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La guerra de Vietnam – Max Hastings

La batalla por Vietnam —un país pobre del sudeste asiático, de la extensión aproximada del estado de California, que contiene montes, junglas y arrozales que encantan a los turistas del siglo XXI pero causaban muchos problemas a los combatientes occidentales del siglo XX— duró tres décadas y provocó la muerte de entre dos y tres millones de personas. Durante los primeros veinte años, desde una perspectiva mundial, e incluso desde el punto de vista de los chinos y soviéticos que proporcionaron las armas a los comunistas, fue un asunto marginal. En cambio, durante la última fase, la guerra atrapó la imaginación y despertó el horror y, más aún, la repulsión de cientos de millones de habitantes de Occidente, a la vez que destruyó a un presidente de Estados Unidos y contribuyó a la caída de otro. En la oleada de protestas juveniles contra la autoridad que barrió muchos países en la década de 1960, el rechazo a la antigua moral sexual y el entusiasmo por los placeres de la marihuana y el LSD se combinó con la arremetida contra el capitalismo y el imperialismo, fenómenos de los que el Vietminh parecía ser una manifestación especialmente fea. Además, muchos estadounidenses de más edad, que no simpatizaban con ninguna de las causas precedentes, se opusieron a la guerra cuando se descubrió que era una fuente de engaños sistemáticos por parte de su propio gobierno y que, por otro lado, parecía imposible que acabara bien. La caída de Saigón, en 1975, representó una humillación para la potencia más poderosa del planeta: unos revolucionarios campesinos se habían impuesto a la voluntad, la riqueza y el material de los estadounidenses. Entre las imágenes simbólicas de toda una era es imposible olvidar la silueta de aquella escalera por la que, en la tarde del 29 de abril de aquel año, los fugitivos subían hacia un helicóptero como si remontaran el Calvario. Vietnam ejerció una influencia cultural sobre su tiempo mayor que la ejercida por ningún otro conflicto desde 1945. Los méritos de las causas enfrentadas nunca son absolutos. Incluso en la segunda guerra mundial, la batalla de los aliados occidentales contra el fascismo adolece de la sombra de haber confiado en que la tiranía de Stalin pagara el grueso de la factura de sangre necesaria para destruir la tiranía de Hitler. Solo los necios de la derecha y la izquierda política se atreven a sugerir que, en Vietnam, uno de los bandos poseía un monopolio de la virtud. Todas las obras autorizadas sobre el conflicto han sido obra de manos estadounidenses o francesas. Entre las primeras, muchos autores escriben como si hablaran de la historia de su propia nación. Pero se trató antes que nada de una tragedia asiática a la que se sobrepuso una pesadilla norteamericana: por cada estadounidense muerto fallecieron cerca de cuarenta vietnamitas. Aunque mi narración es cronológica, no aspiro a hacer una crónica de todas las acciones, ni siquiera a mencionarlas en su totalidad, sino más bien a captar el espíritu de la experiencia de Vietnam a lo largo de tres décadas. Como en todos mis libros, mientras refiero el relato político y estratégico también intento dar respuesta a la pregunta: «¿Cómo fue la guerra?». ¿Cómo la vivieron los zapadores del norte de Vietnam, los campesinos del delta del Mekong, los pilotos de helicópteros Huey de Peoria (Illinois), los soldados rasos de Sioux Falls, los asesores de defensa aérea de Leningrado, los trabajadores del ferrocarril chinos, las chicas de los bares de Saigón…? Yo nací en 1945. Como corresponsal, en mi juventud, viví casi dos años en Estados Unidos, y más adelante visité varias veces Indochina. Mi comprensión era tan escasa, y mis percepciones, tan inmaduras, que en el texto que sigue no aludiré a mi experiencia personal; solo la resumiré aquí. En 1967-1968 recorrí buena parte de Estados Unidos, primero como investigador universitario, en materia de Periodismo, luego como reportero durante la campaña de las elecciones a la presidencia. Mantuve varios encuentros breves con muchos de los agentes principales del momento, como por ejemplo Robert Kennedy, Richard Nixon, Eugene McCarthy, Barry Goldwater, Hubert Humphrey, Ronald Reagan… y también Harrison Salisbury, Norman Mailer, Allen Ginsberg o Joan Baez. En enero de 1968 estuve entre un grupo de periodistas extranjeros que visitaron la Casa Blanca. Sentados en la sala del Gabinete, el presidente Lyndon Johnson nos arengó durante cuarenta minutos sobre su compromiso con Vietnam, algunas semanas antes de asombrar al pueblo estadounidense con el anuncio de que no se presentaría a la reelección. Aquella mañana, su personalidad no parecía menos formidable por el hecho de hallarse próxima a la caricatura. «A algunos de entre ustedes les gustan las rubias, a algunos les gustan las pelirrojas, y a algunos quizá no les gusten las mujeres», afirmó, arrastrando cansinamente las palabras, como solía, gesticulando sin descanso para hacer hincapié en las ideas y bosquejando con un lápiz en un cuaderno que tenía ante sí.


«Les diré ahora qué me parece. Estoy dispuesto a reunirme con Ho Chi Minh en cualquier momento, en un hotel agradable, ante una comida agradable, para sentarnos y hablar para resolver esta cuestión.» Después de soltarnos el rollo, aquel gran hombre salió de la sala bruscamente, sin aceptar preguntas; solo se volvió para lanzar una acertada pulla contra Walter Lippmann, el columnista contrario a la guerra. Nos habíamos puesto en pie y poníamos nuestras notas en orden cuando el presidente mostró de nuevo la cabeza por la puerta. «Bueno, antes de que se vayan —dijo, casi con timidez—, quiero preguntarles: ¿observan alguna diferencia con lo que hubieran leído u oído sobre mí antes de venir?» Ante esta muestra de la asombrosa vulnerabilidad del presidente, nos quedamos sin palabras. En 1970 presenté una serie de reportajes para el programa televisivo 24 Hours, de la BBC, desde Camboya y Vietnam; volví al año siguiente para hacer lo mismo, y tuve ocasión de entrevistar al presidente Nguyen Van Thieu, así como de visitar Laos. Entre otras vivencias, en esas películas acompañé a soldados de la 23.ª división de Estados Unidos en una misión de limpieza por el valle de Hiep Duc; volé en un Skyraider vietnamita, en una operación de castigo; e informé sobre la batalla del ERVn por la Base de Artillería 6, en la Meseta Central. Aquel mismo año, en el Gran Salón del Pueblo, en Pekín, di la mano a Zhou Enlai. En 1973 y 1974 viajé de nuevo a Vietnam, y en 1975 informé sobre las campañas finales, incluido el caos de Danang, justo antes de su caída, y luego desde los alrededores de Saigón. Pretendía quedarme entre el puñado de corresponsales que cubrirían el ascenso al poder de los norvietnamitas. En la tarde del último día, sin embargo, perdí los nervios, me abrí paso a través de la multitud de vietnamitas aterrorizados que rodeaban la embajada de Estados Unidos y, con cierta ayuda de los marines que la defendían, logré saltar el muro. A las pocas horas fui evacuado en helicóptero, en un Jolly Green Giant, con destino al USS Midway. Los episodios arriba indicados* produjeron un periodismo inmaduro, pero hoy me ayudan a dar un color personal a las descripciones de aquellas «Quimbambas» perdidas y empapadas en sudor, cubiertas de polvo, con abundancia de bombas. En años posteriores conocí a Robert McNamara, Henry Kissinger y otros gigantes de la era de Vietnam, y entablé amistad con Arthur Schlesinger.

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