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La Escapada – William Faulkner

Traducida originalmente al español con el título Los rateros, esta novela, ganadora del premio Pulitzer en 1963, fue la última que escribió Faulkner. Cuenta la fuga de su hogar de un niño sureño de once años que parte hacia la aventura en compañía de un criado negro y el chofer de su abuelo en el coche recién adquirido de éste. El viaje será una iniciación, un aprendizaje, pero a su vez una búsqueda frustrada de la madurez inaprendida, porque la salida finaliza con un regreso y un enfrentamiento con el mundo de los adultos y su propio fracaso.


 

EL ABUELO DIJO: Así entenderás la clase de persona que era Boon Hogganbeck. Colgada de la pared, esta historia habría sido su epitafio, como un gráfico del sistema Bertillon o un cartel de la policía ofreciendo una recompensa por su captura; cualquier poli del norte de Mississippi lo habría detenido con sólo leer la fecha. Era un sábado por la mañana, a eso de las diez. Tu bisabuelo y yo, los dos, estábamos en la oficina; mi padre, sentado ante el escritorio, contaba el dinero de la bolsa de lona para ver si se correspondía con la lista de facturas que yo acababa de cobrar en la plaza; yo, por mi parte, sentado en la silla junto a la pared, esperaba a que dieran las doce, momento en que recibiría mi paga semanal de diez centavos; después iríamos a almorzar a casa y a continuación quedaría en libertad, por fin, para incorporarme (estábamos en mayo) al partido de béisbol que había empezado a disputarse sin mí a la hora del desayuno: la idea (no mía sino de tu bisabuelo) era que a los once años un hombre debía llevar ya uno pagando por el espacio que ocupaba, por el sitio de que disponía en la economía mundial (al menos en la de Jefferson, Mississippi), además de asumir la responsabilidad ajena. Todos los sábados por la mañana yo salía de casa con mi padre nada más terminar el desayuno, cuando los otros chicos de la calle se estaban pertrechando de pelotas, bates y guantes, lo mismo que mis tres hermanos quienes, por ser más jóvenes y por tanto de menor tamaño que yo, eran más afortunados, dado que la lógica de mi padre y la premisa que servía de base a sus razonamientos era la siguiente: puesto que cualquier varón adulto merecedor de tal nombre estaba en condiciones de equilibrar o compensar a cuatro niños en materia de espacio económico, cualquiera de los niños, y con más motivo el may or, bastaba para ocuparse de los necesarios movimientos económicos, que, en este caso, consistían en ir a cobrar los sábados por la mañana las facturas por el transporte de las cajas y los cajones de mercancías que nuestros cocheros negros recogían en la estación de ferrocarril durante la semana y entregaban en la puerta de atrás de las tiendas de ultramarinos, los almacenes de suministros agrícolas y las ferreterías; en regresar con la bolsa de lona a la caballeriza para que mi padre contara el dinero y viese si cuadraban las cuentas, y en quedarme luego en la oficina el resto de la mañana, dedicado, teóricamente, a contestar las llamadas telefónicas: todo ello por la suma de diez centavos semanales, cantidad que se consideraba suficiente para cubrir mis gastos menudos. Eso era lo que estábamos haciendo cuando Boon cruzó la puerta de un salto. Digo bien. De un salto. En realidad no había que franquear un escalón muy alto desde el pasillo (si bien John Powell, el jefe de los mozos de cuadra, había hecho que Son Thomas, el cochero más joven, encontrara en algún sitio, pidiera prestado, se llevara —birlara para mí, por decirlo a las claras— un bloque de madera como escalón intermedio) y Boon podría haberlo superado como hacía siempre, con las zancadas propias de su metro noventa de estatura. Pero no en aquella ocasión, porque entró de un salto en la oficina. En su estado normal, Boon nunca tenía una expresión especialmente amable o serena, pero, en aquel momento, daba toda la sensación de que la cara le iba a explotar entre los hombros de pura