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La gran travesia – Shion Miura

NO sería para nada exagerado afirmar que Kōhei Araki consagró toda su vida —o, para ser más precisos, toda su vida laboral— a los diccionarios. Las palabras le fascinaron desde la infancia. Por ejemplo, inu[1] («perro») es una palabra homófona del verbo «no estar». «Si digo que inu ga inu, significa que el perro está, pero como si no estuviera, ¡ja, ja! Resulta de lo más gracioso…». A su mente infantil se le ocurrían cosas por el estilo y le divertían mucho, aunque si ahora que era un hombre hecho y derecho se le ocurriera comentarlo en el trabajo, seguro que sus jóvenes compañeras lo obligarían a callarse con desdén: «Basta ya de esas bromas aburridas, señor Araki». Araki de pequeño había aprendido que ese perro tenía otros significados además del de animal de cuatro patas. Una vez, cuando su padre lo llevó al cine, oyó gritar: «¡Maldito perrooo!» a un yakuza, un mafioso japonés, bañado en sangre mientras moría traicionado en la pantalla. «Así que a un espía enemigo también se le puede llamar perro», pensó Araki. El jefe yakuza, al enterarse de que su secuaz había sido herido de muerte, se levantó de un salto y rugió a sus acompañantes: «¡Eeeh, vosotros! ¡¿Qué demonios estáis haciendo ahí parados?! ¡Traed las dagas y actuad! ¡Nunca consintáis que a uno de los nuestros lo maten como a un perro!». De manera que esa expresión con perro también podía significar «en vano, acto inútil» y, en ese caso concreto, «morir inútilmente». Los perros eran fieles compañeros de los humanos, dignos de confianza, inteligentes y adorables, pero perro también podía referirse a un traidor o a una acción inútil, infructuosa. ¡Qué extraño! De pequeño, Araki trató de descubrir cómo era posible eso. Quizá tenía que ver con la fidelidad del animal, que rayaba el servilismo, con esa devoción que nunca era recompensada por más intensamente que se la demostrara a su amo. Quizá tales rasgos caninos fueran la causa de dotar al término perro con esos otros sentidos negativos. A pesar de su interés precoz por las palabras, el primer encuentro de Araki con un diccionario se produjo relativamente tarde. Sus padres, que administraban una ferretería, estaban ocupados almacenando y atendiendo a los clientes, y no se les pasó por la cabeza la idea de comprarle un diccionario para ayudarlo en sus estudios. Su filosofía educativa era: «Si un niño está sano y no causa problemas a los otros, con eso es suficiente». Y sus padres no eran los únicos que pensaban así: la mayoría de los adultos en aquella época lo hacían. Araki, por su parte, tenía más ganas de jugar al aire libre con sus amigos que de estudiar. Apenas había prestado atención al único diccionario de japonés moderno que había en el aula de su escuela de primaria; para él no era más que un simple objeto cuyo lomo entraba en su campo de visión de vez en cuando. Todo cambió con su primer diccionario, el Diccionario de japonés de la editorial Iwanami, un regalo que le hizo su tío para celebrar su ingreso en secundaria. Desde el momento en que lo cogió, se quedó enganchado. El placer de abrir un diccionario que le pertenecía y hojearlo era indescriptible. Al igual que la cubierta brillante, las líneas estrechas impresas en cada página y el tacto del finísimo papel. Pero, por encima de todo, le gustaban sus definiciones concisas.


Una noche, mientras remoloneaba con su hermano pequeño en la sala de estar, su padre les regañó: «¡Bajad la voz!». Para probar el diccionario, Araki buscó la entrada koe («voz»). Su definición era la siguiente: koe (sust.) 1. Sonidos que las personas y los animales producen mediante el uso de un órgano especial situado en la garganta. 2. Sonido que se asemeja a la pronunciación vocal. 3. Señal de la proximidad de una estación del año o de una época de la vida. También venían los ejemplos de uso de la palabra. Algunos de ellos le eran familiares, como koe wo ageru («levantar la voz») o mushi no koe («canto de un insecto»). Los otros nunca se le habrían ocurrido: sentir la señal del otoño era «oír la voz del otoño»; estar uno cerca de los cuarenta años de edad era «oír la voz de los cuarenta». La idea era nueva para él, pero le convenció: koe ciertamente podía transmitir «la señal de la llegada de una estación de la naturaleza o de un momento de la vida». Al igual que perro, la palabra voz poseía toda una variedad de significados. Y no sólo eso: al consultar el diccionario, Araki se dio cuenta de que las palabras que usaba habitualmente tenían más significados, todos sorprendentemente amplios y profundos. Aun así, esa explicación de «un órgano especial situado en la garganta» le pareció críptica. Por lo que, olvidándose de la regañina de su padre e incluso haciendo caso omiso de su hermano pequeño, que reclamaba su atención, buscó tokushu na y kikan, las palabras «especial» y «órgano». tokushu na (adj.) 1. Cualitativamente diferente de lo ordinario; tener una naturaleza particular. 2. (Filosofía) Lo que es individual, en oposición a universal. kikan (sust.) Una parte constitutiva de un organismo que tiene una morfología fija y que lleva a cabo una determinada función fisiológica. Esas definiciones le resultaron bastante ambiguas.

