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La Guerra de Churchill – Max Hastings

Max Hastings, nos ofrece una sorprendente reinterpretación de lo que fue la Segunda Guerra Mundial, vista desde Gran Bretaña y a través de la actuación personal de Winston Churchill. Basándose en documentación hasta ahora no utilizada, Hastings nos hace vivir los acontecimientos desde el nivel en que se tomaban las grandes decisiones, y nos descubre unas realidades que el propio Churchill se esforzó en ocultar en sus memorias. Revivimos así la verdad de lo que fue «su guerra», desde su soledad en los años de humillación y derrota, cuando era poco menos que el único que se negaba a negociar una paz con Hitler, hasta una victoria que relegaba a su país a un lugar secundario, pasando por sus difíciles relaciones con Roosevelt y con Stalin. Hastings puede corregir así muchos aspectos de la versión políticamente correcta de esta historia y poner al descubierto algunas de las miserias y de los errores que se nos han ocultado.


 

Winston Churchill fue el inglés más grande y de hecho uno de los hombres más grandes del siglo XX, por no decir de todos los tiempos. Pero más allá de esa mera afirmación hay infinitos matices a la hora de considerar su gestión de la guerra en Gran Bretaña entre 1940 y 1945, que es el tema del presente libro. Los orígenes del mismo se remontan nueve años atrás, cuando Roy Jenkins estaba escribiendo su biografía de Churchill. Roy me halagó enormemente solicitando mis comentarios al borrador manuscrito, capítulo por capítulo. Algunas de mis sugerencias las aceptó, y muchas otras tuvo el buen acuerdo de ignorarlas por completo. Cuando llegamos a la Segunda Guerra Mundial, su paciencia se agotó. Exasperado por la profusión de mis reparos, dijo: « Lo que intentas es obligarme a hacer algo que deberías escribir tú mismo, si quieres» . Por entonces su salud empezaba a flaquear. Estaba impaciente por acabar su libro, que alcanzó un éxito clamoroso. Durante los años siguientes pensé mucho en Churchill y en la guerra, recordando ciertas palabras de Boswell acerca de Samuel Johnson: « Concibió en un momento dado la idea de escribir la vida de Oliver Cromwell… Finalmente abandonó el proyecto, al descubrir que todo lo que podía decirse de él ya había sido publicado; y que era imposible encontrar información auténtica aparte de la que ya se posee» . Entre la vasta bibliografía churchilliana, a mí me daba miedo aventurarme a seguir las huellas del libro extraordinariamente original y perspicaz de David Reynolds In Command of History (2004). El autor diseccionaba en él los sucesivos borradores de las memorias de guerra de Churchill, exponiendo los contrastes entre los juicios acerca de personas y acontecimientos que el anciano estadista se había propuesto hacer en un principio, y los que finalmente consideró oportuno publicar, Andrew Roberts ha pintado en Masters and Commanders (2008) un curioso retrato de las relaciones angloamericanas durante la guerra y especialmente durante las grandes reuniones en la cumbre. Se han dicho más cosas sobre Winston Churchill que sobre cualquier otro ser humano. Decenas de millares de personas de numerosos países han recordado hasta los más triviales encuentros con él, anotando cualquier palabra que le oyeran pronunciar. El recuerdo más vivo que tenemos es el de un soldado del VIII Ejército británico y corresponde a un día de 1942 en que se encontró al primer ministro de vecino en una letrina en el desierto del norte de África. Los discursos y los escritos de Churchill ocupan numerosos volúmenes. Sin embargo, hay muchas cosas que siguen estando oscuras, porque él así lo quiso. Consciente en todo momento de su papel como actor estelar en el escenario de la historia, llegó a serlo y de manera extraordinaria a partir del 10 de mayo de 1940. No llevaba diario, observó, porque hacerlo habría supuesto exponer sus locuras y sus incoherencias ante la posteridad. Al cabo de unos meses de su ascensión al cargo de primer ministro, sin embargo, dijo al personal a sus órdenes que y a había planeado los capítulos del libro que pensaba escribir en cuanto acabara la guerra. El resultado fue una obra despiadadamente parcial en seis volúmenes que como historia es bastante mala, aunque su prosa a veces sea incomparable.