emoción, prisa, lo que fuera, a saltos por la oficina camino del escritorio y gritándole y a a mi padre: « Quítese de en medio, señor Maury» , lanzándose a través de mi padre en busca del cajón inferior del escritorio donde se guardaba el revólver de la caballeriza; no sé si fue Boon tirándose hacia el cajón quien derribó la silla (era una silla giratoria sobre ruedas) o si fue mi padre quien la empujó hacia atrás para tener sitio y poder darle una patada a la mano de Boon, con lo que los ordenados montoncitos de monedas salieron disparados en todas direcciones: mi padre gritaba también, al tiempo que pateaba el cajón o la mano de Boon o, quizá, las dos cosas al mismo tiempo: —¡Maldita sea, estate quieto! —¡Voy a pegarle un tiro a Ludus! —gritó Boon—. ¡Probablemente ya habrá llegado al otro extremo de la plaza! ¡Ándese con ojo, señor Maury! —¡No! —dijo mi padre—, ¡vete de aquí! —¿No me deja cogerlo? —preguntó Boon. —No, maldita sea —dijo mi padre. —Está bien —dijo Boon, saltando de nuevo, esta vez hacia la puerta, hasta salir de la oficina. Pero mi padre se quedó donde estaba. Estoy seguro de que más de una vez te has dado cuenta de lo ignorantes que son las personas de más de treinta o cuarenta años. No me refiero a olvidadizos. Es engañoso y fácil, demasiado fácil decir Ah, a papá (o al abuelo) o a mamá (o a la abuela) lo que les pasa es que son viejos; se han olvidado. Porque hay ciertas cosas, algunas realidades innegables de la vida, que no se olvidan, por muy viejo que se sea. Hay una zanja, una sima; de niño la cruzabas por una pasarela. Vuelves arrastrándote y chocheando a los treinta y cinco o a los cuarenta y la pasarela ha desaparecido; tal vez no la recuerdes, pero, por lo menos, no te lanzarás al vacío en el sitio donde estaba la pasarela. Eso fue lo que hizo mi padre entonces.


Boon entró a saltos en la oficina sin avisar y casi derribó a mi padre, con silla y todo, tratando de llegar al cajón donde estaba el revólver, hasta que mi padre consiguió darle una patada en la mano o aplastársela, o lo que fuese que hiciera, para que la retirase; entonces Boon se dio media vuelta y salió a saltos del despacho y, al parecer, evidentemente, mi padre creyó que aquello era todo, que había terminado. Siguió, por una cuestión de principio, hasta concluir la ristra de maldiciones que había empezado, como si no tuviera nada urgente que hacer, colocó de nuevo la silla junto al escritorio y, al darse cuenta de que tendría que volver a contar todo el dinero desparramado, reanudó las maldiciones dirigidas a Boon, no y a por la cuestión del revólver, sino sencillamente por ser Boon Hogganbeck quien era, hasta que se lo dije. —Ha ido a ver si consigue que le presten el revólver de John Powell —le dije. —¿Qué? —gritó mi padre. Entonces también saltó él, saltamos los dos para ser más exactos, cruzamos el despacho y corrimos por el pasillo hacia el corral detrás de la cuadra donde John Powell y Luster ayudaban a Gabe, el herrero, a herrar a tres de las mulas y a uno de los caballos de tiro, esta vez sin que mi padre perdiera ya tiempo maldiciendo: tan sólo se limitaba a gritar « ¡John! ¡Boon! ¡John! ¡Boon!» cada tres pasos. Pero también llegamos demasiado tarde. Porque Boon le engañó, nos engañó. Y es que el revólver de John Powell, además de problema moral, era también un problema sentimental de la caballeriza. Se trataba de un revólver de cañón corto de calibre 41, muy viejo pero en excelente estado, porque John lo mantenía siempre a punto desde que se lo compró a su padre el día que cumplió los veintiún años. Sólo que teóricamente no lo tenía. Quiero decir que no existía oficialmente. La regla, tan antigua como la misma caballeriza, era que la única arma de fuego relacionada con ella era la que se guardaba en el cajón inferior derecho del escritorio que había en el despacho, y se daba por sentado, mediante algo semejante a un acuerdo entre caballeros, que el personal del establecimiento no tenía nunca un arma de fuego en su poder desde el momento en que entraba