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La Daga de la Ceguera – Brent Weeks

Gavin Guile está muriéndose. Pensaba disponer de cinco años más de existencia como Prisma, y ahora resulta que le queda menos de uno. Con cincuenta mil refugiados a su cargo, por no hablar de un hijo ilegítimo que hay que formar en las artes mágicas y una ex novia que bien podría haber descubierto su más oscuro secreto, le llueven los problemas. De repente, la magia en todo el mundo está fuera de control, y este caos amenaza con acabar con las siete satrapías. Peor aún, los dioses antiguos están a punto de renacer, y sus ejércitos parecen imparables. Tal vez el único camino de salvación sea su hermano, cuya libertad y cuya vida Gavin robó hace dieciséis años.


 

Gavin Guile yacía tendido de espaldas en una estrecha trainera que flotaba en medio del mar. La embarcación era diminuta, de regalas muy bajas. Tumbado de esta manera, casi había llegado a creer que era uno con el mar. Ahora, la bóveda celeste sobre él era como la tapa de una olla, y él, un cangrejo encerrado dentro mientras aumentaba el calor. Dos horas antes del mediodía, en el extremo meridional del mar Cerúleo, las aguas deberían mostrar un intenso verde azulado. El firmamento en lo alto, sin nubes, disipada la bruma, debería ser un plácido y vibrante zafiro. Pero no podía verlo. Desde la derrota que sufriera en la Batalla de Garriston, hacía cuatro días, lo único que veía era gris allí donde debería estar el azul. Ni siquiera podía ver gran cosa a menos que se concentrara. Despojado de su azul, el mar ofrecía el aspecto de una fina sopa entre verdosa y cenicienta. Su flota aguardaba. Relajarse no era tarea sencilla cuando había miles de personas esperándolo a uno y solamente a uno, pero necesitaba este ardite de paz. Contempló el cielo con los brazos en cruz, acariciando las olas con las y emas de los dedos. Lucidonius, ¿estuviste aquí tú también? ¿Exististe realmente? ¿Fue esto mismo lo que te ocurrió? Algo siseó en el agua, el sonido recordaba al de una barca que cortara las olas. Gavin se sentó en la trainera. Luego se puso de pie. Cincuenta pasos a su espalda, algo desapareció bajo las olas, algo lo bastante grande como para dejar su propia ondulación en el agua. Podría tratarse de una ballena. Solo que las ballenas acostumbran a salir a la superficie para respirar.


No había ninguna nube de salpicaduras suspendida en el aire, ningún surtidor de aliento expelido. Y a cincuenta pasos de distancia, para que Gavin oy era el siseo de una criatura marina cortando las aguas, tendría que ser gigantesca. Se le formó un nudo en la garganta. Comenzó a absorber luz para trazar un juego de remos… y se quedó paralizado. Justo debajo de la diminuta embarcación, algo se deslizaba por el agua. Era como ver discurrir el paisaje a gran velocidad cuando uno viaja dentro de un carruaje, pero Gavin no estaba moviéndose. El cuerpo, veloz, era enorme, varias veces más ancho que la embarcación, y ondulaba aproximándose cada vez más a la superficie, al pequeño bote. Un demonio marino. Y resplandecía. Un fulgor plácido y cálido, como el sol de esa fría mañana. Gavin nunca había oído hablar de ningún ser parecido. Los demonios marinos eran monstruos, la manifestación de la furia más pura y demencial que conociera la humanidad. Brillaban con un rojo abrasador, los mares hervían a su alrededor, imprimían estelas de fuego flotando tras de sí. No eran carnívoros, según las estimaciones de los antiguos tratados, pero sí ferozmente territoriales… y cualquier intruso que perturbara sus mares era susceptible de sucumbir aplastado. Intrusos como las embarcaciones extrañas. Esta luz no concordaba con esa rabia. Una luminiscencia pacífica, el demonio marino no era un destructor despiadado, sino un leviatán que surcaba las aguas, dejando apenas una ondulación que delatara su paso. Los colores rutilaban entre las olas, refulgían con más intensidad a medida que el movimiento sinuoso acercaba el cuerpo a la superficie. Sin pensar, Gavin se arrodilló cuando el lomo de la criatura rompió la superficie del agua justo debajo de la trainera. Antes de que la embarcación cayera deslizándose de la cúpula líquida, extendió una mano y rozó la piel del demonio marino. Esperaba que una criatura que reptaba entre las olas fuera viscosa, pero su textura era sorprendentemente áspera, cálida y musculosa. Por un precioso momento, Gavin dejó de ser Gavin. Ya no existían ni Gavin Guile, ni Dazen Guile, ni el sumo señor de la lux prisma, ni los obsequiosos dignatarios carentes de dignidad, ni las mentiras; y a no había sátrapas que intimidar, ni consejeros del Espectro que manipular, ni amantes, ni bastardos, ni más poder que el que se desplegaba ante sus ojos. Se sintió insignificante contemplando aquella inmensidad que desafiaba a la comprensión. Al frescor de la plácida brisa de la mañana, al calor de los soles gemelos, uno en el firmamento, el otro bajo las olas, a Gavin lo embargó la serenidad.

