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La Edad Media, I. Barbaros, cristianos y m – Umberto Eco

Toda introducción a la Edad Media, para no extenderse tanto como la obra que introduce, debería limitarse a decir que el Medievo es el periodo que se inició con la disolución del Imperio romano, fundió la cultura latina con la de los pueblos que gradualmente invadieron el imperio —con el cristianismo como su elemento de unión— y dio nacimiento a lo que hoy llamamos Europa, con sus países, con los idiomas que aún hablamos y con las instituciones que, a pesar de muchos cambios y revoluciones, aún son las nuestras. Demasiado por un lado, casi nada por el otro. Ocurre, sin embargo, que pesan sobre el Medievo excesivos estereotipos; así pues, será indispensable precisar que el Medievo no es lo que el lector común suele pensar, no es lo que los superficiales manuales de la escuela le han hecho creer, no es lo que le presentan el cine y la televisión. Debemos aclarar, en primer lugar, lo que la Edad Media no es; luego, en segundo lugar, debemos preguntarnos qué aportaciones del periodo medieval pueden aún hoy considerarse vigentes, y, finalmente, debemos precisar en qué sentido la Edad Media representó algo totalmente diferente de lo que vivimos hoy. LA EDAD MEDIA NO ES… La Edad Media no es un siglo. No es un siglo como el XVI o el XVII y tampoco es un periodo con características fácilmente reconocibles como el Renacimiento, el Barroco o el Romanticismo; es, más bien, una secuencia de siglos que recibió su nombre de un humanista, Flavio Biondo, que vivió en el siglo XV. Biondo, como todos los humanistas, esperaba y vaticinaba el retorno de la cultura de la Antigüedad clásica y consideraba que todos los siglos (que él veía como un largo periodo de decadencia) que mediaban entre la caída del Imperio romano (476) y su propia época eran algo así como un mero paréntesis. Irónicamente, la suerte quiso que al final Flavio Biondo acabara perteneciendo también a la Edad Media, dado que murió en 1463 y, por convención, la fecha de conclusión del periodo se ha fijado en 1492, año del descubrimiento de América y de la expulsión de los moros de la península ibérica. Consideremos las cifras: 1 492 menos 476 nos da 1 016. Mil dieciséis años representan mucho tiempo y es muy difícil imaginar que en un periodo tan largo, durante el cual tuvo lugar una infinidad de hechos históricos — algunos de los cuales se estudian en la escuela: de las invasiones bárbaras al renacimiento carolingio y el feudalismo, de la expansión árabe al surgimiento de las monarquías europeas, de la lucha entre el Imperio y la Iglesia a las Cruzadas, de Marco Polo a Cristóbal Colón, de Dante a la conquista turca de Constantinopla—, las modalidades de vida y pensamiento se hayan mantenido uniformes. Un experimento interesante es preguntar a personas cultas (que no sean necesariamente expertas en asuntos medievales) cuántos años transcurrieron entre san Agustín, considerado el primer pensador medieval (aunque falleció antes de la caída del Imperio romano), y santo Tomás; ésta es una pregunta válida, pues ambos pensadores se estudian como los máximos representantes del pensamiento cristiano. Al hacer tal experimento se constata que la gran mayoría no consigue acercarse a la cifra correcta: 800 años (el mismo periodo que nos separa a nosotros mismos de santo Tomás). En ocho siglos pueden suceder muchísimas cosas, incluso si en aquel entonces los acontecimientos ocurrían con mucho mayor lentitud que en nuestros tiempos. Por esta razón, lo único que podemos decir es que la Edad Media es —y anticipamos una disculpa por la tautología— una edad. Es decir, no es un siglo, no es un periodo, sino una edad como la Edad Antigua o la Edad Moderna. El concepto de Edad Antigua, o sea, la Antigüedad clásica, abarca varios siglos y se extiende de los primeros vates prehoméricos a los poetas de la baja latinidad, de los presocráticos a los estoicos, de Platón a Plotino, de la caída de Troya a la caída de Roma. Similarmente, la Edad Moderna abarca del Renacimiento a la Revolución francesa