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La Falsificación – Jeffrey Archer

¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001? ¿Por qué un exitoso banquerode Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama? ¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios? ¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona? ¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna? ¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión? ¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión? ¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce? ¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas? Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.


 

V Capítulo 1 ictoria Wentworth cenaba sola ante la misma mesa en la que Wellington se había reunido con dieciséis oficiales de alto rango del ejército la víspera de su partida a Waterloo. Aquella noche el general Harry Wentworth estaba sentado a la diestra del Duque de Hierro. Comandaba el flanco izquierdo de las tropas de Wellington cuando un vencido Napoleón abandonó el campo de batalla rumbo al exilio. Agradecido, el monarca concedió al general el título de conde de Wentworth, que la familia ostentaba con orgullo desde 1815. Esas ideas rondaban la mente de Victoria cuando releyó el informe de la doctora Petrescu. Volvió la última página y dejó escapar un suspiro de alivio. Por fin habían encontrado una solución para todos sus problemas, literalmente en el último momento. La puerta del comedor se abrió sin hacer ruido y Andrews, que de la condición de segundo lacayo a la de mayordomo había prestado servicios a tres generaciones de Wentworth, retiró hábilmente el plato de postre de la dama. —Gracias —dijo Victoria y aguardó a que Andrews llegase a la puerta para añadir—: ¿Está todo preparado para la retirada del cuadro? La mujer fue incapaz de pronunciar el nombre del pintor. —Sí, milady —repuso Andrews y se volvió para mirar a su señora—. El cuadro será retirado antes de que baje a desayunar. —¿Está todo listo para la visita de la doctora Petrescu? —Sí, milady —repitió Andrews—. La doctora Petrescu llegará el miércoles, más o menos al mediodía, y ya he informado a la cocinera de que comerá con usted en el invernadero. —Gracias, Andrews —concluyó Victoria. El may ordomo hizo una ligera reverencia, salió y cerró la puerta sin hacer ruido. Cuando llegase la doctora Petrescu, una de las joyas más queridas de la familia estaría de camino a Estados Unidos y, a pesar de que la obra maestra no volvería a verse en Wentworth Hall, tampoco hacía falta que se enterase nadie más allá de la familia más directa. Victoria dobló la servilleta y se levantó de la mesa. Cogió el informe de la doctora Petrescu, cruzó el comedor y salió al pasillo. El sonido de sus pisadas retumbó en el corredor de mármol. Se detuvo al llegar a la escalera para contemplar con admiración el retrato de cuerpo entero que Gainsborough había realizado de lady Catherine Wentworth, que lucía un magnífico vestido largo de seda y tafetán que el collar de diamantes y los pendientes a juego no hacían más que destacar. Victoria se llevó la mano a la oreja y sonrió al pensar que, en época de su antepasada, esas chucherías extravagantes se habrían considerado subidas de tono. Victoria miró hacia delante mientras ascendía por la ancha escalera de mármol hasta su dormitorio de la primera planta. Fue incapaz de mirar a los ojos a sus antepasados, a los que Romney, Lawrence, Reynolds, Lely y Kneller parecían haber dado vida. Era consciente de que les había fallado.