Como sabía que el «órgano especial situado en la garganta» sólo podían ser las cuerdas vocales, Araki dejó correr el asunto. Pero para cualquiera que ignorase que las cuerdas vocales eran un «órgano especial situado en la garganta», la explicación seguiría siendo un misterio. Lejos de perder el interés, el descubrimiento de que su diccionario no era perfecto no hizo más que acrecentar su afición. Incluso le gustaba la insuficiencia de algunas definiciones, ya que evidenciaba la gran dificultad del trabajo lexicográfico. La imperfección de ese diccionario precisamente le transmitía los verdaderos esfuerzos y el entusiasmo de los lexicógrafos. La amplia gama de entradas, definiciones, ejemplos… que resultaba fría e impersonal a simple vista no era sino el resultado de la selección y el trabajo concienzudo de unas personas. ¡Qué paciencia debían de tener y qué profundo apego a las palabras! Desde entonces, comenzó a ahorrar la paga mensual que recibía de sus padres para frecuentar una librería de viejo; cuando salía una nueva edición de un diccionario, normalmente se podía adquirir un ejemplar de la edición anterior a bajo precio. De este modo, poco a poco fue recopilando una notable variedad de diccionarios de diferentes editoriales, que comparaba entre sí. Algunos estaban andrajosos, con la cubierta rota de tanto usarlos. Otros tenían anotaciones y subrayados en rojo hechos por el propietario anterior. Y en el caso de los diccionarios antiguos, mostraban signos de las disputas lingüísticas entre el compilador y el usuario. Araki soñaba con convertirse en filólogo o lingüista de japonés y elaborar él mismo un diccionario. Así que el verano del segundo curso de bachillerato, un año antes de su graduación, le pidió a su padre que lo dejara ir a la universidad. —¿Cómooo? ¿Qué quieres estudiar lengua japonesa? ¿De qué me estás hablando? Si ya la hablas, ¿no? ¿Qué necesidad hay de aprender más japonés hasta el punto de tener que ir a la universidad? —No, papá, esa no es la cuestión. —No me importa. ¿Por qué no ayudas en la tienda? Tu madre está mal de la espalda, ya lo sabes. Su padre no prestó oídos a Araki, pero más tarde el tío que le había regalado su primer diccionario, un tripulante de un ballenero que había aprendido a apreciar los diccionarios durante sus largas navegaciones marítimas y que tenía fama de excéntrico en la familia, convenció a su hermano mayor, intercediendo por Araki durante sus raras visitas a la casa: —Kōhei es un chico muy inteligente. ¿Por qué no dejar que siga estudiando y enviarlo a la universidad, hermano? Este último le hizo caso y acabó aceptando. Araki estudió con gran aplicación y consiguió aprobar el examen tan difícil de ingreso a la universidad. No obstante, a lo largo de los siguientes cuatro años, se dio cuenta de que carecía de las cualidades de un erudito, aunque no por ello renunció a su deseo de elaborar un diccionario. En el transcurso del último año de la carrera universitaria, la editorial Shōgakukan comenzó a publicar su Gran diccionario de japonés, una obra colosal de veinte volúmenes que contenía unas 450 000 entradas compiladas durante más de una década y del cual se rumoreaba que el número de colaboradores ascendía a 3000; este hecho espoleó a Araki a seguir con su proyecto lexicográfico. Sin embargo, tal maravilla de la lexicografía estaba fuera del alcance de un estudiante pobre. Mientras observaba los tomos del diccionario en una estantería de la biblioteca de la universidad, casi temblaba al pensar en la pasión y el tiempo invertidos por los participantes en esa magna obra. Allí, sobre la estantería de la silenciosa biblioteca que olía a polvo, el diccionario parecía emitir una luz tan pura como los rayos de la luna emergiendo del cielo nocturno. «El nombre de Kōhei Araki nunca llegará a alcanzar la suficiente distinción académica como para figurar en la cubierta de un diccionario, pero todavía me queda la posibilidad de ser el editor.

Y lo conseguiré cueste lo que cueste. Jamás me arrepentiré de volcar toda mi pasión y mi tiempo en un diccionario». Con esa determinación, se dedicó a buscar un empleo y acabó siendo contratado por una prestigiosa editorial, Genbu Books. —Desde entonces, me he dedicado exclusivamente a confeccionar diccionarios durante treinta y siete años. —Vaya, ¿ya ha pasado tanto tiempo? —Sí. Hace más de treinta años que lo conocí, profesor, aunque por aquel entonces usted tenía más pelo… —Araki miró la coronilla del profesor Matsumoto, que estaba sentado frente a él. El profesor Matsumoto dejó el lápiz con el que estaba escribiendo en una ficha léxica, se rio agitando su filiforme cuerpo y comentó, tomándose la revancha: —Y usted ha acumulado bastante nieve en la cabeza

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