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La Espada del Destino – Andrzej Sapkowski

El esperado regreso de Geralt de Rivia con nuevas aventuras. La vida de un brujo cazador de monstruos no es fácil. Tan pronto puede uno tener que meterse hasta el cuello en un estercolero para eliminar a la bestia carroñera que amenaza la ciudad, intentado no atrapar una infección incurable, como se puede encontrar unido a la cacería de uno de los últimos dragones, en la que la cuestión no es si los cazadores conseguirán matar a la pobre bestia, sino qué pasará cuando tengan que repartirse el botín. Magos, príncipes, estarostas, voievodas, druidas, vexlings, dríadas, juglares y criaturas de todo pelaje pueblan esta tierra, enzarzados en conflictos de supervivencia, codicia y amor, y entre ellos avanza, solitario, el brujo Geralt de Rivia.


 

—No va a salir de ahí, os digo —habló el caracañado, moviendo la cabeza con convicción—. Una hora y cuarto hace que se metió dentro. Se lo han cargao. Los burgueses, apiñados entre las ruinas, guardaban silencio, la vista clavada en un negro agujero abierto entre los escombros que era la entrada arruinada a un subterráneo. Un gordo vestido con un jubón amarillo pasó el peso de una pierna a la otra, carraspeó, se quitó un arrugado birrete de la cabeza. —Esperemos aún —dijo, limpiándose el sudor de unas cejas ralas. —¿A qué? —resopló el caracañado—. Allá en las mazmorras vive un basilisco, ¿lo olvidasteis, alcalde? Quien ahí entra, ése la palmó. ¿Acaso han muerto pocos ahí dentro? ¿A qué esperar, entonces? —Así lo habíamos acordado, ¿no? —murmuró inseguro el gordo. —Con un vivo lo acordasteis, alcalde —dijo el compañero del caracañado, un gigante que llevaba un delantal de carnicero hecho de cuero—. Y que está muerto es tan seguro como que hay sol en el cielo. Era de prever que a su ruina caminaba, como tantos otros antes. Pues hasta sin espejo se metió allá, sólo con la espada. Y que sin un espejo no se puede cargar uno a un basilisco lo saben hasta los crios. —Sos ahorrasteis unas perras, alcalde —añadió el caracañado—. Pues no hay a quién pagar por el basilisco. Iros tranquilo a casa. Y el caballo y los haberes del hechicero ya los tomaremos nosotros; pena da de dejar que se echen a perder. —Así es —dijo el carnicero—. Buena es la jaca, y las albardas no están poco llenas. Vamos a echar el ojo dentro, a ver qué hay.


—Pero ¡bueno! ¿Qué es esto? —Callad, alcalde, y no sos metáis, porque todavía sos lleváis un soplamocos —le advirtió el de los granos. —Buena jaca —repitió el carnicero. —Deja ese caballo en paz, querido. El carnicero se dio la vuelta despacio, en dirección al forastero que había entrado por un agujero en el muro y que venía detrás de la gente que estaba congregada alrededor de la entrada a los calabozos. El forastero tenía unos cabellos castaños rizados y muy poblados, llevaba una túnica marrón sobre un caftán forrado de guata, botas altas de montar. Y no portaba arma alguna. —Aléjate del caballo —repitió, con una sonrisa malvada—. ¿Cómo es eso? Caballo ajeno, albardas ajenas, propiedad de otro. ¿Y tú pones en ella tus ojos legañosos, diriges hacia ella tu asquerosa zarpa? ¿Es eso honrado? El caracañado deslizó poco a poco la mano por el seno del gabán, miró al carnicero. El carnicero le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, luego un ademán al grupo, del que salieron otros dos mozos, fuertes, con el pelo corto. Ambos llevaban en la mano unos palos como los que se usan en los mataderos para entontecer a las bestias. —¿Y quién hais de ser vos —preguntó el caracañado sin sacar la mano de debajo del seno— para decirnos lo que es honrado y lo que no? —Eso no es asunto tuy o, querido. —Armas no lleváis. —Cierto. —El forastero sonrió aún más perversamente—. No llevo. —Mala cosa. —El caracañado sacó la mano del seno junto con un largo cuchillo—. Muy mala cosa es que no llevéis. El carnicero sacó también una hoja, larga como un cuchillo de monte. Los otros dos dieron un paso al frente al tiempo que levantaban los palos. —No tengo que llevarlas —dijo el forastero sin moverse del sitio—. Mis armas andan conmigo. Desde detrás de las ruinas acudieron dos jóvenes muchachas que caminaban con paso ligero, seguro. En un segundo la turba se abrió, retrocedió, se hizo más dispersa.

