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La hija del Ciervo Rojo – Joan Wolf

La hija del Ciervo Rojo es una fábula acerca de cómo debieron de vivir los hombres y las mujeres hace catorce mil años en el valle de Vézère, Francia. Los personajes que aparecen en la novela pertenecen a la cultura específica de Cro-Magnon que los científicos han denominado Magdaleniense, una cultura que floreció desde la Dordoña hasta los Pirineos durante el Paleolítico inferior, el período de la última era glacial. Las esculturas, tallas y pinturas que produjeron los magdalenienses, son creaciones de artistas muy meticulosos y de gran talento. La tecnología de los magdalenienses era igualmente sorprendente, fabricaban todas las herramientas que eran necesarias para vivir en un clima frío y relativamente inhóspito. Además, realizaban decoraciones y ornamentos que les servían para embellecer la vida tanto como para sobrevivir. Con respecto a La hija del Ciervo Rojo, ¿qué es real y qué es ficción? Todas las pinturas, tallas y armas que se describen en el libro se basan en instrumentos de los hombres primitivos que han llegado hasta nosotros. De manera específica, la descripción de la cueva sagrada del Ciervo Rojo se basa en la cueva de Le Tuc d’Audoubert en los Pirineos, en Montesquieu-Avantes. Las famosas esculturas del santuario de Le Tuc d’Audoubert son, sin embargo, de bisontes y no de ciervos. Y la cueva sagrada de la Tribu del Caballo es, por descontado, la famosa cueva de Lascaux, en el valle de Vézère, en la Dordoña. Aparte de lo que los magdalenienses dejaron en pintura, piedra, hueso y asta, casi todo lo que se ha postulado sobre su forma de vida (tanto por los científicos como por los novelistas) es pura especulación. Es casi seguro que los magdalenienses debieron de poseer un lenguaje plenamente articulado, aunque, por supuesto, dicho lenguaje se ha perdido por completo. Cuando escribí el libro, decidí utilizar un lenguaje relativamente sofisticado y no preocuparme demasiado por el «realismo». Está claro que se supone que los personajes hablan su propio idioma y no un idioma moderno, y así, si se da esto por supuesto, ¿por qué no suponer que podían tener una palabra que expresara el concepto de descontento o de religioso? Un tema de cierta controversia es si los magdalenienses comprendían o no la relación entre cópula y gestación. Aun cuando es cierto que muchos pueblos primitivos no la comprenden, me ha parecido que no por ello tenemos que llegar a la misma conclusión con respecto a los magdalenienses. Era un pueblo extremadamente observador, en gran armonía con el mundo animal (las pinturas de la cueva ciertamente merecen ser catalogadas entre las obras artísticas más expresivas de la Humanidad); aunque no pastoreaban ni criaban animales, vivían rodeados de bestias salvajes cuyos hábitos observaban muy de cerca. En las cuevas y abrigos, además, existen muchos dibujos que pueden interpretarse como símbolos de la fertilidad: triángulos para significar la vulva, lazos para representar el falo, etc. Bajo estas circunstancias no me parece extraño que los magdalenienses comprendieran este hecho básico de la vida del ser humano. Asimismo, existe cierto desacuerdo sobre si los magdalenienses conocían o no la alfarería. Si bien es probable que no supieran cocer los utensilios de arcilla (no se han encontrado de esta época), no es descabellado especular sobre la idea de que este pueblo tan versátil hubiera sabido fabricar los utensilios y dejar secar la arcilla al sol. De toda la literatura escrita sobre el tema de los magdalenienses y sus utensilios, el libro que considero más ilustrativo es Las raíces de la civilización, de Alexander Marshack. Se lo recomiendo a todo aquel que le interese este tema. Primera parte EL OTOÑO PRÓLOGO Los cazadores salieron precipitadamente de la espesura y corrieron por el angosto sendero que bordeaba la falda de la montaña. Corrían ligeros, dando brincos y largas zancadas, sosteniendo con fuerza las lanzas en la mano derecha, los lanzapiedras colgados del hombro izquierdo. Avanzaban en silencio y los animalitos que corrían por el bosque no los oían acercarse. Las lanzas y los lanzapiedras no eran el único distintivo de caza de los diez cazadores.


Llevaban la cara pintada de color rojo ocre, con los signos característicos de los cazadores, y vestían zamarra y pantalón de piel de ciervo sin adorno alguno, la tradicional vestimenta de caza de la Tribu del Ciervo Rojo. Detrás de ellos iban dos grandes perros de caza, tan silenciosos y ligeros como los muchachos a los que seguían. Porque aquellos diez cazadores eran sin duda muchachos. Los cuerpos bajo el atuendo de piel de ciervo eran demasiado esbeltos para pertenecer a hombres adultos. Quizá se trataba de un grupo de cazadores que todavía no habían pasado el rito iniciático de pasaje al estado adulto de la tribu, que no habían abatido al Gran Venado para probar a la tribu que ya estaban listos para la ceremonia de iniciación. Tan pronto como la fila se detuvo y el jefe se acercó a examinar una huella en el sendero, desapareció esa primera impresión. —Están delante de nosotros —dijo una voz cantarina. El jefe se incorporó y al hacerlo puso en evidencia la curva de los pechos bajo la piel de ciervo. —¡Permítenos correr con el ciervo! ¡Con los ciervos en el bosque, con los ciervos en la montaña, permítenos correr con ellos, oh Madre! ¡Permítenos correr con los ciervos, fuertes y veloces! —Los cazadores elevaron el canto tradicional. Las voces eran puras, altas, indiscutiblemente femeninas. Luego, con la misma agilidad y sigilo con que había aparecido, la fila de cazadores se desvaneció en el bosque. Diez minutos más tarde los dos jóvenes que habían estado al acecho, salieron de su escondite. Durante un instante permanecieron en silencio, contemplando el sendero por el que las muchachas habían desaparecido. —¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó en voz queda su compañero el hombre más bajo de cabello negro. —Sa —replicó el otro también en voz baja, mostrando unos dientes blancos en un rostro bronceado—. Tane, creo que hemos tenido suerte. —Muchachas —dijo el hombre de pelo negro lanzando un suspiro largo y reverente—. ¡Y se han adentrado solas en el bosque! —Ocasión propicia para una emboscada. —El hombre alto y rubio levantó la cabeza y la blanca sonrisa se hizo más amplia—. Presiento que los hombres del Caballo no van a dormir solos durante muchas lunas más. Los dos jóvenes contemplaron una vez más el sendero de caza. Un conejo de color marrón salió dando brincos de la espesura, cruzó el sendero y desapareció entre los árboles del otro lado. —Quedémonos por aquí una temporada —dijo finalmente el rubio—. Tenemos que aprender más sobre sus costumbres. Luego, cuando volvamos con el resto de los hombres, sabremos lo que deberemos hacer.

—Sa. —El joven llamado Tane movió su oscura cabeza asintiendo. Luego ambos se dieron la vuelta y con el paso largo característico de los cazadores, desaparecieron por el sendero en dirección opuesta a la que habían tomado las muchachas. CAPÍTULO PRIMERO —Alin, te estaba buscando. La muchacha ladeó la cabeza, aunque siguió completamente inmóvil, contemplando una roca en la corriente de agua que discurría ante ella mientras el hombre se aproximaba atravesando el claro. —La Reina quiere verte —dijo cuando llegó junto a ella. Miró también la corriente y sus labios se curvaron en una sonrisita burlona—. Está empezando a enfadarse, así es que he creído oportuno que alguien te encontrara. Alin desvió la mirada hasta el rostro del hombre que estaba junto a ella y luego la dirigió de nuevo lentamente a la gran roca que se elevaba agresivamente en medio de la corriente de la montaña. —¿Cómo sabías que me encontrarías aquí? —preguntó. —Yo solía venir aquí cuando era un muchacho y quería estar solo —contestó él. Una vez más apareció en su rostro aquella sonrisita burlona. Alin no replicó, pero en sus ojos castaños, del mismo color y forma que los del hombre, había una expresión pensativa. —Falta muy poco para la temporada de los Fuegos de Invierno —dijo el hombre. Contempló los abedules casi pelados que se alineaban junto a la corriente en un camino serpenteante colina arriba —. Los venados están en celo; las hojas están cayendo. Pronto vendrán las nieves. —Sa. —La muchacha cruzó los brazos sobre los pechos, como si aquellas palabras trajeran consigo una ráfaga de frío invernal. —¿Lana no celebrará este año los Sagrados Esponsales en los Fuegos de Invierno? —preguntó el hombre. Hubo un largo silencio. Mientras él esperaba una respuesta, el perfil de la muchacha permaneció completamente inmóvil, remoto. —Este año me toca celebrarlos a mí. La Reina desea que nazcan niños, dice. Me corresponde a mí celebrar los Sagrados Esponsales para dar vida a la tribu.

Él levantó una mano delgada y fuerte, la contempló pensativamente y luego la cerró. —Entonces el rumor es cierto. —¿Qué rumor? —preguntó girando la cabeza en redondo; su voz tan clara como la de un cascabel de pronto se hizo cortante. —Hasta en la cueva de los hombres se oyen chismes. Ha sido un rumor, eso es todo —replicó el hombre encogiéndose de hombros y con los ojos todavía fijos en la mano. Entonces la bajó y sus grandes ojos oscuros se clavaron en el rostro de ella—. Al fin y al cabo, ha llegado el momento. La Reina ya no es muy joven. Los ojos castaños de Alin contemplaron titubeantes al hombre que la había engendrado. —Tor… —La palabra larga y dilatada sonó como si perteneciera a otra lengua. —¿Sa? —He estado pensando a quién debería elegir —confesó, tras un momento de duda. —Presentía qué era lo que estabas haciendo aquí —dijo él asintiendo y con los ojos fijos en ella. La mano que había mantenido cerrada se movió con lentitud para tocarla y luego se detuvo—. ¿A quién te aconseja Lana que elijas? —preguntó suavemente. —A Jus. Tor apartó la mirada de ella y la dirigió hacia la roca en medio de la corriente. —Na —dijo, y luego volvió a repetir con suavidad—: Jus no. —¿Por qué no? —preguntó Alin. —Jus es el hombre de Lana. Siempre será el hombre de Lana, Alin. Toma a un hombre que te sea leal a ti. —¡No existe rivalidad entre mi madre y yo, Tor! —exclamó ella con dureza, casi con enfado. —Ya lo sé —respondió él. La miró con expresión grave. Era un hombre alto y ella había heredado de él su estatura y sus ojos—.

Toma a uno de los muchachos —dijo—. Uno de los muchachos que conoces y te gustan. Ella permaneció en silencio. —Ban es un joven guapo —añadió el padre. Ella siguió callada. —La Reina gobierna la tribu, Alin. Se ha hecho demasiado vieja para concebir, pero no es demasiado vieja para gobernar. No te entregará ningún poder a ti. Toma a un joven que te guste. El hombre de Lana será el jefe de los hombres, no importa a quién elijas tú. Déjale a Jus a ella. Toma a uno de los muchachos —dijo él tras un suspiro. —Yo tenía los mismos pensamientos, por esta razón he venido aquí —contestó Alin, con voz inexpresiva, después de una larga y profunda reflexión.

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