a trabajar hasta que volvía a su casa ni, mucho menos aún, la traía consigo al trabajo. John, sin embargo, nos lo había explicado a todos y contaba con nuestra simpatía y comprensión colectivas, que formaban, si no se hubiera presentado aquella crisis inimaginable, cosa que no habría sucedido de no ser por Boon Hogganbeck, un frente unido e inexpugnable ante el mundo e incluso ante mi padre. John nos había contado cómo ganó el dinero para comprar el revólver trabajando fuera de casa en su tiempo libre, sin reducir por ello el número de horas que dedicaba a ayudar a su padre en la granja, ya que se trataba de un tiempo que le pertenecía y que podía dedicar a comer o a dormir, hasta que, el día que cumplió los veintiún años, le pagó a su padre la última moneda y recibió el revólver; nos había contado cómo aquella arma era el símbolo viviente de su hombría, la prueba irrebatible de que y a tenía veintiún años y de que era un hombre; que no tenía la menor intención, que renunciaba incluso a imaginar una situación en la que, por la razón que fuera, tuviera que apretar el gatillo en contra de un ser humano, pero que, sin embargo, necesitaba llevarla consigo; le resultaba tan imposible dejar el revólver en casa como lo hubiera sido dejar su hombría en un remoto armario o cajón cuando venía a trabajar; nos había dicho (y nosotros le creímos) que si alguna vez llegaba el momento en que tuviera que escoger entre dejar el revólver en casa o venir a trabajar, no se lo pensaría dos veces. De manera que, al principio, su mujer le cosió un bolsillo muy resistente; exactamente del tamaño del revólver, en el interior del peto del mono. Pero el mismo John se dio cuenta enseguida de que aquella solución no servía. No porque el arma se le fuera a caer en algún momento de manera irreparable, sino porque su silueta se recortaba con toda claridad a través de la tela; aquel bulto no podía ser otra cosa que un revólver. En nuestro caso daba lo mismo, porque todos sabíamos que lo tenía, desde el señor Ballott, el capataz blanco de la caballeriza, y Boon, su ay udante (que hacía el turno de noche y que en aquel momento, por lo tanto, debería haber estado en su casa, durmiendo), pasando por todos los cocheros y mozos de cuadra de raza negra, hasta llegar al último y modesto encargado de limpiar los pesebres e incluso a mí, que me encargaba de cobrar el sábado las facturas acumuladas durante la semana y de responder a las llamadas telefónicas. En el mismo caso se encontraba también el viejo Dan Grinnup, un sucio individuo de barba con manchas de tabaco, que nunca estaba completamente borracho y que no tenía ningún empleo propiamente tal en la caballeriza, en parte quizá debido al whisky, pero sobre todo en razón de su apellido, que no era Grinnup en absoluto, sino Grenier: uno de los apellidos más antiguos del distrito hasta que la familia se derrumbó —Louis Grenier, un hugonote, fue quien cruzó las montañas desde Virginia y Carolina después de la revolución, llegó a Mississippi en los años noventa del siglo XVIII, fundó Jefferson y le dio nombre—, por lo que ahora el viejo Dan carecía de domicilio fijo (y de familia, a excepción de un sobrino o un primo idiota, o algo parecido, que aún vivía en una tienda de campaña más allá de Frenchman’s Bend, en una zona de espesura, junto al río, que había sido en otro tiempo parte de la plantación de los Grenier), pero siempre se presentaba en la caballeriza, nunca tan borracho que no estuviera en condiciones de conducir, a tiempo para ir con el coche de alquiler a la estación cuando llegaban los trenes de las nueve y treinta y de las cuatro y doce y depositar en el hotel a los viajantes de comercio, o, en algunas ocasiones, pasarse toda la noche trabajando si había bailes o espectáculos cómicos o dramáticos en el teatro de la ópera (en ocasiones, cuando la bebida le hacía sentirse frío y cínico, decía que en otro tiempo los Grenier dirigían la sociedad de Yoknapatawpha; ahora Grinnup la llevaba en coche), y que conservaba su empleo, decían