debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La Era del Capital – Eric Hobsbawm

La era del capital es la segunda parte de la trilogía que es ese gran panorama de la historia contemporánea del mundo que Eric Hobsbawm inició con La era de la revolución y que ha completado con su Historia del siglo XX. Hobsbawm nos muestra aquí los años triunfales del ascenso del capitalismo industrial y de la cultura burguesa que van de 1848 a 1875, cuando, apagados los rescoldos de la revolución, se inicia un tiempo de nuevos valores y nuevas perspectivas, de transformaciones sociales, que ve la formación de grandes fortunas y la migración de masas empobrecidas, mientras una Europa sometida al nuevo ritmo de los auges y las crisis extiende sus empresas económicas y su cultura al resto del planeta.


 

Si bien este libro tiene una entidad propia, como los demás volúmenes de la Historia de la civilización de que forma parte, sucede que el volumen que le precede cronológicamente en la serie ha sido escrito por el mismo autor. Así. La era del capital pueden leerla igualmente quienes ya conocen La era de la revolución, 1789-1848 como quienes no la conocen. A los primeros les pido disculpas por incluir, en diversos momentos, material que ya les es familiar, con el propósito de aportar la necesaria información de fondo para los últimos. He intentado mantener esa duplicación al mínimo y hacerla tolerable distribuyéndola a lo largo del texto. Este libro puede —eso espero— leerse independientemente. En efecto, no debiera exigir más que uno educación general suficiente, puesto que va destinado a un lector no especializado. Si los historiadores desean justificar los recursos que la sociedad destina a su tema de estudio, por modestos que sean, no deberían escribir exclusivamente para otros historiadores. Con todo, supondrá una ventaja tener un conocimiento elemental de la historia europea. Supongo que los lectores podrán, si es realmente necesario, entendérselas sin ningún conocimiento previo de la toma de la Bastilla o de las guerras napoleónicas, pero tal conocimiento les ayudaría. El periodo de qué trata este libro es comparativamente corto, pero su ámbito geográfico es amplio. No es ilusorio escribir sobre el mundo de 1789 a 1848 en términos de Europa, en realidad, de Gran Bretaña y Francia; sin embargo, puesto que el tema principal del periodo después de 1848 es lo extensión de la economía capitalista a todo el mundo, y de ahí la imposibilidad de seguir escribiendo una historia puramente europea, sería absurdo escribir su historia sin dedicar una sustancial atención a otros continentes. Mi enfoque se divide en tres partes. Las revoluciones de 1848 constituyen un preludio a una sección sobre los principales movimientos del período, que analizo desde una perspectiva continental y cuando es necesario, mundial, más que como una serie de historias «nacionales» independientes. Los capítulos están divididos temática y no cronológicamente, si bien los principales subperiodos grosso modo, la tranquila pero expansionista década de 1850, la más turbulenta de 1860, el auge y la depresión de principios de la de 1870, deberían ser claramente discernibles. La tercera parte consiste en una serie de secciones interrelacionadas sobre la economía, la sociedad y la cultura del tercer cuarto del siglo XIX. No pretendo ser un experto en todo el inmenso tema de estudio de este libro, sino más bien en minúsculas partes de él, y he debido confiar en información de segunda —y hasta tercera— mano. Pero es inevitable. Se ha escrito ya abundantemente sobre el siglo XIX y cada año añade más altura y volumen a la montaña de publicaciones especializadas que oscurece el firmamento de la historia. Como la gama de intereses de los historiadores incluye prácticamente cada aspecto de lo vida que despierta nuestra atención a finales del siglo XX, la cantidad de la información que debe asimilarse es, con mucho, demasiado grande para incluso el más enciclopédico y erudito de los estudiosos. Aunque él o ella sean conscientes de la situación, a menudo, en el contexto de una síntesis de amplio espectro, la información debe reducirse a un parágrafo o dos, una línea, una mención pasajera o ser omitida con pesar. Y debe confiarse necesariamente, de una manera cada vez más superficial, en el trabajo de otros. Desgraciadamente es imposible seguir la admirable convención según la cual los estudiosos dan cuenta pormenorizada de sus fuentes, y especialmente de sus deudas con los demás, para que nadie más que sus propietarios originales reclamen como suyos los hallazgos accesibles libremente a lodos.


