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La espada infinita. Redencion – Brandon Sanderson

Quieres relatos acerca de Siris, ¿verdad? Relatos del Inmortal que luchó por los hombres corrientes. —Sí. —¿Relatos del joven mil veces renacido y criado en cada encarnación para intentar matar al Rey Dios y fracasar en su empeño? ¿Relatos del hombre que desconocía su condición de Inmortal? —Sí. —¿Relatos de Siris atrapado en la Bóveda de las Lágrimas, traicionado por el Hacedor de Secretos, abandonado para pudrirse por quien tendría que haber sido su aliado? ¿Son esos relatos los que quieres oír? —Lo son. —Bien. Porque tengo relatos, demasiados relatos. Más que ratas hay en el trigo. Mis recuerdos están plagados de grandes relatos y hace mucho tiempo que nadie los ha escuchado… PRIMERA PARTE 1 Siris abrió los ojos y se puso boca abajo. Solo tenía un instante antes de que… Alguien le tiró del pelo, forzándolo a alzar la cabeza, y le empujó la espalda contra el suelo frío de piedra. Con la visión nublada, Siris se revolvió, intentando deshacerse de las manos que lo sujetaban. Tenía que… Las manos le aplastaron la cara contra el suelo. Perdió el conocimiento. Recuperó la conciencia como un águila extiende las alas. Las sensaciones inundaron su mente. El frío suelo. Su cara en un charco de sangre casi seca, con la piel pegajosa. El olor a rancio de la prisión. Inspiró profundamente y se incorporó con un balanceo, bajando los pies. Abrió los ojos a un confuso mundo de tinieblas y luz tamizada. Las tinieblas hicieron presa en él, lo hicieron trastabillar y lo tiraron nuevamente al suelo. Gimió. Sabía por instinto dónde estaba su enemigo, así que lanzó una patada contra un estómago. Dar en el blanco le resultó muy gratificante. Las tinieblas soltaron una maldición. Siris se puso en pie.


Un peso lo empujó hacia atrás contra la pared. Siris se retorció, pero las manos le agarraron la cabeza y se la ladearon. Un chasquido. Perdió el conocimiento. Siris esperó a que su cuerpo se recuperara. Primero su alma intentó volar, escapar hacia una cámara de renacimiento. Eso era mucho mejor que regresar a un cuerpo vencido: un cuerpo caído era un cuerpo en peligro. La programación de Inmortalidad innata intentó mandar su alma, su MOCI, a un lugar seguro. Siris fue vagamente consciente de ello, lo palpó de un modo muy fugaz. Fue como recordar un sabor, una sensación de sofoco incontrolado, de vuelo histérico. Luego dio con una pared de cristal invisible. Su alma fue repelida como lo había sido todas las veces anteriores. No pudo escapar de la prisión y se vio forzado a regresar al cuerpo imperfecto, al cuerpo atrapado. Aquel cuerpo pertenecía a un Inmortal. Se recuperaría con el tiempo. Al final, recobró el sentido y el control. Fingió estar muerto. No pensaba con claridad, todavía no veía bien, necesitaba… —¿Creías que no te había visto, Ausar? —oyó que decía una voz próxima. Siris notó un cálido aliento en el cuello. —¿Creías que no te oía moverte mientras luchabas por revivir? Siris abrió del todo los ojos y se estiró hacia la figura que se cernía sobre él, su eterno enemigo. Solo veía un borrón. —Te saco los ojos cada vez que te mato —dijo el Rey Dios, agarrándole la cabeza y estampándosela contra el suelo. Dolor. —Tu cuerpo reconstituye en primer lugar los órganos esenciales —prosiguió el Rey Dios—. Los ojos son una parte posterior del proceso.

