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La gran aventura de los griegos – Javier Negrete

Europa era una joven princesa fenicia de la ciudad de Tiro. Un día fue a la playa a jugar con sus amigas, y allí encontró a un enorme toro que vagaba por la arena. Era tan manso y de una blancura tan inmaculada que Europa no se resistió a la tentación de jugar con él. Animada por sus compañeras, acabó montando sobre el lomo del animal, un gesto que no debía de ser muy natural en una época en la que aún no se conocía la equitación. En ese momento, el toro blanco se lanzó hacia el mar y, haciendo caso omiso tanto de los gritos de Europa como de sus compañeras, nadó con la potencia de una fueraborda hacia el oeste. Una vez llegados a Creta, a más de mil kilómetros de distancia, a la sombra de unos frondosos plátanos, el toro se unió a la doncella y… Un momento. Ésta no es una historia de zoofilia. Al menos todavía. El toro blanco no era otro que Zeus, que se había encaprichado de la joven Europa y que, como tantas veces había hecho y volvería a hacer, se transformó en una criatura diferente para recurrir al engaño. Así que suponemos, o queremos suponer, que el rey de los dioses no se dejó llevar por la impaciencia y, antes de consumar su deseo por Europa, tuvo la delicadeza de recuperar su propia forma. Europa tuvo tres hijos: Minos, Radamantis y Sarpedón. Se casó con el rey de Creta y éste adoptó a los niños, de manera que a su muerte Minos se convirtió en nuevo soberano de la isla. Pero no fue sin oposición, pues sus hermanos pretendían que se repartiera con ellos el poder. Minos afirmó que él era el elegido de los dioses, y para demostrar cuánto lo favorecían pidió a Poseidón que hiciera brotar de las aguas del mar un toro -de nuevo-, al que luego sacrificaría. El animal que salió de entre las olas era un ejemplar tan soberbio como el que raptó a Europa. A Minos se le ocurrió que, pudiendo usarlo como semental para fundar una nueva ganadería, era un desperdicio matarlo. Los dioses no perdonan a quienes no cumplen sus promesas. Poseidón apeló a la ayuda de Afrodita, la diosa del amor. Ella decidió actuar sobre la esposa de Minos, Pasífae, y su venganza fue rebuscada y terrible: hizo que se enamorara del mismísimo toro que había surgido de las olas (ahora ya sí que hablamos de auténtica zoofilia). Pasífae acudió a Dédalo, un ingeniero ateniense que se había refugiado en la corte de Minos para expiar un crimen cometido en su patria. Dédalo construyó una armazón de madera en forma de vaca, de tal realismo que el toro mordió el anzuelo. No entraré en más detalles; pero a quienes hayan visto Top secret, de los gamberros hermanos Zucker, todo esto les recordará una de las escenas más impactantes de la película. De aquella unión nació un monstruo propio de la más aberrante ingeniería genética: el Minotauro, con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Para ocultar al mundo aquella vergüenza y sus cuernos, el rey Minos ordenó a Dédalo que, puesto que era en parte culpable de lo sucedido, fabricase una especie de trampa para encerrar al monstruo. Dédalo construyó el Labfrinthos o Laberinto, un gran palacio sembrado de innumerables salas y pasillos, con una planta tan complicada que sólo su arquitecto sabía orientarse en ella: entrar era fácil, pero salir resultaba imposible.


Minos encerró en el corazón del Laberinto al monstruo. Pero el Minotauro necesitaba carne humana para alimentarse, y el rey no estaba dispuesto a sacrificar a los súbditos de su propia isla. Como gracias a su flota ostentaba la talasocracia (la supremacía en el mar), decidió pedir un tributo humano a las islas y ciudades que se hallaban bajo su dominio. Así, a la ciudad de Atenas le correspondía enviar cada nueve años a siete hombres jóvenes y otras tantas doncellas para que entraran al Laberinto y sirvieran de alimento al Minotauro. Pero un año, entre los jóvenes destinados al sacrificio vino el propio hijo del rey de Atenas: Teseo, matador de monstruos. Los días del Minotauro estaban contados… La historia que los griegos conocían sobre su pasado más remoto consistía en mitos como el que acabo de narrar, o como los que en contraremos en el siguiente capítulo al hablar de los micénicos y la guerra de Troya. Ellos los creían, o al menos racionalizaban los elementos más fantásticos, como puede comprobar cualquiera que lea a Heródoto o a Tucídides. Pero los historiadores de épocas posteriores relegaron estas crónicas al terreno de la ficción, y la historia de Grecia antes de la primera Olimpiada quedó ocupada tan sólo por un vacío enorme y oscuro. Ese hueco empezó a rellenarse durante el siglo xix en una apasionante aventura que todavía prosigue. El auténtico pionero en la arqueología de la Edad de Bronce en Grecia y el Egeo fue el alemán Heinrich Schliemann, de quien hablaremos en el siguiente capítulo, ya que la civilización micénica sobre la que trabajó es posterior en el tiempo a la de Creta. Pero si ésta surgió prácticamente de la nada a principios del siglo xx fue gracias a los trabajos del inglés Arthur Evans. Evans poseía la formación académica oficial de la que carecía Schliemann. Como conservador de un museo de Oxford, elAshmolean, viajaba a menudo a Grecia en busca de antigüedades. En Atenas, en 1894, encontró las llamadas «piedras de leche», unos amuletos muy apreciados por las mujeres, que les atribuían poderes mágicos para amamantar mejor a sus hijos. Otra persona tal vez no habría dado demasiada importancia a esas piedras, que eran en realidad unos sellos grabados. Pero Evans era extremadamente miope. Un defecto de la vista que puede suponer un gran problema en la vida cotidiana, pero que también ofrece ventajas en condiciones muy determinadas. Un miope ve los objetos cercanos con gran claridad, aunque sean diminutos. Recuerdo a un catedrático de griego que tuve en la universidad -excelente profesor, por cierto-, que para leernos los textos se levantaba las gafas y se acercaba el libro tanto que prácticamente tocaba las páginas con la nariz. Curiosamente, era un experto en paleografía, el estudio de la escritura antigua: una especialidad en la que hay que estar dotado de mucha agudeza visual y de una gran concentración para captar los mínimos detalles. Como ese profesor, Evans examinó tan de cerca las piedras que pudo captar los delicados detalles de los grabados. Aparte de escenas de caza o navegación, encontró diminutas inscripciones en una especie de jeroglíficos desconocidos que lo intrigaron. Se dedicó a comprar las piedras de leche’ y a seguirles el rastro, que lo condujo hasta Creta. Tras seis años de desesperantes negociaciones, consiguió permiso para excavar en Cnosos. Empezó en 1900 y siguió dedicado a ello prácticamente el resto de su vida.

En 1911, como suele ocurrirles a todos los súbditos de Su Graciosa Majestad británica que hacen algo destacado, fue nombrado caballero: sir Arthur Evans. En campañas de excavación sucesivas, Evans descubrió un palacio inmenso con más de mil quinientas habitaciones. Si se comparaba su complicadísima planta con la de los palacios de la Grecia continental, mucho más sencilla, es comprensible que los griegos crearan la leyenda del Laberinto. También se apreciaban por todas partes huellas del culto al toro, particularmente en los maravillosos frescos que Evans fue sacando a la luz. Uniendo todo eso, el excavador inglés se dejó arrastrar por el mito, y, recordando al rey Minos, denominó «minoica» a la cultura que estaba desenterrando. La denominación puede resultar engañosa, porque ellos no se llamaban a sí mismos minoicos. Aunque es posible que el nombre de su rey, Minos, tenga alguna razón histórica, y hay quienes han especulado que pudiera tratarse de una especie de título genérico para los soberanos de Cnosos, como el de césar o zar. En cualquier caso, a falta de otro nombre mejor y ya que su idioma no se ha descifrado, en este libro seguiremos llamándolos minoicos’ y refiriéndonos a sus ciudades y palacios por nombres que en realidad son muy posteriores No se conoce con certeza la procedencia de los minoicos, si eran habitantes de la isla desde el Neolítico o habían llegado a ella en fecha más o menos reciente desde la península de Anatolia, lo que sí se sabe es que no eran griegos. Entonces ¿qué hacen entrometiéndose en esta historia? La influencia de Creta en la primera cultura griega fue fundamental. Los griegos de épocas posteriores miraban hacia esta isla como origen de sus mitos y de buena parte de sus costumbres, y atribuían a Creta la mejor de las constituciones políticas, precisamente por su antigüedad. Según el mito más extendido sobre el origen de Zeus, la diosa Rea lo alumbró en una cueva del monte Ida, el más alto de Creta, y fue allí donde el futuro rey de los dioses se crio y pasó su primera juventud. Para el gran historiadorTu cídides, que escribió su obra en el siglo v a.C., el cretense Minos dominó el primer imperio marítimo en el Egeo. ESBOZO DE UNA HISTORIA MINOICA Los cálculos que los griegos hacían sobre su pasado hay que tomárselos con cierto cuidado. Situaban la guerra de Troya en el año 1183 a.C., una fecha bastante cercana a la que aceptan arqueólogos e historiadores. Pero a partir de ésta, el erudito Eratóstenes dató el reinado de Minos tres generaciones antes de dicha guerra. Eso significaría que el padre putativo del Minotauro reinó hacia el año 1260, época en que el palacio de Cnosos ya no estaba en poder de los minoicos. El problema es que los griegos posteriores concentraban en unas pocas décadas varios siglos de pasado nebuloso, que les habían llegado por tradición oral. Sus mitos son muy útiles como ilustración e inspiración, pero no se pueden tomar como guía histórica. El arqueólogo griego Nicolás Platón propuso dividir la historia de la civilización minoica en cuatro periodos: el Prepalacial, hasta el año 2000; los Primeros Palacios, hasta 1700; los Segundos Palacios, hasta 1400; y el Postpalacial, que duró hasta el final de la Edad de Bronce, en torno al año 1100. La época más interesante para nosotros transcurre entre los años 2000 y 1400, durante los Primeros y Segundos Palacios. Es mucho tiempo, y lo digo porque se tiende a manejar con cierta frivolidad los siglos cuando nos remontamos a épocas tan antiguas.

Cnosos se construyó hacia el año 2000, y duró nada menos que seiscientos años bajo el gobierno del mismo pueblo. Para contemplar esto con cierta perspectiva, pensemos que hace poco más de quinientos años que Colón descubrió América. Eso quiere decir que la civilización minoica perduró mucho tiempo.

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