En primer lugar, dudo de que pudiera seguir la huella de todas las sugerencias e ideas que he tomado prestadas con tanta libertad hasta su origen en algún libro o artículo, conversación o debate. Sólo puedo pedir a aquellos cuyo trabajo he saqueado, conscientemente o no, que perdonen mi descortesía. En segundo lugar, tan sólo el intento de hacerlo cargaría el libro con un inoportuno aparato de erudición. Puesto que su propósito no es tanto resumir hechos conocidos, que implica orientar a los lectores a más enfoques detallados sobre varios aspectos, sino más bien trazarlos unidos en una síntesis general histórica, para «dar sentido» al tercer cuarto del siglo XIX, y seguir la pista de las raíces del presente hasta este período, tan lejos como sea razonable hacerlo. Sin embargo, se ofrece una orientación general en las Lecturas complementarias, que incluyen algunas de las obras que he considerado más útiles y a las cuales quiero manifestar mi deuda. Las referencias han sido reducidas casi por completo a tas fuentes de las notas, los cuadros estadísticos y algunas otras cifras, y a algunas afirmaciones que son controvertidas y sorprendentes. De la mayoría de las cifras dispersas tomadas de fuentes estándares o de compendios inestimables como el Dictionary of Statistics de Mulhall no se ha hecho constar su procedencia. Las referencias a obras literarias —por ejemplo, las novelas rusas—, de las que existen muy variadas ediciones, se limitan a los títulos: la referencia exacta a la edición concreta usada por el autor, pero que tal vez no sea la que posee el lector, sería pura pedantería. Las referencias a los escritos de Marx y Engels, que son los grandes comentaristas en este período, constan del título familiar de la obra o la fecha de la carta y el volumen y la página de la edición estándar (K. Marx y F. Engels, Werke, Berlín Oriental, 1956-1971, citada en adelante Werke). Los topónimos si han traducido cuando tienen traducción habitual, y si no se dejan en la forma usada generalmente en las publicaciones de la época. Esto no supone un prejuicio nacionalista en un sentido u otro. Cuando es necesario se añade el nombre actual entre paréntesis, por ejemplo Laibach (Ljubljana). Sigurd Zienau y Francis Haskell han sido tan amables de corregir mis capítulos sobre ciencias y artes, y corregir algunos de mis errores. Charles Gurwen ha contestado mis preguntas sobre China. Nadie es responsable de mis errores y omisiones salvo yo mismo. W. R. Rodgers, Carmen Claudín y María Moisá me ayudaron enormemente como ayudantes de investigación en diferentes ocasiones. Andrew Hobsbawm y Julia Hobsbawm me ayudaron en la selección de las figuras, como también hizo Julia Brown. Estoy asimismo en deuda con mi editora, Susan Loden. E. J. H.

INTRODUCCIÓN En la década de 1860 entra una nueva palabra en el vocabulario económico y político del mundo: « capitalismo» [1*] . Por eso parece oportuno dar a este libro el título de La era del capital, enunciado asimismo recordatorio de que la obra cumbre del más formidable crítico del capitalismo, el Das Kapital (1867) de Karl Marx, se publicó precisamente en aquellos años. Y es que el triunfo mundial del capitalismo es el tema más importante de la historia en las décadas posteriores a 1848. Era el triunfo de una sociedad que creía que el desarrollo económico radicaba en la empresa privada competitiva y en el éxito de comprarlo todo en el mercado más barato (incluida la mano de obra) para venderlo luego en el más caro. Se consideraba que una economía de tal fundamento, y por lo mismo descansando de modo natural en las sólidas bases de una burguesía compuesta de aquellos a quienes la energía, el mérito y la inteligencia habían aupado y mantenido en su actual posición, no sólo crearía un mundo de abundancia convenientemente distribuida, sino de ilustración, razonamiento y oportunidad humana siempre crecientes, un progreso de las ciencias y las artes, en resumen: un mundo de continuo y acelerado avance material y moral. Los pocos obstáculos