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La Gorda de Porcelana – Isabel Allende

Un delicioso cuento infantil en el que, en efecto, ella es gorda y de porcelana, un relato lleno de humor e imaginación, que responde a esta pregunta: ¿Qué le puede suceder a un hombre gris que se lleva a casa a una señora de porcelana?


 

Desde la primera vez que lo vi, don Cornelio ocupó un lugar en mi corazón. Era un caballero de ojos redondos y miopes, que vestía un traje gris algo antiguo, con catorce bolsillos. De lejos parecía dulce y amable. De cerca era tímido. Vivía en una pensión del barrio y nosotros, sus vecinos, ajustábamos los relojes cuando él pasaba por la mañana, porque su puntualidad desafiaba el cronómetro de la radio. Jamás se atrasaba ni adelantaba un segundo. Salía a las ocho y tres minutos en punto y echaba a andar con pasos medidos hacia la esquina, donde tomaba el bus verde que lo conducía a su trabajo. Muchas veces me encontré con él y así, con el transcurso del tiempo, nos hicimos amigos. Gracias a eso puedo contar su historia sin temor a equivocarme, porque la escuché de sus propios labios. Don Cornelio trabajaba en un lugar tenebroso una sala polvorienta, con una sola ventana que no se había abierto en muchos años, atiborrada de papeles importantes que nadie leía. Era una Notaría. Allí pasaba todo el día escribiendo con su hermosa caligrafía, en unos papelotes que luego eran archivados por toda la eternidad. Lo más notable de aquel sitio eran los ratones. Entre los pesados muebles metálicos y los antiguos armarios vivían numerosas familias, tribus, pueblos enteros de estas pequeñas bestias peludas. Una de las tareas de don Cornelio era combatirlos, pues debía impedir que devoraran los valiosos documentos. No sentía odio personal contra los roedores, al contrario, le gustaban, porque también eran tímidos y grises, con ojos redondos y miopes, pero cumplía con su obligación de eliminarlos. Cada día administraba a sus enemigos una dosis de veneno que transportaba en alguno de sus catorce bolsillos, y su primer deber al llegar a la Notaría era revisar el campo de batalla. Recorría los rincones a gatas, deseando que las trampas estuvieran vacías, y cuando encontraba un cadáver, lo agarraba con la punta de los dedos y lo echaba a la basura con un suspiro de lástima. Al mediodía cerraba su escritorio, tomaba la bolsa de su merienda y se dirigía a la Plaza, que quedaba justo a noventa y un pasos de la Notaría (los había contado). Allí, entre los árboles, rodeado de altos edificios, masticaba su pan con queso, calentándose con el tenue rayo de sol que iluminaba su sombrero gris. No hablaba con la gente, pero observaba a los otros paseantes con curiosidad. Había siempre algunos niños jugando, y, de vez en cuando, alguna pareja de enamorados besándose bajo el castaño. A menudo se encontraba con el Loco. Era éste un simpático personaje que alborotaba el paisaje con su risa sin motivo, sus pasitos de baile y sus cordiales saludos a las aves, a los automóviles y, por supuesto, a las personas, aunque nadie respondía a sus buenos días y volvían la cara, fingiendo que no lo habían visto. A don Cornelio le gustaba el Loco, pero tenía vergüenza de saludarlo, porque él se consideraba un hombre muy serio.


