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La fontana sagrada – Henry James

Era una ocasión, advertí —la invitación a pasar un fin de semana en una mansión campestre—, para buscar en la estación a otros, posibles amigos e incluso posibles enemigos, que tal vez acudieran también. Tales premoniciones, en efecto, engendraban temores cuando no conseguían engendrar esperanzas, si bien hay que matizar que a veces se daban, en casos así, equívocos harto graciosos. Uno era mirado austeramente, en el compartimiento, por personas que a la mañana siguiente, tras el desayuno, demostrarían ser encantadoras; a uno le dirigían la palabra personas cuya sociabilidad subsiguientemente se mostraba restringida; y uno se confiaba a otros que ya no habrían de reaparecer… pues sólo iban a Birmingham. Nada más ver a Gilbert Long, un poco más lejos en el andén, empero, lo identifiqué como un partícipe. No era tanto que el deseo fuera padre del pensamiento cuanto que recordaba haberlo visto ya en Newmarch más de una vez. Era amigo de la mansión: no iba a Birmingham. Tan escasamente confiaba yo, por otra parte, en que me reconociera, que me detuve antes de llegar al vagón junto al cual se hallaba: busqué un asiento que no me expusiera a su compañía. Sólo lo había tratado en Newmarch, lugar con un hechizo tan especial como para crear cierto vínculo entre sus invitados; pues siempre había dado, en otras ocasiones, tan escasas muestras de reconocerme que yo no podía menos que considerarlo estúpido para no tener que considerarlo ofensivo. Lo cierto es que era estúpido, y en ese sentido no pintaba nada en Newmarch; pero no por ello dejaba de poseer, sin duda, su propia idiosincrasia, que aplicaba sin criterio. Me pregunté, mientras hacía poner mi equipaje en mi rincón, qué sería lo que Newmarch veía en él… pues siempre tenía que ver algo antes de hacer una señal. Acaso le allanaba el camino su agraciada apariencia, que era impresionante: su buen metro ochenta y cinco de estatura, su cabello corto y de exquisita ondulación, su semblante ancho, afeitado, espléndido. Era un hermoso mueble humano: hacía que una concurrencia reducida pareciera más numerosa. Tal, al menos, era mi impresión de él que había resucitado antes de volver a bajar al andén, y en un principio no pudo sino llenarme de sorpresa verlo encaminarse hacia mí como para saludarme. Si por fin había resuelto tratarme como a un viejo conocido, era a pesar de los pesares la ocasión de dejarlo aproximarse. Por consiguiente, eso fue lo que hizo, y de un modo tan concienzudo, me apresuro a agregar, que al cabo de unos instantes ya estábamos charlando casi como con la tradición de una agradable intimidad. Era bastante apuesto, ahora me percaté de nuevo, pero no hasta un grado tan modélico como me había parecido recordar; por lo demás, nítidamente sus maneras habían ganado en soltura. Hizo alusión a nuestros anteriores encuentros y comunes contactos; se alegró de que yo fuese; se asomó a mi compartimiento y lo juzgó preferible al suyo. Llamó a un mozo, al instante, para que trasladase su equipaje y, mientras su actividad estaba enfrascada en ello, contemplé al resto de los pasajeros, que buscaban o ya habían hallado acomodo. Esto duró hasta que Long retornó con el mozo, así como con una dama por mí desconocida y a quien por lo visto él había comentado que en nuestro vagón podría acomodarse a su satisfacción. El mozo llevaba en efecto el neceser femenino, que dejó sobre un asiento y cuya colocación enseguida dejó libre a la dama para dirigírseme con un reproche: —No juzgo muy considerado por parte de usted el no hablarme. —Me quedé mirando pasmado, y seguidamente reconocí su identidad gracias a su voz; tras lo cual reflexioné que ella había debido de juzgarme la misma clase de asno que yo había juzgado a Long. Pues ella era, según parecía, ni más ni menos que Grace Brissenden. Tuvimos los tres el vagón entero para nosotros solos, y viajamos juntos durante más de una hora, en el transcurso de la cual, sentado en mi rincón, tuve a mis compañeros frente a mí. Al principio nos pusimos a charlar un poco, y luego, a causa de que el tren —uno veloz— avanzaba imparable y bramaba correspondientemente, cejamos en el empeño de competir con la música de éste. Hasta entonces, empero, nos habíamos intercomunicado uno o dos hechos que meditar en silencio.