Aceptó que antes de retirarse a sus aposentos debía escribir a su hermana para comunicarle la decisión que había tomado. Arabella era muy lista y sensata. Si su querida gemela hubiera nacido unos minutos antes en lugar de unos minutos después, sería la heredera de las propiedades y, sin duda, habría afrontado el problema con mucho más aplomo. Por si eso fuera poco, cuando se enterase de las novedades, Arabella no se quejaría ni la regañaría, sino que se limitaría a seguir mostrando la flema que caracterizaba a la familia. Victoria cerró la puerta del dormitorio, atravesó la estancia y dejó sobre su escritorio el informe de la doctora Petrescu. Se soltó el moño y dejó que el cabello cayese en cascada sobre sus hombros. Dedicó los minutos siguientes a cepillarse la melena, se quitó la ropa y se puso el camisón de seda que una doncella había dejado a los pies de la cama. Finalmente se calzó las zapatillas. Incapaz de eludir un minuto más sus responsabilidades, se sentó al escritorio y cogió la pluma. Wentworth Hall 10 de septiembre de 2001 Mi queridísima Arabella: He postergado demasiado tiempo la redacción de esta carta, ya que eres la última persona que merece enterarse de noticias tan angustiosas. Cuando nuestro querido papá murió y heredé, tardé un tiempo en percatarme del verdadero alcance de las deudas que había contraído. Lamentablemente, mi falta de experiencia en los negocios, a lo que hay que sumar los abrumadores impuestos de sucesión, agravaron el problema. Pensé que la solución consistía en pedir prestado más dinero, pero solo ha servido para empeorar las cosas. En cierto momento temí que, debido a mi ingenuidad, quizá tendríamos que vender las propiedades familiares, pero me alegra comunicarte que se ha encontrado una salida. El miércoles me reuniré con… Victoria tuvo la sensación de que oía cómo se abría la puerta del dormitorio. Se preguntó si entre sus criados había alguien capaz de presentarse sin llamar. Victoria contempló a la mujer, a la que hasta entonces jamás había visto. Era joven, delgada e incluso más baja que ella. Sonrió tiernamente, lo que le dio aspecto de vulnerable. Victoria respondió a su sonrisa y fue entonces cuando se percató de que en la mano derecha esgrimía un cuchillo de cocina. —¿Quién…? —intentó decir Victoria cuando la mujer estiró la mano, la agarró del pelo y le apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Victoria notó que la hoja delgada y afilada como una navaja rozaba la piel de su cuello. Con un veloz movimiento del cuchillo, la mujer le rajó el pescuezo como si fuera un cordero en el matadero. Segundos antes de que Victoria muriese, la joven le cortó la oreja izquierda. 11 – S A Capítulo 2 nna Petrescu pulsó el botón de la parte de arriba del despertador de la mesilla.

Marcaba las 5.56. Cuatro minutos después la habría despertado con el informativo de primera hora. Pero ese día no ocurriría. Su mente había discurrido a toda velocidad a lo largo de la noche, por lo que había dormido intermitentemente. Cuando por fin se despejó, Anna y a había decidido qué haría si el presidente no aceptaba sus recomendaciones. Desconectó el despertador automático para evitar las noticias que pudieran distraerla, se levantó de un salto y enfiló hacia el cuarto de baño. Permaneció bajo el agua fría de la ducha unos instantes más que de costumbre, con la esperanza de que contribuy ese a despejarla por completo. A su último amante… bien sabe Dios cuánto tiempo había pasado desde entonces… a su último amante le resultaba gracioso que se duchase antes de salir a correr por la mañana. En cuanto se secó, Anna se puso una camiseta blanca y pantalón corto azul. Aunque el sol todavía no había salido, tampoco hizo falta que descorriese las cortinas de su pequeño dormitorio para saber que el día sería despejado y soleado. Subió la cremallera de la chaqueta del chándal, que todavía mostraba el contorno de una P desteñida en la zona de la que había descosido la llamativa letra azul. Anna no quería pregonar el hecho de que en el pasado había formado parte del equipo de atletismo de la Universidad de Pensilvania. Al fin y al cabo, ya habían transcurrido nueve años. Finalmente se puso las deportivas Nike y ató los cordones con firmeza. Nada le molestaba tanto como tener que detenerse en medio de la carrera matinal para volver a atarlos. Esa mañana solo llevaba otra cosa: la llave de la puerta de su casa, ensartada en una delgada cadena de plata que le colgaba del cuello. Anna echó el cerrojo a la puerta de su piso de cuatro dormitorios, recorrió el pasillo y pulsó el botón del ascensor. Mientras esperaba a que el pequeño cubículo ascendiera a regañadientes hasta el décimo piso, inició una serie de estiramientos que habría terminado antes de que el ascensor regresase a la planta baja. Anna salió al vestíbulo y sonrió a su portero preferido, que se apresuró a abrir la puerta para que la mujer no tuviera que detenerse. —Buenos días, Sam —saludó Anna mientras salía de Thornton House a la calle Cincuenta y cuatro Oeste y ponía rumbo a Central Park. De lunes a viernes corría por el Southern Loop. Los fines de semana abordaba el recorrido más largo, de diez kilómetros, y a que daba igual que se retrasase unos minutos, pero ese día la puntualidad era importante. Esa mañana Bry ce Fenston también se levantó antes de las seis porque tenía una cita a primera hora. Mientras se duchaba, Fenston oyó el informativo matinal: un suicida se había autoinmolado en la orilla occidental del Jordán, acontecimiento que se había vuelto tan corriente como la previsión meteorológica o la última fluctuación de las divisas, por lo que no se sintió impulsado a subir el volumen.