Entre los que frecuentaban la Plaza, aparte del Loco, el ser más pintoresco era una anciana con capelina de flores y zapatos ortopédicos, poseedora de la más encantadora sonrisa, que alimentaba a las palomas con galletas de avena. Si éste fuera un cuento de hadas, ella sería el hada madrina, pero no lo es. Éste es un cuento de verdad-verdadera. Don Cornelio la observaba de reojo y muchas veces estuvo a punto de saludarla, pero su timidez lo detenía. A las siete de la tarde un timbre sonaba en la Notaría y los escribientes guardaban sus plumas, sus tinteros, sus sellos, y partían. El último en salir era don Cornelio, no sin antes revisar las trampas de los ratones, apagar las luces y echar los cerrojos. Luego tomaba el autobús verde de vuelta a la pensión donde vivía. Salvo los domingos, todos los días eran iguales para él. Estaba casi satisfecho con esa vida sin emociones y muy rara vez se daba cuenta de la monotonía de su existencia. Hasta ahora sólo he presentado al personaje principal de esta historia. Ahora contaré los extraños acontecimientos que cambiaron su vida. Todo comenzó un día de otoño dorado y frío. Vi salir a don Cornelio de su pensión, como todas las mañanas, y me apresuré a controlar los punteros de mi reloj. Llevaba al cuello una larga bufanda gris y contaba los ochenta y siete pasos que lo separaban del autobús, sin mirar hacia los lados porque, conocía la calle de memoria. Desde mi ventana lo vi avanzar como un velero con su bufanda al viento y pensé que ése sería otro día sin sorpresas. Pero no fue así. De pronto, a mitad de cuadra, se detuvo alarmado: había visto algo nuevo. Era una tienda recién inaugurada, con un escaparate azul y verde como un acuario, en medio de los severos edificios de nuestro barrio. El escribiente de la Notaría se aproximó fascinado, perdiendo la cuenta de los pasos que lo llevaban hasta la esquina. Vio muchos objetos extraños, el timón de un antiguo naufragio, una muñeca con una tristeza de pelos humanos, abanicos de plumas robadas a las aves del Paraíso y otros objetos provenientes de remotos lugares. En el centro de todos ellos, en lugar de honor, se encontraba la Gorda de Porcelana. ¿Cómo puedo describirla para que ustedes la imaginen? Era una rolliza dama, caótica y enorme, mal cubierta por velos de loza, sosteniendo en una mano un racimo de uvas y en la otra una paloma bizca. Cintas color vainilla sujetaban sus rizos y calzaba increíbles zapatillas de gladiador romano. Evidentemente no fue diseñada como lámpara, tampoco servía para colgar abrigos en un vestíbulo y nadie la habría puesto de adorno en parte alguna, pues ocupaba más espacio que una bicicleta y era frágil como una buena intención. Nuestro amigo la observaba petrificado y no reaccionó hasta un par de minutos después, cuando se dio cuenta de que iba a perder su habitual transporte.

Salió disparado, enredándose en las puntas de su bufanda, y alcanzó a trepar al bus en el último instante. Estuvo todo el día distraído, trabajando sin ganas, con la mente ocupada en la figura de porcelana. No podía dejar de pensar en ella. A la mañana siguiente lo vi salir apresuradamente de la pensión cinco minutos más temprano, lo cual descontroló los relojes de todos los vecinos. Se instaló frente a la ventana del anticuario y allí estuvo un largo rato mirando con la boca abierta. Fue en ese momento, tal como él me contó mucho después, cuando la Gorda de Porcelana le guiñó un ojo. Don Cornelio, lógicamente, pensó que había visto mal. Era muy miope, como y a dijimos. Sacó sus lentes, los limpió con cuidado y se los colocó, pegando la nariz al vidrio para ver mejor. ¡Y entonces le pareció que la Gorda le guiñaba el otro ojo! Comprendió que por primera vez llegaría tarde a su trabajo, porque no pudo apartarse del escaparate. Se quedó allí haciendo morisquetas, saludos, pequeñas reverencias cortesanas, hasta que empezó a juntarse la gente a su alrededor para observar su curioso comportamiento. De súbito se percató de que era el centro de una aglomeración y, espantado, entró a toda prisa en la tienda para huir de los mirones. Al mover la puerta sonaron unas campanas chinas y tuvo otro sobresalto, porque pensó que había roto algo. Pero la sonrisa amable del anticuario lo tranquilizó. Nuestro amigo quedó de pie entre aquellos peculiares objetos, paseando la vista por todos lados, temeroso, tal vez, de que allí surgiera un pulpo o una profesora de matemáticas. —Lo vi mirando a la ninfa ¿le gusta? —inquirió el anticuario, mientras rociaba con naftalina una lechuza embalsamada. —Creo que me guiñó un ojo —dijo don Cornelio, sintiéndose como un imbécil. —Es muy antigua y muy rara —explicó el otro sin sorprenderse en absoluto. —Podría jurar que también me guiñó el otro —agregó don Cornelio con un hilo de voz. —Es posible… —¿Cuánto vale? —quiso saber el escribiente. —¿Cuánto gana usted? —preguntó a su vez el anticuario atusando sus bigotes de mosquetero. Don Cornelio, extrañado, se lo dijo. —Entonces, ése es su precio —dijo el dueño de la tienda sacudiendo a la Gorda con un plumero. Era una enorme cantidad, de dinero para un modesto empleado de Notaría. Se aproximó a la estatua, esperando que ella hiciera algún gesto amigable, pero nada ocurrió: permaneció inmóvil y silenciosa, tal como se espera de algo fabricado con loza.