que permanecieran en el camino del claro desarrollo de la empresa privada serían barridos. Las instituciones del mundo, o más bien de aquellas partes del mundo no entorpecidas aún por la tiranía de la tradición y la superstición o por la desgracia de no tener la piel blanca (es decir, las regiones ubicadas preferentemente en la Europa central y noroccidental), se aproximarían de manera gradual al modelo internacional de un « estado-nación» territorialmente definido, con una constitución garantizadora de la propiedad y los derechos civiles, asambleas de representantes elegidos y gobiernos responsables ante el as, y, donde conviniera, participación del pueblo común en la política dentro de límites tales como la garantía del orden social burgués y la evitación del riesgo de su derrocamiento. No es tarea de este libro rastrear el primitivo desarrollo de esta sociedad. Bástenos con recordar que durante los sesenta años anteriores a 1848, dicha sociedad ya había —digamos— logrado su histórico despegue tanto en el frente económico como en el político-ideológico. Los años que van de 1789 a 1848 (que ya he tratado en mi anterior obra, La era de la revolución —véase el prefacio, supra, p. 9—, y a los que nos referiremos de vez en cuando) estuvieron dominados por una doble revolución: la transformación industrial iniciada en Gran Bretaña y muy restringida a esta nación, y la transformación política asociada y muy limitada a Francia. Ambas transformaciones implicaban el triunfo de una nueva sociedad, pero por lo visto sus contemporáneos tuvieron más dudas aún que nosotros respecto a si iba a ser la sociedad del capitalismo liberal la triunfante, o lo que un historiador francés ha denominado « la burguesía conquistadora» . Detrás de los burgueses ideólogos políticos se hallaban las masas, siempre dispuestas a convertir en sociales las moderadas revoluciones liberales. Debajo y alrededor de los empresarios capitalistas se agitaban y movían los descontentos y desplazados « pobres trabajadores» . Las décadas de 1830 y 1840 fueron una época de crisis, cuyo exacto resultado sólo se atrevían a predecir los optimistas. No obstante, el dualismo de la revolución acaecida entre 1789 y 1848 proporciona a la historia de ese período unidad y simetría. En cierto sentido es fácil escribir y leer acerca de esos años, ya que cuentan con un tema claro y una forma clara, además de que sus límites cronológicos se hallan tan claramente definidos como podemos esperar de los asuntos humanos. Con la revolución de 1848, que es el punto de partida de este volumen, se quiebra la anterior simetría y cambia la forma. Retrocede la revolución política y avanza la revolución industrial. El año 1848, la famosa « primavera de los pueblos» , fue la primera y la última revolución europea en el sentido (casi) literal, la realización momentánea de los sueños de la izquierda, las pesadillas de la derecha, el derrocamiento virtualmente simultáneo de los viejos regímenes existentes en la mayor parte de la Europa continental al oeste de los imperios ruso y turco, de Copenhague a Palermo, de Brasov a Barcelona. Se la había esperado y predicho Parecía ser la culminación y la consecuencia lógica de la era de la doble revolución. Pero fracasó universal, rápida y definitivamente, si bien este último extremo no fue comprendido durante muchos años por los refugiados políticos. En adelante, no se daría ninguna revolución social general del tipo que se había vislumbrado antes de 1848 en los países « avanzados» del mundo. El centro de gravedad de tales movimientos sociales y revolucionarios y, por tanto, de los regímenes sociales y comunistas del siglo XX iba a encontrarse en las regiones marginadas y atrasadas, aunque en el período que tratamos en este libro los movimientos de esta especie siguieron siendo episódicos, arcaicos y « subdesarrollados» . La expansión repentina, vasta y aparentemente ilimitada de la economía capitalista mundial proporcionó ciertas alternativas políticas en los países « avanzados» .