Las muchachas sonreían, brillaban sus dientes y relucían sus ojos, desde cuyos rabillos corrían hasta las orejas las amplias bandas azules de un tatuaje. Los músculos de los poderosos muslos, visibles bajo las pieles de lince que les rodeaban las caderas, y los de los brazos, desnudos y redondos por encima de unos guantes de malla de acero, resaltaban juguetones. Desde detrás de los hombros, también cubiertos de cota de malla, sobresalían las empuñaduras de sendos sables. Lenta, muy lentamente, el caracañado dobló la rodilla, dejó el cuchillo en el suelo. Del agujero en las ruinas surgió el sonido del estruendo de piedra contra piedra, un crujido, y luego unas manos salieron de las tinieblas y se aferraron a los mellados bordes del muro. Después de las manos aparecieron poco a poco una cabeza de blancos cabellos regados con polvo de ladrillos, una cara muy pálida, la empuñadura de una espada que sobresalía por detrás de los hombros. La multitud comenzó a murmurar. El peloblanco se irguió y sacó del agujero una extraña forma, un raro cuerpecillo que estaba cubierto de polvo mezclado con sangre. Tirando del ser por una larga cola de salamandra, lo arrojó sin decir una palabra a los pies del gordo alcalde. El alcalde dio un salto atrás, se tropezó con un fragmento de muro, miró el torcido pico de pájaro, las alas membranosas, las garras en forma de hoz, las patas cubiertas de escamas. Vio el pescuezo hinchado, que alguna vez fue de color carmín y ahora de un rojo sucio. Vio los ojos hundidos y vidriosos. —Aquí está el basilisco —dijo el peloblanco, limpiándose el polvo de los pantalones—. Como acordamos. Mis doscientos lintares, si no os importa. Lintares de los buenos, no muy recortados. Los revisaré, os aviso. El alcalde, con las manos temblorosas, extrajo un saquete. El peloblanco miró a su alrededor, detuvo un momento la vista sobre el caracañado, vio el cuchillo que y acía junto a sus pies. Miró al hombre de la túnica marrón, a las muchachas de las pieles de lince. —Como de costumbre —dijo, mientras arrancaba la bolsa de las manos nerviosas del alcalde—. Me juego el cuello por vosotros a cambio de cuatro perras y, mientras tanto, me quitáis mis cosas. Nunca vais a cambiar, maldita sea. —No las tocamos —murmuró el carnicero, retrocediendo. Los de los palos hacía tiempo ya que se habían escondido entre la gente—.

No las tocamos, las cosas vuestras, señor. —Me alegro. —El peloblanco sonrió. A la vista de esta sonrisa, que floreció en el pálido rostro como una herida que se abre, la muchedumbre comenzó a dispersarse rápidamente—. Y por ello, paisano, tampoco a ti te va a tocar nadie. Te irás en paz. Pero te irás a toda prisa. El caracañado, de espaldas, también quiso irse. Los granos en su rostro repentinamente pálido se marcaban dándole un feo aspecto. —Eh, espera —le dijo el hombre de la túnica marrón—. Te has olvidado de algo. —¿De qué… señor? —Has alzado un cuchillo contra mí. La más alta de las muchachas, que estaba de pie con las piernas muy abiertas, giró sobre sus caderas. El sable, que había sacado no se sabía cuándo, relampagueó con violencia en el aire. La cabeza del caracañado voló hacia arriba, describiendo un arco, cayó al agujero del calabozo. El cuerpo rodó rígido y pesado, como un tronco recién cortado, entre cascotes de ladrillos. La multitud gritó con una sola voz. La segunda de las muchachas, con la mano en la empuñadura, se volvió con agilidad, cubriendo las espaldas. Innecesariamente. La muchedumbre, tropezándose y cayendo sobre los escombros, desapareció en dirección a la ciudad lo más deprisa que le permitían sus pies. En la cabecera, dando unos saltos impresionantes, iba el alcalde, sólo un par de brazas por delante del gigantesco carnicero. —Un hermoso golpe —comentó el peloblanco con frialdad, mientras se protegía los ojos del sol con la mano enguantada en negro—. Un hermoso golpe de un sable zerrikano. Me inclino ante la maestría y la belleza de unas guerreras libres. Soy Geralt de Rivia.