Nunca sabremos con absoluta seguridad lo que pensaba de muchas personalidades —por ejemplo, de Roosevelt, de Eisenhower, de Alan Brooke, del rey Jorge VI, o de sus colegas de gabinete— porque tuvo mucho cuidado de no decírnoslo. La relación de Churchill con el pueblo británico durante la guerra fue mucho más compleja de lo que a menudo se admite. Pocos se opusieron a sus pretensiones de ocupar el puesto de primer ministro. Pero entre el fin de la batalla de Inglaterra en 1940 y la segunda batalla de El Alamein en noviembre de 1942, no sólo muchos ciudadanos corrientes, sino también alguno de sus colegas más próximos, quisieron que le quitaran el control operativo de la maquinaria de guerra, y que fuera nombrado cualquier otro personaje para su puesto de ministro de Defensa. Cuesta trabajo disimular el bochorno e incluso la vergüenza del pueblo británico al comprobar que los rusos estaban desempeñando un papel heroico en la lucha contra el nazismo, mientras que su ejército parecía incapaz de ganar una sola batalla. Para entender la experiencia de Gran Bretaña durante la guerra parece esencial reconocer, cosa que no hacen muchos libros, la sensación de humillación que se abatió sobre Gran Bretaña al ver los fracasos de sus soldados, comparados —aunque a menudo a partir de unas informaciones descaradamente falsas— con los logros de los de Stalin. Churchill se sintió decepcionado constantemente por la actuación del ejército británico, incluso cuando empezaron a llegar las victorias a finales de 1942. Él era un héroe y esperaba que los demás se mostraran también como héroes. En 1940, el pueblo de Gran Bretaña, junto con su marina y su fuerza aérea satisficieron a la perfección sus esperanzas. Luego, sin embargo, la historia del papel de Gran Bretaña en la guerra es, a mi juicio, la de un primer ministro que pretendía de su nación y de sus combatientes más de lo que la mayoría podía dar de sí. La incapacidad del ejército de responder a las aspiraciones del primer ministro es uno de los temas centrales del presente libro. Gran parte de los estudios acerca del esfuerzo bélico de Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial se centra en la relación de Churchill con sus generales. En mi opinión, ese interés es exagerado. La dificultad de luchar contra los alemanes y los japoneses iba mucho más allá de lo que hubiera podido solucionar un cambio de altos mandos. Los británicos fueron derrotados una y otra vez entre 1940 y 1942, y después continuaron teniendo dificultades en el campo de batalla, como consecuencia de las deficiencias de su táctica, su armamento, su equipamiento y su cultura, más significativas que la falta de efectivos humanos o de una autoridad inspirada. El abismo existente entre las aspiraciones de Churchill y la realidad afectaba también a los pueblos de la Europa ocupada, de ahí su fe en « poner a Europa en llamas» a través de las actividades de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés), que tuvieron unas desgraciadas consecuencias que no supo anticipar. La SOE armó a los habitantes de muchos países ocupados para que lucharan unos con otros en 1944-1945 con más saña de la que habían empleado antes contra los alemanes. Es un error habitual suponer que los que dominaron la escena durante aquellos momentos transcendentales eran gigantes, personalidades absolutamente fuera de lo que es habitual en nuestra sociedad vulgar. En otros libros anteriores y a he sostenido que deberíamos considerar los años 1939-1945 más bien como un período cuyos hombres y mujeres, no demasiado distintos de nosotros, se esforzaron por abordar unas tensiones y unas responsabilidades que pusieron a prueba sus capacidades hasta el límite. Churchill fue uno más del pequeñísimo número de actores que se mostraron dignos del papel que el destino les asignó. Los que trabajaron para el primer ministro, es decir, el pueblo británico en guerra, fueron personajes secundarios, que intentaron desempeñar su papel de manera honrosa, aunque a veces inadecuada, siguiendo las huellas de un titán. Sir Edward Bridges, por entonces secretario del gabinete, escribió acerca de Churchill entre 1940 y 1942 en los siguientes términos: « Todo dependía de él y sólo de él. Sólo él tenía la energía necesaria para hacer creer a la nación que podríamos vencer» . Esa sigue siendo la opinión de la may or parte del mundo, casi setenta años después. Pero tampoco han faltado iconoclastas.