y pertenecen a ella lo mismo Rafael que Tiepolo, lo mismo Leonardo que la Encyclopédie, lo mismo Pico della Mirandola que Vico, lo mismo Palestrina que Mozart. Así pues, es preciso aproximarse a la historia de la Edad Media con la convicción de que en un periodo tan largo debe haber habido, por decirlo así, varios medievos. No hay más remedio que atenerse a una datación diferente de la que considera sólo siglos. Tal datación puede parecer demasiado esquemática pero al menos identifica con claridad algunos desarrollos históricos determinantes. Así, suele diferenciarse una Alta Edad Media, que abarca de la caída del Imperio romano al año 1000 (o al menos hasta la época de Carlomagno); un Medievo intermedio, que incluye el renacimiento posterior al año 1000, y una Baja Edad Media, que, a pesar de las connotaciones negativas que puede insinuar el adjetivo baja, es la gloriosa época en la que Dante concluyó su Divina comedia, en la que escribieron sus obras Petrarca (1304-1374) y Boccaccio (1313-1375) y en la que maduró el humanismo florentino. La Edad Media no es un periodo exclusivo de la cultura europea occidental. Tenemos tanto el Medievo occidental como el Medievo del Imperio de Oriente (que continuó vivo después del esplendor de Bizancio y se prolongó durante 1 000 años después de la caída de Roma). Ahora bien, en estos mismos siglos florece una esplendorosa cultura árabe, mientras que, a lo largo de Europa, se difunde, de manera más o menos clandestina pero no por ello menos viva, la cultura judía. Los confines entre estas tradiciones diversas no estaban entonces tan marcados como lo están ahora (la imagen del desencuentro entre musulmanes y cristianos surgió sólo después de las Cruzadas).


La filosofía europea conoce a Aristóteles y a otros autores griegos por mediación de las traducciones árabes. Asimismo, la medicina occidental se funda en los experimentos médicos árabes. Las relaciones entre sabios cristianos y sabios judíos eran muy frecuentes aunque no se proclamaban abiertamente. Ahora bien, el Medievo occidental se caracteriza específicamente por su tendencia a traducir todas las aportaciones culturales de otras épocas y de otras civilizaciones a términos cristianos. Cuando hoy se discute si es preciso asentar en la Constitución europea las raíces cristianas de Europa suele objetarse, con justicia, que Europa también tuvo raíces grecorromanas y judías (basta con pensar en la importancia indiscutible de la Biblia), por no hablar ya de las antiguas civilizaciones precristianas y, con ellas, la mitología céltica, germánica o escandinava. No obstante, para la Europa medieval sí parece indispensable subrayar las raíces cristianas: en el Medievo todo se relaciona con la nueva religión y, desde los tiempos de los Padres de la Iglesia, todo se traduce bajo su luz. La Biblia no se conocerá más que en su traducción latina (la Vulgata de san Jerónimo) y sólo en traducciones latinas serán conocidos también los autores de la filosofía griega, que se leían para demostrar su coincidencia con los principios de la teología cristiana (por lo demás, la monumental síntesis filosófica de Tomás de Aquino aspira precisamente a lo mismo). Los siglos medievales no son una edad oscura (Dark Ages). Si con esta expresión se entienden siglos de decadencia física y cultural, siglos sacudidos por terrores abismales, fanatismos e intolerancia, pestes, hambrunas y matanzas, el modelo podría aplicarse parcialmente sólo a los siglos que transcurrieron entre la caída del Imperio romano y el nuevo milenio, o al menos hasta el renacimiento carolingio. Ahora bien, los siglos anteriores al año 1000 fueron bastante oscuros porque las invasiones bárbaras, que por espacio de un siglo arrasaron Europa, habían destruido poco a poco la civilización romana: las ciudades se despoblaron o cayeron en ruinas, las grandes vías ya no recibieron mantenimiento, se abandonaron y acabaron perdiéndose en la vegetación, se olvidaron técnicas fundamentales como la extracción de ciertos metales y minerales, se abandonaron los cultivos y, antes del fin del milenio (o al menos antes de la reforma feudal de Carlomagno), vastos territorios cultivados se habían transformado en bosques. Si nos proponemos, sin embargo, redescubrir las raíces de la cultura europea, hay que decir que precisamente en estos siglos “oscuros” surgen las lenguas que todavía hablamos hoy, se establece la civilización romano-bárbara o romano-germánica, por un lado, y la civilización bizantina por el otro; estas dos civilizaciones cambiaron profundamente las estructuras del derecho; en estos siglos sobresalen, por otro lado, figuras de una inmensa fuerza intelectual como Boecio (que nace justo con la caída del Imperio romano y ha sido llamado el último de los romanos), Beda, los maestros de la Schola Palatina de Carlomagno (como Alcuino o Rabano Mauro) y Juan Escoto Eriúgena. Convertidos al cristianismo, los irlandeses fundan monasterios en los que estudian los textos antiguos y serán los monjes de Hibernia quienes evangelizarán dominios enteros de la Europa continental, inventando a la vez aquella original forma de arte medieval que son las miniaturas y que aún podemos apreciar en el Libro de Kells y en manuscritos análogos. A pesar de estas manifestaciones culturales, la Edad Media antes del año 1000 fue ciertamente un periodo de indigencia, hambre e inseguridad. Circulaban historias de actos milagrosos en las que, por ejemplo, un santo, apareciendo de improviso, recobraba la hoz que un campesino había dejado caer al pozo: esta historia nos deja ver que en aquella época el hierro se había convertido en un material tan raro y tan apreciado que la pérdida de la hoz podía significar la imposibilidad, para siempre, de trabajar el campo. En sus Historiarum libri, al hablar de acontecimientos acaecidos cuando el primer milenio apenas tenía 30 años de haberse cumplido, Rodolfo el Calvo nos describe una hambruna debida a un clima tan inclemente que no fue posible encontrar condiciones propicias ni para la siembra ni para la cosecha, sobre todo a causa de las inundaciones. El hambre entonces había dejado a todos literalmente demacrados y enjutos, lo mismo pobres que ricos, y cuando ya no quedaron animales que comer se alimentaban con cualquier tipo de carroña y con “cosas que, tan sólo de mencionarlas, despiertan repugnancia”, hasta que algunos se vieron obligados a consumir carne humana. Los forasteros que pasaban por una villa eran atacados y asesinados, sus cuerpos mutilados se ponían a cocer, y aquellos que huían de su pueblo y viajaban con la esperanza de librarse de la hambruna, durante la noche eran degollados y devorados por quienes los hospedaban. Había quienes atraían a los niños mostrándoles una fruta o un huevo para luego degollarlos y alimentarse con ellos. En muchos lugares se comían los cadáveres desenterrados: un hombre había llevado carne humana ya cocida al mercado de Tournus para venderla, lo descubrieron y lo echaron a la hoguera, pero luego otro, por la noche, fue a buscar esa misma carne donde la habían enterrado. La población, cada vez menos abundante y cada vez menos resistente, se veía diezmada por enfermedades endémicas (tuberculosis, lepra, úlceras, eccemas, tumores) y por epidemias terribles como la peste. Siempre es difícil hacer cálculos demográficos para milenios anteriores pero, según algunos, Europa, que pudo haber tenido entre 30 y 40 millones de habitantes en el siglo III, contaba con sólo 14 o 16 millones en el siglo VII. Poca gente cultiva poca tierra, pocos cultivos alimentan sólo a poca gente… No obstante, conforme nos acercamos al milenio, las cifras cambian y se habla de entre 30 y 40 millones de habitantes para el siglo XI, y ya para el XIV la población europea oscila entre 60 y 70 millones. Aunque las cifras no siempre concuerdan, se puede asegurar con alguna certeza que en cuatro siglos la población al menos se duplicó. El extracto de Rodolfo el Calvo es célebre porque, inmediatamente después de narrar la hambruna de 1033, describe cómo, al alba del nuevo milenio, la tierra toda empezó a florecer de nuevo como un prado en primavera:

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