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La habitacion cerrada (Inspector Martin Beck 8) – Maj Sjowall

Las campanas de Santa María daban las dos cuando ella salía de la estación del metro de Wollmar Yxkullsgatan. Antes de apresurarse hacia la plaza de María, se detuvo y encendió un cigarrillo. El ruido ensordecedor y continuado de las campanas de la iglesia resonó en el aire, haciéndole recordar los tristes domingos de su infancia. Ella había nacido y se habría criado a unas pocas manzanas de la iglesia de Santa María, donde también fue bautizada y confirmada (de esto último hacía casi doce años). Todo lo que ella podía recordar de su preparación para la confirmación, era que el vicario le preguntó por qué había citado a Strindberg al escribir aquello del «melancólico discante» de las campanas de Santa María. Pero ella no recordaba su respuesta. El sol le daba en la espalda. Después de cruzar St. Paulsgatan, aminoró el paso, pues no deseaba empezar a sudar. De repente se dio cuenta de lo nerviosa que estaba y lamentó no haber tomado un tranquilizante antes de salir de casa. Al llegar a la fuente que hay en medio de la plaza, metió el pañuelo en el agua fresca y, habiéndose alejado, se sentó en un banco a la sombra de los árboles. Se quitó las gafas y se frotó la cara con el pañuelo mojado, se limpió las gafas con una punta de su camisa azul claro, y se las volvió a poner. Los grandes lentes reflejaron la luz, ocultando la mitad superior de su rostro. Se quitó el amplio sombrero azul de dril, se levantó el liso pelo rubio, tan largo que le caía sobre los hombros, y se pasó la mano por la nuca. Luego, volvió a ponerse el sombrero, se lo encajó hasta las cejas y se quedó sentada e inmóvil, con el pañuelo arrugado y hecho una bola entre las manos. Al cabo de un rato extendió el pañuelo ante ella, sobre el banco, y se frotó las palmas de las manos sobre los pantalones tejanos. Miró su reloj: eran las dos y media. Unos minutos para calmarse antes de que tuviera que irse. Cuando el reloj dio las 2.45, ella alzó la tapa del bolso colgante de lona verde oscuro que tenía sobre el regazo, tomó el pañuelo, que ahora estaba completamente seco, y, sin doblarlo, lo metió en el bolso. Entonces se levantó, pasó sobre el hombro derecho la correa de cuero del bolso, y empezó lentamente a caminar. Al acercarse a Hornsgatan sintió menos tensión; y se persuadió a sí misma de que todo saldría bien. Era viernes, el último día de junio, y para muchas personas las vacaciones de verano acababan de empezar. En Hornsgatan, tanto en la calzada como en las aceras, el tráfico era muy animado. Saliendo de la plaza, ella giró a la izquierda y penetró en la sombra de las casas.


Esperaba haber elegido bien el día. Sopesó los pros y los contras y se dio cuenta de que podía haber demorado su proyecto hasta la semana siguiente. No había nada de malo en ello, pero no había tenido muchas ganas de exponerse a tal tensión mental. Llegó allí antes de lo que había pensado, y se detuvo en el lado sombreado de la calle, observando el gran ventanal que tenía enfrente. El cristal reluciente reflejaba el brillo del sol, y el denso tráfico le tapaba parcialmente la vista, aunque se dio cuenta de una cosa: las cortinas estaban corridas. Fingiendo mirar escaparates, anduvo lentamente arriba y abajo por la acera, y aunque había un gran reloj que colgaba en el exterior de una relojería cercana, siguió mirando al suyo. Y mientras tanto no dejaba de observar la puerta en el otro lado de la calle. A las 2.55 se dirigió hacia el paso de peatones en el cruce. Cuatro minutos más tarde se hallaba frente a la puerta del banco. Antes de empujarla para abrir, alzó la tapa de su bolso. Al entrar, echó una mirada de reojo a la oficina, la sucursal de uno de los bancos más importantes de Suecia. Era larga y estrecha; en la pared frontera estaba la puerta y la única ventana. A la derecha un mostrador iba desde la ventana a la breve pared del otro extremo, y a la izquierda había cuatro mesas fijadas a la larga pared. Más allá, había una mesa baja, redonda, y dos taburetes tapizados con un material rojo a cuadros. Aún más lejos, una escalera empinada desaparecía hacia lo que probablemente era la cámara acorazada del banco. Sólo un cliente había entrado antes que ella: un hombre, que estaba de pie ante el mostrador, metiendo billetes de banco y documentos dentro de su cartera de mano. Tras el mostrador vio sentadas a dos empleadas. Más allá un empleado permanecía de pie hojeando las cartulinas de un índice. Dirigiéndose hacia una de las mesas, la joven sacó una pluma del bolsillo exterior del bolso, mientras observaba con el rabillo del ojo cómo el cliente de la cartera de mano salía por la puerta de la calle. Tomó un impreso de ingresos y empezó a garrapatear en él. Al cabo de un rato observó que el empleado se dirigía hacia la puerta y la cerraba con llave. Luego se inclinó y soltó el gancho que mantenía abierta la puerta interior. Mientras ésta se cerraba con ruido silbante, él volvió a su sitio tras el mostrador. Ella sacó el pañuelo del bolso.

Sujetándolo en la mano izquierda, la hoja de ingresos en la derecha, se acercó al mostrador, fingiendo limpiarse la nariz. Entonces metió la hoja de ingresos en el bolso, sacó una bolsa de compra, de nailon, que estaba vacía, y la puso sobre el mostrador. Asió la pistola, apuntó con ella a la cajera y, manteniendo el pañuelo ante la boca, dijo: —Esto es un atraco. La pistola está cargada, y si usted hace el menor ruido, dispararé. Meta en este bolso todo el dinero que tenga. La mujer que había detrás del mostrador se la quedó mirando con fijeza, tomó despacio la bolsa de nailon y la puso ante sí. La otra mujer interrumpió el peinado de su cabello, y dejó caer las manos lentamente. Abrió la boca para decir algo; pero no salió el menor sonido. El hombre, que seguía de pie detrás de su mesa, tuvo un violento sobresalto. Inmediatamente, ella le apuntó con la pistola y le gritó: —¡Estese quieto! Y ponga las manos donde yo pueda verlas bien. Haciendo un gesto impaciente con la pistola encañonando a la mujer que tenía delante, evidentemente paralizada por el terror, prosiguió: —¡Dese prisa con el dinero! ¡Póngalo todo! La cajera empezó a meter fajos de billetes en la bolsa. Cuando hubo terminado, la soltó sobre el mostrador. De repente, el hombre de la mesa dijo: —Nunca escapará con eso. La policía… —¡Cállese! —gritó ella. Entonces metió el pañuelo en el bolso abierto, y agarró la bolsa de nailon, que le pareció agradable y pesada. Retrocediendo lentamente hacia la puerta y apuntó por turno con la pistola a cada uno de los empleados del banco. De repente alguien corrió hacia ella desde la escalera, en el extremo opuesto de la habitación: un hombre alto y rubio con pantalones muy ajustados y una chaqueta ligera de franela azul con botones brillantes y un gran emblema dorado prendido en el bolsillo del pecho. Se oyó en el local un estruendo cuyo eco atronó el espacio cerrado entre las paredes. Y mientras, a causa del retroceso, el brazo de ella se movía hacia el techo, vio caer violentamente hacia atrás al hombre de la chaqueta de franela. Sus zapatos eran de calidad, nuevos y blancos, con gruesas suelas acanaladas de goma roja. Sólo cuando su cabeza chocó contra el suelo de piedra con un horrible golpe sordo, ella se dio cuenta de que lo había matado. Soltó la pistola en el bolso, y miró fija y salvajemente a las tres personas horrorizadas que había tras el mostrador. Luego echó a correr hacia la puerta. Mientras descorría torpemente el pestillo, tuvo tiempo de pensar antes de salir a la calle: «Tranquila, debo andar completamente tranquila». Pero en cuanto se vio en la acera, apresuró el paso hacia el cruce.

No veía a la gente que la rodeaba; sólo se dio cuenta de que tropezaba con algunas personas, y le parecía que el disparo seguía resonando en sus oídos. Dio la vuelta a la esquina y echó a correr, con la bolsa de compra en la mano y el pesado bolso golpeándole la cadera. Abrió de golpe la puerta de la casa donde había vivido de niña, siguió el viejo camino familiar hacia el patio, y trató de contenerse y andar al paso. Pasó directamente bajo el soportal de una glorieta mirador y salió a otro patio trasero. Bajó por la empinada escalera hasta una bodega, y se sentó en el escalón inferior. Trató de meter la bolsa de nailon sobre la pistola en el bolso colgante, pero no había bastante espacio. Entonces se quitó el sombrero, las gafas y la peluca rubia y las metió en el bolso. Su pelo verdadero era negro y corto. Se levantó, se desabotonó la camisa, se la quitó, y la metió en la bolsa. Bajo la camisa llevaba un jersey de algodón negro, de manga corta. Colgando el bolso sobre su hombro izquierdo, tomó la bolsa de nailon y subió por las escaleras hasta el patio. Saltó por un par de muretes antes de encontrarse al fin en una calle en el extremo de la manzana de casas. Entonces entró en una pequeña tienda de comestibles, compró dos litros de leche, metió los botes de cartón encerado en una gran bolsa de papel, y luego puso encima de ellos la bolsa de nailon. Después, se dirigió hacia Slussen y allí tomó el metro hasta su casa.

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