« Otro día claro, soleado y con brisa suave, que soplará hacia el sudeste; dieciocho grados de mínima y veinticinco de máxima» , informó la alegre meteoróloga mientras Fenston salía de la ducha. La sustituyó una voz más seria que comunicó que el índice Nikkei, de Tokio, había subido catorce puntos y el Hang Seng, de Hong Kong, había bajado uno. El FTSE londinense aún no había decidido qué rumbo tomaría. Pensó que no era probable que las acciones de Fenston Finance subiesen o bajaran espectacularmente, ya que solo dos personas más estaban al tanto de su discreto golpe. Fenston desayunaría con una a las siete y a las ocho despediría a la otra. A las 6.40 Fenston había terminado de ducharse y vestirse. Estudió su imagen en el espejo y se dijo que le habría gustado ser cinco centímetros más alto y otros tantos más delgado, algo que quedaba resuelto con un sastre competente y un par de zapatos cubanos con plantillas especiales. También le habría gustado dejarse crecer el pelo, pero no podría hacerlo mientras hubiese tantos exiliados de su país que podían reconocerlo. Aunque su padre había sido conductor de tranvía en Bucarest, cualquiera que se fijase en el hombre impecablemente vestido que salió del edificio de piedra caliza de la calle Setenta y nueve Este y subió a la limusina con chófer habría supuesto que había nacido en el elegante Este neoyorquino. Solamente quienes lo mirasen con más atención habrían detectado el pequeño diamante que lucía en la oreja izquierda, capricho que, en su opinión, lo distinguía de sus colegas más conservadores. Ningún integrante de su equipo se atrevía a llevarle la contraria. Fenston se sentó en la parte trasera de la limusina. —Al despacho —ordenó antes de pulsar el botón que había en el reposabrazos. La pantalla de cristal gris ahumado se elevó y puso fin a toda conversación innecesaria entre Fenston y el chófer. Fenston cogió el ejemplar del New York Times que se encontraba en el asiento, a su lado. Lo hojeó para ver si algún titular llamaba su atención. Al parecer, el alcalde Giuliani había perdido la partida. Tras instalar a su amante en Gracie Mansion, había permitido que su esposa expresase su opinión sobre el tema ante cualquiera que estuviese dispuesto a escucharla. Y esa mañana le había tocado al New York Times. Fenston echaba un vistazo a las páginas de economía cuando el chófer giró por Roosevelt Drive y llegó a las necrológicas en el momento en que la limusina se detuvo frente a la Torre Norte. Hasta el día siguiente nadie imprimiría la única necrológica que le interesaba pero, para ser justos, también había que decir que en Estados Unidos nadie sabía que estaba muerta. —A las ocho y media tengo una cita en Wall Street —comunicó Fenston al chófer cuando este abrió la portezuela—. Recógeme a las ocho y cuarto. El chófer asintió al tiempo que Fenston se alejaba en dirección al vestíbulo.

Aunque en la torre había noventa y nueve ascensores, solo uno subía directamente hasta el restaurante del piso ciento siete. Una vez Fenston había calculado que pasaría una semana de su vida en los ascensores. Un minuto después, cuando abandonó el ascensor, el maître reconoció a su cliente habitual, inclinó ligeramente la cabeza y lo acompañó a la mesa del rincón, la que daba a la estatua de la Libertad. En la única ocasión en la que había llegado y comprobado que la mesa que le gustaba estaba ocupada, Fenston había dado media vuelta y regresado directamente al ascensor. Desde entonces, cada mañana la mesa del rincón permanecía libre… por las dudas. Fenston no se sorprendió cuando vio que Karl Leapman lo esperaba. En los diez años que hacía que trabajaba para Fenston Finance, Leapman no había llegado tarde ni una sola vez. Fenston se preguntó cuánto tiempo llevaba allí sentado, simplemente para cerciorarse de que el presidente no se le adelantaba. Fenston echó un vistazo al hombre que, una y otra vez, le había demostrado que no había alcantarilla a la que no estuviese dispuesto a bajar por su jefe. También hay que reconocer que Fenston fue la única persona dispuesta a ofrecer trabajo a Leapman cuando salió de la cárcel. Los letrados expulsados del colegio de abogados y con una condena de cárcel por fraude no suelen encontrar socios. Fenston tomó la palabra incluso antes de sentarse: —Como ahora estamos en posesión del Van Gogh, esta mañana solo nos queda analizar una cuestión. ¿Cómo nos deshacemos de Anna Petrescu sin que sospeche de