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La espada infinita. El despertar – Brandon Sanderson

La muerte de Dios no significó tanto como para que cambiase la vida de la gente de Drem’s Maw. De hecho, la mayoría no supo que su deidad había caído. Sin embargo, aquellos que sí lo supieron sacaron provecho. —No hay nada en absoluto de qué preocuparse —dijo Weallix, alzando las manos mientras se ponía de pie en una plataforma improvisada sobre dos carros. De un lado, estaba flanqueado por un daeril, una criatura descomunal que solo superficialmente se parecía a un hombre. Había muchas clases de daerils, pero este tenía una piel violeta oscura y brazos tan gruesos como troncos de árbol. —Siempre me pagasteis los impuestos, y siempre los he entregado —continuó Weallix, dirigiéndose a la multitud—. Ahora voy a quedármelos y seré vuestro señor. Para vosotros, será más conveniente tener un líder local. —¿Y qué hay del Rey Dios? —preguntó una voz procedente de la nerviosa muchedumbre. Las cosas habían sido siempre iguales durante siglos en Drem’s Maw. Trabajaban sin descanso para cumplir con la cuota y eran amenazados por los recaudadores de impuestos para que entregasen casi todo lo que tenían. —El Rey Dios no tiene queja alguna en relación con este arreglo —dijo Weallix. La multitud protestó, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Weallix tenía daerils y soldados, y, se suponía, contaba con la bendición del Rey Dios. Un forastero se adelantó hasta el borde de la multitud. Había humedad en el aire y un olor a minerales. Drem’s Maw había sido construido dentro de una enorme caverna. Tenía una entrada amplia en forma de boca sonriente, unos cien metros delante, y miles de estalactitas colgaban del techo; muchas eran tan gruesas que tres hombres cogidos de las manos no podrían rodearlas por completo. Sin embargo, apenas quedaban vestigios de muchas de las gigantescas formaciones rocosas. Cien enormes cadenas colgaban del techo de la caverna, con los extremos atornillados a la piedra. Los hombres trepaban por esas cadenas cada día y se ataban con arneses al techo, de donde extraían los minerales preciosos que el Rey Dios exigía. La ubicación de las construcciones en el pueblo cambiaba mes a mes, dejando libre la zona donde los mineros trabajaban. Más aún, la mayoría de la gente —hombres, mujeres y niños—llevaban un casco para protegerse de los fragmentos de roca que caían. —¿Por qué ahora? —gritó uno de los más valientes—. ¿Por qué nos hacen tener un señor local, cuando antes siempre hemos sido capaces de elegir a nuestros propios líderes? —¡El Rey Dios no necesita explicarte sus designios! —aulló Weallix.


En lugar de un casco, llevaba su gorro de recaudador y un suntuoso traje de terciopelo violeta y verde. La gente del pueblo guardó silencio. Desobedecer al Rey Dios significaba la muerte. Muchos ni siquiera se atrevían a preguntar. El forastero caminó alrededor de la multitud, pasando entre las cadenas colgantes de gruesos y negros eslabones. Algunas personas lo miraron, tratando de verle el rostro, oculto en el fondo de su profunda capucha. La mayoría se apartaba, suponiendo que era uno de los que habían llegado con Weallix. Le abrían paso, mientras él se dirigía hacia el centro del gentío, donde el recaudador continuaba explicando las nuevas reglas del pueblo. El forastero no tuvo que avanzar a empellones ni empujar; la multitud no estaba tan apretujada como para hacerlo. Pasó delante de una de las gruesas cadenas y titubeó, aferrándose a ella con una mano. Esa cadena tenía atadas cintas azules, remanentes del festival que allí se había celebrado una semana atrás. Pétalos de flores —ahora marchitas— todavía se escondían entre las grietas y los rincones. Algunas de las construcciones, incluso, se habían pintado de nuevo. Todo para la Celebración del Sacrificio, un día que solo ocurría una vez cada dos décadas. —… Así que, por supuesto, nadie puede discutir mi autoridad —dijo Weallix. Y dirigiéndose hacia el hombre que antes lo había cuestionado, añadió—: ¿Te queda claro? —Sí…, sí, mi señor —respondió el hombre, encogiéndose. —Excelente —dijo Weallix—. Recibirás tu merecido y proseguiremos con nuestro festejo, entonces. —Pero, ¡mi señor! —exclamó el hombre—. Yo… —De modo que vuelves a cuestionarme —lo interrumpió Weallix bruscamente—. Lo pagarás. No debes olvidar a quién perteneces. Los daerils empezaron a descender sobre la gente. Había toda una variedad de esos monstruos inhumanos, que se diferenciaban por la piel, la forma y el color; algunos tenían zarpas, otros, ojos ardientes. Avanzaron a empujones, arrancándoles las muchachas a sus familias, incluida la hija de quien había hablado.