La revolución industrial (británica) se había tragado a la revolución política (francesa). La historia de nuestro período es, pues, desproporcionada, Se compone primariamente del masivo avance de la economía mundial del capitalismo industrial, del orden social que representó, de las ideas y creencias que parecían legitimarla y ratificarla: en el razonamiento, la ciencia, el progreso y el liberalismo. Es la era de la burguesía triunfante, si bien la burguesía europea vacilaba aún en comprometerse con el gobierno político público. En este sentido, y quizá sólo en él, la era de la revolución no estaba muerta. Las clases medias de Europa estaban asustadas, y siguieron estándolo, del pueblo: se pensaba todavía que la « democracia» era el seguro y rápido preludio del « socialismo» . Los hombres que oficialmente presidían los asuntos del victorioso orden burgués en sus momentos de triunfo eran nobles profundamente reaccionarios en Prusia, imitaciones de emperador en Francia y una sucesión de aristócratas terratenientes en Gran Bretaña. El miedo a la revolución era real, y profunda la inseguridad básica que ella indicaba. Al mismo final de nuestro período, el único caso de revolución en un país avanzado, una insurrección de corta vida y casi totalmente localizada en París, produjo una carnicería may or que cualquier otro alboroto en 1848 y un atropellado intercambio de nerviosas notas diplomáticas. Con todo, los gobernantes de los estados avanzados de Europa empezaron a reconocer por entonces, con mayor o menor desgana, no sólo que la « democracia» (es decir, una constitución parlamentaría basada en un amplio sufragio) era inevitable, sino también que, a pesar de ser probablemente una molestia, era políticamente inofensiva. Los gobernantes de Estados Unidos bacía tiempo que habían hecho este descubrimiento. Consecuentemente, los años que van de 1848 a mediados de la década de 1870 no fueron un período de los que inspiran a los lectores que disfrutan del espectáculo dramático y heroico en el sentido convencional. Sus guerras —en cantidad más considerable que los treinta años precedentes o los cuarenta posteriores— o fueron breves operaciones decididas por la superioridad tecnológica y organizada, como la mayoría de las campañas europeas de ultramar y los rápidos y decisivos combates por los que se estableció el imperio alemán entre 1864 y 1871, o matanzas absurdas que ni siquiera el patriotismo de los países beligerantes quiere explicar con agrado, como la guerra de Crimea de 1854-1856. La mayor de todas las guerras de este período, la guerra civil norteamericana, la ganó en última instancia el peso del poder económico y de los recursos superiores. El Sur perdedor tenía el mejor ejército y los mejores generales. Los ejemplos ocasionales de heroísmo romántico y pintoresco resaltaban por su misma rareza, como el caso de Garibaldi con sus cabellos sueltos y su camisa roja. Tampoco existía gran dramatismo en la política, donde los criterios de éxito habría de definirlos Walter Bagehot como la posesión de « opiniones comunes y habilidades extraordinarias» . Era evidente que a Napoleón III le resultaba incómodo vestir la capa de su gran tío el primer Napoleón. Lincoln y Bismarck, a cuyas imágenes públicas han beneficiado las marcadas facciones de sus rostros y la belleza de su prosa, fueron indudablemente hombres sobresalientes, pero sus verdaderos triunfos los lograron por sus dotes de diplomáticos y políticos; lo mismo podría decirse de Cavour en Italia, quien, sin embargo, adoleció por completo de la falta de lo que ahora consideramos como carisma de aquéllos. El drama más obvio de este periodo se hallaba en lo económico y lo tecnológico: el hierro, extendiéndose en millones de toneladas por todo el mundo, serpenteaba como raíles de ferrocarril a través de los continentes, los cables submarinos cruzaban el Atlántico, se construía el canal de Suez, las grandes ciudades como Chicago sacudían el suelo virgen del Medio Oeste norteamericano, se producía el enorme movimiento de emigrantes. Era el drama del poder europeo y norteamericano con el mundo a sus pies No obstante, si exceptuamos la partida numéricamente pequeña de aventureros y pioneros, descubrimos que aquellos que explotaban a este mundo vencido eran hombres sobrios con trajes discretos, los cuales propagaban respetabilidad y un sentimiento de superioridad racial junto a las plantas de gases, las líneas de ferrocarril y los empréstitos. Era el drama del progreso, palabra clave de la época: masiva, ilustradora, segura de sí misma, autosatisfecha, pero, sobre todo, inevitable. Casi nadie con poder e influencia, ni siquiera en el mundo occidental, confiaba y a en contenerlo. Sólo unos cuantos pensadores y quizá un número algo may or de críticos intuitivos predijeron que su inevitable avance produciría un mundo muy distinto del que parecía iba a procurar: tal vez incluso su opuesto. Ninguno de ellos, ni siquiera el Marx que había vislumbrado la revolución social en 1848 y para una década después, esperaba un trastrueque inmediato. Por la década de 1860 las esperanzas de Marx eran inclusive a largo plazo.