nosotros? Leapman abrió la carpeta que tenía delante y sonrió. E Capítulo 3 sa mañana nada había salido tal como estaba previsto. Andrews había comunicado a la cocinera que subiría la bandeja con el desay uno de la señora en cuanto retirasen el cuadro. La cocinera se encontraba mal a causa de la migraña, por lo que su segunda, que no era una chica fiable, se encargó de preparar el desayuno de la señora. La furgoneta blindada del servicio de seguridad se presentó con cuarenta minutos de retraso y el joven y descarado conductor se negó a irse sin tomar café con galletas. La cocinera jamás habría cedido ante semejantes tonterías, pero la situación superó a su sustituía. Media hora después, Andrews los encontró sentados a la mesa de la cocina y de cháchara. Andrews se alegró de que la señora no hubiese dado señales de vida antes de la partida del conductor de la furgoneta. Comprobó que en la bandeja no faltaba nada, volvió a doblar la servilleta y abandonó la cocina para subir el desayuno a su jefa. Sostuvo la bandeja sobre la palma de una mano y, con la otra, llamó delicadamente a la puerta del dormitorio antes de abrirla. Al ver a la señora tumbada en el suelo, en un charco de sangre, el mayordomo lanzó una exclamación, soltó la bandeja y corrió hacia el cadáver. Aunque era evidente que lady Victoria llevaba muerta varias horas, a Andrews ni se le ocurrió llamar a la policía antes de informar de la tragedia a la siguiente persona en la línea de sucesión de las propiedades Wentworth. Abandonó velozmente el dormitorio, cerró la puerta con llave y, por primera vez en su vida, bajó corriendo la escalera.

Arabella Wentworth atendía a alguien cuando Andrews llamó. La mujer colgó, se disculpó ante el cliente y explicó que tenía que marcharse inmediatamente. Cambió el letrero de ABIERTO por el de CERRADO y echó el cerrojo a la puerta de su pequeña tienda de antigüedades segundos después de que Andrews pronunciase la palabra « emergencia» , vocablo que no le había oído decir en cuarenta y nueve años. Un cuarto de hora después, Arabella detuvo su coche en la grava de la calzada de acceso a Wentworth Hall. Andrews la esperaba inmóvil en el escalón más alto. —Milady, lo siento muchísimo —dijo escuetamente el mayordomo a la nueva dueña y la condujo al interior de la casa y por la ancha escalera de mármol. Al ver que Andrews se apoyaba en la barandilla para mantener el equilibrio, Arabella supo que su hermana había muerto. Con frecuencia Arabella se había preguntado cómo reaccionaría ante una crisis. Experimentó un gran alivio porque no se desmayó, pese a que se sintió espantosamente asqueada cuando vio por primera vez el cadáver de su hermana. De todos modos, estuvo en un tris de caerse redonda. Lo miró por segunda vez y, antes de alejarse, se aferró al poste de la cama para recuperarse. Había sangre por todas partes: se había coagulado en la alfombra, en las paredes, en el escritorio e incluso en el techo. Arabella hizo un esfuerzo sobrehumano, soltó el poste de la cama y se arrastró hasta el teléfono de la mesilla de noche. Se desplomó en el lecho, cogió el teléfono y marcó el número de emergencias. Cuando respondieron y preguntaron con qué servicio quería hablar, respondió: —Con la policía. Arabella colgó. Estaba decidida a llegar a la puerta del dormitorio sin volver la vista atrás, hacia el cadáver de su hermana. No lo consiguió. Solo le echó un vistazo y fue entonces cuando reparó en la carta dirigida a « Mi queridísima Arabella» . Aferró la misiva inacabada, pues no le apetecía compartir con la policía los últimos pensamientos de su hermana. Se guardó la carta en el bolsillo y abandonó el dormitorio sin tenerlas todas consigo. A Capítulo 4 nna corrió hacia el oeste por la calle Cincuenta y cuatro Este, pasó frente al Museo de Arte Moderno, cruzó la Sexta Avenida y torció a la derecha en la Séptima. Apenas echó un vistazo a los hitos conocidos de la impresionante escultura dedicada al amor, que dominaba la esquina de la calle Cincuenta y cinco Este, y al Carnegie Hall cuando cruzó la Cincuenta y siete. Dedicó casi todas sus energías y concentración a tratar de evitar a los madrugadores habituales mientras se apresuraban hacia ella y bloqueaban su paso. Anna consideraba que el trayecto hasta Central Park solo era un ejercicio de calentamiento, por lo que puso en marcha el cronómetro que llevaba en la muñeca izquierda únicamente cuando franqueó Artisans’Gate y corrió por el parque.