—Está bien, la compraré —decidió don Cornelio, dejándose llevar por un impulso irresistible. El anticuario recibió el dinero sin contarlo, lo metió en el bolsillo de su chaleco y dio un par de volteretas entusiasmado. —Ella le cambiará la vida —le aseguró a su cliente. No sabía don Cornelio cuán cierto era lo que oía. El escribiente levantó a la Gorda con cuidado, descubriendo que era más liviana de lo que parecía a simple vista. Salió así cargado de la tienda, despedido por las campanas chinas de la puerta. Pero, afuera, todavía se apiñaban los curiosos y, al sentirse observado con burla, retrocedió asustado. —¿Tiene algo para taparla? —pidió. El dueño de la tienda abrió un baúl de madera y pasó algunos minutos hurgando en su interior, mientras la habitación se impregnaba de un tenue olor a sándalo. Por fin, extrajo un gran paño negro que, al ser desplegado, resultó tener en el centro una calavera y dos tibias cruzadas. Era una bandera de pirata. —¿Cómo se llama? —preguntó don Cornelio arropando a la figura con la bandera. —Mi nombre es Baltasar —replicó el vendedor con una inclinación. —No, la estatua… —¡Ah! Su nombre es Fantasía —respondió con otra inclinación. Don Cornelio concluy ó que aquel nombre le agradaba y salió a la calle con su nueva adquisición en los brazos, ignorando las miradas de los intrusos y el escándalo de las campanas chinas. Caminó de regreso a su pensión, sin acordarse para nada de la Notaría. Abrió la puerta y procuró deslizarse al interior con cautela, para no atraer la atención. Cruzó el vestíbulo en punta de pies y enfiló hacia la escalera, pero cuando ya se creía a salvo, la voz estridente de la patrona lo paralizó en su sitio. —¿Qué lleva allí? —inquirió asomando la nariz entre las hojas del helecho que decoraba la entrada. —Un simple adorno —replicó suavemente don Cornelio. Ella quiso verlo. Ese bulto del tamaño de un cadáver le pareció muy sospechoso y ella era muy estricta con sus inquilinos. Se enorgullecía de que la suya era una pensión respetable, donde no se admitían niños ni animales y, con mayor razón, debía ser inflexible respecto a los adornos. A nuestro amigo no le quedó más alternativa que obedecer. Al posar la estatua en el piso, resultó tan alta como la patrona, aunque no tan ancha.

Retiró la bandera que la cubría y apareció Fantasía en todo su rosado esplendor. La dueña dio un respingo. —¡Caramba! ¡Está casi desnuda! —exclamó horrorizada. Se abrieron las puertas del vestíbulo y asomaron las cabezas de los otros pensionistas, que observaron la escena asombrados. Nunca habían visto algo semejante. Uno a uno se aproximaron para dar su opinión y ninguna fue favorable, pues todos estuvieron de acuerdo en que aquello era una monstruosidad. La patrona cortó los comentarios diciendo que no le interesaba que fuera una obra de arte, porque iba muy ligera de ropas y por lo tanto debía salir de su casa. Don Cornelio, vencido por su incurable timidez, no intentó disuadirla. Hacía varios años que habitaba allí y estaba acostumbrado. No quería mudarse a otra pensión, pero comprendió que no era posible separarse de Fantasía, así es que tendría que buscar otro sitio donde pudiera vivir con ella. Decidió llevarla provisionalmente a la Notaría, donde podría esconderla entre los anaqueles por un par de días. Salió nuevamente a la calle, apuntado por el dedo de la patrona que le señalaba el camino. Afuera, sin embargo, se sintió mejor y, por primera vez en mucho tiempo, tuvo deseos de silbar, pero no le resultó, porque no tenía práctica. Llegó hasta la esquina y esperó hasta que el bus verde se detuvo delante suy o, pero cuando quiso subir, el chófer se lo impidió con un gesto. —¿Qué lleva ahí, señor? —preguntó. —Es sólo una estatua… —Éste es un vehículo de pasajeros, no un camión de flete. No puede subir — dijo el chófer. Tuvo que ir caminando hasta la Notaría, pero eso no consiguió desanimarlo; por el contrario, le pareció que hacía menos frío, que la ciudad era hermosa y notó que en algunas ventanas aún anidaban las alondras del verano y empezaban a florecer las violetas de los Alpes en los maceteros. Se extrañó de no haber visto nada de eso antes. Llegó a su oficina con casi dos horas de retraso, pero nadie levantó la vista de su trabajo al oírlo pasar, ni le preguntaron qué era lo que llevaba en los brazos. Entró rápidamente a la sala de los archivos y colocó a Fantasía en un rincón, detrás de unos pesados muebles. Se sentía muy cansado, porque no tenía el hábito de las caminatas cargando bultos, ni de las emociones. Abrió su escritorio, preparó su pluma y comenzó a escribir, pero no pudo concentrarse. Se le escapaba la mirada hacia el lugar donde lo esperaba Fantasía. Por fin, la curiosidad fue más fuerte que su sentido del deber y se acercó a ella.

