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La danza de los muertos – Christie Golden

—Liza está espléndida esta noche, ¿verdad? —susurró Sardan a Larissa mientras contemplaban la actuación de la estrella del espectáculo. La joven de cabellos blancos levantó la mirada hacia Sardan con una expresión sonriente y asintió entusiasmada. Liza Penélope, la primera actriz de El placer del pirata, estaba sola en el escenario del barcoteatro La Demoiselle du Musarde, en medio de un decorado creado por un mago experto en ilusionismo; sus desnudos pies se hundían en arenas blancas y unas gráciles palmeras se inclinaban sobre ella; incluso si alguno de los presentes no deseaba escuchar su aguda voz, podía dejarse arrullar por el lejano rumor de las olas. Esa atención a los detalles, junto con las dotes musicales de Liza, propiciaban la enorme popularidad de La Demoiselle en las ciudades portuarias donde atracaba. La bella soprano echó la cabeza hacia atrás y cantó a pleno pulmón; su rojo cabello se inflamó en el resplandor de un sol tropical ilusorio. Larissa tenía la sensación de que cada nota era más pura, más potente que otras veces. La joven bailarina y Sardan, el actor principal, contemplaban a Liza desde detrás del telón. El papel de Larissa en la obra ya había concluido, pero se había quedado a escuchar el último dúo. El atractivo Sardan se ajustó el traje, se cepilló distraído los rubios cabellos por última vez y avanzó hacia el escenario con los brazos tendidos hacia Liza. No, no temáis, adorada Rose; vuestro amante ha de regresar por el corazón roto y la mano gentil de la Dama del Mar. «Rose» se giró, desbordada de felicidad, y corrió al encuentro de su amado «Florian»; las dos voces, soprano y tenor, se fundieron en una sola. Se besaron con pasión entre los aplausos y las exclamaciones jubilosas del público. Larissa sonreía desde las sombras, oculta a las miradas de los espectadores tras una cortina que simulaba una palmera. «Eso sí que es actuar», se dijo con ironía. Apreciaba al libertino tenor, pero la aversión de Liza por Sardan era de todos conocida. En consecuencia, Sardan había tomado la costumbre de convertir los besos sobre las tablas en demostraciones de pasión, con el agravante de que obligaba a Liza a fingir deleite, y la temperamental actriz siempre se enfurecía después. El escenario se oscureció, de modo que el público sólo veía el cielo negro cuajado de estrellas tropicales. De pronto, la ilusión cesó y quedaron solamente el casco desnudo y las sonrisas de los actores de El placer del pirata. Mientras saludaba, Larissa, que encarnaba a la perversa Dama del Mar, recorrió los rostros del público con su azul mirada, hasta dar con la persona que buscaba, Raoul Dumont, capitán de La Demoiselle du Musarde. El hombre sonrió e hizo un leve gesto de asentimiento. Raoul Dumont era corpulento, de más de un metro ochenta centímetros y sólida musculatura. A pesar de que su rubio cabello comenzaba a blanquear por las sienes y de que las arrugas de su bronceado rostro se habían hecho más profundas durante los últimos cuarenta y tres años, no había perdido un ápice de fuerza ni de rapidez de reflejos. La mayoría de los capitanes solía engordar y apoltronarse tan pronto como dejaban de realizar tareas que requerían esfuerzo físico, y se conformaban con impartir órdenes; éste no era el caso de Dumont. La vitalidad de este hombre comprendía además otros aspectos, ya que a su excelente forma física y a su atronadora voz se unía una personalidad igualmente dominante. Con los actores, sobre todo con su protegida Larissa, que contaba veinte años, y con los clientes, se mostraba agradable y cortés, y todo su vigor tomaba forma de segura efectividad.