Brissenden iba a acudir más tarde: no es que, a decir verdad, eso fuese un hecho tan tremendo. Pero su esposa estaba informada, sabía de los muchos otros que acudirían; había mencionado, mientras aguardábamos en la estación, gente y cosas: que Obert, pintor perteneciente a la Royal Academy, se hallaba en alguna parte del tren, que su propio marido iba a traer consigo a Lady John, y que la señora Froome y Lord Lutley también seguían esta portentosa nueva moda —y los sirvientes de ambos también, cual un único hogar— saliendo, viajando y llegando juntos. Mientras viajaba sentado me volvió a las mientes que cuando ella había comentado que Lady John estaba a cargo de Brissenden, el otro componente de nuestro trío había manifestado interés y sorpresa, los había manifestado de un modo que había hecho que ella replicara con una sonrisa—: ¿De veras no lo sabía usted? Esto había tenido lugar en el andén mientras, aprovechando los últimos minutos, aguardábamos junto a la puerta. —¿Por qué diantres debería yo saberlo? A lo cual, con buenos modales, ella se había limitado a contestar: —¡Oh, sencillamente yo creía que en todo momento usted lo había sabido! Y ambos me habían mirado de una manera más bien singular, como interpelándome cada uno acerca del otro. «¿Qué diantres quiere decir ella?”, parecía que preguntara Long; por su parte la señora Brissenden dio a entender con leve inescrutabilidad: “Usted sabe tan bien como yo por qué debería él saberlo, ¿a que sí?». En realidad yo no lo sabía ni remotamente; y lo que luego se me antojó que constituyó el verdadero comienzo de esta historia, fueron ciertas palabras que dejó caer Long cuando alguien se acercó a decirle algo a ella. En ese momento yo le di pie mencionando no haber sido capaz de identificarla en un principio. ¿Qué diantres, en los últimos uno o dos años, le había sucedido? Había cambiado a mejor tan extraordinariamente. ¿Cómo había conseguido volverse bella tan tardíamente una mujer que había sido fea durante tanto tiempo? Era exactamente lo mismo que él había estado preguntándose: —Al principio yo tampoco logré identificarla. Tuvo que dirigirme algunas palabras. Pero es que yo no la había visto desde que se casó, que fue (¿no es así?) hace cuatro o cinco años. Está asombrosa para tener la edad que tiene. —¿Cuál es la edad que tiene, pues? —Huy, cuarenta y dos o cuarenta y tres. —Está increíble para eso. Pero ¿de veras puede tener tanta edad? —¿Acaso no es fácil de calcular? —preguntó—. ¿No se acuerda, cuando se casaron, de lo inmensamente mayor que ella parecía al lado del pobre Briss? ¿Cómo la llamaron? Una asaltacunas. Todo el mundo hizo chistes. Briss no tiene siquiera treinta años. —En efecto, me acordé: no debía de tenerlos; pero de lo que no me acordaba era de que fuese tan enorme la diferencia. De lo que primordialmente me acordaba era de que ella había sido bastante feúcha. En el momento presente era más bien bella. Sin embargo, Long no convino con eso—: Me siento obligado a decir que yo no lo denominaría exactamente belleza. —Oh, sólo lo digo comparativamente. Está tan guapa… y extrañamente tan «refinada». ¿Por qué, si no, íbamos a no haberla reconocido? —Eso digo yo: ¿por qué? Pero no se trata de algo con lo cual tenga relación la belleza.