—¡No! —gritó el hombre, tratando de apartar a los daerils—. ¡Por favor, no! Un daeril, agazapado como un lobo, con bultos descarnados en la piel y un rostro que parecía quemado, silbó y luego alzó su espada dejándola caer sobre el hombre. En la caverna se oyó un sonido metálico. El forastero, de pie, con el brazo extendido, frenó con su espada el ataque del daeril. La multitud, los daerils y Weallix parecieron todos ver por primera vez al forastero. La gente se apartó de él formando un círculo. Luego vieron la espada. Esa espada. Larga y fina en los costados, con una serie de tres agujeros en el centro… todo un símbolo que cualquier niño de la tierra había aprendido a reconocer. Un símbolo de poder, autoridad y mando. Era la propia espada del Rey Dios. El daeril estaba tan sorprendido que nada pudo hacer salvo quedarse boquiabierto cuando el forastero hizo girar el arma y le atravesó la garganta. En un abrir y cerrar de ojos, liberó la espada y se lanzó hacia delante, arrastrando su capa tras él. Se agarró a una cadena, moviéndose con seguridad, y se balanceó. Alcanzó así a un par de daerils que arrastraban a una joven hacia la plataforma. Los dos cayeron fácilmente. Aquellos no eran los campeones del palacio del Rey Dios, sino simples brutos. El forastero los dejó gorgoteando en su propia sangre. Weallix comenzó a llamar a gritos a sus soldados. Rugió y despotricó, señalándolo. Luego se detuvo y tropezó hacia atrás cuando el forastero se agarró de una cadena para impulsarse hacia delante, balanceándose hasta aterrizar de un porrazo sobre los carros. El daeril de piel violeta dio un golpe con una maza voluminosa, pero el arma del Rey Dios —la Espada Infinita— resplandeció en el aire. El daeril miró desconcertado el trozo de maza que le había quedado. Su cabeza golpeó sordamente contra el suelo del carro. Un momento después, la siguió el cuerpo del daeril.

Weallix intentó saltar del carro, pero cayó de rodillas cuando el vehículo se sacudió. Al levantarse, descubrió el filo de la espada cerca de su cuello. —Haz que se detengan —ordenó el forastero en voz baja. —¡Daerils! —gritó Weallix—. ¡Soltad a la gente y retroceded! ¡Retroceded! La capucha del forastero había caído hacia atrás, revelando un yelmo plateado que le cubría el rostro. Esperó a que los monstruos retrocedieran hasta el borde de la multitud. Luego levantó la espada —de la que goteaba la sangre de los daerils que había derribado— y señaló hacia la entrada del pueblo en forma de boca. —Vete. No vuelvas más. Weallix obedeció y se cayó al suelo cuando bajaba del carro, luego se precipitó a toda carrera fuera de la caverna, con sus daerils tropezando a su alrededor. La gruta quedó en silencio. El forastero finalmente se enderezó y se quitó el yelmo, exponiendo su cabello castaño claro y su rostro juvenil. Siris. El Sacrificio. El hombre que había sido enviado a morir. —He vuelto —le dijo a la gente del pueblo. 1 —No estaba previsto que ganase —susurró el Maestro Renn. Siris podía oírlos hablar en el otro cuarto de la choza de Renn. Estaba sentado en silencio, sosteniendo un pequeño cuenco de sopa en la mano. Berros del pantano, una sopa muy saludable. Una sopa de guerrero. Sabía a agua de lavar platos. —Bueno —dijo el Maestro Shanna—, no podemos exactamente culparlo, ¿o sí? Por estar vivo, quiero decir. —Fue a pelear contra el Rey Dios —dijo el Maestro Hobb—. Nosotros lo enviamos a luchar contra el Rey Dios.

Y Siris había ido, al igual que su padre y que su abuelo. A lo largo de los siglos, habían sido enviados por docenas, siempre miembros de la misma familia. Una familia amparada, protegida y escondida por la gente de la tierra. Lo habían llamado el Sacrificio. Era su manera de contraatacar. El único modo. Vivían bajo el opresivo pulgar del Rey Dios. Le pagaban tributo con casi todo lo que tenían, sufrían la brutalidad de hombres como Weallix, quien, hasta que se había hecho con el poder, había sido un simple recaudador de impuestos. Pero ellos cumplían con ese único acto de rebelión. Una familia escondida. Un guerrero en cada generación, enviado para mostrar que la gente de esa tierra no estaba completamente dominada. El Sacrificio no necesitaba ganar. No se esperaba que ganara. No se suponía que fuera capaz de ganar. «Que el infierno me lleve», pensó Siris contemplando su cuenco. «Ni siquiera yo esperaba vencerlo.» Siris había partido con el sueño de que quizá, si fuera increíblemente afortunado, iba a herir al Rey Dios, haciendo que el tirano sangrase. En lugar de ello, había derribado a uno de los Inmortales. En el otro cuarto se hizo silencio, luego continuaron los murmullos, tan bajos como para que él no pudiera oír. «Lo hice de verdad —pensó Siris—. Estoy vivo.» Ahora estaba empezando a comprender. Bajó la vista y luego, intencionadamente, apartó el cuenco. «¡Y eso significa que nunca más tendré que beber esta mierda!» Se puso de pie sonriendo. Había soñado con lo que podría pasar si lograba matar al Rey Dios.