Sin embargo, la tripulación lo conocía mejor, aunque sólo en contadas ocasiones el capitán de La Demoiselle du Musarde recurría a la violencia. El brillo de sus ojos de color verde mar, el rictus de la sensual boca, el modo en que apretaba las poderosas y endurecidas manos eran advertencias más que suficientes para la mayoría. «Tío Raoul» había criado a Larissa desde los doce años y le había confiado el papel de la Dama del Mar, por lo que la joven siempre ansiaba complacerlo con una buena interpretación; aquella noche seguro que estaba satisfecho por la forma en que habían rodado las cosas. No obstante, al pasar junto a Sardan, le tiró de la manga y musitó: —¿Crees que le habrá gustado? El tenor se quedó mirándola unos segundos antes de contestar. Larissa era una auténtica belleza, más hermosa incluso que Liza, pero, al contrario que la cantante, la joven bailarina no era consciente de su gracia. Sus azules ojos lo miraban con confianza y la blanca melena, trenzada con conchas marinas, le caía sobre la espalda. Varios años de dedicación a la danza le habían modelado el cuerpo, cuyas gráciles curvas se insinuaban tentadoras bajo el vestido de Dama del Mar. —Siempre que bailes tú, el capitán se sentirá complacido —respondió con una sonrisa en los labios. Unas horas más tarde, Larissa estaba sentada al lado de Dumont como invitada del barón de la localidad. Había cambiado el insinuante vestido de la Dama del Mar, por un recatado traje de cuello alto de un suave tono crema; los metros de tela almidonada elevaban a la perfección el matiz rosado de su claro cutis y realzaban la blancura de su abundante cabello. Había adoptado el nombre artístico de «Bucles de Nieve» por el color nada común de sus cabellos, que en ese momento llevaba recogidos en dos trenzas alrededor de la cabeza; un camafeo ceñido a la garganta completaba el atuendo. Estaban pasando una temporada en el puerto de una acogedora ciudad, Fuentes de Nevuchar, en el país de Darkon. La población era mayoritariamente élfica, y el pequeño burgo portuario acogía con agrado la diversión, al igual que otros lugares frecuentados por La Demoiselle, aunque expresaba su agradecimiento con mayor efusividad. El barón Tahlyn Cedro Rojo en persona había acudido a la representación de esa noche y había insistido en invitar a la compañía y a Dumont a cenar en su casa. El salón donde se celebraba el banquete resultaba acogedor e impresionante al mismo tiempo. La mesa de caoba, cubierta con finísimos manteles de lino, congregaba a veinte comensales; los paneles de madera encastrados en las paredes de mármol mostraban episodios de la vida cotidiana de un personaje noble, escenas de caza, de halconería y de justas. La chimenea, tan enorme que Larissa calculó que podría ponerse de pie dentro de ella, alumbraba y caldeaba la inmensa habitación con un rojo resplandor; la iluminación se completaba gracias a las numerosas velas dispuestas en dos delicados candeleros de cristal, con lo que el salón de sombríos colores quedaba convertido en un lugar alegre y esplendoroso. El barón Tahlyn se puso en pie con un airoso movimiento, que imprimió un ligero balanceo a sus largos ropajes morados y rojos; la luz de las candelas arrancó destellos a su cinturón y a su colgante de plata y cristal. Con un gesto casi infantil, a pesar de sus muchos años, el elfo se apartó un importuno mechón negro de los asombrosos ojos de color violeta y, con una amplia sonrisa en el anguloso rostro, levantó la copa incrustada de joyas. —Quisiera proponer un brindis —anunció—. Por La Demoiselle, un bajel grande y galante; por su capitán, Raoul Dumont, porque sus esfuerzos han hecho posible la magia y las maravillas del barco; por mi hermano elfo, que fascina al auditorio noche tras noche con las ilusiones que nacen de sus manos; por la fantástica compañía de a bordo, que tanta felicidad ha traído a mi pueblo. Y finalmente, si ella me lo permite… —Tahlyn dirigió toda la fuerza de su oscura mirada violeta a Liza, que escuchaba feliz—, por la señorita Liza Penélope. Querida mía, en este ramillete de talentos, tú eres la rosa. Hizo una leve inclinación de cabeza sin dejar de mirar a la soprano y bebió de la dorada copa. Un murmullo de aprobación se elevó en el aire al tiempo que los convidados, halagados, vaciaban sus respectivos vasos.