El « drama del progreso» es una metáfora. Sin embargo, fue una realidad literal para dos tipos de gente. Significó, por ejemplo, un cataclismo para los millones de pobres que, transportados a un nuevo mundo, frecuentemente a través de fronteras y océanos, tuvieron que cambiar de vida. Para los miembros del mundo ajeno al capitalismo, a quienes éste tenía en sus manos y los zarandeaba, significó la posibilidad de elegir entre una resistencia resuelta de acuerdo con sus viejas tradiciones y modos de vida, y un proceso traumático de asir las armas de Occidente y hacer frente a los conquistadores; o dicho de otra manera, significó la posibilidad de comprender y manipular por sí mismos el « progreso» . El mundo del tercer cuarto del siglo XIX estuvo formado por vencedores y víctimas. El drama no hay que buscarlo en el apuro de los primeros, sino lógicamente en el de los últimos. El historiador no puede ser objetivo con respecto al período que escoge como tema. En esto difiere (con ventaja intelectual a su favor) de los ideólogos típicos que creen que el progreso de la tecnología, la « ciencia positiva» y la sociedad han posibilitado la visión de su presente con la incontestable imparcialidad del científico natural, cuyos métodos consideran (erróneamente) que entienden. El autor de este libro no puede ocultar un cieno disgusto, quizá un cieno desprecio, por la época que está tratando, si bien la admiración por sus titánicos logros materiales y el esfuerzo por comprender hasta lo que no agrada mitigan en parte estos sentimientos. Uno no comparte el nostálgico anhelo por la seguridad y la confianza en sí mismo del mundo burgués de mediados del siglo XIX que tienta a muchos de los que, un siglo más tarde, miran hacia atrás desde un mundo occidental obsesionado con la crisis. Mis simpatías están con aquellos a quienes hace un siglo escucharon unos pocos. En cualquier caso tanto la seguridad como la confianza en sí mismos fueron una equivocación. El triunfo burgués fue breve e inestable. En el preciso momento en que pareció completo, se demostró que no era monolítico, sino que estaba lleno de fisuras. A principios de la década de 1870 la expansión económica y el liberalismo parecían ser irresistibles. Hacia finales de la década y a no se los consideraba así. Este momento crítico señala el final de la era que trata este libro. Al revés de lo ocurrido con la revolución de 1848, que indica su punto de partida, ninguna fecha conveniente o universal señala tal coyuntura. Y si fuera necesario elegir una, ésta tendría que ser 1873, el equivalente Victoriano del colapso de Wall Street en 1929. Porque entonces comenzó lo que un observador contemporáneo denominó como « el más curioso, y en muchos sentidos sin precedentes, desconcierto y depresión de los negocios, el comercio y la industria» . Los contemporáneos llamaron a este estado la « Gran Depresión» , y habitualmente se le da la fecha de 1873-1896. Su peculiaridad más notable —escribía el mismo observador— ha sido su universalidad; y a que ha afectado a naciones implicadas en la guerra y también a las que han mantenido la paz; a aquellas que cuentan con una moneda estable … y a aquellas que tienen una moneda inestable … a aquellas que viven con un sistema de libre intercambio de productos y a aquellas cuyos intercambios se encuentran más o menos limitados. Igual de penoso ha sido para viejas comunidades como Inglaterra y Alemania, que para Australia, Suráfrica y California, representantes del mundo nuevo: ha sido una tremenda calamidad, insoportable tanto para los habitantes de las estériles Terranova y Labrador, como para los de las soleadas, productivas y dulces islas de las Indias orientales y occidentales: y no ha enriquecido a aquellos que se hallan en los centros de los intercambios mundiales, cuyas ganancias son de ordinario mayores cuando los negocios fluctúan y varían mis [2] . De este modo escribía un eminente norteamericano el mismo año que, bajo la inspiración de Karl Marx, se fundó la Internacional Socialista y del Trabajo. L a D e p r e s i ó n i n i c i a b a u n a n u e v a e r a , y p o r e s a r a zó n p u e d e s e r v i r a d e c u a d a m e n t e d e fe c h a fi n a l d e l a v i e j a.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |