debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


La era de la Revolución – Eric Hobsbawm

La era de la revolución inicia el panorama de la historia contemporánea del mundo que Eric Hobsbawm comenzó con este libro y concluyó con su Historia del siglo XX. El gran historiador británico nos ofrece en esta obra, reconocida como un clásico de la historiografía de nuestro tiempo no en vano Peter Laslett la definió como «un libro brillante, poderoso y fascinante», una visión global de las transformaciones que tuvieron lugar entre 1789 y 1848, desde la Revolución francesa y el despegue de la industrialización británica hasta la revolución de 1848 y el Manifiesto comunista. Una visión que no se limita a los acontecimientos políticos y a los avances económicos, sino que abarca temas tan diversos como los nacionalismos, las luchas campesinas, el movimiento obrero, las ideas religiosas, la ciencia o las artes. La era de la revolución es un libro esclarecedor sobre los orígenes y los fundamentos del mundo contemporáneo.


 

El presente libro estudia la transformación del mundo entre 1789 y 1848, debida a lo que llamamos la « doble revolución» : la Revolución francesa de 1789 y la contemporánea Revolución industrial británica. Por ello no es estrictamente ni una historia de Europa ni del mundo. No obstante, cuando un país cualquiera haya sufrido las repercusiones de la doble revolución de este período, he procurado referirme a él aunque sea ligeramente. En cambio, si el impacto de la revolución fue imperceptible, lo he omitido. Así el lector encontrará páginas sobre Egipto y no sobre el Japón; más sobre Irlanda que sobre Bulgaria; más sobre América Latina que sobre África. Naturalmente, esto no quiere decir que las historias de los países y los pueblos que no figuran en este volumen tengan menos interés o importancia que las de los incluidos. Si su perspectiva es principalmente europea, o, más concretamente, franco-inglesa, es porque en dicho período el mundo —o al menos gran parte de él— se transformó en una base europea o, mejor dicho, franco-inglesa. El objeto de este libro no es una narración detallada, sino una interpretación y lo que los franceses llaman haute vulgarisation. Su lector ideal será el formado teóricamente, el ciudadano inteligente y culto, que no siente una mera curiosidad por el pasado, sino que desea saber cómo y por qué el mundo ha llegado a ser lo que es hoy y hacia dónde va. Por ello, sería pedante e inadecuado recargar el texto con una aparatosa erudición, como si se destinara a un público más especializado. Así pues, mis notas se refieren casi totalmente a las fuentes de las citas y las cifras, y en algún caso a reforzar la autoridad de algunas afirmaciones que pudieran parecer demasiado sorprendentes o polémicas. Pero nos parece oportuno decir algo acerca del material en el que se ha basado una gran parte de este libro. Todos los historiadores son más expertos (o, dicho de otro modo, más ignorantes) en unos campos que en otros. Fuera de una zona generalmente limitada, deben confiar ampliamente en la tarea de otros historiadores. Para el período 1789-1848 sólo esta bibliografía secundaria forma una masa impresa tan vasta, que sobrepasa el conocimiento de cualquier hombre, incluso del que pudiera leer todos los idiomas en que está escrita. (De hecho, todos los historiadores están limitados a manejar tan sólo unas pocas lenguas). Por eso, no negamos que gran parte de este libro es de segunda y hasta de tercera mano, e inevitablemente contendrá errores y cortes que algunos lamentarán como el propio autor. Al final figura una bibliografía como guía para un estudio posterior más amplio. Aunque la trama de la historia no puede desenredarse en hilos separados sin destruirla, es muy conveniente, a efectos prácticos, cierta subdivisión del tema básico. De una manera general, he intentado dividir el libro en dos partes. La primera trata con amplitud el desarrollo principal del período, mientras la segunda esboza la clase de sociedad producida por la doble revolución.