Larissa observaba las reacciones de sus compañeros ocultando una sonrisa. Sardan fruncía el entrecejo, pero bebía; Dumont levantaba una ceja dorada, único gesto que alteró su inescrutable rostro, y Gelaar, el ilusionista élfico, parecía emocionado por la alabanza. Larissa se quedó mirando con simpatía al ilusionista. Si La Demoiselle era creación de Dumont, desde la peculiar rueda de paletas hasta los guardianes mágicos con que el capitán mago protegía la nave, el espectáculo que allí se ofrecía se debía a Gelaar. El pequeño elfo era el responsable directo del éxito de El placer del pirata; él invocaba los decorados, los efectos de luz y los «monstruos» que aparecían en el escenario. Y todo eso a pesar de la tragedia que le había sucedido el año anterior cuando, una noche, su hija Aradnia, una encantadora muchacha de cabellos de oro, huyó con un pícaro espadachín mercenario. El elfo de pelo oscuro y piel pálida no había llegado a recuperarse por entero de la pérdida; apenas sonreía, y su silenciosa dignidad y su mal disimulado sufrimiento inspiraban desde el primer momento un respeto sombrío a cualquiera que lo conociera. En el otro extremo, Liza parecía una leona al sol, una reina que por fin recibía el homenaje debido, aunque sabía aceptarlo con donaire, sonriendo lo justo como para alentarlo sin caer en la exageración. Larissa estaba impaciente por regresar a La Demoiselle y contárselo todo a Casilda. Unos instantes después, Sardan, que ocupaba la silla a la izquierda de la joven, se inclinó hacia ella y susurró: —Es posible que tengamos un nuevo cliente asiduo. —¿A qué te refieres? —musitó a su vez, con las delicadas cejas blancas fruncidas. —Observa a esos dos —prosiguió el cantante en voz baja, indicando con la cabeza en dirección a Liza y al barón—. Una pelirroja que yo conozco va a lucir cierta joya de gran valor dentro de un par de días, ya verás. —¡Sardan! —replicó Larissa con los ojos en blanco—. ¡No todo el mundo tiene intenciones ocultas! Por otra parte, el barón parece una buena persona. —¡Qué ingenua eres, mi niña! ¡Claro que es bueno, y precisamente por eso le dará una joya…después! Cuando Sardan le decía esas cosas en el barco, sabía bien lo que tenía que hacer: pegarle. El propio Sardan le había enseñado algunas técnicas de defensa contra admiradores demasiado efusivos, y no tenía escrúpulos en utilizarlas en contra de su propio maestro. Sin embargo, en el refinado salón de Tahlyn tuvo que limitarse a mirarlo de soslayo y estrujar la servilleta de lino hasta dejarla reducida a un rebujo. Dumont percibió el gesto, y sus penetrantes ojos verdes ascendieron de la arrugada servilleta a la mirada de Larissa y a la cínica sonrisa de Sardan. El tenor sintió el peso de la mirada del capitán, y su alegría se desvaneció. —¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Sardan? —inquirió Dumont con aire apacible, mientras despedazaba un bollo de pan caliente—. ¿Algo referente a mi protegida, tal vez? —Humm, no señor, nada en absoluto —tartamudeó, y se zambulló en el plato de comida sin más comentarios. Dumont lo miró unos segundos más y después se dirigió a Larissa, apoyó su enorme mano curtida sobre la de la joven y se la apretó. Cuando ella levantó los ojos, lo encontró sonriendo con una expresión protectora, mueca que le acentuaba las patas de gallo en torno a los ojos. —No permitas que Sardan te importune así —le dijo en un tono afable—.

Deberías acudir a mí cuando lo hace. —Era sólo una broma, tío —contestó Larissa. Dumont entrecerró los párpados, y la sonrisa desapareció de su rostro. —Esa clase de bromas no son apropiadas para una señorita —sentenció. —Sí, señor —acató Larissa, procurando evitar que la exasperación le tiñera la voz. En algunas ocasiones la irritaba el celo con que su guardián la protegía, pero nunca se permitía soltar la lengua. Dumont se volvió hacia el barón. Durante el resto de la velada, Larissa observó al barón y a Liza, y advirtió que, a pesar de que ocupaban los extremos opuestos de la mesa, algo circulaba entre ambos; sus miradas se encontraban con frecuencia y compartían misteriosos ademanes y guiños, aunque esos detalles no cambiaron la primera impresión que Tahlyn le había causado. Había un anhelo en sus ojos que hablaba de algo más tierno y firme que el deseo carnal que Sardan había insinuado. La cena concluyó a altas horas de la noche, y los convidados regresaron al barco. Mientras Dumont y ella aguardaban la llegada de los carruajes estacionados en los establos, la joven se estremeció en el aire frío y húmedo del patio. La neblina se movía despacio en torno a sus rodillas y ocultaba las piedras de vez en cuando; en muy raras ocasiones había salido del barco por la noche, y no estaba segura de que le gustara. Todo, desde los silenciosos lacayos hasta la magnífica mansión, parecía más siniestro envuelto en la oscuridad. Dumont le cubrió los hombros con la capa.

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