algunos, porque la primera esposa del señor Ballott era hija suy a, aunque en la caballeriza todos estábamos convencidos de que era porque mi padre, de joven, cazaba zorros con el padre del viejo Dan por los alrededores de Frenchman’s Bend. Además de nosotros, también mi padre sabía de su existencia (la del revólver). Tenía que saberlo; nuestro negocio era demasiado pequeño, estábamos todos demasiado interrelacionados, demasiado ligados unos con otros. De manera que el problema moral de mi padre era exactamente el mismo que el de John Powell; los dos lo sabían y se lo planteaban como pueden y deben planteárselo dos caballeros en sus relaciones mutuas: si mi padre se hubiera visto forzado a darse por enterado de que el revólver estaba allí, habría tenido que decirle a John que lo dejara en casa al día siguiente o que se abstuviera de volver a trabajar. John lo sabía y, también caballero, no hubiera nunca forzado a mi padre a darse por enterado de la existencia del arma. Por ello, renunciando al peto del mono, la mujer de John le cosió el bolsillo exactamente debajo del sobaco izquierdo de la chaqueta misma, invisible (discreto, por lo menos) cuando John la llevaba puesta o cuando, en épocas de calor (como entonces), la chaqueta estaba colgada del clavo reservado para John en el cuarto donde se guardaban los arneses. Tal era la situación del revólver cuando Boon, a quien se pagaba para que estuviera en su casa y en la cama en aquel momento, algo a lo que en cierto modo se había comprometido, en lugar de rondar por la plaza, donde estaba expuesto a que le pasara lo que le había hecho volver a toda prisa a la caballeriza, entró de un salto por la puerta del despacho un minuto antes, convirtiendo por añadidura en mentirosos tanto a mi padre como a John Powell.

Sólo que mi padre llegó demasiado tarde una vez más. Boon le engañó; nos engañó a los dos. Porque también él estaba al tanto de la existencia del clavo en el cuarto de arneses. Y además era listo, demasiado listo para volver por el pasillo, lo que le hubiera obligado a cruzar por delante del despacho; cuando llegamos al corral, John, Luster y Gabe (al igual que las tres mulas y el caballo) seguían contemplando el portillo, todavía en movimiento, por el que Boon acababa de desaparecer, revólver en mano. John y mi padre se miraron durante unos diez segundos, mientras todo el edificio del acuerdo tácito entre caballeros se derrumbaba, convirtiéndose en polvo. Si bien aún subsistía el noblesse oblige. —Era el mío —dijo John. —Sí —dijo mi padre—. Ha visto a Ludus en la plaza. —Yo lo cogeré —dijo John—. Y además le quitaré el revólver. Dígame que lo haga. —Que alguien coja a Ludus —dijo Gabe. Sin ser alto, era un hombre tremendamente grande, más grande que Boon, con una pierna terriblemente deformada a causa de un antiguo accidente laboral; cogía la pata trasera de un caballo o de una mula y la trababa detrás de la rodilla deformada y (si había algo, un poste, cualquier cosa que le sirviera de apoyo) el caballo o la mula podían tirarse al suelo, pero nada más: ni soltarse ni conseguir el equilibrio suficiente para darle una coz con la otra pata trasera—. Tú, Luster, vete corriendo y coge… —Que nadie se preocupe por Ludus —dijo John—. No corre ningún peligro. He visto a Boon Hogganbeck disparar otras veces —no dijo al señor Boon Hogganbeck y sabía que mi padre le estaba oyendo; algo que nunca hubiera dejado de hacer cuando le escuchaba algún blanco al que considerase su igual, porque John era un caballero. Pero también mi padre era competente en cuestiones de noblesse: lo imperdonable era el asunto del revólver, y mi padre lo sabía—. Autoríceme a hacerlo, señor Maury. —No —dijo mi padre—. Corre al despacho y telefonea al señor Hampton (Efectivamente. También el sheriff de entonces se llamaba Hampton, era un Hampton). Dile de mi parte que tiene que agarrar al señor Boon lo antes que pueda —mi padre se dirigió hacia el portillo. —Vete con él —le dijo Gabe a Luster—. Quizá necesite que alguien corra por él.