Era lo más parecido a una revelación religiosa que hubiese experimentado jamás. Entonces se percató de que el demonio marino avanzaba en dirección a su flota. 2 El infierno verde lo llamaba a la locura. El difunto había regresado a la pared reflectante, radiante, sonriendo a Dazen, sus rasgos comprimidos hasta lo cadavérico por la curvatura de la esfera verde que era su celda. La clave estribaba en no trazar. Después de dieciséis años trazando exclusivamente el color azul, alterando su mente y perjudicando su cuerpo con esa aborrecible serenidad cerúlea, ahora que había escapado de la celda azul, Dazen solo quería atiborrarse de cualquier otro color. Era como si llevase seis mil días desayunando, almorzando y cenando siempre el mismo engrudo, y ahora alguien le ofreciera una loncha de beicon. Ni siquiera le gustaba el beicon, cuando era libre. Ahora le parecía un manjar. Se preguntó si sería obra de la fiebre, que reducía sus pensamientos a una papilla de emociones. Tenía gracia que pensara en esos términos: « Cuando era libre» , y no « cuando era el Prisma» . No sabía si se debía a que continuaba diciéndose que seguía siendo el Prisma, tanto enfundado en regios ropajes como cubierto de harapos, o a que sencillamente carecía de la menor importancia. Dazen intentó apartar la mirada, pero todo era verde. Tener los ojos abiertos equivalía a hundirse en ese color hasta los tobillos. No, estaba sumergido hasta el cuello e intentaba secarse, cuando esto no era una opción. Debía reconocerlo y aceptarlo. La cuestión no era si iba a mojarse el pelo, sino si iba a ahogarse. El verde simbolizaba la naturaleza, la libertad. La parte lógica de Dazen que se había solazado con el orden metódico del azul sabía que absorber irracionalidad pura encerrado en esta jaula de luxina lo conduciría a la locura. Terminaría desgarrándose la garganta con los dedos en cuestión de días. Aquí, la ferocidad del verde sería su muerte. Cumpliría el destino que su hermano había planeado para él. Debía ser paciente. Necesitaba pensar, y ahora mismo eso resultaba difícil. Se examinó el cuerpo despacio, con atención.

Tenía las manos y las rodillas laceradas tras arrastrarse por el túnel de piedra infernal. Podía hacer caso omiso de las hinchazones y las magulladuras con que se había saldado su caída por la trampilla que daba a esa celda. El dolor era inconsecuente. Más gravedad revestía el corte inflamado e infectado que le surcaba el pecho. Le producía náuseas el mero hecho de verlo ahí, rezumando pus y promesas de muerte. Lo peor era la fiebre que corrompía su misma sangre, volviéndolo estúpido, irracional, socavando su fuerza de voluntad. Pero Dazen había escapado de la prisión azul, y el cautiverio lo había cambiado. Su hermano había trazado apresuradamente aquellas celdas, y cabía suponer que hubiera concentrado sus esfuerzos en la primera, en la azul. Toda prisión tenía un punto débil. La prisión azul lo había convertido en la persona idónea para descubrirlo. Muerte o libertad. Desde su pared verde reflectante, el cadáver preguntó: —¿Nos apostamos algo? 3 Gavin empezó a aspirar luz para trazar los remos. Sin pararse a pensar, intentó trazar azul. Aunque frágil, la estructura del azul, rígida, lisa y lustrosa, era perfecta para aquellos componentes que no tuvieran que soportar esfuerzos laterales. Por un momento fútil, Gavin trató de forzarlo, una vez más. Era un Prisma encarnado, el único trazador capaz de dividir la luz dentro de su propio ser. El azul estaba allí; sabía que estaba allí, y quizá esa certeza, aunque no pudiera verlo, fuese suficiente. Por el amor de Orholam, si uno podía buscar a tientas el bacín en plena noche y, a pesar de no poder verlo, encontrar el condenado cacharro, ¿por qué no iba a ser igual esto? Nada. No experimentó ningún aluvión de lógica armoniosa, de fría racionalidad, su piel no se tiñó de azul, ni la menor sombra de trazo. Por primera vez desde que era un niño pequeño, se sintió impotente. Como una persona normal. Como un campesino. Gavin profirió un alarido de frustración. De todas formas, ya era demasiado tarde para los remos. Ese malnacido nadaba demasiado rápido.

Trazó las palas y las cañas. El azul era más adecuado para crear el sistema de propulsión de una trainera, pero la flexibilidad natural del verde podría servir si le imprimía el grosor suficiente. La áspera luxina verde pesaba más y ofrecía más resistencia al agua, lo que entorpecía su avance, pero carecía del tiempo y de la concentración necesarios para recurrir al amarillo. Transcurrieron unos segundos preciosos mientras acondicionaba la embarcación. Cuando las palas estuvieron en su sitio, Gavin empezó a arrojar luxina a los propulsores, expulsando aire y agua por la popa del bote, impulsándolo así hacia delante. Se inclinó a proa, con los hombros tensos por el esfuerzo; luego, conforme aumentaba la velocidad, la resistencia se redujo. La embarcación no tardó en silbar mientras surcaba las olas. La flota se materializó a lo lejos, primero las velas de las naves más altas. Pero a la velocidad a la que viajaba Gavin, no tardó en distinguirlos todos. Había ahora cientos de barcos: desde botes de vela a galeazas, pasando por el navío de tres palos con velas cuadradas de la línea, armado con cuarenta y ocho cañones, que Gavin había convertido en su buque insignia tras arrebatárselo al gobernador ruthgari. Habían salido de Garriston con más de cien naves, pero cientos más que habían zarpado antes se sumaron a ellos en cuestión de días para defenderlos de los piratas que infestaban aquellas aguas. Por último, vio las grandes barcazas de luxina, apenas aptas para la navegación. Había creado personalmente aquellas cuatro embarcaciones abiertas para albergar el mayor número de refugiados posible. De lo contrario, habrían muerto miles de personas. Y ahora morirían de todas formas, a menos que Gavin ahuy entara al demonio marino. Mientras avanzaba divisó de nuevo al demonio marino, una joroba que sobresalía seis pies del agua. Su piel era plácidamente luminosa, y por algún golpe de suerte no se encaminaba directo hacia la flota. Su trayectoria lo situaría aproximadamente a mil pasos de la proa de la nave que iba en cabeza. Los barcos labraban lentos surcos en el agua a su vez, acortando la distancia, pero el demonio marino se movía tan deprisa que Gavin se atrevió a abrigar la esperanza de que eso no tuviera importancia. Ignoraba cuán agudos eran los sentidos del demonio marino, pero si continuaba en la misma dirección, quizá consiguieran esquivarlo. Gavin no podía apartar las manos de los propulsores de la trainera sin perder una velocidad valiosa, y aunque pudiera, no sabía cómo enviar una señal que dijera « ¡No cometáis ninguna estupidez!» a toda la flota a la vez. Siguió directamente la estela del demonio marino, ahora más cerca. Se había equivocado; el demonio marino iba a pasar a unos quinientos pasos de la nave de cabeza. ¿Había errado en sus cálculos o estaba virando la criatura hacia la flota? Gavin vio que los oteadores agitaban violentamente las manos desde sus atalay as para avisar a los ocupantes de las cubiertas. Desgañitándose, sin duda, aunque Gavin estaba demasiado lejos para oírlos.