Claro que hay interferencias deliberadas, pues la división no es cuestión de teoría, sino de pura conveniencia. Debo profundo agradecimiento a numerosas personas con quienes he discutido diferentes aspectos de este libro o que han leído sus capítulos en el manuscrito o en las pruebas, pero que no son responsables de mis errores: señaladamente, a J. D. Bernal, Douglas Dakin, Ernst Fischer, Francis Haskell, H. G. Koenigsberger y R. F. Leslie. En particular, el capítulo 14 debe mucho a las ideas de Ernst Fischer. La señorita P. Ralph me prestó gran ayuda como secretaria y ayudante en el acopio de documentación. E. J. H. Londres, diciembre de 1961. INTRODUCCIÓN Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que los documentos. Consideremos algunos vocablos que fueron inventados o que adquirieron su significado moderno en el período de sesenta años que abarca este volumen. Entre ellos están: « industria» , « industrial» , « fábrica» , « clase media» , « clase trabajadora» , « capitalismo» y « socialismo» . Lo mismo podemos decir de « aristocracia» y de « ferrocarril» , de « liberal» y « conservador» , como términos políticos, de « nacionalismo» , « científico» , « ingeniero» , « proletariado» y « crisis» (económica). « Utilitario» y « estadística» , « sociología» y otros muchos nombres de ciencias modernas, « periodismo» e « ideología» fueron acuñados o adaptados en dicha época [1] . Y lo mismo « huelga» y « depauperación» . Imaginar el mundo moderno sin esas palabras (es decir, sin las cosas y conceptos a las que dan nombre) es medir la profundidad de la revolución producida entre 1789 y 1848, que supuso la may or transformación en la historia humana desde los remotos tiempos en que los hombres inventaron la agricultura y la metalurgia, la escritura, la ciudad y el Estado. Esta revolución transformó y sigue transformando al mundo entero. Pero al considerarla hemos de distinguir con cuidado sus resultados a la larga, que no pueden limitarse a cualquier armazón social, organización política o distribución de fuerzas y recursos internacionales, y su fase primera y decisiva, estrechamente ligada a una específica situación social e internacional. La gran revolución de 1789-1848 fue el triunfo no de la « industria» como tal, sino de la industria « capitalista» ; no de la libertad y la igualdad en general, sino de la « clase media» o sociedad « burguesa» y liberal; no de la « economía moderna» , sino de las economías y estados en una región geográfica particular del mundo (parte de Europa y algunas regiones de Norteamérica), cuyo centro fueron los estados rivales de Gran Bretaña y Francia.

La transformación de 1789-1848 está constituida sobre todo por el trastorno gemelo iniciado en ambos países y propagado en seguida al mundo entero. Pero no es irrazonable considerar esta doble revolución —la francesa, más bien política, y la Revolución industrial inglesa— no tanto como algo perteneciente a la historia de los dos países que fueron sus principales mensajeros y símbolos, sino como el doble cráter de un anchísimo volcán regional. Ahora bien, que las simultáneas erupciones ocurrieran en Francia y Gran Bretaña y tuvieran características ligeramente diferentes no es cosa accidental ni carente de interés. Pero desde el punto de vista del historiador, digamos, del año 3000, como desde el punto de vista del observador chino o africano, es más relevante anotar que se produjeron una y otra en la Europa del noroeste y en sus prolongaciones ultramarinas, y que no hubieran tenido probabilidad alguna de suceder en aquel tiempo en ninguna otra parte del mundo. También es digno de señalar que en aquella época hubieran sido casi inconcebibles en otra forma que no fuera el triunfo del capitalismo liberal y burgués. Es evidente que una transformación tan profunda no puede comprenderse sin remontarse en la historia mucho más atrás de 1789, o al menos a las décadas que precedieron inmediatamente a esta fecha y que reflejan la crisis de los anciens régimes del mundo occidental del norte, que la doble revolución iba a barrer. Quiérase o no, es menester considerar la revolución norteamericana de 1776 como una erupción de significado igual al de la anglo-francesa, o por lo menos como su más inmediata precursora y acuciadora; quiérase o no, hemos de conceder fundamental importancia a las crisis constitucionales y a los trastornos y agitaciones económicas de 1760-1789, que explican claramente la ocasión y la hora de la gran explosión, aunque no sus causas fundamentales. Cuánto más habríamos de remontamos en la historia —hasta la revolución inglesa del siglo XVII, hasta la Reforma y el comienzo de la conquista militar y la explotación colonial del mundo por los europeos a principios del siglo XVI e incluso antes—, no viene al caso para nuestro propósito, ya que semejante análisis a fondo nos llevaría mucho más allá de los límites cronológicos de este volumen. Aquí sólo necesitamos observar que las fuerzas sociales y económicas, y los instrumentos políticos e intelectuales de esta transformación, ya estaban preparados en todo caso en una parte de Europa lo suficientemente vasta para revolucionar al resto. Nuestro problema no es señalar la aparición de un mercado mundial, de una clase suficientemente activa de empresarios privados, o incluso (en Inglaterra) la de un Estado dedicado a sostener que el llevar al máximo las ganancias privadas era el fundamento de la política del gobierno. Ni tampoco señalar la evolución de la tecnología, los conocimientos científicos o la ideología de una creencia en el progreso individualista, secular o racionalista. Podemos dar por supuesta la existencia de todo eso en 1780, aunque no podamos afirmar que fuese suficientemente poderosa o estuviese suficientemente difundida. Por el contrario, debemos, si acaso, ponemos en guardia contra la tentación de pasar por alto la novedad de la doble revolución por la familiaridad de su apariencia externa, por el hecho innegable de que los trajes, modales y prosa de Robespierre y Saint-Just no habrían estado desplazados en un salón del ancien régime, porque Jeremy Bentham, cuyas ideas reformistas acogía la burguesía británica de 1830, fuera el hombre que había propuesto las mismas ideas a Catalina la Grande de Rusia y porque las manifestaciones más extremas de la política económica de la clase media procedieran de miembros de la Cámara de los Lores inglesa del siglo XVIII. Nuestro problema es, pues, explicar, no la existencia de esos elementos de una nueva economía y una nueva sociedad, sino su triunfo; trazar, no el progreso de su gradual zapado y minado en los siglos anteriores, sino la decisiva conquista de la fortaleza. Y también señalar los profundos cambios que este súbito triunfo ocasionó en los países más inmediatamente afectados por él y en el resto del mundo, que se encontraba de pronto abierto a la invasión de las nuevas fuerzas, del « burgués conquistador» , para citar el título de una reciente historia universal de este período. Puesto que la doble revolución ocurrió en una parte de Europa, y sus efectos más importantes e inmediatos fueron más evidentes allí, es inevitable que la historia a que se refiere este volumen sea principalmente regional. También es inevitable que por haberse esparcido la revolución mundial desde el doble cráter de Inglaterra y Francia tomase la forma de una expansión europea y conquistase al resto del mundo. Sin embargo, su consecuencia más importante para la historia universal fue el establecimiento del dominio del globo por parte de unos cuantos regímenes occidentales (especialmente por el británico) sin paralelo en la historia. Ante los mercaderes, las máquinas de vapor, los barcos y los cañones de Occidente —y también ante sus ideas—, los viejos imperios y civilizaciones del mundo se derrumbaban y capitulaban. La India se convirtió en una provincia administrada por procónsules británicos, los estados islámicos fueron sacudidos por terribles crisis, África quedó abierta a la conquista directa. Incluso el gran Imperio chino se vio obligado, en 1839-1842, a abrir sus fronteras a la explotación occidental. En 1848 nada se oponía a la conquista occidental de los territorios, que tanto los gobiernos como los negociantes consideraban conveniente ocupar, y el progreso de la empresa capitalista occidental sólo era cuestión de tiempo. A pesar de todo ello, la historia de la doble revolución no es simplemente la del triunfo de la nueva sociedad burguesa. También es la historia de la aparición de las fuerzas que un siglo después de 1848 habrían de convertir la expansión en contracción. Lo curioso es que y a en 1848 este futuro cambio de fortunas era previsible en parte.

Sin embargo, todavía no se podía creer que una vasta revolución mundial contra Occidente pudiera producirse al mediar el siglo XX. Solamente en el mundo islámico se pueden observar los primeros pasos del proceso por el que los conquistados por Occidente adoptan sus ideas y técnicas para devolverles un día la pelota: en los comienzos de la reforma interna occidentalista del Imperio turco, hacia 1830, y sobre todo en la significativa, pero desdeñada, carrera de Mohamed Alí de Egipto. Pero también dentro de Europa estaban empezando a surgir las fuerzas e ideas que buscaban la sustitución de la nueva sociedad triunfante. El « espectro del comunismo» ya rondó a Europa en 1848, pero pudo ser exorcizado; Durante mucho tiempo sería todo lo ineficaz que son los fantasmas, sobre todo en el mundo occidental más inmediatamente transformado por la doble revolución. Pero si miramos al mundo de la década de 1960 no caeremos en la tentación de subestimar la fuerza histórica de la ideología socialista revolucionaria y de la comunista, nacidas de la reacción contra la doble revolución, y que hacia 1848 encontró su primera formulación clásica. El período histórico iniciado con la construcción de la primera fábrica del mundo moderno en Lancashire y la Revolución francesa de 1789 termina con la construcción de su primera red ferroviaria y la publicación del Manifiesto comunista. Primera parte. EVOLUCIONES. 1. EL MUNDO EN 1780-1790 Le dix-huitième siècle doit être mis au Panthéon. SAINT -JUST [2] I Lo primero que debemos observar acerca del mundo de 1780-1790 es que era a la vez mucho más pequeño y mucho más grande que el nuestro. Era mucho más pequeño geográficamente, porque incluso los hombres más cultos y mejor informados que entonces vivían —por ejemplo, el sabio y viajero Alexander von Humboldt (1769-1859)— sólo conocían algunas partes habitadas del globo. (Los « mundos conocidos» de otras comunidades menos expansionistas y avanzadas científicamente que las de la Europa occidental eran todavía más pequeños, reducidos incluso a los pequeños segmentos de la tierra dentro de los que el analfabeto campesino de Sicilia o el cultivador de las colinas birmanas vivía su vida y más allá de los cuales todo era y sería siempre absolutamente desconocido). Gran parte de la superficie de los océanos, por no decir toda, y a había sido explorada y consignada en los mapas gracias a la notable competencia de los navegantes del siglo XVIII, como James Cook, aunque el conocimiento humano del lecho de los mares seguiría siendo insignificante hasta mediados del siglo XX. Los principales contornos de los continentes y las islas eran conocidos, aunque no con la seguridad de hoy. La extensión y altura de las cadenas montañosas europeas eran conocidas con relativa exactitud, pero las de América Latina lo eran escasamente y sólo en algunas partes, las de Asia apenas y las de África (con excepción del Atlas) eran totalmente ignoradas a fines prácticos. Excepto los de China y la India, el curso de los grandes ríos del mundo era desconocido para todos, salvo para algunos cazadores de Siberia y madereros norteamericanos, que conocían o podían conocer los de sus regiones. Fuera de unas escasas áreas —en algunos continentes no alcanzaban más que unas cuantas millas al interior desde la costa —, el mapa del mundo consistía en espacios blancos cruzados por las pistas marcadas por los mercaderes o los exploradores. Pero por las burdas informaciones de segunda o tercera mano recogidas por los viajeros o funcionarios en los remotos puestos avanzados, ésos espacios blancos habrían sido incluso mucho más vastos de lo que en realidad eran. No solamente el « mundo conocido» era más pequeño, sino también el mundo real, al menos en términos humanos. Por no existir censos y empadronamientos con finalidad práctica, todos los cálculos demográficos son puras conjeturas, pero es evidente que la tierra tenía sólo una fracción de la población de hoy ; probablemente, no más de un tercio. Si es creencia general que Asia y África tenían una mayor proporción de habitantes que hoy, la de Europa, con unos 187 millones en 1800 (frente a unos 600 millones hoy), era más pequeña, y mucho más pequeña aún la del continente americano. Aproximadamente, en 1800, dos de cada tres pobladores del planeta eran asiáticos, uno de cada cinco europeo, uno de cada diez africanos y uno de cada treinta y tres americano y oceánico. Es evidente que esta población mucho menor estaba mucho más esparcida por la superficie del globo, salvo quizá en ciertas pequeñas regiones de agricultura intensiva o elevada concentración urbana, como algunas zonas de China, la India y la Europa central y occidental, en donde existían densidades comparables a las de los tiempos modernos. Si la población era más pequeña, también lo era el área de asentamiento posible del hombre.