Siris gritó, sacudiéndose. El Rey Dios volvió a golpearle la cabeza contra el suelo. Perdió el conocimiento. Divergencia 1 La lluvia golpeaba la ventana del cubículo de Uriel. Una ventana. Había trabajado duro para tener una. Mary le había insistido en que la consiguiera. Cuando trabajas todo el día con números y conceptos abstractos, según ella, conviene poder mirar al exterior y ver el mundo tal como es, no como simples cifras sobre el papel que sumar y evaluar. «Ahí fuera también hay números, sin embargo», pensó Uriel, mirando por la ventana. La lluvia obedecía las leyes de la naturaleza. Cifras y cálculos estadísticos invisibles determinaban dónde caía cada gota, con qué fuerza lo hacía y el camino exacto que seguiría en descenso por el cristal. Tales cálculos quedaban completamente fuera de las posibilidades de los hombres, pero eso no implicaba que no existieran. —Así que le dije que mejor sería que apagara el horno, porque estaba a punto de prenderse fuego —dijo cerca de él Adram. El grupito de siempre, formado por compañeros publicistas que se tomaban una taza de café y vestían tirantes y corbata, le rio la broma a Adram. Por lo menos Uriel suponía que era una broma, porque no le veía la gracia. La mayoría de las bromas no tienen sentido fuera de contexto, no tienen lógica. Los números no daban risa. A él no se la daban. Volvió a su escritorio inteligente, cogió el lápiz óptico y realizó unas cuantas anotaciones en la pantalla ya llena de números y apuntes contables. Adram estaba apoyado con un brazo en la pared del cubículo más cercano al suyo. Seguía charlando. Algunos se unían a su corrillo mientras que otros lo dejaban, pero Adram seguía hablando. Siempre hablaba. No parecía que aquel hombre hubiera hecho nunca nada productivo. Por lo general, Uriel lo ignoraba, pero aquel día le costaba.

Los números… ¡Eran tan preocupantes! Necesitaba silencio, no aquel constante palique. ¿A quién le había parecido conveniente colocar a un actuario al lado del departamento de publicidad? Se llevó la mano a la frente, amasándosela mientras pulsaba la pantalla del escritorio inteligente, sacando porcentajes. Si eso sucedía… Sacó otra lista de porcentajes. No si sucedía: cuando sucediera. Porque sucedería. Todos los cálculos pronosticaban un desastre. Por desgracia, no era eso lo que esperaban que les dijera. Se habían puesto furiosos cuando les había dicho la verdad, como si fuera culpa suya. Como si pudiera obligar a los números a hacer cualquier cosa. ¡Ojalá hubiese podido! «A lo mejor puedo endulzar la píldora —pensó—. Podría presentar la cara más optimista del asunto, como siempre me dicen que haga». Echó un vistazo a la foto de su mesa, de Jori con una gorra de béisbol. No. No, Uriel no endulzaría lo que podía pasar si esa tecnología se lanzaba al mercado. Tenía que decir la verdad. Por el bien de su hijo. Se volvería impopular, pero ¿para qué pedían un análisis de riesgos si no querían oír los resultados? Los ejecutivos eran muy raros. Todos menos el señor Galath, presidente de la junta, que siempre parecía escuchar. Era una de las pocas personas que había convencido a Uriel de que aquella empresa tenía algún futuro. Por fin Adram se calló. Uriel lo miró de reojo. Por lo visto los demás habían decidido trabajar en serio por una vez y lo habían dejado solo. El alto y excesivamente sonriente hombre miró fijamente a Uriel. «No, por favor». Adram se acercó tranquilamente al cubículo de Uriel.

—¡Qué tal, valiente! —Le puso una mano en el hombro—. Nos darás buenas noticias en la reunión, ¿verdad? —Os daré hechos, Adram —repuso Uriel, zafando el hombro—. Ni más, ni menos. —Claro, claro. —Adram tomó un sorbo de café y señaló con un gesto los ordenados apuntes contables de la pantalla del escritorio—. ¿De verdad entiendes todo eso? —Estos son mis dominios. Hago hablar a los números: los cuido, los animo, los controlo. —Lo dices como si fueras un rey, Uriel. —Soltó una carcajada—. El rey de los apuntes contables. —Se inclinó hacia él—. Les harás hablar bien del Proyecto Omega, ¿verdad? —Las cifras no mienten. Diré lo que me digan. —No mienten, precioso. Mira, Uriel, si tan bien se te dan los números, ¿por qué siempre ves lo contrario de lo que todo el mundo sabe? —Todo el mundo está equivocado.

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