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La Guerra de la Paz – Vernor Vinge

Vernor Vinge es todavía un autor, lamentablemente desconocido para el lector de habla hispana. Una de las razones de ese desconocimiento puede ser el escaso volumen de su obra, siempre muy meditada y bien acabada, ya que pese a llevar más de veinte años en el género, su obra se completa en cuatro novelas, una antología y algunos pocos relatos todavía no recopilados en libro. Y pese a ello, su apellido es conocido gracias a la actividad de su ex esposa, Joan D. Vinge, a la que Vernor inició en la ciencia ficción. Pero, así como Joan se ha dedicado preferentemente a su escribir, Vernor sigue teniendo como ocupación principal su labor como profesor asociado en el Departamento de Matemáticas de la Universidad de San Diego, en California. Sus intereses académicos se centran principalmente en el mundo de los ordenadores, los lenguajes extensibles, el análisis numérico y la inteligencia artificial. Quizá con esta presentación inicial pueda imaginarse el lector que se halla ante la novela de un autor cuya obra se limita a la más estricta ciencia ficción «hard». No es así. Si bien es cierto que, a menudo, sus novelas incluyen ideas científicas avanzadas y artilugios tecnológicos sorprendentes, lo esencial de la narrativa de Vernor Vinge recae en el estudio de los procesos mentales del ser humano, especialmente cuando dicho ser se enfrenta a acontecimientos inusuales. En una breve reseña biográfica aparecida en Analog con ocasión de la publicación señalizada de La Guerra de la Paz, Jay Jay Klein indica explícitamente que: «Vernor cree que podemos decidir nuestro futuro, tan sólo si pensamos y reflexionamos sobre él con antelación, tal y como lo hacemos gracias a la ciencia ficción». Ésa es, posiblemente, una actitud compartida por muchos de los lectores del género, que aprecian precisamente la capacidad de la ciencia ficción para especular y meditar en profundidad sobre la forma en que los nuevos descubrimientos científicos van a afectar a la vida de las gentes. Junto al aspecto especulativo basado en la ciencia, Vernor Vinge es capaz de interesarnos por sus personajes, sin olvidar además la importancia de la trama, servida siempre por un ritmo narrativo adecuado y no carente de aventura. Precisamente de tipo aventurero es su primera novela Grimm’s World (1969), que transcurre en un primitivo planeta explotado por esclavistas interestelares. Otra novela más reciente, The Witling (1976), trata de un planeta de extraterrestres con una estructura social de tipo feudal, cuyos habitantes son capaces de tele-trasladarse por efecto de sus poderes psíquicos. Un príncipe que carece de dichos poderes se alía con dos terrestres considerados como parias y que opondrán sus avanzados conocimientos tecnológicos a los poderes psíquicos tan extendidos en el planeta. Una inteligente descripción de los fenómenos físicos que hacen posible el teletransporte permite la credibilidad del conjunto. Otra de sus mejores obras es la novela corta True Names (1981) que recuerda, por la riqueza de sus ideas, el estilo de la ciencia ficción campbelliana de los años cincuenta. En ella, Vernor Vinge postula que esos «nombres verdaderos» y secretos de los relatos de fantasía no son más que identificadores y palabras de paso que permiten el acceso a una amplia base de datos. La novela entremezcla hábilmente los juegos y los temas de la conexión con ordenadores, dando en cierta forma entrada a ese mundo que, con el nombre de «ciberespacio», se ha hecho después famoso entre los autores de la corriente llamada «cyberpunk». Debido a su calidad, la novela fue finalista para los premios Nébula y Hugo en la categoría de novela corta, pero no estaban todavía los tiempos maduros para el éxito de la nueva tendencia a la cual, pese a todo, Vernor no parece en absoluto adscrito. Vernor Vinge inició su andadura como profesional en la mítica revista New Worlds editada en el Reino Unido por Michael Moorcock y que todos reconocen como el origen de esa revolución literaria que convulsionó el género a finales de los años sesenta con el nombre de New Wave. Pero posteriormente ha encontrado un lugar más adecuado en la revista Analog, la de mayor difusión en Norteamérica, que ha publicado como primicia sus dos últimas novelas en forma de serial. Se trata de La Guerra de la Paz (1984) y Naufragio en el tiempo real (1986), que forman parte de una serie unida por uno de los artilugios tecnológicos más sorprendentes e interesantes de la reciente ciencia ficción. Se trata de las «burbujas», unos campos de fuerza esféricos completamente infranqueables y cuyas propiedades incluyen efectos secundarios desconocidos que, descubiertos precisamente en La Guerra de la Paz, serán la base de la trama de Naufragio en el tiempo real. Ambas novelas han sido finalistas del premio Hugo y la segunda de la serie ha obtenido también el Premio Prometheus otorgado por la CactusCon, la Convención Norteamericana de Ciencia Ficción, en 1987.


E n La Guerra de la Paz, Paul Hoehler, un brillante matemático, descubre el fundamento científico y tecnológico de las «burbujas». Pero sus usuarios le robarán el invento para hacerse con el poder e implantar una dictadura despótica para hacer imposible toda nueva guerra futura. La Autoridad de la Paz impone una paz obligada en la que se prohíben las ciencias biológicas y la ciencia y la tecnología no controladas por la autoridad. Y todo ello en un mundo estancado tecnológica y socialmente que se ve diezmado por unas misteriosas plagas. Después de cincuenta años, el propio Paul encabezará en cierta forma una rebelión contra el poder de la Paz, auxiliado por extraños compañeros: un adolescente superdotado al que enseña el perdido arte de la matemática; los Quincalleros, que cultivan y mantienen casi clandestinamente ciertos conocimientos de tecnología electrónica; y los últimos biocientíficos. Y todo ello salpicado por la incógnita de las verdaderas propiedades de las «burbujas», algunas de las cuales han desaparecido inesperadamente, provocando el pánico de la Autoridad de la Paz. En la primera parte de la novela, Vinge describe con gran detalle y profundidad el trasfondo de la situación y las características de los personajes principales, en medio de una California modificada. El paisaje está dominado por la presencia constante de las «burbujas», con aspecto de auténticos espejos esféricos de múltiples tamaños que han sido utilizados por la autoridad de la Paz para encerrar y aislar para siempre a los disidentes. Posteriormente la rebelión iniciada en California se convierte en la verdadera Guerra de la Paz, de ámbito planetario, en la que domina el elemento estratégico y político de gran alcance. Se trata de una novela emblemática de lo que puede ofrecer la mejor ciencia ficción de los años ochenta; estoy convencido de que sorprenderá a muchos. Aunque es frecuente pensar que «nunca segundas partes fueron buenas», en este caso, la secuela que lleva por título Naufragio en el tiempo real, al aunar una trama de misterio policiaco con las maravillas tecnológicas del incierto futuro de la humanidad, supera, si cabe, el interés de La Guerra de la Paz. Por ello también será incluida en esta colección a la mayor brevedad posible. MIQUEL BARCELÓ Agradecimientos Estoy agradecido a: Chuck Clines y Bill Townsend, del Servicio Forestal de los Estados Unidos de América, por hablarme del Bosque Nacional de Los Padres; Jim Concannon y Concannon Winery, de Livermore, California, por su hospitalidad y por un paseo muy interesante por Concannon Winery; Lea Braff, Jim Frenkel, Mike Cannis, Sharon Jarvis y Joan D. Vinge por su ayuda e ideas. A mis padres, Clarence L. Vinge y Ada Grace Vinge, con amor. Flashback A unos cien kilómetros hacia abajo y casi a unos doscientos de distancia, la playa del Mar de Beaufort no se parecía mucho a la imagen común del ártico. El verano ya estaba muy adelantado en el hemisferio norte y la tierra tomaba un color verde pálido, que en algunos lugares se matizaba adquiriendo los tonos más oscuros de la hierba. La vida se aferraba tenazmente al terreno y sólo en algunos pocos enclaves se podía observar un claro o unos picos de montaña grises y pelados. La capitana Allison Parker de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos cambió de posición, hasta donde le permitía su correaje de sujeción, para intentar lograr la mejor visión posible por encima del hombro del piloto. En la mayor parte del transcurso de las misiones, disponía de una zona de visión mucho mejor que cualquiera de los «conductores de camión», pero nunca se cansaba de mirar hacia el exterior y una determinada visión le parecía tanto más apetecible, en la medida que le resultaba más difícil de lograr. Angus Quiller, el piloto, se inclinó hacia adelante y fijó toda su atención en la lectura de los indicadores de retropropulsión. Angus era un buen muchacho, pero no perdía el tiempo mirando hacia afuera. Al igual que muchos pilotos, y algunos especialistas de las misiones, había aceptado su entorno, sin necesidad de sentirse maravillado permanentemente. Pero Allison había pertenecido siempre al tipo de persona que mira por las ventanas.

Cuando era muy joven había volado con su padre. Nunca podía decidir lo que era más divertido: mirar el terreno a través de las ventanas, o bien aprender a volar. Mientras esperaba alcanzar la edad suficiente para obtener su licencia de piloto, se había decidido por mirar el terreno. Después, descubrió que, sin la experiencia en aviones de combate, nunca podría pilotar las máquinas capaces de llegar tan alto como deseaba. En consecuencia, había vuelto a escoger un trabajo que le permitiera mirar por la ventana. Algunas veces pensaba que la electrónica, la geografía y los aspectos de espionaje de su trabajo, eran poco importantes si se comparaban con el placer que lograba con sólo mirar hacia abajo y ver el mundo tal como era en realidad. —Felicita a tu autopiloto, Fred. Este fulano sí que sabe ponernos exactamente en nuestro punto de destino. Angus nunca atribuía el menor mérito a Fred Torres, el comandante piloto. Siempre eran el piloto automático o el control de tierra los responsables de todo lo bueno que podía suceder cuando Fred estaba a los mandos. Torres gruñó algo, al parecer también insultante, y dijo a Allison: —Espero que disfrutes con esto. Pocas veces hacemos volar este cacharro sólo para hacer una excursión en honor de una chica bonita. Allison sonrió, pero no contestó. Lo que Fred decía era cierto. Por lo general, una misión se planeaba con algunas semanas de antelación y se efectuaban muchos trabajos previos que duraban tres o cuatro días. Pero esta misión había arrancado a los tripulantes de su permiso de fin de semana para meterles en un vuelo destinado a una rápida observación que no había sido preparada previamente. Se trataba de hacer sólo quince órbitas y regresar a Vandenberg. Era claramente un reconocimiento profundo y global del terreno, aunque Fred y Angus probablemente no sabían mucho más; excepto que los periódicos habían sido muy insistentes durante las últimas semanas. El Mar de Beaufort se perdió de vista por el norte. La cabina de observación estaba invertida, con el morro hacia abajo, lo cual mareaba a algunos especialistas, pero a Allison sólo le daba la impresión de que veía cómo el mundo pasaba velozmente por encima de su cabeza. Tenía la esperanza de que cuando la Fuerza Aérea dispusiera de una plataforma permanente de observación, ella podría ser destinada allí. Fred Torres, o su piloto automático, según se mirara, hizo ajustar lentamente el orbitador hasta llegar a los 180 grados, y llevarlo a la altura de reentrada. Durante un instante la nave estuvo apuntando directamente hacia el suelo. El reconocimiento de zonas glaciales no podría ser ya una abstracción para quien lo hubiera realizado mirando hacia abajo desde aquella altura. La tierra estaba erosionada y estriada tan claramente como el terreno removido por una excavadora.

Atrás habían quedado centenares de lagos canadienses. Eran tantos, que Allison podía seguir el Sol mediante los reflejos que saltaban de uno a otro. Seguían en picado. El horizonte austral, azul y brumoso, se hizo visible y luego desapareció. El suelo no volvería a ser visible hasta que estuvieran a mucha menor altura, a la altura que algunas aeronaves normales podían alcanzar. Allison se reclinó hacia atrás y apretó más las sujeciones sobre sus hombros. Acarició el equipo de disco óptico que estaba amarrado detrás de ella. Era el motivo que justificaba su presencia en aquel sitio. Sin duda habría muchos generales que se sentirían más tranquilos (amén de algunos políticos) cuando ella hubiese regresado. Las «detonaciones» que el equipo de Livermore había detectado debían de haber sido únicamente falsas alarmas. Los soviéticos eran tan inocentes como siempre resultaban ser esos bastardos. Les había escudriñado con todo el equipo «normal» y, además, con los dispositivos de penetración profunda que sólo eran conocidos por ciertas agencias militares de inteligencia, y no había podido descubrir preparativos ofensivos de ninguna clase. Sólo que… … Sólo que los sondeos profundos que ella había hecho por su propia iniciativa sobre Livermore eran desconcertantes. Había estado especulando sobre su próxima cita con Paul Hoehler, y con la posible expresión de su cara cuando le dijera que los resultados de su ensayo eran secretos. ¡Había estado tan seguro de que sus jefes se dedicaban a algo siniestro en Livermore! Ahora sabía que era posible que Paul estuviera en lo cierto. Algo se tramaba en Livermore. Nada habría sido descubierto de no ser por su equipo de sondeo profundo, ya que se había registrado un evidente esfuerzo de camuflaje. Una de las cosas que Allison conocía muy bien eran los perfiles de los reactores de alta intensidad, y allí aparecía uno nuevo que no figuraba en los listados de la AFIA. Y además había detectado otras cosas. Una especie de esferas impenetrables para las sondas, enterradas en las proximidades del reactor. Esto era también lo que Paul Hoehler había predicho. Los especialistas NMV, como Allison Parker, tenían amplia libertad para hacer adiciones a sus programas de observación según su criterio; esto había salvado los resultados en más de una misión. No iba a tener el más mínimo problema por su sondeo no programado de un laboratorio de los Estados Unidos, siempre que efectuase el oportuno informe. Pero si Paul tenía razón, sería motivo de un gran escándalo. Y si Paul estaba equivocado, entonces sería él quien tendría problemas, quizá estaría en el camino de la cárcel.

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