Las condiciones climatológicas (probablemente algo más frías y más húmedas que las de hoy, aunque no tanto como durante el período de la « pequeña edad del hielo» , entré 1300 y 1700) hicieron retroceder los límites habitables en el Ártico. Enfermedades endémicas, como el paludismo, mantenían deshabitadas muchas zonas, como las de Italia meridional, en donde las llanuras del litoral sólo se irían poblando poco a poco a lo largo del siglo XIX. Las formas primitivas de la economía, sobre todo la caza y (en Europa) la extensión territorial de la trashumancia de los ganados, impidieron los grandes establecimientos en regiones enteras, como, por ejemplo, las llanuras de la Apulia; los dibujos y grabados de los primeros turistas del siglo XIX nos han familiarizado con paisajes de la campiña romana: grandes extensiones palúdicas desiertas, escaso ganado y bandidos pintorescos. Y, desde luego, muchas tierras que después se han sometido al arado, eran y ermos incultos, marismas, pastizales o bosques. También la humanidad era más pequeña en un tercer aspecto: los europeos, en su conjunto, eran más bajos y más delgados que ahora. Tomemos un ejemplo de las abundantes estadísticas sobre las condiciones físicas de los reclutas en las que se basan estas consideraciones: en un cantón de la costa ligur, el 72 por 100 de los reclutas en 1792-1799 tenían menos de 1,50 metros de estatura [3] . Esto no quiere decir que los hombres de finales del siglo XVIII fueran más frágiles que los de hoy. Los flacos y desmedrados soldados de la Revolución francesa demostraron una resistencia física sólo igualada en nuestros días por las ligerísimas guerrillas de montaña en las guerras coloniales. Marchas de una semana, con un promedio de cincuenta kilómetros diarios y cargados con todo el equipo militar, eran frecuentes en aquellas tropas. No obstante, sigue siendo cierto que la constitución física humana era muy pobre en relación con la actual, como lo indica la excepcional importancia que los reyes y los generales concedían a los « mozos altos» , que formaban los regimientos de elite, guardia real, coraceros, etc. Pero si en muchos aspectos el mundo era más pequeño, la dificultad e incertidumbre de las comunicaciones lo hacía en la práctica mucho mayor que hoy. No quiero exagerar estas dificultades. La segunda mitad del siglo XVIII fue, respecto a la Edad Media y los siglos XVI y XVII, una era de abundantes y rápidas comunicaciones, e incluso antes de la revolución del ferrocarril, el aumento y mejora de caminos, vehículos de tiro y servicios postales es muy notable. Entre 1760 y el final del siglo, el viaje de Londres a Glasgow se acortó, de diez o doce días, a sesenta y dos horas. El sistema de mail-coaches o diligencias, instituido en la segunda mitad del siglo XVIII y ampliadísimo entre el final de las guerras napoleónicas y el advenimiento del ferrocarril, proporcionó no solamente una relativa velocidad —el servicio postal desde París a Estrasburgo empleaba treinta y seis horas en 1833—, sino también regularidad. Pero las posibilidades para el transporte de viajeros por tierra eran escasas, y el transporte de mercancías era a la vez lento y carísimo. Los gobernantes y grandes comerciantes no estaban aislados unos de otros: se estima que veinte millones de cartas pasaron por los correos ingleses al principio de las guerras con Bonaparte (al final de la época que estudiamos serían diez veces más); pero para la may or parte de los habitantes del mundo, las cartas eran algo inusitado y no podían leer o viajar —excepto tal vez a las ferias y mercados— fuera de lo corriente. Si tenían que desplazarse o enviar mercancías, habían de hacerlo a pie o utilizando lentísimos carros, que todavía en las primeras décadas del siglo XIX transportaban cinco sextas partes de las mercancías francesas a menos de 40 kilómetros por día. Los correos diplomáticos volaban a través de largas distancias con su correspondencia oficial; los postillones conducían las diligencias sacudiendo los huesos de una docena de viajeros o, si iban equipadas con la nueva suspensión de cueros, haciéndoles padecer las torturas del mareo. Los nobles viajaban en sus carrozas particulares. Pero para la mayor parte del mundo la velocidad del carretero caminando al lado de su caballo o su mula imperaba en el transporte por tierra. En estas circunstancias, el transporte por medio acuático era no sólo más fácil y barato, sino también a menudo más rápido si los vientos y el tiempo eran favorables. Durante su viaje por Italia, Goethe empleó cuatro y tres días, respectivamente, en ir y volver navegando de Nápoles a Sicilia. ¿Cuánto tiempo habría tardado en recorrer la misma distancia por tierra con muchísima menos comodidad? Vivir cerca de un puerto era vivir cerca del mundo. Realmente, Londres estaba más cerca de Plymouth o de Leith que de los pueblos de Breckland en Norfolk; Sevilla era más accesible desde Veracruz que desde Valladolid, y Hamburgo desde Bahía que desde el interior de Pomerania.

El may or inconveniente del transporte acuático era su intermitencia. Hasta 1820, los correos de Londres a Hamburgo y Holanda sólo se hacían dos veces a la semana; los de Suecia y Portugal, una vez por semana, y los de Norteamérica, una vez al mes. A pesar de ello no cabe duda de que Nueva York y Boston estaban en contacto mucho más estrecho que, digamos, el condado de Maramaros, en los Cárpatos, con Budapest. También era más fácil transportar hombres y mercancías en cantidad sobre la vasta extensión de los océanos —por ejemplo, en cinco años (1769-1774) salieron de los puertos del norte de Irlanda 44 000 personas para América, mientras sólo salieron cinco mil para Dundee en tres generaciones— y unir capitales distantes que la ciudad y el campo del mismo país. La noticia de la caída de la Bastilla tardó trece días en llegar a Madrid, y, en cambio, no se recibió en Péronne, distante sólo de París 133 kilómetros, hasta el 28 de julio.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |