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La estrategia de la ilusion – Umberto Eco

Los ensayos elegidos para formar este libro son artículos que he escrito en el transcurso de varios años para su publicación en diarios y semanarios (o como máximo en revistas mensuales, pero no especializadas). Muchos de ellos tratan de los mismos problemas, con frecuencia después de transcurrir cierto tiempo, otros se contradicen (siempre al cabo de un tiempo). Hay un método —aunque muy poco imperativo— en esta actividad de comentario sobre lo cotidiano. En caliente, bajo el impacto de una emoción o el estímulo de un acontecimiento, se escriben las propias reflexiones, esperando que serán leídas y después olvidadas. No creo que exista ruptura entre lo que escribo en mis libros «especializados» y lo que escribo en los periódicos. Hay una diferencia de tono, por supuesto, dado que al leer día tras día los acontecimientos cotidianos, al pasar del discurso político al deporte, de la televisión al «beau geste» terrorista, no se parte de hipótesis teóricas para evidenciar ejemplos concretos, sino que más bien se parte de acontecimientos para hacerlos «hablar», sin que se esté obligado a llegar a conclusiones en términos teóricos definitivos. La diferencia reside, entonces, en que, en un libro teórico, si se avanza una hipótesis, es para probarla confrontándola con los hechos. En un artículo de periódico, se utilizan los hechos para dar origen a hipótesis, pero no se pretende transformar las hipótesis en leyes: se proponen y se dejan a la valoración de los interlocutores. Estoy quizá en vías de dar otra definición del carácter provisional del pensamiento coyuntural. Todo descubrimiento filosófico o científico, decía Pierce, va precedido por lo que él llamaba «the play of musement»: un vagabundeo posible del espíritu, una acumulación de interrogantes frente a unos hechos particulares, un intento de proponer muchas soluciones a la vez. Antaño, ese juego se jugaba en privado, se confiaba a cartas personales o a páginas de diarios íntimos. Los periódicos son hoy el diario íntimo del intelectual y le permiten escribir cartas privadas muy públicas. Lo que protege del temor de equivocarse no reside en el secreto de la comunicación, sino en su difusión. Me pregunto a menudo si, en un periódico, trato de traducir en lenguaje accesible a todo el mundo o de aplicar a los hechos contingentes las ideas que elaboro en mis libros especializados, o si es lo contrario lo que se produce. Pero creo que muchas de las teorías expuestas en mis libros sobre la estética, la semiótica o las comunicaciones de masas se han desarrollado poco a poco sobre la base de las observaciones realizadas al seguir la actualidad. Los textos de esta recopilación giran todos más o menos en torno a discursos que no son necesariamente verbales ni necesariamente emitidos como tales o entendidos como tales. He tratado de poner en práctica lo que Barthes llamaba el «olfato semiológico», esa capacidad que todos deberíamos tener de captar un sentido allí donde estaríamos tentados de ver sólo hechos, de identificar unos mensajes allí donde sería más cómodo reconocer sólo cosas. Pero no quisiera que se viera en estos artículos unos ejercicios de semiótica. ¡Por el amor de Dios! Lo que entiendo hoy por semiótica se encuentra expuesto en otros libros míos. Es cierto que un semiótico, cuando escribe en un periódico, adopta una mirada particularmente ejercitada, pero eso es todo. Los capítulos de este libro son sólo artículos de periódico escritos por deber «político». Considero mi deber político invitar a mis lectores a que adopten frente a los discursos cotidianos una sospecha permanente, de la que ciertamente los semióticos profesionales sabrían hablar muy bien, pero que no requiere competencias científicas para ejercerse. En suma, al escribir estos textos, me he sentido siempre como un experto en anatomía comparada, que sin duda estudia y escribe de manera técnica sobre la estructura de los organismos vivos, pero que, en un periódico, no trata de discutir los presupuestos o las conclusiones de su propio trabajo y se limita a sugerir, por ejemplo, que todas las mañanas sería oportuno realizar algunos ejercicios con el cuello, moviendo la cabeza, en primer lugar, de derecha a izquierda veinte veces seguidas y, después, veinte veces de arriba a abajo, para prevenir los ataques de artrosis cervical. La intención de este «reportaje social», como vemos, no es que cada lector se convierta en un experto en anatomía, sino que aprenda por lo menos a adquirir cierta conciencia crítica de sus propios movimientos musculares. He hablado de actividad política.