Y deja cerrado el portillo cuando salgas. Los tres subimos por el callejón hacia la plaza, y o trotando para no quedarme atrás, aunque en realidad no pretendíamos alcanzar a Boon, sino más bien situarnos entre Boon con el revólver por un lado y John Powell por otro. Y es que, como había dicho el mismo John, no había que preocuparse por Ludus. Todos sabíamos de la puntería de Boon, de manera que si disparaba contra él, Ludus, que había sido uno de nuestros cocheros hasta el martes por la mañana, estaba a salvo. Lo que sucedió fue como sigue, según la reconstrucción de los hechos, a partir de los relatos de Boon, del señor Ballott, de John Powell y también, un poco, a partir de lo que contó el mismo Ludus. Una o dos semanas antes Ludus había encontrado una nueva chica, la hija (o la mujer: no lo sabíamos) del arrendatario de una granja a unos diez kilómetros de la ciudad. El lunes a última hora de la tarde, cuando Boon se presentó para relevar al señor Ballott y hacer el turno de noche, y a habían regresado todas las parejas y todos los carros y cocheros, a excepción de Ludus. El señor Ballott le pidió a Boon que le telefoneara cuando llegase Ludus, y se marchó a su casa. Ése fue el testimonio del señor Ballott. El de Boon, corroborado en parte por John Powell (mi padre se había ido algún tiempo antes), fue como sigue: el señor Ballott acababa de marcharse cuando se presentó Ludus, a pie, por la puerta de atrás, y le dijo a Boon que se le había aflojado la llanta de una de las ruedas, se había detenido en nuestra casa y había visto a mi padre, y que mi padre le había dicho que llevara el carro al estanque del pastizal, donde la madera de la rueda se hincharía hasta ajustar de nuevo con la llanta, y que llevara las mulas a nuestra cuadra, les diera de comer y volviera a recogerlas por la mañana. Una historia que cabía pensar que Boon aceptara por buena, si bien John Powell tuvo la seguridad desde el primer momento de que era mentira, porque quien conociese a cualquiera de los dos sabía que mi padre, dispusiera lo que dispusiese sobre el destino del carro aquella noche, habría ordenado a Ludus que volviera con la pareja de mulas a la caballeriza para limpiarlas y darles de comer de manera adecuada. Pero eso fue lo que Boon contó que Ludus le había dicho, y que por esa razón no interrumpió la cena del señor Ballott para comunicárselo, puesto que mi padre sabía dónde estaban el carro y las mulas, y mi padre, y no el señor Ballott, era el propietario. Ahora viene la historia de John Powell, aunque a regañadientes; lo más probable es que no lo hubiera contado nunca si Boon no hubiera convertido su silencio (el de John) en un problema moral más importante que la lealtad a los de su raza. Tan pronto como vio entrar a Ludus con las manos vacías por la puerta trasera de la caballeriza, un momento después de que el señor Ballott se marchara por la principal, dejando a Boon como único responsable, John no necesitó escuchar lo que Ludus fuese a decir. Se limitó a salir al corral por el pasillo, atravesarlo, llegar al callejón y recorrerlo, con lo que estaba ya al lado del carro cuando Ludus regresó. En el carro había un saco de harina, una garrafa de queroseno y (dijo John) una bolsa de caramelos de menta de cinco centavos. Eso es más o menos lo que pasó, porque si bien la palabra de John sobre cualquier caballo o mula dentro de la caballeriza hacía ley, era artículo de fe, incluso por encima de Boon, hasta llegar al señor Ballott o incluso a mi padre, allí fuera, en tierra de nadie, era un empleado más de la caballeriza de Maury Priest, y tanto Ludus como él lo sabían perfectamente. Cabe que Ludus se lo recordara, pero tengo