Le quitó el paño negro y la miró arrobado, detallando los bucles retorcidos, los velos turbulentos, las uvas imposibles y los suaves rollos que decoraban su cintura. —Buenos días, señora —saludó con timidez. Y entonces la Gorda sonrió cordialmente, mostrando una doble fila de dientes de porcelana. Aterrado, el escribiente la volvió a cubrir y regresó apresurado a su mesa, donde comenzó a garabatear frenéticamente en sus papeles. Pero, un minuto después, la pluma vacilaba en sus dedos y, vencido por el impulso de su corazón, volvió al rincón de Fantasía. Levantó la bandera y esperó. Ella no se hizo rogar: sonrió, sacudió la cabeza y agitó las uvas mientras la paloma esponjaba las plumas. Para entonces don Cornelio estaba seguro de que había perdido el juicio, que soñaba, especialmente cuando escuchó una voz meliflua que le solicitaba que abriera la ventana. —Esto huele como una tumba —dijo ella. Desconcertado, don Cornelio fue a la ventana y forcejeó con el antiguo cerrojo hasta que consiguió moverlo. Al abrirla, una nube de polvo impalpable se desprendió de los vidrios, bañando al escribiente de la cabeza a los pies, y una brisa fría y limpia entró en la oficina. Entre los edificios del vecindario se coló un ray o de sol otoñal, dándole en la cara a un ratón curioso que observaba la escena. Al verlo, don Cornelio sintió como siempre una oleada de simpatía, que esta vez no reprimió por sentido del deber. Metió la mano en el bolsillo en busca de algo para darle de comer, pero sólo encontró el veneno que todas las mañanas llevaba consigo. « Tendré que traer queso y quitar esas trampas, son muy peligrosas» , pensó. Entre tanto, Fantasía había caminado hasta la ventana con la may or naturalidad, como cualquier señora que desea tomar aire entonando una canción. Convencido de que veía y oía alucinaciones, don Cornelio regresó a su mesa de trabajo, pero el canto lo distrajo, poniendo un calor desconocido en su pecho. Se sentía cada vez más feliz de haberla adquirido a costa de todo su sueldo. Sin duda, valía la pena. Era algo extraña, pero y a estaba acostumbrándose a su presencia y con seguridad llegarían a ser muy buenos amigos. —¿Vamos a pasear? —sugirió ella cuando se cansó de cantar. Don Cornelio nunca había salido a pasear en día de semana sin estar de vacaciones, pero la idea le pareció atractiva. —Esta vez no tendrás que llevarme en brazos —rió ella. Fantasía ató el racimo de uvas a la cinta del sombrero de don Cornelio y así le quedó libre una mano para tomar la de él. Luego recitó un verso algo cursi, pero muy efectivo: Cornelio, dame la mano para echar a volar, hasta la torre de la iglesia, como una campana más… Maravillado, el escribiente sintió que sus zapatos se desprendían del suelo y que le bastaba mover un poco los brazos para elevarse.

Dieron una vuelta a media altura por la habitación, para adquirir práctica, y salieron volando por la ventana como dos ángeles estrafalarios, desafiando las leyes de la aerodinámica y del sentido común.

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