a Ellen de la cama por las mañanas. Y también que fueses más puntual. —Lo siento mucho, papá. El fuego de la cocina no hacía más que apagarse. —¡Bueno, bueno! Déjalo sobre la cómoda. Déjalo ahí y abre las cortinas. Ya había amanecido, pero hacía una mañana nublada y gris. Dorothy corrió a su cuarto y se vistió con la celeridad con que acostumbraba a hacerlo seis de cada siete días. En la habitación había un espejito cuadrado, pero no utilizó ni siquiera eso. Se limitó a ponerse la cruz de oro al cuello —una cruz de oro muy sencilla, nada de crucifijos, por favor—, se recogió el pelo detrás de la cabeza, clavó unas cuantas horquillas aquí y allá y se puso la ropa (un jersey gris, una chaqueta raída de tweed irlandés, una falda, unas medias que no combinaban ni con la falda ni con la chaqueta y unos zapatos muy rozados) en menos de tres minutos. Tenía que «hacer» el salón y el despacho de su padre antes de ir a la iglesia, además de rezar sus oraciones para prepararse para la comunión y en eso tardaría al menos veinte minutos. Cuando salió empujando su bicicleta por la puerta de la verja del jardín la mañana seguía nublada y la hierba estaba empapada de rocío. La iglesia de Saint Athelstan asomaba vagamente entre la mortaja de niebla que cubría la falda de la montaña y su única campana tañía fúnebre, ¡ding, dong, ding, dong! Solo una de las campanas estaba en uso, las otras siete llevaban tres años sin voltearlas y reposaban en silencio astillando lentamente el suelo del campanario bajo su peso. En la distancia, entre la niebla, se oía el ofensivo tañido de la campana de la iglesia católica, una campana diminuta y vulgar que sonaba como una lata y que el rector de Saint Athelstan comparaba siempre con una campanilla. Dorothy subió a su bicicleta y rodó colina arriba apoyándose en el manillar. Tenía la nariz sonrosada por el frío matutino. Un archibebe silbó en lo alto, invisible contra el cielo nublado. ¡Temprano por la mañana mi canción se alzará hasta ti! Dorothy apoyó la bicicleta contra el soportal de la iglesia y, tras reparar en que seguía con las manos tiznadas, se arrodilló y se las limpió frotándolas contra la hierba húmeda entre las tumbas. Luego la campana dejó de tañer y ella se incorporó con un respingo y entró apresuradamente en la iglesia justo cuando Proggett, el sacristán, con una casulla raída y sus enormes botas de peón, avanzaba a grandes zancadas por el pasillo para ocupar su sitio en el altar lateral. La iglesia era muy fría y olía a cirio y a polvo de siglos. Era muy grande, demasiado para el tamaño de su congregación, estaba en ruinas y vacía en su mayor parte. Los tres estrechos islotes de los bancos se extendían en mitad de la nave y por detrás había grandes extensiones de suelo de piedra en el que unas cuantas inscripciones gastadas señalaban el lugar que ocupaban las antiguas tumbas. El tejado del coro y el presbiterio estaba visiblemente hundido y dos fragmentos de viga detrás del cepillo explicaban sin palabras que se debía a ese enemigo mortal de la cristiandad: el escarabajo del reloj de la muerte. La luz se filtraba anémica por las vidrieras descoloridas. A través de la puerta abierta se veían un ciprés reseco y las ramas grises de un tilo que se balanceaban tristemente en el aire sin sol.

Como de costumbre había solo otra comulgante, la vieja señorita Mayfill de The Grange. La concurrencia a la comunión era tan mala que el rector solo encontraba chicos que le ayudaran los domingos por la mañana, cuando a los muchachos les gustaba presumir delante de la congregación con sus casullas y sobrepellices. Dorothy pasó al banco que había detrás de la señorita Mayfill, y, como penitencia por algún pecado del día anterior, apartó el cojín y se arrodilló en el suelo de piedra. El servicio acababa de empezar. El rector, ataviado con una casulla y una sobrepelliz de lino, estaba recitando las oraciones con voz ejercitada, y clara ahora que llevaba puestos los dientes, y extrañamente antipática. En su rostro quisquilloso y envejecido, pálido como una moneda de plata, había una expresión de desdén, casi de desprecio. «Este es un sacramento válido —parecía estar diciendo— y es mi obligación administrároslo. Pero tened siempre presente que soy solo vuestro rector, no vuestro amigo. Personalmente me dais asco y os desprecio.» Proggett, el sacristán, un hombre de unos cuarenta años de pelo gris rojizo y rostro rubicundo, esperaba pacientemente a su lado, reverente aunque sin entender nada, toqueteando la campanilla de la comunión, que parecía diminuta entre sus rojas manazas. Dorothy se apretó los ojos con los dedos. Aún no había logrado concentrarse y la cuenta de Cargill seguía preocupándola de vez en cuando. Las oraciones, que se sabía de memoria, pasaban por su cabeza sin que les prestara atención. Alzó la vista un momento y enseguida se despistó. Primero miró hacia arriba a los ángeles sin cabeza en cuyos cuellos todavía se distinguían las marcas de los serruchos de los soldados puritanos, luego volvió a contemplar el sombrero negro de la señorita Mayfill y sus trémulos pendientes de azabache. La señorita Mayfill llevaba el mismo abrigo negro y anticuado, con un pequeño y grasiento cuello de astracán de pinta untuosa, que le había visto siempre Dorothy. Era de un material muy peculiar, parecido al muaré, pero más tosco, y hacía aguas como una especie de ribetes negros que no siguieran ningún patrón definido. Incluso era posible que estuviese hecho de aquella sustancia proverbial y legendaria, el alepín negro. La señorita Mayfill era muy vieja, tanto que nadie la recordaba más que como una anciana. Y de ella emanaba un vago aroma, un olor etéreo analizable como agua de colonia y bolas de naftalina con un toque de ginebra. Dorothy se quitó de la solapa del abrigo un largo alfiler con la cabeza de cristal, y con disimulo, ocultándose tras la espalda de la señorita Mayfill, apretó la punta contra su antebrazo. La carne le hormigueó con aprensión. Tenía la norma de pincharse el brazo hasta hacerse sangre siempre que se sorprendía sin prestar atención a las oraciones. Era su peculiar forma de hacer penitencia, su modo de mantener a raya la irreverencia y los pensamientos sacrílegos.

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