mis dudas. Porque todo lo que Ludus necesitó decir fue, más o menos, algo así: « Si un pajarito le cuenta a Maury Priest que he pedido prestados el carro y las mulas esta noche, puede que otro pajarito vay a y le diga qué es lo que llevas cosido en la chaqueta» . Y tampoco creo que dijera eso, porque tanto John como él lo sabían, del mismo modo que sabían que si Ludus esperaba a que John informase a mi padre de lo que Ludus llamaba « pedir prestados» un carro y una pareja de mulas, mi padre nunca llegaría a saberlo, y que si John esperaba a que Ludus (o cualquier otro negro de la caballeriza o de Jefferson en general) le fuese a mi padre con el cuento del revólver, tampoco llegaría nunca a enterarse. De manera que Ludus, probablemente, guardó silencio y John se limitó a decir: « De acuerdo. Pero si las mulas no están de vuelta en la cuadra, sin una gota de sudor ni una señal de látigo y sin tener siquiera aspecto de haber dormido poco, por lo menos una hora antes de que el señor Ballott llegue aquí mañana por la mañana (te habrás dado cuenta de que los dos habían prescindido por completo de Boon en aquel asunto: ni Ludus dijo « El señor Boon sabe que estas mulas no van a pasar la noche en la cuadra; ¿no hace de jefe hasta que vuelve el señor Ballott por la mañana? » , ni John le respondió « Cualquiera capaz de creerse el cuento que le has endilgado esta noche en lugar de devolver las mulas no está capacitado para ser jefe de nada. Y ni siquiera estoy del todo convencido de que se llame Boon Hogganbeck» ), el señor Priest no sólo va a saber dónde no estaban anoche las mulas y el carro, sino que va a saber dónde sí estaban» . Pero John no lo dijo. Y, como no podía ser menos, aunque las mulas de Ludus llevaban ya más de una hora en la cuadra cuando amaneció, el señor Ballott mandó llamar a Ludus a las seis y cuarto de la mañana, quince minutos después de llegar a la caballeriza, y le dijo que estaba despedido.

—El señor Boon sabía que mis mulas estaban fuera —dijo Ludus—. Me mandó a que le comprara una garrafa de whisky y se la traje a eso de las cuatro. —No te mandé a ningún sitio —respondió Boon—. Cuando se presentó aquí anoche con ese camelo de que las mulas estaban en la cuadra del señor Priest ni siquiera lo escuché. Tampoco me molesté en preguntarle dónde estaba en realidad el carro, y menos aún por qué tenía tanta necesidad de un carro y una pareja de mulas. Lo que le dije fue que, antes de devolver el carro por la mañana, contaba con que se pasara por casa de Mack Winbush y me trajera un galón del whisky de tío Cal Bookwright. Le di el dinero…, dos dólares. —Y yo le traje el whisky —dijo Ludus—. No sé qué es lo que ha hecho con él. —Me trajiste media garrafa de matarratas, lejía y pimentón principalmente —dijo Boon—. No sé lo que va a hacer contigo el señor Priest por tener las mulas fuera toda la noche, pero no tendrá comparación con lo que te va a hacer Calvin Bookwright cuando le enseñe ese whisky y le diga que, según tú, lo ha hecho él. —La casa del señor Winbush queda a más de doce kilómetros de la ciudad — dijo Ludus—. Me habrían dado las doce antes de poder volver a… —y se detuvo. —De manera que para eso necesitabas un carro —dijo Boon—. Finalmente has conseguido que se te acaben las aventuras amorosas nocturnas aquí en Jefferson y ahora tendrás que explorar todo el distrito para encontrar otra ventana trasera por donde colarte. Bien, pues vas a disponer de mucho tiempo; el único problema es que tendrás que ir andando… —Usted me dijo una garrafa de whisky —insistió Ludus malhumorado—. Y yo le traje una garrafa… —No estaba ni medio llena —dijo Boon. Luego añadió, volviéndose hacia el señor Ballott—: ¡Demonios coronados! Ahora ni siquiera tiene que darle la paga semanal (el sueldo de los cocheros era dos dólares a la semana; estábamos en 1905, no lo olvides). Eso es lo que me debe a mí por el whisky. ¿A qué está usted esperando? ¿A que llegue el señor Priest y lo despida él? Aunque si el señor Ballott (y mi padre) hubieran tenido intención de despedir a Ludus de una vez por todas, le habrían dado su paga de la semana. El hecho de que no lo hicieran indicaba (y Ludus lo sabía) que, simplemente, se le suspendía de empleo y sueldo una semana por quedarse con una pareja de mulas toda la noche sin la debida autorización; al lunes siguiente Ludus se presentaría con los otros cocheros a la hora de siempre y John Powell tendría su pareja lista como si nada hubiera pasado. Pero sucedió que intervino el Destino, el Rumor, el cotilleo… De manera que mi padre, Luster y yo nos apresuramos camino de la plaza —y o iba ya trotando—, pero una vez más llegamos tarde. Aún estábamos en el callejón cuando oímos los disparos, cinco: BUUM BUUM BUUM BUUM BUUM, así; acto seguido entramos en la plaza y vimos lo que estaba pasando (no era lejos: justo en la esquina, delante de la ferretería del primo Isaac McCaslin). Había muchísima gente; Boon había elegido bien la fecha para que no le faltaran testigos; y a por entonces el primer sábado de mes era día de mercado, incluso en may o, cuando cualquiera habría pensado que la gente estaba muy ocupada plantando el algodón. Pero no en el distrito de Yoknapatawpha.

Estaban todos, negros y blancos: un primer grupo donde el señor Hampton (abuelo del mismo Little Hubb que es sheriff ahora o que volverá a serlo el año que viene) y dos o tres curiosos forcejeaban con Boon, y un segundo grupo, a unos seis o siete metros, en el que otro representante de la ley sujetaba a Ludus, todavía inmovilizado en actitud de correr o en la actitud inmovilizada de correr o en la actitud de correr inmovilizado, lo que sea más correcto, y un tercer grupo junto al escaparate de la tienda del primo Ike, adonde había ido a estrellarse uno de los proy ectiles de Boon (nunca se averiguó adónde fueron a parar los otros cuatro) después de dejar un surco en la nalga de una chica negra que ahora estaba tumbada en el suelo, chillando, hasta que el primo Ike en persona salió corriendo de la ferretería y ahogó la voz de la víctima con la suy a, rugiendo de indignación, no porque Boon le hubiera echado a perder el escaparate sino (el primo Ike, aunque joven todavía, era ya el mejor cazador y conocedor del bosque que hay a habido nunca en el distrito) por su incapacidad para acertar con cinco disparos a un blanco (en este caso un negro) que sólo estaba a seis o siete metros de distancia. A partir de entonces no decayó el ritmo de los acontecimientos. La consulta del doctor Peabody estaba al otro lado de la calle, encima del drugstore de Christian; bajo la dirección del señor Hampton, que empuñaba el revólver de John Powell, Luster y otro negro llevaron a la chica, que chillaba y sangraba como un cerdo degollado, escaleras arriba, seguidos por mi padre y Boon, el ayudante del sheriff, Ludus, yo mismo, y todas las personas que cupieron en la escalera, hasta que el señor Hampton se detuvo, se dio la vuelta y empezó a vociferar. El juez Stevens tenía el despacho exactamente debajo de la consulta del doctor Peabody, y el juez en persona estaba en el descansillo, de manera que nosotros —me refiero a mi padre y a mí, Boon, Ludus y el ay udante del sheriff — entramos en el despacho del juez para esperar a que el señor Hampton saliera de la consulta del doctor Peabody. No tardó mucho. —Bien —dijo el señor Hampton—. No ha sido más que un rasguño. Cómprele un vestido nuevo (no llevaba nada debajo) y una bolsa de caramelos, además de darle diez dólares al padre, y con eso Boon quedará en paz con la chica. No he decidido todavía lo que tendrá que hacer para que yo me dé por satisfecho —lanzó un bufido en dirección a Boon; Hampton era un hombre de penetrantes ojillos grises y muy grande, tan grande como Boon en realidad, aunque no tan alto—. ¿Y bien? —le preguntó a Boon. —Me insultó —dijo Boon—. Le dijo a Son Thomas que yo era tonto del culo. El señor Hampton miró a Ludus. —¿Y bien? —dijo. —Nunca dije que fuera tonto del culo —respondió Ludus—. Sólo dije que no tenía dos dedos de frente. —¿Qué? —gritó Boon. —Eso es peor —dijo el juez Stevens. —Claro que es peor —dijo, gritó Boon—. ¿No se da cuenta? Y ni siquiera tengo elección. Yo, un blanco, tengo que dejar que un condenado negro que se pasa el día peleándose con las mulas critique mi trasero o afirme en público, delante de cinco testigos, que no tengo la cabeza en su sitio. ¿No se dan cuenta? Porque no se puede retirar nada, nada en absoluto. Ni tampoco se puede rectificar, porque no hay nada que rectificar en ninguno de los dos casos —casi estaba llorando, el rostro grande, feo, colorado, tan áspero y duro como una cáscara de nuez, arrugado y torcido como el de un niño—. Incluso si logro encontrar otro revólver en algún sitio para pegarle un tiro a Son Thomas, lo más probable es que vuelva a fallar. Mi padre se puso en pie, con rapidez y decisión.

Era el único que se había sentado; el juez Stevens mismo estaba delante del hogar de la chimenea con las piernas separadas y las manos bajo los faldones de la levita exactamente como si fuese invierno y ardiera un fuego en la chimenea. —Tengo que volver a mi trabajo —dijo mi padre—. ¿Qué dice el viejo proverbio acerca de estar mano sobre mano? —añadió, sin dirigirse especialmente a nadie—: Los quiero a los dos, a Boon y a ese muchacho, bajo fianza, a fin de mantener el orden; pongamos cien dólares por cabeza; yo pagaré la fianza. Pero quiero dos fianzas de doble acción mutua. Quiero dos fianzas y que las dos queden abrogadas, venzan, en el momento mismo en que cualquiera de los dos haga algo que…, algo que yo… —Que a usted no le parezca bien —dijo el juez Stevens. —Muy agradecido —dijo mi padre—… en el segundo mismo en que cualquiera de los dos altere el orden. No sé si eso es legal. —Yo tampoco —dijo el juez Stevens—. Podemos intentarlo. Si una fianza con esas características no es legal, debería serlo. —Muy agradecido —dijo mi padre. Los tres (mi padre, y o y detrás Boon) nos dirigimos hacia la puerta. —Podría volver ahora, sin esperar al lunes —dijo Ludus—, si me necesitan. —No —dijo mi padre. Los tres (mi padre, y o y detrás Boon) bajamos las escaleras y salimos a la calle. Seguía siendo primer sábado de mes y día de mercado, pero y a no era más que eso; al menos hasta que alguien llamado Boon Hogganbeck tuviera otro revólver al alcance de la mano. Regresamos calle arriba hacia la caballeriza, mi padre, y o y detrás Boon, que se puso a hablar por encima de cabeza hacia la espalda de mi padre: —Un dólar a la semana suponen un año y cuarenta y ocho semanas más hasta llegar a los cien dólares. Imagino que el escaparate de Ike serán otros diez o quince más, aparte de esa chica que se puso en medio. Pongamos dos años y tres meses. Tengo cuarenta dólares en metálico. Aunque se los dé como anticipo, supongo que no estaría usted dispuesto a ponernos a Ludus, a Son Thomas y a mí en una casilla vacía de la cuadra y a tener la puerta cerrada durante diez minutos. ¿Verdad que no? —No —dijo mi padre.

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