—Él había discernido la clave con una lucidez por la cual yo no habría debido otorgarle ningún mérito—. Lo que le ha sucedido es sencillamente que… que nada le ha sucedido. —¿Nada le ha sucedido? Pero, mi querido amigo, ha estado casada. Se supone que eso es algo. —Sí, pero ha estado casada tan poco y tan estúpidamente. Debe de ser desesperantemente aburrido estar casada con el pobre Briss. Su relativa juventud no lo vuelve, a fin de cuentas, más dotado. Él no es más que lo que es. Simplemente se ha detenido el reloj de esta mujer. No parece más vieja, eso es todo. —Ah, y también algo estupendo, cuando se empieza donde ella lo hizo. Pero la distinción establecida por usted —agregué— me parece justa. Sólo que si una mujer no envejece es lícito decir que rejuvenece; y si rejuvenece es lícito suponer que embellece. Eso es todo… salvo, como es natural, que me parece algo igualmente delicioso para el propio Brissenden. Él tenía el aspecto, creo recordar, de un bebé; ¡conque si su mujer sí luciese sus cincuenta años…! Huy —atajó Long—, a él eso le habría resultado indiferente. Es lo peliagudo, ¿no se da cuenta?, del estado conyugal. La gente no tiene más remedio que habituarse a los encantos del otro no menos que a sus defectos. Él no lo habría notado. Ello sólo nos ocurre a usted y a mí, de modo que el hechizo de ello es para nosotros. —¡En tal caso, qué suerte —exclamé riendo— que, con Brissenden marginado de ello y relegado a una obscura postergación por el horario de trenes, seamos usted y yo quienes disfrutamos de ella! —En lo que me había dicho me habían llamado la atención más cosas de las que yo podía asimilar de inmediato, y pienso que debí de mirarlo, mientras él hablaba, con un leve retorno de mi perplejidad primera. Hablaba como yo nunca lo había oído hablar: cada vez menos como el cargante Adonis que tantas veces me había «desairado»; y mientras así hacía era yo correlativamente más consciente del cambio operado en él. De hecho, tras unos instantes notó el vago desconcierto de mi mirada y me preguntó —con perfectos buenos modales— por qué lo atalayaba con tamaña intensidad. Me despabilé lo bastante para contestar que no podía menos que sentirme fascinado ante el modo como me exponía sus opiniones; ante lo cual me replicó —con idéntica amigabilidadque él, por el contrario, barruntaba que yo, siendo tan inteligente y crítico, estaba divirtiéndome a costa de su desmañada cháchara. Pese a ello siguió en sus trece respecto de que a Brissenden le pasaba inadvertido aquello que habíamos estado comentando—. ¡Ah, en ese caso espero —dije— que al menos no le pase inadvertida Lady John! —¡Oh, Lady John! —Y se dio la vuelta como si hubiese ora demasiado, ora demasiado poco que decir sobre ella.

Nuevamente me hallé ocupado con la señora Briss mientras él se encaminaba hacia el chico de los periódicos, y ocupado, extrañamente, en opinar audazmente sobre él casi lo mismo que él y yo habíamos opinado sobre ella. Con franqueza ella me expresó que jamás había visto a un hombre mejorar tanto: confidencia ésta que acogí con alacridad, ya que me demostraba que, bajo la misma impresión, yo no me había descaminado. Ella se había limitado, al parecer, cuando lo había encontrado, a reconocerlo con gran esfuerzo. Recibí su confesión, mas se la devolví: —Él me ha dado a entender que no la reconoció a usted más fácilmente. —¿Más fácilmente que usted? Huy, a nadie le ocurre; y, para ser enteramente sincera, ya me he acostumbrado a ello y no me molesta. Se dice que cambiamos cada siete años, pero a mí me hacen sentirme como si cambiase cada siete minutos. ¿Qué quiere usted, de todas formas, y cómo puedo remediarlo? Es la molienda de la vida, los estragos del tiempo y de las desgracias. Además, ya sabe, tengo noventa y tres años. —¡Qué joven debe usted sentirse —repliqué— para apetecerle hablar de su edad! La envidio, pues a mí nada me empujaría a revelarle la mía. Aparenta usted, ¿sabe?, nada más que veinticinco. Asimismo, evidentemente, lo que le dije le causó placer, un placer que ella asió y retuvo: —Bueno, pero no irá a decirme que visto igual que una mujer de veinticinco años. —En efecto: viste usted, advierto, igual que una de noventa y tres. Si vistiera igual que una de veinticinco, aparentaría quince. —¡Quince años y jugando a las charadas en el cuarto de los niños! —Ante esto se rió bastante contenta—. Su piropo es excéntrico para mi gusto. Yo sé, en cualquier caso —siguió—, en qué consiste la diferencia apreciable en el señor Long. —Tenga la bondad entonces, para poder respirar tranquilo, de contármela. —Pues que en estos últimos tiempos una mujer muy inteligente se ha… —… ¿tomado —por supuesto aquel inicio era suficiente— un especial interés por él? ¿Alude usted a Lady John? —inquirí; y, puesto que saltaba a la vista que la respuesta era sí, objeté—: ¿Llama usted una mujer muy inteligente a Lady John? —Sin duda alguna. Por eso es por lo que amablemente propicié que, como ella iba a tomar, según me enteré por casualidad, el próximo tren, Guy viajase con ella.

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