En una biografía reciente, el profesor de Cambridge Nigel Knight dice en tono despectivo de Churchill: « No estaba loco ni era un mentecato; sus decisiones equivocadas fueron fruto de su personalidad, una mezcla de arrogancia, emotividad, autocomplacencia, testarudez y una fe ciega en sus propias capacidades» . Otro biógrafo moderno, Chris Wrigley, sugiere que el tributo que rinde sir Edward Bridges a Churchill « quizá exagere su condición de hombre indispensable» . Todas esas reservas nos parecen ociosas a los que estamos convencidos de que, sin él, Gran Bretaña habría llegado a un pacto con Hitler después de lo de Dunkerque. Además, al margen de su gesta en el ámbito nacional como líder guerrero, desempeñó un papel diplomático del que sólo él era capaz: el de pretendiente de Estados Unidos en nombre de la nación británica. Para llevarlo a cabo, se vio obligado a superar unos prejuicios muy arraigados a uno y otro lado del Atlántico. Tan extravagante fue durante la guerra la retórica de Churchill —y de Roosevelt— acerca de la alianza angloamericana, que a menudo incluso hoy día se resta excesiva importancia a la profundidad de la suspicacia, por no decir aversión mutua existente entre ambos pueblos. La clase dirigente británica, en particular, trató a los americanos con una condescendencia asombrosa. En 1940-1941 Winston Churchill se dio cuenta con una claridad que no tuvieron muchos compatriotas suyos de que sólo la beligerancia de los americanos podría abrir la senda de la victoria. Pearl Harbor, y no los poderes de seducción del primer ministro, acabó atrayendo hacia la guerra a la nación de Roosevelt. Pero ningún otro político habría dirigido la política británica hacia Estados Unidos con una habilidad tan consumada, ni habría logrado una influencia personal tan grande sobre el pueblo americano. Siguió siendo así hasta 1944, cuando su reputación en Estados Unidos empezó a decaer estrepitosamente, para mejorar de nuevo cuando el desencadenamiento de la guerra fría hizo que muchos americanos lo consideraran un profeta. Su grandiosidad, que había llegado a parecer excesiva a su propio país empobrecido, pasó a ser percibida como un tesoro común de los angloamericanos. A partir de junio de 1941, Churchill vio con mucha más claridad que la may oría de los militares y políticos británicos que había que acoger a Rusia como aliada. Pero convendría dejar a un lado las leyendas en torno a la ayuda prestada a la Unión Soviética, y lo pequeña que fue ésta durante el período transcendental de 1941-1942. El país de Stalin se salvó a sí mismo con muy poca ay uda de los aliados occidentales. Sólo a partir de 1943 las ayudas destinadas a Rusia alcanzaron grandes proporciones, y las operaciones terrestres angloamericanas absorbieron una parte significativa de la atención de la Wehrmacht. La enorme popularidad de la Unión Soviética en Gran Bretaña durante la guerra fue motivo de consternación, e incluso de exasperación para el reducido grupo de personas de las esferas más altas que conocían la verdad acerca de la barbarie del régimen de Stalin, de su hostilidad hacia Occidente, y de sus intenciones imperialistas hacia la Europa del Este. La grieta que separaba los sentimientos del pueblo y los del primer ministro hacia la Unión Soviética se convirtió en un abismo en mayo de 1945. Uno de los actos más sorprendentes de Churchill durante sus últimas semanas como primer ministro fue ordenar al Centro de Planificación del Estado Mayor Conjunto la elaboración del proyecto de una operación denominada « Unthinkable» . El documento resultante consideraba las posibilidades prácticas de lanzar una ofensiva angloamericana contra la Unión Soviética, con cuarenta y siete divisiones reforzadas con lo que quedara de la Wehrmacht de Hitler, con el fin de restaurar la libertad de Polonia. Aunque el propio Churchill reconocía que se trataba de una eventualidad muy remota, llama la atención que hiciera que los jefes del Estado May or se la plantearan. Me sorprende que sean tan pocos los historiadores que, al parecer, se han dado cuenta de que muchas de las cosas que británicos y americanos creían haber ocultado a los soviéticos —por ejemplo, el desciframiento por parte de Bletchley Park de los códigos secretos del Eje y las discusiones angloamericanas en torno al lanzamiento de un segundo frente— eran bien conocidas por Stalin, a través de los buenos oficios de los simpatizantes comunistas y de los traidores existentes en Whitehall y en Washington. Los soviéticos sabían mucho más acerca de los planes políticos secretos de sus aliados que lo que sabían americanos y británicos acerca de los de Rusia. Resulta fascinante analizar los cambios de las corrientes de opinión publicados durante la guerra en los periódicos ingleses, americanos y soviéticos, y perceptibles en los diarios particulares de muchos ciudadanos corrientes. A menudo éstos nos proporcionan una imagen muy distinta de la que ofrecen los historiadores, con su conocimiento privilegiado de cómo acabaron las cosas.

En cuanto a las opiniones existentes en las altas esferas, la aportación de algunos individuos que como políticos o altos mandos fueron intrascendentes, fue mucho may or en su faceta de cronistas de la época. Los diarios de personajes como Hugh Dalton, Leo Amery o el teniente general Henry Pownall hacen que sus autores sean más valiosos para nosotros como testigos oculares de lo que, al parecer, lo fueron para sus contemporáneos como actores del drama. El general de división John Kennedy, durante gran parte de la guerra jefe de Operaciones Militares del ejército británico, llevó un diario que es considerado por muchos sólo inferior al del general sir Alan Brooke por su conocimiento de las interioridades del alto mando militar de los ingleses. El 26 de enero de 1941, en los momentos más oscuros del conflicto, Kennedy expresaba sus temores de que el uso selectivo de las actas de las reuniones de los líderes británicos indujera a la posteridad a error: A través de una selección engañosa o distorsionada de los testimonios, sería fácil dar la impresión, por ejemplo, de que la política estratégica del primer ministro estuvo siempre equivocada y que sólo debido a los terribles esfuerzos realizados se mantuvo en las líneas adecuadas; y cabría hacer lo mismo con todos los jefes de Estado Mayor. El historiador que tenga que enfrentarse a la voluminosa documentación de esta guerra tendrá ante sí una tarea tremenda. Me temo que no ha habido ninguna guerra tan bien documentada. Pero los documentos a menudo no revelan las opiniones individuales. Tenemos esencialmente un gobierno de comisiones… Winston es, por supuesto, la personalidad dominante y en su entorno y entre sus asesores inmediatos no hay ninguna personalidad realmente fuerte. Sin embargo, las opiniones de Winston no siempre prevalecen si van en contra de la tendencia general del parecer de sus comisiones asesoras. La mecanógrafa de Winston saca continuamente informes sobre todo tipo de asuntos imaginables. Su imaginación estratégica es inagotable y muchas de sus ideas son una locura, disparatadas e impracticables… pero al final son desechadas si no resultan aceptables. Estas observaciones, realizadas en plena efervescencia de los acontecimientos, merecen el respeto de cualquier historiador que estudie este período. Otra puntualización banal, pero al mismo tiempo transcendental, que debemos hacer es que las circunstancias y las actitudes variaron. El primer ministro cambió a menudo de opinión, y por su predisposición a hacerlo merece más crédito del que a veces se le da. En cambio, las ideas de otros acerca de él oscilaron. Algunas personas, que adoraron a Churchill durante sus primeros meses en el cargo