Al acercarse un poco más, distinguió figuras que corrían de un lado a otro. La emergencia se cernió sobre la flota mucho más rápido de lo que nadie podría haber anticipado. En condiciones normales, los enemigos aparecían sobre el horizonte antes de emprender la persecución. Las tormentas podían materializarse de la nada en cuestión de media hora, pero esto había ocurrido en minutos, y algunas de las embarcaciones contemplaban ahora atónitas el doble prodigio: la barca que cortaba las olas más deprisa de lo que nadie hubiera visto en su vida, precedida de una inmensa silueta oscura que solo podía pertenecer a un demonio marino. Sed listos, así os confunda Orholam, sed listos o quedaos paralizados de terror y no hagáis absolutamente nada. ¡Por favor! Llevaba tiempo preparar los cañones, que no podían dejarse cargados so pena de que se estropeara la pólvora. Algún idiota podría disparar un mosquete contra aquella sombra en movimiento, pero el monstruo ni siquiera repararía en una molestia tan insignificante. El demonio marino surcó las aguas como un ariete cuatrocientos pasos por delante de la flota y continuó avanzando en línea recta. Ahora Gavin podía oír los gritos procedentes de las naves. El vigía de la cofa del buque insignia de Gavin se había llevado las manos a la cabeza, sin dar crédito a sus ojos, pero nadie cometió ninguna estupidez. Orholam, tan solo un minuto más. Tan solo… Un mortero de señalización restalló en el silencio de la mañana, y las esperanzas de Gavin se dieron un panzazo contra el mar. Juraría que el griterío había cesado simultáneamente en todos los barcos de la flota… tan solo para reanudarse instantes después, cuando los marineros más veteranos, incrédulos, comenzaron a arrojar invectivas contra el estúpido capitán que, aterrorizado, probablemente acababa de matarlos a todos. Gavin solo tenía ojos para el demonio marino. Su estela se extendió otros cien pasos en línea recta, toda burbujas siseantes y grandes ondulaciones. Cien pasos más. Quizá no hubiera oído el disparo. La trainera se cruzó con la bestia en ese momento, cuando el demonio marino giró en redondo más deprisa de lo que Gavin hubiera creído posible. Al completar la maniobra, su cola rompió la superficie del agua. Su rapidez impidió que Gavin distinguiera ningún detalle. Tan solo que era de un rojo incandescente, el color del hierro trabajado en la forja, y cuando golpeó el agua con toda su envergadura —al menos treinta pasos de longitud— la colisión convirtió el estampido del mortero de señalización en un diminuto recuerdo aflautado. Unas olas gigantes surgieron del punto de impacto. Gavin, que se había detenido por completo, apenas tuvo tiempo de virar la barca antes de que lo alcanzaran. Se zambulló por completo en la primera de ellas y se apresuró a arrojar luxina verde ante él, ensanchando y alargando la proa de su embarcación. La siguiente ola lo impulsó hacia arriba y lo lanzó por los aires.

La proa de la trainera golpeó la siguiente ola gigante en un ángulo demasiado cerrado y se zambulló por entero. Gavin salió disparado de la embarcación, engullido por el oleaje. El mar Cerúleo era una boca cálida y húmeda. Se tragó a Gavin entero, lo masticó hasta arrebatarle el aliento, lo hizo girar con la lengua, desorientándolo, amenazó con deglutirlo, y ante sus forcejeos, lo liberó finalmente. Gavin emergió a la superficie y no tardó en localizar la flota. No tenía tiempo de crear una embarcación nueva completa, de modo que trazó unos pequeños propulsores alrededor de sus brazos, absorbió tanta luz como le era posible contener, apuntó con las manos hacia abajo y la cabeza hacia el demonio marino. La luxina que salió disparada de los tubos lo lanzó hacia delante. La presión de las olas era asombrosa. Lo cegaba, apagaba todos los sonidos, pero Gavin no aminoró. Con el cuerpo tan endurecido por los años de gobernar los remos de una trainera que era capaz de cruzar el mar en un día, con una voluntad que los años de ser Prisma y obligar al mundo a obedecer sus deseos habían vuelto implacable, redobló sus esfuerzos. Sintió cómo se adentraba deslizándose en la estela del demonio marino: la presión se redujo de improviso, y su velocidad se multiplicó. Empleando las piernas para ay udarse, Gavin tomó impulso sumergiéndose en el agua antes de catapultarse como una exhalación hacia la superficie. Salió volando por los aires. Justo a tiempo. No tendría que haber podido ver gran cosa, jadeando sin aliento y deslumbrado como estaba, con el cuerpo entero chorreando agua. Pero la imagen se congeló, y lo vio todo. La testa del demonio marino asomaba hasta la mitad fuera del agua, firmemente cerradas sus fauces cruciformes, disponiéndose a hacer astillas el buque insignia con su cabeza de martillo, recubierta de pinchos y nudos. Su cuerpo medía al menos veinte pasos de diámetro, y únicamente cincuenta lo separaban del barco. Había hombres en el pasamanos de babor, mosquetes de mecha en mano. De unos pocos de ellos emanaban negros hilachos de humo. Otros centellearon cuando las serpentinas prendieron la pólvora de las cazoletas justo antes de disparar. El comandante Puño de Hierro y Karris se erguían con las piernas flexionadas para mantener el equilibrio, impávidos, formando resplandecientes proy ectiles de luxina con las manos. En los pañoles de pólvora, Gavin vio hombres cebando los cañones para unos disparos que jamás conseguirían efectuar a tiempo. Los demás barcos de la flota se arracimaban como chiquillos alrededor de una rey erta, los hombres encaramados a las regalas, embobados, muy pocos de ellos cargando siquiera sus mosquetes. Docenas de hombres apartaron la mirada del monstruo que se cernía sobre ellos para ver qué nuevo horror podría haber lanzado este por los aires… y se quedaron boquiabiertos, patidifusos.