—Y y o soy Borch, llamado Tres Grajos. —El desconocido de la túnica marrón señaló un desteñido escudo en la parte delantera de su ropa que mostraba a tres pájaros color sable puestos en fila en el centro de un campo de oro de una sola pieza—. Y éstas son mis muchachas, Tea y Vea. Así las llamo, porque con sus nombres verdaderos se puede uno morder la lengua. Las dos, como has adivinado, son zerrikanas. —Por lo que parece, gracias a ellas tengo todavía caballo y haberes. Gracias, guerreras. Os lo agradezco también a vos, señor Borch. —Tres Grajos. Y guárdate lo de señor. ¿Algo te retiene en este villorrio, Geralt de Rivia? —Antes al contrario. —Perfecto. Tengo una proposición: no lejos de aquí, en la encrucijada junto al camino del puerto fluvial, hay una venta. Se llama El Dragón Pensativo. Su cocina no tiene par en todo el país. Me dirijo justamente allí con la idea de comer y pasar la noche. Sería un honor si quisieras hacerme compañía. —Borch —el peloblanco se alejó del caballo, miró al desconocido a los ojos —, quisiera que las cosas estuvieran claras entre nosotros. Soy brujo. —Lo había imaginado. Y lo has dicho en el tono de quien dice « tengo lepra» . —Hay quienes prefieren la compañía de un leproso a la de un brujo —dijo Geralt despacio. —Y hay quienes prefieren tal compañía a la de las muchachas. En fin, sólo puedo compadecerlos, a los unos y a los otros. Renuevo mi propuesta.

Geralt se quitó el guante, apretó la mano que le tendían. —Acepto, y me alegro de que nos hayamos conocido. —En marcha entonces, o me moriré de hambre. II El ventero limpió con un trapo la áspera mesa, se inclinó y sonrió. Le faltaban las dos paletas. —Sííí… —Tres Grajos contempló por un instante el techo cubierto de hollín y las arañas que lo recorrían—. En primer lugar… En primer lugar, cerveza. Para no tener que venir dos veces, un barrilete entero. Y para acompañar… ¿Qué nos propones para acompañar, querido? —¿Queso? —se arriesgó el ventero. —No. —Borch frunció el ceño—. El queso será el postre. Con la cerveza queremos algo ácido y picante. —Muy bien. —El ventero adoptó una sonrisa aún más amplia. Las dos paletas no eran los únicos dientes que le faltaban—. Angulas al ajillo en aceite y vinagre o pimientos verdes rellenos en escabeche. —Estupendo. Una cosa y la otra. Y luego sopa, aquella que ya comí aquí una vez y en la que nadaban diversos moluscos, peces y otros bichos deliciosos. —¿Sopa de almadiero? —Exacto. Y luego asado de cordero con cebolla. Y luego sesenta cangrejos. Echa tanto hinojo en la olla como quepa. Y luego queso de oveja y ensalada.

Y luego ya veremos. —Muy bien. ¿Para todos, cuatro veces, quiero decir? La zerrikana más alta negó con la cabeza, señaló significativamente al talle envuelto en una ajustada camisa de lino. —Lo olvidé. —Tres Grajos guiñó el ojo a Geralt—. Las muchachas se preocupan por guardar la línea. Jefe, carnero sólo para nosotros dos. La cerveza traedla ahora, junto con las angulas. Con el resto esperad un poco, para que no se enfríe. No hemos venido aquí a ponernos las botas, sino simplemente a hablar un rato. —Entiendo. El posadero se inclinó una vez más. —La sagacidad es cosa importante en tu negocio. Tiende la mano, querido. Tintinearon las monedas de oro. El posadero abrió el morro hasta los límites de lo posible. —Esto no es una señal a cuenta —le comunicó Tres Grajos—. Esto es aparte. Y ahora corre a la cocina, buen hombre. En el camaranchón hacía calor. Geralt se desabrochó el cinturón, se sacó el caftán y se remangó la camisa. —Veo —dijo— que no te persigue la falta de liquidez. ¿Vives de las rentas del estamento de caballero? —En parte —sonrió Tres Grajos sin entrar en detalles. Rápidamente acabaron con las angulas y un cuarto del barrilete. Tampoco las zerrikanas le hicieron ascos a la cerveza, por lo que enseguida ambas estuvieron visiblemente más contentas.