En cuanto adquirió un ritmo regular, Anna intentó centrarse en la reunión programada con el presidente del banco para las ocho de esa misma mañana. Se había sorprendido y también había experimentado cierto alivio cuando Bryce Fenston le ofreció un puesto en Fenston Finance, pocos días después de que abandonase su cargo como número dos del departamento de Sotheby’s dedicado a los impresionistas. Su inmediato superior había dejado muy claro que toda posibilidad de progreso quedaría bloqueada durante una temporada después de que Anna reconociese que era la responsable de haber perdido la venta de una gran colección a favor de Christie’s, el rival principal. Anna había dedicado meses a mimar, halagar y cuidar a ese cliente en concreto para que eligiese a Sotheby’s a la hora de desprenderse de las posesiones familiares y, al compartir el secreto con su amante, supuso ingenuamente que sería discreto. Al fin y al cabo, era abogado. Cuando el nombre del cliente apareció en la sección del New York Times dedicada a las artes, Anna se quedó sin amante y sin trabajo. No la ayudó que al cabo de unos días el mismo periódico mencionase que la doctora Anna Petrescu había abandonado Sotheby ’s « bajo sospecha» , lo cual no era más que un eufemismo para decir que la habían puesto de patitas en la calle, y el columnista tuvo a bien acotar que no era necesario que se tomase la molestia de solicitar trabajo en Christie’s. Bryce Fenston asistía habitualmente a las principales subastas de impresionistas, por lo que tenía que haber visto a Anna junto al podio del subastador, tomando notas y desempeñando la función de observadora. A la doctora Petrescu le molestaba la más mínima alusión a que su belleza y su figura atlética eran el motivo por el que en Sotheby ’s le asignaban habitualmente esa posición tan destacada en lugar de situarla a un costado de la sala de subastas, junto a los demás observadores. Anna consultó el cronómetro al pasar por Playmates Arch: dos minutos y dieciocho segundos. Siempre intentaba realizar el recorrido completo en doce minutos. Sabía que no era demasiado rápido, pero todavía le molestaba que la adelantasen y se sentía muy contrariada si lo hacía una mujer. Había llegado en nonagésimo séptimo lugar en el maratón de Nueva York del año anterior, de modo que casi ningún ser bípedo la adelantaba en su carrera matinal por Central Park. Volvió a pensar en Bry ce Fenston. Hacía tiempo que los que estaban estrechamente vinculados con el mundo artístico, ya fuesen casas de subastas, las galerías principales o marchantes particulares, sabían que Fenston acumulaba una de las más grandes colecciones de impresionistas. Junto a Steve Wynn, Leonard Lauder, Anne Dias y Takashi Nakamura, Fenston solía estar entre los últimos postores que pujaban por las adquisiciones más importantes. En el caso de esa clase de coleccionistas, lo que suele comenzar como un inocente pasatiempo puede convertirse rápidamente en una adicción que engancha tanto como las drogas. Para Fenston, que poseía un ejemplar de cada uno de los grandes impresionistas salvo de Van Gogh, la mera idea de poseer una obra del maestro holandés era como una iny ección de heroína pura y en cuanto adquiría un cuadro, enseguida necesitaba otra dosis, como el adicto tembloroso que busca al camello. Su traficante era Anna Petrescu. Cuando leyó en el New York Times que Anna se marchaba de Sotheby’s, Fenston se apresuró a ofrecerle un puesto en la junta y un salario que reflejaba la seriedad con la que pretendía seguir acrecentando su pinacoteca. Lo que llevó a Anna a aceptar fue saber que Fenston también era originario de Rumania. Ese hombre le recordaba constantemente que, al igual que ella, había escapado del opresivo régimen de Ceausescu y buscado refugio en Estados Unidos. Pocos días después de que comenzase a trabajar en el banco, Fenston sometió a prueba la experiencia de Anna. La may oría de las preguntas que le planteó durante la primera reunión que mantuvieron, en la que compartieron el almuerzo, se refirieron a los conocimientos de Anna sobre las grandes colecciones que seguían en manos de familias de segunda y tercera generación. Después de seis años en Sotheby’s, prácticamente no había obra impresionista importante que fuera a subasta que no hubiese pasado por las manos de la doctora Petrescu o que, como mínimo, no hubiese visto e incorporado a su base de datos.