Desde su cofa, uno de los vigías señaló a Gavin con el dedo, vociferando. En suspensión, con la catástrofe y la mutilación a escasos segundos de sus compatriotas, Gavin atacó al demonio marino con todo lo que tenía. Una reluciente y siseante pared de luz multicolor emergió de Gavin, dirigiéndose como un rayo hacia la criatura. Gavin no vio lo que sucedió cuando esta impactó en el demonio marino, de hecho ni siquiera vio si llegó a alcanzarlo. Había un antiguo proverbio pariano que Gavin había escuchado aunque nunca le había prestado atención: « Si lanzas una montaña por los aires, la montaña hará lo mismo contigo» . El tiempo se reanudó, desagradablemente deprisa. Gavin se sentía como si lo hubieran vapuleado con una porra más grande que él. Salió disparado de espaldas, con estrellas explotando ante sus ojos, arañando el aire como un gato, contorsionándose, intentando darse la vuelta… y golpeando por fin las aguas con otro impacto demoledor, veinte pasos más allá hacia atrás. La luz es vida. Los años de guerra habían enseñado a Gavin que nunca debía quedarse desarmado; la vulnerabilidad es la antesala de la muerte. Encontró la superficie y empezó a trazar de inmediato. Tras años de intentos infructuosos por perfeccionar su trainera, también había perfeccionado la manera de salir del agua y crear una barca; no era tarea sencilla. A los trazadores les aterraba la posibilidad de caer al agua y no ser capaces de volver a emerger. De modo que en cuestión de segundos Gavin se irguió en la cubierta de una nueva trainera, trazando los propulsores mientras intentaba evaluar lo ocurrido. El buque insignia se mantenía a flote, arrancado de cuajo uno de los pasamanos, con grandes surcos en el costado de madera, a babor. De modo que el demonio marino debía de haberse girado, golpeado la nave apenas de refilón. Su cola había vuelto a restallar tras la maniobra, no obstante, por unos cuantos de los pequeños botes de vela que zozobraban en los alrededores, y mientras sus ocupantes saltaban al agua, otros barcos se dirigían y a hacia ellos para rescatarlos de las fauces del mar. ¿Y dónde diablos se había metido la bestia? Los hombres gritaban desde las cubiertas… no eran voces de adulación, sino de alarma. Apuntaban… Ay, mierda. Gavin comenzó a introducir luxina en las cañas tan deprisa como le era posible. Pero la trainera siempre tardaba en arrancar. La descomunal cabeza de martillo incandescente rompió la superficie a menos de veinte pasos de distancia, acercándose a gran velocidad. Gavin estaba acelerando y recibió el impacto de la onda de choque provocada por la gigantesca forma achatada que embestía los mares. La testa de la criatura era una pared, una muralla erizada de protuberancias y pinchos. Pero con la ay uda de la onda de choque en expansión, Gavin empezó a alejarse.

La boca cruciforme se abrió de par en par en ese momento, dividiendo la cabeza de martillo en cuatro partes. Cuando el demonio marino comenzó a absorber el agua en vez de seguir empujándola ante él, la onda de choque desapareció de golpe. Y la trainera de Gavin retrocedió de un salto en dirección a las fauces. Directamente a su interior. La boca abierta era por lo menos dos o tres veces tan ancha como Gavin de alto. Los demonios marinos devoraban los mares enteros. El cuerpo se convulsionó acompasadamente, un círculo constrictor que se expandió de improviso, expulsando agua por las agallas y el lomo, casi del mismo modo que la trainera de Gavin. A este le temblaban los brazos, notaba los hombros ardiendo a causa del esfuerzo muscular de impulsar todo su cuerpo, toda la embarcación por los mares. Más fuerte. ¡Maldita sea, más fuerte!

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