Se susurraban cosas la una a la otra. Vea, la más alta, estalló de pronto en una risa gutural. —¿Las muchachas hablan la común? —preguntó Geralt en voz baja, mirándolas por el rabillo del ojo. —Mal. Y no son muy habladoras. Lo que es de agradecer. ¿Qué te parece la sopa, Geralt? —Mmmm. —Bebamos. —Mmmm. —Geralt —Tres Grajos dejó la cuchara y dio un hipido con distinción—, volvamos un momento a lo que hablábamos antes. Por lo que he entendido, tú, brujo, vagabundeas de un confín del mundo al otro, y si por el camino te encuentras con algún monstruo, te lo cargas. Y así te ganas los garbanzos. ¿De esto trata la profesión de brujo? —Más o menos. —¿Y qué sucede si te llaman de algún lugar concreto? Para, por así decirlo, un trabajito especial. Entonces, ¿qué? ¿Vas y lo resuelves? —Eso depende de quién llama y por qué. —¿Y de por cuánto? —También. —El brujo encogió los hombros—. Todo sube de precio y hay que vivir, como acostumbra decir una amiga mía, una hechicera. —Una actitud bastante selectiva, muy práctica, me atrevería a decir. Y sin embargo en el fondo y ace alguna idea básica, Geralt. El conflicto entre los Poderes del Orden y los del Caos, como acostumbra decir cierto amigo mío, un hechicero. Me imagino que cumples tu misión, defiendes a la gente ante el Mal, siempre y en todo lugar. Sin discriminar. Te sitúas a un lado claramente señalizado de la empalizada. —Los Poderes del Orden, los Poderes del Caos.

Unas palabras terriblemente grandilocuentes, Borch. Por supuesto, quieres colocarme a un lado de la empalizada en un conflicto que, por lo que se mantiene a menudo, es eterno, comenzó largo tiempo antes de nosotros y continuará cuando haga mucho tiempo que no estemos. ¿De qué lado está el herrero que pone la herradura a un caballo? ¿Y nuestro ventero, que precisamente ahora viene con una olla de carnero? ¿Qué es, según tú, lo que marca la frontera entre el Caos y el Orden? —Algo muy sencillo. —Tres Grajos le miró directamente a los ojos—. Lo que representa el Caos es una amenaza, es el lado de la agresión. El Orden, en cambio, es el lado amenazado, que necesita de defensa. Que necesita de defensores. Ah, vamos a beber. Y ataquemos el corderillo. —De acuerdo. Las zerrikanas guardianas de su línea hicieron una pausa en la comida que llenaron bebiendo cerveza a una velocidad acelerada. Vea, apoy ada en el hombro de su compañera, susurró algo de nuevo, al tiempo que barría la mesa con su trenza. Tea, la más baja, se rió en voz alta, meneando alegremente las mejillas tatuadas. —Sí —dijo Borch, mordiendo un hueso—. Continuemos la conversación, si lo permites. He entendido que no tienes especial interés en situarte del lado de ninguno de los Poderes. Haces tu trabajo. —Lo hago. —Pero ante el conflicto entre el Caos y el Orden no puedes huir. Aunque has usado esa comparación, no eres un herrero. He visto cómo trabajas. Entras a un sótano en unas ruinas y sales de allí con un basilisco muerto. Hay, querido, una diferencia entre herrar a un caballo y matar a un basilisco. Has dicho que si la paga es adecuada, corres al otro lado del mundo y despachas al ser que te digan. Pongamos por caso que un dragón rabioso destruy e… —Mal ejemplo —le interrumpió Geralt—.

¿Ves?, enseguida se te ha ido todo al garete. Porque no mato dragones, por mucho que sin duda representen el Caos. —¿Y cómo es eso? —Tres Grajos se chupó los dedos—. ¡Y nada menos que dragones! Pues si entre todos los monstruos es el dragón el más terrible, el más cruel y el más goloso. El reptil que da más asco. Ataca a la gente, vomita fuego y rapta, según se dice, vírgenes. ¿Has oído pocas historias sobre esto? No puede ser que tú, brujo, no tengas un par de dragones en tu cuenta. —No cazo dragones —dijo Geralt con aspereza—. Doble-colas, por supuesto. Culebras de aire. Cometas. Pero no verdaderos dragones, verdes, negros o rojos. Acéptalo, simplemente. —Me has dejado de una pieza —dijo Tres Grajos—. Bueno, vale, lo acepto. Basta en cualquier caso de hablar de dragones porque veo en el horizonte algo rojo, que sin duda son nuestros cangrejos. ¡Bebamos! Con un crujido, los dientes comenzaron a quebrar los rojos caparazones, a extraer la blanca carne. El agua salada los salpicaba y les corría hasta las muñecas. Borch sirvió más cerveza, sacándola ya con un cucharón del fondo del barrilete. Las zerrikanas se tornaron aún más alegres; ambas miraban de acá para allá por la taberna, con una sonrisa perversa; el brujo estaba seguro de que buscaban una ocasión para la pelea. Tres Grajos también debió de advertirlo porque las amenazó con un cangrejo al que sujetaba por la cola. Las muchachas se rieron y Tea, poniendo los labios como para besar, cerró los ojos; con su rostro tatuado el gesto produjo una impresión bastante macabra. —Son salvajes como gatos monteses —murmuró Tres Grajos a Geralt—. Hay que tener cuidado con ellas. Si no, querido, tris-trás y sin saber cómo, ya está todo el suelo lleno de tripas.

Pero valen todo el oro del mundo. Si supieras lo que son capaces de hacer… —Lo sé —afirmó Geralt con un ademán—. Mejor escolta no se puede encontrar. Las zerrikanas son guerreras natas, adiestradas para la lucha desde pequeñas. —No me refiero a eso. —Borch escupió sobre la mesa una pata de cangrejo —. Me refería a cómo son en la cama. Geralt echó un vistazo nervioso a las muchachas. Las dos sonrieron. Vea, con un rapidísimo, casi imperceptible movimiento, se lanzó sobre la cazuela. Miró al brujo con los ojos entrecerrados, mordió un caparazón con un crujido. Sus labios brillaban con el agua salada. Tres Grajos eructó con fuerza. —Así que —dijo— tú no cazas dragones, Geralt, verdes ni de otros colores. Lo entiendo. ¿Y por qué, si se puede preguntar, sólo de esos tres colores? —Cuatro, para ser exactos. —Has dicho tres. —Te interesan los dragones, Borch. ¿Por algún motivo especial? —No. Simple curiosidad. —Ajá. Y en lo que respecta a esos colores, así se describe normalmente a los verdaderos dragones. Aunque no son descripciones muy precisas. Los dragones verdes, los más populares, son más bien grisáceos, como culebras de aire normales y corrientes. Los rojos de verdad son rojizos o de color ladrillo.

A los grandes dragones de color marrón oscuro se los ha dado en llamar negros. El más raro es el dragón blanco; nunca he visto uno de éstos. Viven en el lejano Norte. Se dice. —Interesante. ¿Y sabes de qué otros dragones he oído hablar? —Lo sé. —Geralt dio un sorbo de cerveza—. De los mismos que y o. De los dorados. No existen. —¿En qué te basas para afirmarlo? ¿Porque no los has visto nunca? Parece que tampoco has visto nunca un dragón blanco. —No se trata de eso. En ultramar, en Ofir y Zangwebar hay caballos blancos con ray as negras. Tampoco los he visto nunca, pero sé que existen. Y los dragones dorados son seres míticos. Legendarios. Como el ave fénix, por dar otro ejemplo. El ave fénix y los dragones dorados no existen. Vea, apoyada en los codos, le miraba interesada. —Seguro que sabes lo que dices; tú eres el brujo. —Borch extrajo un poco de cerveza del barril—. Y sin embargo pienso que cada leyenda debe de tener una raíz. Y en esa raíz hay algo de verdad. —Lo hay —confirmó Geralt—. Por lo general, sueños, deseos, nostalgias.

La fe, que no conoce límites de lo posible. Y a veces el azar. —Precisamente, el azar. ¿No puede ser que haya habido alguna vez un dragón dorado, una mutación única, irrepetible? —Si fue así, padeció la suerte de todo mutante. —El brujo volvió la cabeza—. Ser demasiado diferente como para perdurar. —Já —dijo Tres Grajos—. Estás rechazando las leyes de la naturaleza. Mi amigo el hechicero solía decir que en la naturaleza todo ser tiene su continuación y que perdura de una u otra forma. El fin de uno es el principio de otro, no hay límites de lo posible, al menos la naturaleza no los conoce. —Un gran optimista, ese amigo tuy o el hechicero. No tuvo en cuenta, sin embargo, una cosa: los errores cometidos por la naturaleza. O por aquellos que jugaron con ella. El dragón dorado y otros mutantes parecidos a él, si existieron, no podían perdurar. Lo impidió un límite de lo posible bastante natural. —¿Qué límite? —Mutantes… —Los músculos del rostro de Geralt temblaron violentamente —. Los mutantes son estériles, Borch. Sólo en las leyendas puede perdurar lo que en la naturaleza perdurar no puede. Solamente la leyenda y el mito ignoran los límites de lo posible. Tres Grajos guardó silencio. Geralt miró a las muchachas, a sus rostros que se habían quedado serios de pronto. Vea, inesperadamente, se inclinó hacia él, le pasó un brazo fuerte y musculoso por el cuello. Sintió en las mejillas los labios de ella, húmedos de la cerveza. —Les gustas —dijo despacio Tres Grajos—. Que me cuelguen, les gustas a ellas.

—¿Qué hay de extraño en ello? —sonrió el brujo con tristeza. —Nada. Pero hay que mojarlo. ¡Jefe! ¡Otro barrilete! —No exageres. Como mucho una jarra. —¡Dos jarras! —gritó Tres Grajos—. Tea, tengo que salir un momento. La zerrikana se levantó, tomó el sable del banco, pasó por la sala una aguda mirada. Aunque algún par de ojos, como el brujo había advertido, había relampagueado antes a la vista de la bolsa bien repleta, nadie hizo gesto de salir detrás de Borch, que se tambaleaba ligeramente en dirección a la puerta del corral. Tea encogió los hombros y salió detrás de su patrón. —¿Cómo te llamas de verdad? —preguntó Geralt a la que se quedó en la mesa. Vea mostró sus blancos dientes. Tenía la camisa desabrochada, casi hasta los límites de lo posible. El brujo no dudó de que se trataba de otra provocación a la sala. —Alveaenerle. —Bonito. El brujo estaba seguro de que la zerrikana pondría los labios en o y le guiñaría un ojo. No se equivocaba. —¿Vea? —¿Hum? —¿Por qué vais con Borch? ¿Vosotras, guerreras libres? ¿Puedes responder? —Hum. —¿Hum, qué? —Él es… —La zerrikana, arrugando la frente, buscó palabras—. Él es… el más… hermoso. El brujo movió la cabeza. No por primera vez los criterios con los que las mujeres valoraban el atractivo de los hombres le resultaban un enigma. Tres Grajos irrumpió en el camaranchón tirándose de los pantalones, encargó algo en voz alta al posadero. Tea se mantenía dos pasos por detrás de él, haciéndose la aburrida; pasó la vista por la taberna y los mercaderes y los almadieros la rehuy eron esmeradamente.

Vea chupaba otro cangrejo, y de vez en cuando echaba una significativa mirada al brujo. —He pedido otra vez anguilas, por cabeza, esta vez al horno. —Tres Grajos se sentó pesadamente, el cinturón desabrochado tintineó—. Me hinché de trabajar con estos cangrejos y me he quedado como con hambre. Y ya he arreglado que te quedes aquí, Geralt. No tiene sentido que andes por ahí de noche. Todavía nos vamos a divertir un rato. ¡A vuestra salud, muchachas! —Vessekheal —dijo Vea, saludándole con el vaso. Tea guiñó un ojo y se desperezó, lo que, contra las expectativas de Geralt, no hizo que su atractivo busto rasgara la delantera de su camisa. —Nos vamos a divertir. —Tres Grajos se inclinó por encima de la mesa y pellizcó a Tea en el trasero—. Nos vamos a divertir, brujo. ¡Eh, jefe! ¡Ven en persona! El posadero acudió presto, limpiándose las manos en el mandil. —¿Se encontrará por aquí una tina? ¿De esas de lavar, sólida y grande? —¿Cómo de grande, señor? —Para cuatro personas. —Para… cuatro… —El ventero se quedó con la boca abierta. —Para cuatro —confirmó Tres Grajos, sacando del bolsillo la bolsa bien llena. —Se encontrará. El ventero se relamió. —Estupendo —se rió Borch—. Manda que la suban arriba, a mi estancia, y que la llenen de agua caliente. Más ánimo, querido. Y manda subir también cerveza hasta tres botijas. Las zerrikanas se carcajearon y al mismo tiempo guiñaron los ojos. —¿Cuál prefieres? —preguntó Tres Grajos—. ¿Eh? ¿Geralt? El brujo se rascó la nuca.

—Sé que es difícil elegir —dijo Tres Grajos comprensivamente—. Yo mismo tengo problemas a veces. Bueno, lo pensaremos en la tina. ¡Eh, muchachas! ¡Ay udadme a subir la escalera!

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