Una de las primeras lecciones que Anna aprendió al entrar a trabajar en Sotheby’s fue que el dinero rancio solía ser el del vendedor y el de los nuevos ricos el comprador, razón por la cual entró en contacto con lady Victoria Wentworth, hija mayor del séptimo conde de Wentworth, por lo que se trataba de dinero rancio rancísimo, en nombre de Bryce Fenston, que representaba dinero nuevo novísimo. Anna se mostró sorprendida por la obsesión de Fenston con las colecciones de los demás hasta que se enteró de que la política del banco consistía en adelantar grandes sumas de dinero con obras de arte como aval. Muy pocos bancos están dispuestos a considerar el « arte» , cualquiera que sea su vertiente, como garantía subsidiaria. Admiten propiedades, acciones, bonos, terrenos e incluso joyas, pero casi nunca obras de arte. Los banqueros no entienden ese mercado y son reacios a sacar esos bienes a sus clientes, entre otras cosas porque almacenar obras de arte, asegurarlas y, en la mayoría de los casos, acabar por venderlas no solo lleva tiempo, sino que resulta poco práctico. Fenston Finance era la excepción que confirma la regla. Anna no tardó en averiguar que Fenston no apreciaba realmente el arte ni tenía demasiados conocimientos del tema. Cumplía al pie de la letra una afirmación de Oscar Wilde: « Hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada» , aunque Anna tardó un tiempo en descubrir sus verdaderos motivos. Uno de los primeros encargos de Anna consistió en viajar a Inglaterra y tasar los bienes de lady Victoria Wentworth, cliente potencial que había solicitado un préstamo elevado a Fenston Finance. La colección Wentworth era típicamente inglesa; la había creado el segundo conde, un aristócrata excéntrico, con mucho dinero, bastante buen gusto y vista suficiente como para que las generaciones posteriores lo describiesen como un aficionado con gran talento. Compró a sus compatriotas cuadros de Romney, West, Constable, Stubbs y Morland, así como un magnífico Turner titulado Atardecer en Plymouth. El tercer conde no mostró el menor interés por el arte, de modo que la colección acumuló polvo hasta que su hijo, el cuarto conde, heredó los bienes y también el ojo clínico del abuelo. Jamie Wentworth estuvo casi un año fuera de su país de origen y llevó a cabo lo que entonces se denominaba la gran gira. Visitó París, Amsterdam, Roma, Florencia, Venecia y San Petersburgo antes de regresar a Wentworth Hall con un Rafael, un Tintoretto, un Tiziano, un Rubens, un Holbein y un Van Dyck, por no hablar de una esposa italiana. De todos modos, fue Charles, el quinto conde, el que por motivos desacertados superó a sus antepasados. Charlie también era coleccionista, pero no se dedicó a los cuadros, sino a las amantes. Tras un frenético fin de semana en París, que básicamente pasó en el hipódromo de Longchamp, aunque también estuvo en una habitación del Crillon, su última y egua lo convenció de que comprase a su médico un cuadro de un artista desconocido. Charlie Wentworth volvió a Inglaterra sin amante y con una pintura que relegó a un dormitorio de invitados, si bien en la actualidad muchos admiradores de Van Gogh consideran que Autorretrato con la oreja vendada figura entre sus mejores obras. Anna ya había advertido a Fenston que tuviese cuidado a la hora de comprar un Van Gogh porque con demasiada frecuencia las atribuciones eran más dudosas que los banqueros de Wall Street, comparación que a Fenston no le gustó nada. Le informó de que había varias falsificaciones en colecciones privadas e incluso una o dos en grandes galerías, incluida la que colgaba del Museo Nacional de Oslo. Tras estudiar la documentación que acompañaba el Autorretrato de Van Gogh, incluidos la mención de Charles Wentworth en una de las cartas del doctor Gachet, la factura de ochocientos francos de la venta original y el certificado de autentificación de Louis van Tilborgh, conservador de cuadros del Museo Van Gogh de Amsterdam, Anna se sintió lo bastante segura como para anunciar al presidente que el magnífico retrato era, ciertamente, obra de la mano del maestro. Para los amantes de Van Gogh, Autorretrato con la oreja vendada es el no va más. A pesar de que pintó treinta y cinco autorretratos, el maestro solo intentó realizar dos después de cortarse la oreja izquierda. Lo que hacía que esta pintura fuera tan deseable para cualquier coleccionista serio era que el otro colgaba de las paredes del Courtauld Institute de Londres. Anna estaba cada vez más preocupada por los extremos a los que Fenston estaba dispuesto a llegar con tal de conseguir la obra.

La experta en arte pasó diez días muy agradables en Wentworth Hall, en los que se dedicó a catalogar y tasar la colección de la familia. A su regreso a Nueva York comunicó a la junta, compuesta básicamente por compinches de Fenston o políticos encantados de aceptar migajas, que en el caso de que fuese necesario proceder a la venta, los bienes cubrirían con creces el préstamo bancario, que ascendía a treinta millones de dólares. Aunque no tenía el menor interés por los motivos por los que lady Wentworth necesitaba una cifra tan considerable, con frecuencia Anna había oído a Victoria referirse a la pena por la muerte prematura de su « querido papá» , a la jubilación del administrador de los bienes, un hombre de plena confianza, y a la iniquidad de tener que pagar el cuarenta por ciento de impuestos de sucesión por vivir en Wentworth Hall. Una de sus frases preferidas era: « Si Arabella hubiese nacido unos segundos antes…» . En cuanto estuvo de vuelta en Nueva York, Anna recordó cada cuadro y escultura de la colección de Victoria sin necesidad de consultar papeles. La única habilidad que la distinguía de sus compañeros de universidad y de sus colegas de Sotheby ’s era la memoria fotográfica. Le bastaba ver una vez un cuadro y jamás olvidaba la imagen, su procedencia o su emplazamiento. Por puro juego, los domingos ponía a prueba esa habilidad mediante el simple expediente de visitar una galería que no conocía, una sala del Museo Metropolitano o simplemente estudiando el último catálogo comentado. Al regresar al apartamento apuntaba el nombre de cada cuadro que había visto y después los cotejaba con los diversos catálogos. Desde que terminó la universidad, Anna había incorporado al banco de su memoria el Louvre, el Prado, los Uffizi, la National Gallery de Washington, la colección Phillips y el museo Getty. En la base de datos de su cerebro almacenaba treinta y siete colecciones privadas e innumerables catálogos, habilidad por la cual Fenston había estado dispuesto a arriesgarse y pagar. La responsabilidad de Anna se limitaba a tasar las colecciones de clientes potenciales y presentar informes escritos a fin de que la junta los considerase. Jamás se involucraba en la redacción de los contratos, faceta que correspondía exclusivamente a Karl Leapman, el abogado interno del banco. De todas formas, en cierta ocasión Victoria dejó caer que el banco le cobraba un dieciséis por ciento de interés compuesto. Anna no tardó en percatarse de que las deudas, la ingenuidad y la falta de experiencia financiera eran los ingredientes gracias a los cuales Fenston Finance prosperaba. Se trataba de un banco que parecía regodearse ante la incapacidad que los clientes tenían de saldar sus deudas. Anna aceleró el paso al pasar junto al tiovivo. Consultó el cronómetro: doce segundos de más. Hizo un mohín de contrariedad pero, por suerte, nadie la había adelantado. Volvió a pensar en la colección Wentworth y en las recomendaciones que esa misma mañana haría a Fenston. A pesar de que llevaba menos de un año en la empresa y de que era dolorosamente consciente de que, de momento, no podía albergar la esperanza de conseguir trabajo en Sotheby’s o en Christie’s, Anna llegó a la conclusión de que tendría que dimitir si el presidente no estaba dispuesto a aceptar sus consejos. A lo largo del último año había aprendido a convivir con la vanidad de Fenston e incluso a soportar sus estallidos ocasionales cuando no se salía con la suya, pero no podía permitir que engañase a un cliente, sobre todo a una clienta tan ingenua como Victoria Wentworth. Es posible que dejar Fenston Finance tras un período tan corto no quedara bien en su currículo, pero una investigación en curso por fraude sería mucho peor.

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