de primer ministro, se mostraron luego tristemente escépticas, y viceversa. Tras lo de Dunkerque, la clase media británica mostró una firmeza considerablemente may or que algunos miembros de su casta dirigente tradicional, en parte porque tenían un conocimiento menor de la horrorosa situación del país. La historia considera transcendental el hecho de que Gran Bretaña lograra sobrevivir en 1940, de modo que a menudo son subestimados el cansancio y el cinismo que se adueñaron del país en 1942, en medio de las continuas derrotas. El malestar de la industria, manifestado a través de las huelgas especialmente en las cuencas mineras, y en el sector de la construcción aeronáutica y naval, puso de manifiesto unas fisuras existentes en el edificio de la unidad nacional que, por asombroso que parezca, son reconocidas muy pocas veces. El presente libro no pretende volver a contar toda la historia de Churchill durante la guerra, sino más bien ofrecer un retrato de su mandato desde el día en que fue nombrado primer ministro, el 10 de mayo de 1940, situado en el contexto de la experiencia nacional británica. Se da mayor peso a la primera mitad del conflicto, en parte porque la contribución de Churchill fue en ese momento may or de lo que lo sería luego, y en parte también porque he intentado poner de relieve temas y acontecimientos sobre los que aparentemente hay cosas nuevas que decir. En el libro se habla relativamente poco de la ofensiva estratégica aérea. Este tema lo traté ya en mis libros Bomber Command y Armageddon. Aquí me he limitado a estudiar el papel personal del primer ministro en la toma de las decisiones más transcendentales sobre la realización de bombardeos. No he descrito los detalles de la campaña naval y terrestre, pero en cambio he analizado las culturas institucionales que influyeron en las actuaciones del ejército británico, de la marina real y de las reales fuerzas aéreas, y en la relación de estos tres cuerpos con el primer ministro.

Para mantener la coherencia, es preciso abordar algunos temas y episodios que son bien conocidos, aunque algunos aspectos concretos merecen ser considerados de nuevo. Hubo, por ejemplo, lo que yo he llamado el segundo Dunkerque, no menos milagroso que el primero. El principal error de juicio de Churchill en 1940 fue la decisión de enviar más tropas a Francia en junio tras el rescate de las Fuerzas Expedicionarias Británicas (BEF por sus siglas en inglés) en las playas de Francia. Sólo la obstinada insistencia de su comandante en jefe, el teniente general sir Alan Brooke, permitió superar los precipitados impulsos del primer ministro y evacuar a casi doscientos mil hombres que, de lo contrario, se habrían perdido. El relato analiza algunos temas y sucesos secundarios en los que el papel del primer ministro fue transcendental, como el de la contribución estratégica de la SOE —no el de las románticas gestas de sus agentes—, la campaña del Dodecaneso y la aventura de Churchill en Atenas en diciembre de 1941. No he abordado una investigación directa y exhaustiva de sus papeles, pero, en cambio, he estudiado bastante a fondo la impresión que causó en otros: generales, soldados, ciudadanos, americanos y rusos. El cierre a los investigadores extranjeros de la may oría de los archivos rusos ordenado por las autoridades de Moscú ha puesto punto final a la maravillosa bonanza del período inmediatamente posterior al término de la guerra fría. Pero antes de que Vladimir Putin nos diera con la puerta en las narices fueron publicados materiales muy importantes en algunas colecciones documentales rusas. Me parece que es un error abstenerse de citar a Alan Brooke, a Jock Colville y a Charles Wilson (lord Moran) sólo porque sus notas son ya desde hace tiempo del dominio público. Las investigaciones efectuadas recientemente acerca de los manuscritos de lord Moran indican que, más que ser un conjunto de documentos verdaderamente contemporáneos de los hechos, fueron escritos en su may oría con posterioridad. No obstante, casi todas sus anécdotas y observaciones parecen creíbles. Los diarios del jefe militar de Churchill, de su secretario particular y de su médico, a pesar de las limitaciones que pueda tener cada uno de ellos, nos proporcionan el testimonio más íntimo que podamos llegar a tener de la vida del primer ministro durante la guerra. Naturalmente él es el que domina el relato con todo su risueño esplendor. Incluso en sus momentos más negros, cuando sus ánimos flaquearon, se le escaparon destellos de exuberancia que alegraron a sus colegas y contemporáneos, pero que hicieron también que algunos se apartaran de él. Les consternaba, les repugnaba incluso el hecho de que estuviera tan contento a todas luces por el papel que estaba desempeñando en el conflicto más grave de la historia de la humanidad. « ¿Por qué miramos la historia como si fuera cosa del pasado y nos olvidamos de que estamos haciéndola?» , exclamó lleno de júbilo ante el primer ministro australiano, Robert Menzies, en 1941. Era esa alegría lo que hizo que un hombre como el esteta y diarista James Lees-Milne escribiera en tono de disgusto una vez que hubo acabado todo: « Churchill se lo pasó a todas luces tan bien en la guerra que nunca llegó a resultarme agradable. Simplemente reconozco que, como Gengis Khan, fue grande» . Lees-Milne y otros críticos con mentalidad parecida a la suya no supieron ver un aspecto importante de la actitud de Churchill ante el conflicto en general, y ante la Segunda Guerra Mundial en particular. Le encantaba el rugido de los cañones y le divertía tenerlos cerca. Pero ni por un momento perdió nunca los sentimientos de consternación por la muerte y la destrucción que la guerra causó entre los inocentes. « ¡Ah, guerra horrible, asombrosa mezcolanza de lo glorioso y lo sórdido, de lo lastimoso y lo sublime!» , escribió cuando era corresponsal en Sudáfrica en enero de 1900. « Si los hombres ilustres y con poder vieran de cerca tu rostro, la gente sencilla no la vería nunca» . Hitler era indiferente a los sufrimientos que su política causaba a la humanidad. Churchill no se arredró nunca ante la necesidad de pagar con sangre por la derrota de la tiranía nazi.

Pero su único propósito fue hacer callar a los cañones, y que las personas de todo el mundo recuperaran su vida pacífica. Sus ganas de pelea fueron una de las credenciales más convincentes de Churchill para alzarse con el liderazgo de la nación en may o de 1940. Neville Chamberlain tuvo muchos defectos como primer ministro, pero entre ellos destaca sobre todo su repugnancia por un conflicto en el que su país se había visto comprometido, compartida por muchos miembros de su gabinete. Uno de ellos, Rob Bernays, dijo: « ¡Ojalá tuviera veinte años! No puedo soportar esta responsabilidad» . Una nación que se hallaba comprometida con una lucha a vida o muerte contra una de las tiranías más despiadadas de la historia fue sin duda lo bastante sabia para confiar su liderazgo a un hombre deseoso de asumir el papel, y no a uno que se encogía ante él. El presente libro estudia las locuras y los errores de juicio de Churchill, que fueron muchos y variados. Pero son como simples granitos de arena en la inmensa mole de su hazaña. Se ha dicho a veces que el pueblo británico y el pueblo americano están hoy todavía, en pleno siglo XXI, indecorosamente obsesionados con la Segunda Guerra Mundial. No hace falta ir muy lejos para encontrar el motivo. Sabemos que fue algo que nuestros padres y nuestros abuelos hicieron bien, una causa noble que será identificada siempre con la figura de Winston Churchill, líder guerrero extraordinario. MAX HASTINGS Chilton Foliat, Berkshire, mayo de 2009

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