Sabemos que los intelectuales pueden hacer política de diferentes maneras y que algunas de ellas han caído en desuso hasta el punto de que muchos comienzan a emitir dudas acerca de la legitimidad de tal empresa. Pero desde los sofistas, desde Sócrates, desde Platón, el intelectual hace política con su discurso. No digo que este sea el único medio, pero para el escritor, para el investigador, para el científico, es el medio principal al que no se puede sustraer. Y hablar de la traición de los intelectuales es igualmente una forma de compromiso político. Por lo tanto, si escribo en un periódico hago política, y no sólo cuando hablo de las Brigadas Rojas, sino también cuando hablo de los museos de cera. Esto no está en contradicción con lo que he dicho más arriba; es decir, que en el discurso periodístico, la responsabilidad es menos grande que en el discurso científico porque es posible atreverse a emitir hipótesis provisionales. Por el contrario, es también hacer política correr el riesgo del juicio inmediato, de la apuesta cotidiana y hablar cuando se siente el deber moral de hacerlo, y no cuando se tiene la certeza (o la esperanza) teórica de «hacerlo bien». Pero quizá yo escribo en los periódicos por otra razón. Por ansiedad, por inseguridad. No sólo tengo siempre miedo de equivocarme, sino que también tengo siempre miedo de que lo que hace que me equivoque tenga razón. Para un libro «erudito», el remedio consiste en revisar y poner al día en el curso de los años las diferentes ediciones, tratando de evitar las contradicciones y de mostrar que todo cambio de orientación representa una maduración laboriosa del pensamiento propio. Pero, a menudo, el autor inseguro no puede esperar años y le es difícil madurar sus propias ideas en silencio, en espera de que la verdad se le revele de súbito. Por esta razón me gusta la enseñanza, exponer ideas todavía imperfectas y escuchar las reacciones de los estudiantes. Por esta razón me gusta escribir en los periódicos, para releerme el día siguiente y para leer las reacciones de los demás. Juego difícil, porque no siempre consiste en sentirse seguro ante la aprobación y en dudar ante la desaprobación. A veces hay que hacer lo contrario: desconfiar de la aprobación y encontrar en la desaprobación la confirmación de las intuiciones propias. No hay reglas. Sólo el riesgo de la contradicción. Como decía Walt Whitman: «¿Me contradigo? ¡Bueno, pues me contradigo!». Si estos artículos tratan de denunciar algo a los ojos del lector, no se trata de que haya que descubrir las cosas bajo los discursos, a lo sumo discursos bajo las cosas. Por esto es perfectamente justo que hayan sido escritos para periódicos. Es una elección política criticar los mass-media a través de los mass-media. En el universo de la representación mass-media es quizá la única elección de libertad que nos q ue d a. U. E.

I VIAJE A LA HIPERREALIDAD LAS FORTALEZAS DE LA SOLEDAD Las dos muchachas, muy bellas, están desnudas. Agachadas una frente a otra, se tocan con sensualidad, se besan, se lamen con la lengua la punta de los senos, encerradas dentro de una especie de cilindro de plástico transparente. Aunque no sea un voyeur profesional, uno se ve tentado a dar la vuelta alrededor del cilindro, para poder verlas también de espaldas, de tres cuartos y del lado opuesto. Después uno se siente impulsado a acercarse al cilindro, que está encima de una columna y tiene pocos decímetros de diámetro, y mirar desde arriba: las muchachas han desaparecido. Esta realización es una de las tantas expuestas en Nueva York por la Escuela de Holografía. La holografía, última maravilla de la técnica del rayo láser, inventada por Dennis Gabor en los años cincuenta, realiza una representación fotográfica en color más que tridimensional. Al mirar dentro de la caja mágica, en la que aparece un tren o un caballo en miniatura, podremos ver, según varíe nuestro punto de vista, aquellas partes del objeto que la perspectiva nos impedía contemplar. Si la caja es circular, podremos ver el objeto desde todos los lados. Si el objeto, mediante diversos artificios, ha sido captado en movimiento, lo veremos moverse ante nuestros ojos, o, mejor dicho, al movernos nosotros, y al cambiar de posición podremos ver que la muchacha retratada nos hace un guiño o que el pescador se dispone a beber de la lata de cerveza que tiene en la mano. No se trata de una representación cinematográfica, sino de una especie de objeto virtual de tres dimensiones que existe también allí donde no alcanzamos a verlo; y basta con desplazarnos para poder verlo asimismo en aquel punto. La holografía no es un simple juego: ha sido estudiada y aplicada por la NASA en sus exploraciones espaciales y se utiliza en medicina para obtener representaciones realistas de las alteraciones anatómicas. También se sirven de ella la cartografía aérea y muchas industrias, y se emplea en el estudio de procesos físicos. Pero ahora comienza a ser usada por artistas que en otro tiempo hubieran hecho quizá hiperrealismo, y el hiperrealismo satisface con ella sus aspiraciones más ambiciosas: en la puerta del Museo de la Brujería, en San Francisco, está expuesto el mayor holograma jamás realizado, donde se representa al diablo junto a una bellísima bruja. La holografía sólo podía prosperar en Estados Unidos, un país obsesionado por el realismo, donde, para que una reevocación sea creíble, tiene que ser absolutamente icónica, una copia verosímil, ilusoriamente «verdadera», de la realidad representada. Los europeos cultos y los estadounidenses europeizados consideran a Estados Unidos la patria de los rascacielos de cristal y acero y del expresionismo abstracto. Pero Estados Unidos es también la patria de Superman, héroe sobrehumano de la serie de cómics creada en 1938 y que aún perdura. Superman siente, a veces, la necesidad de retirarse junto a sus recuerdos, y para ello vuela, entre inaccesibles montañas, hasta el corazón de la roca donde se yergue, defendida por una enorme puerta de acero, la Fortaleza de la Soledad. Allí tiene Superman sus robots, fidelísimas copias de sí mismo, milagros de la tecnología electrónica, que de vez en cuando envía por el mundo con el fin de realizar un justo deseo de ubicuidad. Y estos robots resultan increíbles, porque su apariencia de verdad es absoluta: no se trata de hombres mecánicos, todo ruedecitas y bip-bip, sino de «copias» perfectas del ser humano, dotadas de piel, voz, movimientos y capacidad de decisión. Superman usa también la fortaleza como museo de recuerdos: todo lo sucedido durante su vida llena de aventuras está registrado allí en copias perfectas o incluso conservado como pieza original miniaturizada, como la ciudad de Kandor, superviviente de la destrucción del planeta Kripton y que, bajo una campana de cristal, Superman sigue haciendo vivir, en dimensiones reducidas, tamaño casita de muñecas, con sus edificios, autopistas, hombres y mujeres. La meticulosidad con que Superman conserva todas las reliquias de su pasado nos recuerda aquellas cámaras de maravillas o Wunderkammer popularizadas por la cultura alemana del barroco, cuyo origen está en los tesoros de los señores medievales y quizá incluso antes, en las colecciones romanas y helenísticas.

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