debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La Habitación Cerrada – Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Dos casos sin resolver, tres policías en apuros y un asesino suelto dispuesto a matar de nuevo. El comisario Martin Beck y su equipo se hallan en una encrucijada en que nada parece tener relación en sí, pese a que todo apunta a lo contrario: un banco ha sido atracado en una parte de la ciudad, mientas que en otra se ha encontrado un cadáver en una habitación cerrada a cal y canto, sin arma ni pista alguna en la escena del crimen. ¿La situación podría ser peor? Efectivamente, en una novela de Martin Beck, todo lo malo tiene la oportunidad de empeorar hasta su resolución final.


 

Las campanas de Santa María daban las dos cuando ella salía de la estación del metro de Wollmar Yxkullsgatan. Antes de apresurarse hacia la plaza de María, se detuvo y encendió un cigarrillo. El ruido ensordecedor y continuado de las campanas de la iglesia resonó en el aire, haciéndole recordar los tristes domingos de su infancia. Ella había nacido y se habría criado a unas pocas manzanas de la iglesia de Santa María, donde también fue bautizada y confirmada (de esto último hacía casi doce años). Todo lo que ella podía recordar de su preparación para la confirmación, era que el vicario le preguntó por qué había citado a Strindberg al escribir aquello del « melancólico discante» de las campanas de Santa María. Pero ella no recordaba su respuesta. El sol le daba en la espalda. Después de cruzar St. Paulsgatan, aminoró el paso, pues no deseaba empezar a sudar. De repente se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y lamentó no haber tomado un tranquilizante antes de salir de casa. Al llegar a la fuente que hay en medio de la plaza, metió el pañuelo en el agua fresca y, habiéndose alejado, se sentó en un banco a la sombra de los árboles. Se quitó las gafas y se frotó la cara con el pañuelo mojado, se limpió las gafas con una punta de su camisa azul claro, y se las volvió a poner. Los grandes lentes reflejaron la luz, ocultando la mitad superior de su rostro. Se quitó el amplio sombrero azul de dril, se levantó el liso pelo rubio, tan largo que le caía sobre los hombros, y se pasó la mano por la nuca. Luego, volvió a ponerse el sombrero, se lo encajó hasta las cejas y se quedó sentada e inmóvil, con el pañuelo arrugado y hecho una bola entre las manos. Al cabo de un rato extendió el pañuelo ante ella, sobre el banco, y se frotó las palmas de las manos sobre los pantalones tejanos. Miró su reloj: eran las dos y media. Unos minutos para calmarse antes de que tuviera que irse. Cuando el reloj dio las 2.45, ella alzó la tapa del bolso colgante de lona verde oscuro que tenía sobre el regazo, tomó el pañuelo, que ahora estaba completamente seco, y, sin doblarlo, lo metió en el bolso. Entonces se levantó, pasó sobre el hombro derecho la correa de cuero del bolso, y empezó lentamente a caminar. Al acercarse a Hornsgatan sintió menos tensión; y se persuadió a sí misma de que todo saldría bien.