No se atrevía a esperarlo, pero se había permitido ese sueño. Había imaginado el triunfo, las celebraciones. Se había imaginado exultante en su victoria. Sin embargo, no se sentía exultante. En cambio, sí se sentía libre. Ser el Sacrificio había sido la norma de todo cuanto había hecho. Pero eso había terminado. Por fin. Por fin podía descifrar quién era: la persona que podía llegar a ser sin el peso de esa tarea terrible sobre los hombros. Por un momento dudó, luego sacó del bolsillo un pequeño cuaderno con tapas de madera. Se lo había dado su madre, quien le había dicho que registrase sus pensamientos cada noche mientras viajaba hacia el castillo del Rey Dios. Su madre y él se contaban entre los pocos habitantes del pueblo que podían leer. El Sacrificio tenía que saber leer. Siris no estaba seguro de por qué, era una mera tradición. No le había parecido un requisito trabajoso; leer y escribir le había resultado fácil. El cuaderno estaba vacío. Siris nunca había escrito en él, y se sentía como un tonto por no haber seguido la sugerencia de su madre. No había sido capaz de esforzarse por hacerlo. Había marchado hacia su muerte, determinado a vengar a sus mayores, quienes habían caído ante la espada del Rey Dios. No para matar a la criatura, sino para combatirla, para demostrarle —a pesar de lo que él pudiese pensar— que el mundo no era completamente suyo. Su madre había incluido un carboncillo junto con el cuaderno. Siris lo levantó y lo abrió en la primera página. Allí, en letras gruesas, escribió una frase: «Odio la sopa de berros del pantano.» En ese momento se abrió la puerta y Siris se volvió para enfrentar a los ancianos del pueblo. El Maestro Renn, un hombre bajo, calvo, con una cara redonda y un traje de ceremonias ahora desvaído por la edad, los presidía.

—Siris —dijo el Maestro Renn—, estábamos preguntándonos… qué pretendes hacer ahora. Siris se tomó un momento para pensar. —Pretendo visitar a mi madre —respondió—. Dado que es el mediodía, supuse que estaba en el pueblo. Debería haber ido a su choza antes. Ella vivía fuera de la caverna principal, al aire libre. —Sí, sí —dijo el Maestro Renn—. Pero ¿y después de eso…? —Lo he pensado mucho, Maestro —contestó Siris escondiendo el diario—. Y… bueno, he llegado a una decisión. —¿Sí? —Me voy a nadar. El Maestro Renn parpadeó sorprendido. Luego, se volvió hacia los ancianos. —Después de eso —prosiguió Siris—, voy a comer un pastel de acebo. ¿Podéis imaginaros que nunca he comido un pastel de acebo? Siempre he estado siguiendo una dieta demasiado estricta como para comer pasteles durante las fiestas. Un guerrero no puede permitirse tal frivolidad —dijo, frotándose la barbilla—. Todo el mundo dice que el pastel de acebo es el mejor. «Ojalá me guste —pensó—. Odiaría haber pasado todos estos años envidiando a todo el mundo por nada.» —Siris —dijo el Maestro Renn, acercándose. Sus ojos parpadearon en dirección al rincón del pequeño cuarto donde la armadura de Siris yacía apilada, envuelta en su capa, que estaba doblada como un paquete. La Espada Infinita reposaba contra la pila—. ¿Realmente lo hiciste? ¿No te habrás… deslizado ahí y solo robado su espada, no? —¿Qué? —exclamó Siris—. ¡Claro que no! El combate apareció en su mente como un destello. Espada contra espada. La voz del Rey Dios, imperiosa, llena de desdén y, sin embargo, honesta.

Inesperadamente, había sido un duelo honorable, según el antiguo ideal. —¿Y los otros? —preguntó el Maestro Renn—. ¿Los otros seis miembros del Panteón? Mataste a su rey. ¿Te enfrentaste a los otros? —Me batí con algunos cautivos en la mazmorra —repuso Siris—. Creo que podrían haber sido importantes, pero no parecían miembros del Panteón. No los he reconocido, al menos. El Maestro Renn miró a los ancianos. Estos empezaron a moverse incómodos. —¿Qué sucede? —preguntó Siris. —Siris —dijo el Maestro Renn—, no puedes quedarte aquí. —¿Cómo? ¡Por qué no! —Pronto vendrán a buscarte, hijo —respondió el Maestro Renn—. Vendrán en busca de eso — agregó y volvió a mirar en dirección a la espada. —Todos los inmortales codician la Espada Infinita —dijo el Maestro Hanna, situado detrás de Renn—. Eso lo sabe todo el mundo.

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