Era viernes, el último día de junio, y para muchas personas las vacaciones de verano acababan de empezar. En Hornsgatan, tanto en la calzada como en las aceras, el tráfico era muy animado. Saliendo de la plaza, ella giró a la izquierda y penetró en la sombra de las casas. Esperaba haber elegido bien el día. Sopesó los pros y los contras y se dio cuenta de que podía haber demorado su proyecto hasta la semana siguiente. No había nada de malo en ello, pero no había tenido muchas ganas de exponerse a tal tensión mental. Llegó allí antes de lo que había pensado, y se detuvo en el lado sombreado de la calle, observando el gran ventanal que tenía enfrente. El cristal reluciente reflejaba el brillo del sol, y el denso tráfico le tapaba parcialmente la vista, aunque se dio cuenta de una cosa: las cortinas estaban corridas. Fingiendo mirar escaparates, anduvo lentamente arriba y abajo por la acera, y aunque había un gran reloj que colgaba en el exterior de una relojería cercana, siguió mirando al suy o. Y mientras tanto no dejaba de observar la puerta en el otro lado de la calle. A las 2.55 se dirigió hacia el paso de peatones en el cruce. Cuatro minutos más tarde se hallaba frente a la puerta del banco. Antes de empujarla para abrir, alzó la tapa de su bolso. Al entrar, echó una mirada de reojo a la oficina, la sucursal de uno de los bancos más importantes de Suecia. Era larga y estrecha; en la pared frontera estaba la puerta y la única ventana. A la derecha un mostrador iba desde la ventana a la breve pared del otro extremo, y a la izquierda había cuatro mesas fijadas a la larga pared. Más allá, había una mesa baja, redonda, y dos taburetes tapizados con un material rojo a cuadros. Aún más lejos, una escalera empinada desaparecía hacia lo que probablemente era la cámara acorazada del banco. Sólo un cliente había entrado antes que ella: un hombre, que estaba de pie ante el mostrador, metiendo billetes de banco y documentos dentro de su cartera de mano. Tras el mostrador vio sentadas a dos empleadas. Más allá un empleado permanecía de pie hojeando las cartulinas de un índice. Dirigiéndose hacia una de las mesas, la joven sacó una pluma del bolsillo exterior del bolso, mientras observaba con el rabillo del ojo cómo el cliente de la cartera de mano salía por la puerta de la calle. Tomó un impreso de ingresos y empezó a garrapatear en él. Al cabo de un rato observó que el empleado se dirigía hacia la puerta y la cerraba con llave.

Luego se inclinó y soltó el gancho que mantenía abierta la puerta interior. Mientras ésta se cerraba con ruido silbante, él volvió a su sitio tras el mostrador. Ella sacó el pañuelo del bolso. Sujetándolo en la mano izquierda, la hoja de ingresos en la derecha, se acercó al mostrador, fingiendo limpiarse la nariz. Entonces metió la hoja de ingresos en el bolso, sacó una bolsa de compra, de nailon, que estaba vacía, y la puso sobre el mostrador. Asió la pistola, apuntó con ella a la cajera y, manteniendo el pañuelo ante la boca, dijo: —Esto es un atraco. La pistola está cargada, y si usted hace el menor ruido, dispararé. Meta en este bolso todo el dinero que tenga. La mujer que había detrás del mostrador se la quedó mirando con fijeza, tomó despacio la bolsa de nailon y la puso ante sí. La otra mujer interrumpió el peinado de su cabello, y dejó caer las manos lentamente. Abrió la boca para decir algo; pero no salió el menor sonido. El hombre, que seguía de pie detrás de su mesa, tuvo un violento sobresalto. Inmediatamente, ella le apuntó con la pistola y le gritó: —¡Estese quieto! Y ponga las manos donde yo pueda verlas bien. Haciendo un gesto impaciente con la pistola encañonando a la mujer que tenía delante, evidentemente paralizada por el terror, prosiguió: —¡Dese prisa con el dinero! ¡Póngalo todo! La cajera empezó a meter fajos de billetes en la bolsa. Cuando hubo terminado, la soltó sobre el mostrador. De repente, el hombre de la mesa dijo: —Nunca escapará ron eso. La policía… —¡Cállese! —gritó ella. Entonces metió el pañuelo en el bolso abierto, y agarró la bolsa de nailon, que le pareció agradable y pesada. Retrocediendo lentamente hacia la puerta y apuntó por turno con la pistola a cada uno de los empleados del banco. De repente alguien corrió hacia ella desde la escalera, en el extremo opuesto de la habitación: un hombre alto y rubio con pantalones muy ajustados y una chaqueta ligera de franela azul con botones brillantes y un gran emblema dorado prendido en el bolsillo del pecho. Se oy ó en el local un estruendo cuy o eco atronó el espacio cerrado entre las paredes. Y mientras, a causa del retroceso, el brazo de ella se movía hacia el techo, vio caer violentamente hacia atrás al hombre de la chaqueta de franela. Sus zapatos eran de calidad, nuevos y blancos, con gruesas suelas acanaladas de goma roja. Sólo cuando su cabeza chocó contra el suelo de piedra con un horrible golpe sordo, ella se dio cuenta de que lo había matado. Soltó la pistola en el bolso, y miró fija y salvajemente a las tres personas horrorizadas que había tras el mostrador.

Luego echó a correr hacia la puerta. Mientras descorría torpemente el pestillo, tuvo tiempo de pensar antes de salir a la calle: « Tranquila, debo andar completamente tranquila» . Pero en cuanto se vio en la acera, apresuró el paso hacia el cruce. No veía a la gente que la rodeaba; sólo se dio cuenta de que tropezaba con algunas personas, y le parecía que el disparo seguía resonando en sus oídos. Dio la vuelta a la esquina y echó a correr, con la bolsa de compra en la mano y el pesado bolso golpeándole la cadera. Abrió de golpe la puerta de la casa donde había vivido de niña, siguió el viejo camino familiar hacia el patio, y trató de contenerse y andar al paso. Pasó directamente bajo el soportal de una glorieta mirador y salió a otro patio trasero. Bajó por la empinada escalera hasta una bodega, y se sentó en el escalón inferior. Trató de meter la bolsa de nailon sobre la pistola en el bolso colgante, pero no había bastante espacio. Entonces se quitó el sombrero, las gafas y la peluca rubia y las metió en el bolso. Su pelo verdadero era negro y corto. Se levantó, se desabotonó la camisa, se la quitó, y la metió en la bolsa. Bajo la camisa llevaba un jersey de algodón negro, de manga corta. Colgando el bolso sobre su hombro izquierdo, tomó la bolsa de nailon y subió por las escaleras hasta el patio. Saltó por un par de muretes antes de encontrarse al fin en una calle en el extremo de la manzana de casas. Entonces entró en una pequeña tienda de comestibles, compró dos litros de leche, metió los botes de cartón encerado en una gran bolsa de papel, y luego puso encima de ellos la bolsa de nailon. Después, se dirigió hacia Slussen y allí tomó el metro hasta su casa. 2 Gunvald Larsson llegó al escenario del crimen en su automóvil particular, un BMW rojo, lo cual es poco corriente en Suecia, y a los ojos de mucha gente resulta excesivo para un detective inspector, especialmente si lo emplea en su trabajo. Aquella hermosa tarde del viernes, el detective acababa de sentarse tras el volante para dirigirse a casa, cuando Einar Rönn llegó corriendo al patio de la jefatura central de policía, echando abajo todos sus planes para una tarde tranquila en su casa de Bollmora. Einar Rönn era también detective inspector en la Patrulla Nacional de Homicidios, y sin duda el único amigo que Gunvald Larsson tenía; así que cuando le dijo que lo sentía mucho, pero que Gunvald Larsson tendría que sacrificar su tarde libre, hablaba realmente en serio. Rönn fue hasta Hornsgatan en un coche de la policía. Cuando llegó allí, ya había en aquel lugar varios coches y algunos individuos de la Comisaría Sur, y Gunvald Larsson y a estaba dentro del banco. Frente al banco se había reunido un pequeño número de personas, y cuando Rönn cruzó la acera, uno de los patrulleros uniformados que había allí, mirando ceñudo a los espectadores, se acercó a él y le dijo: —Tengo aquí un par de testigos que dicen haber oído el disparo. ¿Qué hago con ellos? —Reténgalos un momento —contestó Rönn—, y trate de dispersar a los otros. El patrullero asintió y Rönn entró en el banco.

Sobre el suelo de mármol, entre el mostrador y las mesas de trabajo, el muerto, con los brazos abiertos y la pierna izquierda doblada, yacía de espaldas. Una pernera del pantalón se había subido, mostrando un calcetín blanco marca Orion con un áncora azul oscuro, y una piel muy bronceada con relucientes pelos rubios. La bala le había dado en la cara, y por la parte posterior de la cabeza habían salido sangre y masa encefálica. Los empleados del banco estaban sentados juntos en el otro extremo del vestíbulo, y frente a ellos Gunvald Larsson alzó la mano derecha hacia la mujer, que inmediatamente se calló en medio de una frase. Gunvald Larsson se levantó, fue detrás del mostrador, y, con el bloc de notas en la mano, se dirigió hacia Rönn. Con un asentimiento de cabeza hacia el hombre que estaba en el suelo, dijo: —No tiene buen aspecto. Si usted se queda aquí me llevaré a los testigos a otro sitio, quizás a la antigua casa de la comisaría de Rosenlundsgatan. Allí podrá trabajar sin que le molesten. Rönn asintió. —Dicen que lo hizo una chica —manifestó—. Y que se marchó con el dinero. ¿Vio alguien hacia dónde se dirigía? —De los del banco, ninguno —contestó Gunvald Larsson—. Al parecer había un tipo ahí fuera que vio cómo arrancaba un coche; pero no vio el número ni está seguro de la marca, así que por ahí no disponemos de mucho. Hablaré con él más tarde. —Y, ¿quién es éste? —preguntó Rönn haciendo un breve movimiento con la cabeza hacia el muerto. —Un idiota que quería hacer el papel de héroe. Trató de echarse sobre la atracadora, y ella, claro, presa del pánico, disparó. Era uno de los clientes del banco y el personal lo conocía. Había estado aquí haciendo algo en su caja de seguridad y subió por aquella escalera, justo cuando estaba ocurriendo todo. — Gunvald Larsson consultó su bloc de notas—. Era director de un instituto de Gimnasia, y se llamaba Gardon. Con « a» . —A lo mejor imaginó que era Flash Gordon —replicó Rönn. Gunvald Larsson le lanzó una mirada interrogativa. Rönn se ruborizó, y para cambiar de tema dijo: —Bueno, creo que hay varias fotos de ella en esa cosa —y señaló hacia la cámara fijada debajo del techo.

—Si estaba bien enfocada y había película dentro —repuso Gunvald Larsson con escepticismo—. Y si la cajera se acordó de apretar el botón. En la actualidad la mayoría de los bancos suecos están equipados con cámaras que disparan cuando el cajero de servicio pisa un botón en el suelo. Ésta era la única cosa que el personal tenía que hacer en caso de atraco. Como los robos armados de bancos se iban haciendo cada vez más frecuentes, se dio orden al personal de que entregaran todo el dinero que les pidieran, y, en general, que no hicieran nada para detener a los atracadores o impedirles que escaparan, ya que eso podría poner en peligro sus vidas. Esta orden no se debía, como alguien podría creer, a motivos humanitarios o a cualquier consideración por el personal de banca. Era fruto de la experiencia. Resultaba más barato para los bancos y compañías de seguros permitir a los ladrones que se fueran con el producto de su robo, que verse obligados a pagar daños e incluso a mantener a las familias de las víctimas para el resto de su vida, lo cual puede ser fácilmente el caso de alguien que resulte herido o muerto. Ahora llegó el cirujano de la policía, y Rönn salió para dirigirse a su coche y recoger la valija de homicidios. Empleaba métodos anticuados, y generalmente con éxito. Gunvald Larsson partió para la antigua comisaría de Rosenlundsgatan, junto con los directivos del banco y cuatro personas más que se habían identificado a sí mismas como testigos. Le dejaron una sala de interrogatorios, donde se quitó la chaqueta de ante, y la colgó en el respaldo de una silla antes de empezar los exámenes preliminares. Las primeras tres declaraciones hechas por el personal del banco eran tan buenas como idénticas; las otras cuatro divergían ampliamente. El primero de estos cuatro testigos era un hombre de cuarenta y dos años quien, al producirse el disparo, estaba en un portal a cinco metros del banco. Había visto pasar apresuradamente a una chica con sombrero negro y gafas de sol, y cuando, según su propia declaración, medio minuto después, miró calle abajo, había visto un turismo verde, probablemente un Opel, que arrancaba de junto a la acera a unos quince metros de distancia. El coche desapareció rápidamente en dirección a Hornsplan, y le pareció ver a la chica del sombrero en el asiento de atrás. No se había fijado en el número de matrícula; pero creía que las letras eran « AB» . El siguiente testigo, una mujer, era la dueña de una boutique. Al oír el tiro, estaba de pie en la puerta abierta de su establecimiento, que estaba frente por frente del banco. Al principio pensó que el ruido procedía del interior de su tienda. Temerosa de que hubiera explotado la estufa de gas, entró corriendo, pero habiendo comprobado que no era así, volvió a la puerta. Al mirar calle abajo había visto un gran coche azul que giraba para meterse en el tráfico, haciendo chirriar los neumáticos. En el mismo instante una mujer salió del banco y gritó que habían matado a alguien. No se había fijado en quién iba sentado en el coche o cuál era su número de matrícula; pero pensó que se parecía más o menos a un taxi. El tercer testigo era un obrero metalúrgico de treinta y dos años.

Su relato era más circunstancial. No había oído el disparo, o al menos no se había dado cuenta de ello. Cuando la chica salió del banco, él iba por la acera. Ella tenía mucha prisa, y al pasar por su lado le empujó. Él no había visto su cara; pero creyó que tendría unos treinta años. Llevaba pantalones azules, camisa y sombrero, y un bolso oscuro. La había visto ir hasta un coche de matrícula « A» con dos treses en la placa. El coche era un Renault 16 beige claro. Un hombre delgado, que parecía tener de veinte a veinticinco años, estaba sentado ante el volante. Tenía el cabello largo, lacio y negro, y llevaba una camisa de algodón, de manga corta. Estaba asombrosamente pálido. Otro hombre, que parecía un poco mayor y estaba en la acera, abrió a la chica la puerta trasera del coche. Tras cerrar la puerta tras ella, se sentó al lado del conductor en el asiento delantero. Este hombre era robusto, de metro sesenta de estatura, pelo canoso, revuelto y espeso. Tenía la cara muy encarnada y llevaba pantalones negros acampanados y una camisa negra de algún material brillante. El coche dio media vuelta y desapareció en dirección de Slussen. Después de toda esta evidencia, Gunvald Larsson se sintió un poco perplejo. Antes de llamar al último testigo, ley ó cuidadosamente sus notas. Este último testigo resultó ser un relojero de cincuenta años de edad. Había estado sentado en su coche justo frente al banco, esperando a su esposa que estaba en una zapatería en el otro lado de la calle. Tenía la ventanilla abierta y había oído el disparo; pero no reaccionó, y a que siempre hay mucho ruido en una calle tan transitada como Hornsgatan. A las tres y cinco vio salir del banco a la mujer. Se fijó en ella porque parecía tener demasiada prisa para excusarse cuando tropezó con una señora mayor, y él pensó que era típico de los estocolmeses ir siempre con tanta prisa y tan poca educación. Él era oriundo de Södertälje. La mujer vestía pantalones largos, y en su cabeza tenía puesto algo que recordaba el sombrero de un cowboy y llevaba en la mano una bolsa de la compra, negra.

Fue corriendo hasta el próximo cruce y desapareció al dar la vuelta a la esquina. No, no había entrado en ningún coche, ni se detuvo en su camino; sino que se había dirigido directamente a la esquina y desapareció. Gunvald Larsson hizo por teléfono la descripción de los dos hombres del Renault, se levantó, recogió sus papeles, y miró al reloj. Ya eran las seis. Presumiblemente había hecho mucho trabajo en vano. La presencia de los distintos coches y a hacía rato que fue informada por los primeros reporteros que llegaron al escenario. Además, ninguno de los testigos había dado un cuadro general coherente. Todo se había ido al infierno, por supuesto. Como siempre. Por un momento se preguntó si debía de retener al último testigo; pero desistió de la idea. Todo el mundo parecía tener ganas de irse a casa lo antes posible. A decir verdad, él era quien tenía más ganas de todos, aunque probablemente eso era esperar demasiado. Así que dejó que todos los testigos se fueran. Se puso la chaqueta y volvió al banco. Los restos del valeroso profesor de gimnasia habían sido retirados, y un joven radiopatrullero salió de su coche y le informó cortésmente de que el detective inspector Rönn le esperaba en su despacho. Gunvald Larsson suspiró y se dirigió hacia su coche. 3 Se despertó asombrado de estar vivo. Esto no era nada nuevo. Porque en los últimos quince meses había abierto los ojos cada día con la misma confusa pregunta: ¿cómo es posible que esté vivo? Poco antes de despertarse había tenido un sueño, que también era de hacía quince meses. Aunque cambiaba constantemente, siempre seguía el mismo modelo. Iba cabalgando. Un viento frío le azotaba los cabellos. Iba galopando, inclinándose hacia delante. Luego corría por un andén de estación de ferrocarril. Frente a él veía a un hombre que acababa de levantar una pistola.

Él sabía quién era el hombre y lo que iba a suceder. El hombre era Charles J. Guiteau; el arma, una pistola de tirador, una Hammerli International. Justo cuando el hombre disparaba, él se arrojaba hacia adelante y detenía la bala con el cuerpo. El disparo le daba como un martillo, en medio del pecho. Evidentemente se había sacrificado; pero al mismo tiempo se dio cuenta de que su acción había sido en vano. El Presidente yacía contraído en el suelo, su brillante sombrero de copa se le había caído de la cabeza y rodaba en semicírculo. Como siempre, se había despertado cuando le alcanzaba la bala. Al principio todo se volvió negro, una oleada de quemante calor barrió su cerebro. Entonces abrió los ojos. Martin Beck estaba acostado e inmóvil en la cama, mirando al techo. Había luz en la habitación. Pensó en su sueño. No le había parecido particularmente significativo, al menos en esta versión. Además, estaba lleno de absurdidades. El arma, por ejemplo; debía de haber sido un revólver o posiblemente un derringer [1] ; y ¿cómo podía Garfield yacer allí, herido de muerte, cuando había sido él quien ostensiblemente había parado la bala con el pecho? Ni la menor idea del aspecto que tenía en realidad el asesino. Si alguna vez había visto una foto de ese hombre, la imagen mental había sido borrada hacía tiempo. Guiteau tenía ojos azules, bigote rabio y cabello alisado y brillante peinado hacia atrás; pero hoy se había parecido más a un actor en un papel importante. Inmediatamente recordó cuál: John Carradine, como el jugador de La Diligencia. Todo era asombrosamente romántico. Sin embargo, una bala en el pecho de uno puede hacer perder fácilmente toda cualidad poética. Lo sabía bien por experiencia. Si perfora el pulmón derecho y luego se aloja cerca de la espina dorsal, el efecto es intermitentemente doloroso y a la larga se vuelve muy molesto. Pero había mucho en su sueño que concordaba con su propia realidad. Por ejemplo, la pistola de tirador.

Había pertenecido a un patrullero de la policía que fue despedido; tenía ojos azules, bigote rubio, y el cabello peinado diagonalmente hacia atrás. Se habían encontrado en el tejado de una casa bajo un cielo primaveral frío y oscuro. No cambiaron palabras. Sólo un tiro de pistola. Aquella noche él se había despertado en la cama de una habitación de paredes blancas, concretamente en la sección del tórax del Hospital Karolinska. Le habían dicho que su vida no corría peligro. Aún así él se preguntó cómo era que estaba vivo. Después le dijeron que la herida ya no constituía una amenaza a su vida; pero que la bala estaba alojada en mal sitio. Él comprendió, aunque no apreció, la fineza de aquel pequeño « y a no» . Los cirujanos habían examinado las placas de ray os X durante semanas antes de extraer de su cuerpo el objeto extraño. Luego le dijeron que su herida, definitivamente, ya no constituía un peligro para su vida. Por el contrario, que se repondría totalmente, con tal de que se tomara las cosas con tranquilidad. Mas para entonces él ya había dejado de creer en ellos. De todos modos, se había tomado las cosas con mucha tranquilidad. No tenía otro remedio. Ahora decían que se había recuperado del todo. Esta vez hubo también, sin embargo, una adición: « Físicamente» . Además, no debería de fumar. Su tráquea nunca había estado muy bien, y un tiro en el pulmón no había mejorado las cosas. Después de haberse curado, aparecieron señales misteriosas alrededor de las cicatrices. Martin Beck se levantó. Cruzó su salita de estar hasta el pasillo, recogió su periódico, que estaba sobre el felpudo de la puerta, y entró en la cocina, mientras recorría con la mirada los titulares de la primera página. Buen tiempo, que duraría, según el hombre del tiempo. Aparte de eso, todo parecía, como de costumbre, tener tendencia a empeorar. Dejó el periódico sobre la mesa de la cocina, sacó un yogur del frigorífico, el cual tenía el sabor de siempre, ni bueno ni malo, sólo un poco a mohoso y artificial.

Sin duda era de muchos días antes, y y a sería viejo cuando lo compró. Hacía mucho tiempo que pasó la época feliz en que un estocolmés podía comprar fresco todo lo que quisiera sin tener que hacer un esfuerzo particular ni pagar un precio abusivo. Su siguiente parada fue en el cuarto de baño. Tras lavarse la cara y cepillarse los dientes regresó al dormitorio, hizo la cama, se quitó los pantalones del pijama, y empezó a vestirse. Al hacer eso miró distraídamente por su apartamento, que estaba en la parte alta de un edificio en Köpmansgatan, en la ciudad antigua. La mayoría de los estocolmeses lo habrían llamado una casa de ensueño. Llevaba viviendo allí más de tres años, y aún podía recordar lo cómodo que allí se había sentido, hasta aquel día de primavera en aquel tejado. Ahora solía sentirse encerrado y solitario, incluso cuando alguien iba a verlo. Sin duda esto no era culpa del apartamento. Últimamente, a menudo, había sentido claustrofobia incluso estando fuera. Sintió un vago deseo de fumar un cigarrillo. Bien es verdad que los médicos le habían dicho que debía dejar el tabaco; pero a él no le importaba. Más grave era que la Compañía de Tabacos del Estado ya no fabricaba su marca favorita. Ya no se encontraban en el mercado cartones de aquellos cigarrillos con filtro. En dos o tres ocasiones había probado otras marcas, pero no pudo acostumbrarse a ellas. Mientras se hacía el nudo de la corbata miró distraídamente sus modelos de barcos. Había tres de ellos en un estante sobre la cama, dos terminados y el tercero medio acabado. Habían pasado más de ocho años desde que empezó a construirlos; pero desde aquel día de abril del año anterior ni siquiera los había tocado. Desde entonces habían recogido mucho polvo. Varias veces su hija se había ofrecido a limpiarlos; pero él le pidió que los dejara en paz. Eran las 8.30 de la mañana del lunes 3 de julio de 1972. Una fecha de especial importancia. Justo en este día él volvía al trabajo. Seguía siendo un policía, más exactamente, un detective inspector jefe, al mando de la Patrulla Nacional de Homicidios.

Martin Beck se puso la chaqueta y se metió el periódico en el bolsillo, pensando leerlo en el metro, uno de los pequeños detalles de la rutina que pensaba reanudar. Andando por Skeppsbron a la luz del sol, inhaló el aire polucionado. Se sintió extraño y hueco. Pero nada de esto denunciaba su apariencia. Por el contrario, parecía sano y vigoroso, y sus movimientos eran rápidos y ágiles. Hombre alto y bronceado con fuerte mandíbula y ojos grises y tranquilos bajo una ancha frente, Martin Beck tenía cuarenta y nueve años de edad. Pronto tendría cincuenta. Pero la may oría de las personas creían que era más joven.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |