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La copa dorada – Henry James

C Capítulo I uando pensaba en ello, el Príncipe se daba cuenta de que Londres siempre le había gustado. El Príncipe era uno de esos romanos modernos que encuentran junto a las orillas del Támesis una imagen más convincente de la fidelidad del antiguo estado que la que habían dejado junto a las orillas del Tíber. Formado en la leyenda de aquella ciudad a la que el mundo entero rendía tributo, veía en el actual Londres, mucho más que en la contemporánea Roma, la verdadera dimensión del concepto de Estado. Se decía el Príncipe que, si se trataba de una cuestión de Imperium, y si uno quería, como romano, recobrar un poco ese sentido, el lugar al que debía ir era al Puente de Londres y, mejor aún, si era en una hermosa tarde de mayo, al Hyde Park Corner. Sin embargo, a ninguno de estos dos lugares, al parecer centros de su predilección, había guiado sus pasos en el momento en que le encontramos, sino que había ido a parar, lisa y llanamente, a Bond Street, en donde su imaginación, propicia ahora a ejercicios de alcance relativamente corto, le inducía a detenerse de vez en cuando ante los escaparates en los que se exhibían objetos pesados y macizos, en oro y plata, en formas aptas para llevar piedras preciosas o en cuero, hierro, bronce, destinados a cien usos y abusos, tan apretados como si fueran, en su imperial insolencia, el botín de victorias alcanzadas en lejanos pagos. Sin embargo, los movimientos del joven Príncipe en manera alguna revelaban atención, ni siquiera cuando se detenía al vislumbrar algunos rostros que pasaban por la calle junto a él bajo la sombra de grandes sombreros con cintajos, u otros todavía más delicadamente matizados por las tensas sombrillas de seda, sostenidas de manera que quedaban con una intencionada inclinación, casi perversa, en los coches del tipo victoria que esperaban junto a la acera. Los vagos pensamientos del Príncipe eran no poco sintomáticos, por cuanto a pesar de que la época de veraneo había comenzado ya, y con ello a menguar la densidad del tránsito en las calles, se percibían rostros, en esta tarde de agosto, con posibilidades propias de aquel escenario. No obstante, la verdad es que el Príncipe se sentía inquieto hasta el punto de no poder concentrarse, y la última idea que se le hubiera ocurrido entonces hubiese sido la de emprender una persecución, fuera cual fuere su naturaleza. En el curso de los últimos seis meses, el Príncipe había estado empeñado en una persecución como jamás lo había estado en su vida y esto era lo que le tenía alterado ahora, en el momento en que nos fijamos en él, la idea de justificar su empeño. La captura había sido el premio a su persecución, o, como él mismo habría podido expresar: el éxito había sido el precio de la virtud. Por eso, la fijeza de su pensamiento en este asunto le había puesto de un humor más serio que alegre. Una expresión de austeridad, que hubiera podido confundirse con la de fracaso, cubría su rostro bien parecido, grave y de líneas sólidas y regulares, aunque, al mismo tiempo, extraño por sus ojos azules, el bigote castaño oscuro y unos rasgos, tan levemente «extranjeros» desde el punto de vista inglés, que quizás hubieran motivado el comentario, superficialmente halagador, de que parecía un irlandés «refinado». Lo que había ocurrido era que poco antes, a las tres de la tarde, el destino del Príncipe había quedado marcado casi irremisiblemente y que, aunque pretendiera luchar contra él, se daba una gravedad parecida a la que se produce cuando después de cerrar con la más fuerte cerradura que imaginarse pueda, la llave queda trabada en ella. Nada cabía hacer todavía, salvo pensar en lo que se había hecho ya. Y esto era lo que nuestro personaje pensaba mientras paseaba sin rumbo. Equivalía a haberse casado, habida cuenta del carácter definitivo con que los abogados, a las tres de la tarde, habían permitido que se fijara la fecha de la boda, ahora ya tan cercana. A las ocho y media en punto, cenaría con la señorita en cuya representación, y en la de su padre, los abogados londinenses habían llegado a un acuerdo inspiradamente armonioso con el representante del Príncipe, el pobre Calderoni, recién llegado de Roma. Éste se hallaba ahora en el extraño trance de que el señor Verver en persona le enseñara Londres, antes de partir a toda prisa camino de Roma. Sí, el propio señor Verver, que tan poca importancia daba a sus millones y que, en los acuerdos prematrimoniales, en nada había influido para imponer el principio de reciprocidad. Y la reciprocidad que más sorprendía al Príncipe en esos momentos era la que consistía en que el señor Verver obsequiara con su compañía a Calderoni, para enseñarle los leones enjaulados. Si algo había en el mundo que el joven Príncipe se propusiera en el momento presente era ser mucho más digno y decente, en su calidad de yerno, de lo que lo habían sido, como tales, gran número de sus amigos. Pensaba en aquellos amigos de los que él tanto se diferenciaría, en idioma inglés. Mentalmente, utilizaba términos ingleses para expresar esas diferencias, porque, debido a estar familiarizado con esta lengua desde sus más tiernos años, no hallaba en ella el más leve rastro de barbarismo, ni al oído ni a la lengua, y le parecía cómoda en la vida para gran número de relaciones. Y, cosa rara, también la encontraba cómoda para hablar consigo mismo, aun cuando no olvidaba que, con el paso del tiempo, podían dársele otras relaciones entre las que cabria incluir una más íntima gradación de esa relación consigo mismo, en la que utilizaría, posiblemente con violencia, el instrumento más grande o más afinado —¿cuál de las dos características?— de su lengua materna. La señorita Verver le había dicho que hablaba demasiado bien el inglés y que éste era su único defecto, pero el Príncipe hubiera sido incapaz de hablar peor esa lengua, ni siquiera para complacer a la señorita Verver.


El Príncipe había dicho: —Cuando quiero hablar mal, hablo en francés. Con esto insinuaba que había ocasiones, generalmente propicias a la injuria, en las que el francés era el idioma más adecuado. La muchacha dio a entender al Príncipe que estimaba que estas palabras no suponían más que un comentario acerca del francés, idioma que ella hablaba y que siempre había deseado hablar bien o, por lo menos, mejor. Y además, que había puesto de manifiesto su evidente convencimiento de que el uso del francés exigía una inteligencia que ella jamás llegaría a poseer. Él dio respuesta a estas palabras —respuesta afable y encantadora, como todas las que la otra parte contratante había recibido del Príncipe en los acuerdos del día de hoy— diciendo que se dedicaba a practicar el norteamericano, a fin de poder conversar en igualdad de condiciones, valga la expresión, con el señor Verver. Su futuro suegro, dijo, dominaba de tal manera el norteamericano que él siempre quedaba en desventaja cuando hablaban. Además, el Príncipe había hecho a la muchacha una observación que la conmovió más que ninguna otra de las suyas. —Tu padre es un verdadero galantuomo, sin la menor duda. En este aspecto hay muchos falsarios. Estoy convencido de que tu padre es el hombre más bueno que he conocido en mi vida. La muchacha respondió alegremente a estas palabras: —¿Hay alguna razón para dudarlo? Fue precisamente esta pregunta la que indujo al Príncipe a pensar. Las realidades, o por lo menos muchas de las realidades que hacían que el señor Verver fuera como era, parecían demostrar la falsedad de otras realidades que, en el caso de otras personas que el Príncipe conocía, no habían producido el mismo resultado. El Príncipe repuso: —El estilo de tu padre puede suscitar dudas. La chica no había pensado en esto. —¿El estilo de papá? No tiene. —Efectivamente, no tiene ni estilo. Ni siquiera el tuyo. Riéndose, la muchacha observó: —Muchas gracias por el «ni siquiera». —¡Querida, tu estilo es maravilloso! Pero tu padre tiene su propio estilo. He podido advertirlo. No lo dudes, lo tiene. Y lo más importante es que ese estilo es el que le ha hecho destacar. En este punto, nuestra muchacha se mostró en desacuerdo: —Su bondad es lo que le ha hecho destacar. —Querida, a mi juicio, la bondad jamás ha hecho destacar a nadie. La verdadera bondad es, precisamente, lo que impide destacar a la gente.

Esta distinción hecha por él mismo le interesó y divirtió, y añadió: —No. Se debe a su estilo, que le pertenece sólo a él. La muchacha, dudando todavía, dijo: —Es el estilo norteamericano. Nada más. —Exactamente. Esto es todo. Es un estilo que le cuadra, y en consecuencia ha de ser bueno a determinados efectos. Sonriendo, Maggie Verver le preguntó: —¿Crees que sería bueno para ti? La respuesta que el Príncipe dio a esta pregunta fue la más feliz que podía dar: —Si realmente quieres saberlo, querida, y teniendo en cuenta cómo soy, creo que no hay nada que pueda perjudicarme o beneficiarme, y esto tendrás ocasión de comprobarlo. Puedes decir, si quieres, que soy un galantuomo, de lo cual albergo fervientes esperanzas, aunque, en realidad, se me puede comparar con un pollo, en el mejor de los casos, troceado y con salsa, o transformado en crême de volaille, sin la mitad de las partes. Tu padre, por el contrario, es el ave al natural, correteando por la basse cour. Sus plumas, sus movimientos, los sonidos que emite, todo esto son las partes que, en mi caso, faltan. —¡Menos mal, porque los pollos vivos no se pueden comer! Estas palabras no enojaron al Príncipe, a pesar de lo cual les dio una enérgica respuesta: —Bueno, la verdad es que estoy comiéndome vivo a tu padre, que es la única manera de saborearlo. Y quiero seguir haciéndolo, porque como quiera que, cuando habla en norteamericano, es cuando más vivo está, debo cultivar su manera de hablar, para seguir gozando. Tu padre jamás conseguiría formar a otro hombre parecido a él, en ningún otro idioma. Poco importaba que la muchacha siguiera remisa a dar la razón al Príncipe, pues su renuencia no era más que fruto del placer que sentía: —Pues yo creo que mi padre podría conseguir que te parecieras a él, en chino. —Sería un trabajo innecesario. Quiero decir que tu padre es el resultado inevitable de un gran carácter. En consecuencia, lo que me gusta es ese carácter que ha hecho posible la existencia de una persona como tu padre. Riendo, la muchacha observó: —Pues tendrás sobradas ocasiones de oírlo antes de acabar con nosotros. Éstas fueron las únicas palabras que verdaderamente consiguieron hacer que el Príncipe frunciera el entrecejo. —Por favor, ¿qué quieres decir con «acabar con nosotros»? —Hasta que nos conozcas totalmente. El Príncipe pudo contestar como si se tratara de una chanza: —Mi amor, ya he comenzado a hacerlo. A mi juicio, ya os conozco lo suficiente para no sorprenderme jamás de nada. Después de una pausa, prosiguió: —Vosotros sois quienes no sabéis nada. Consto de dos partes.

Sí, hasta este punto la muchacha había inducido al Príncipe a hablar. Continuó: —Una de las dos partes es consecuencia de la Historia, de los hechos, los matrimonios, los crímenes, las locuras, las bêtises sin límites de otras personas; principalmente es el resultado del indignante derroche de dinero que hubiera debido ir a parar a mis manos. Estos hechos constan por escrito en libros que llenan literalmente estanterías enteras en las bibliotecas y son tan conocidos como abominables. Cualquiera puede conocerlos, y vosotros dos habéis sabido enfrentaros a ellos cara a cara, lo que me parece maravilloso. Pero hay otra cosa, mucho más pequeña, que, sin la menor duda y a pesar de ser pequeña, representa mi individualidad, mi calidad personal desconocida y carente de importancia —carente de importancia para todos salvo para vosotros—. De esta parte, nada habéis descubierto. Valerosamente, la muchacha había contestado: —Afortunadamente, querido; de lo contrario, ¿adónde iría a parar la prometida ocupación de mi futuro? Incluso ahora, el joven Príncipe recordaba lo extraordinariamente diáfano —de ninguna otra manera podía calificarlo— y bello que era el aspecto de la muchacha, cuando dijo estas palabras. También recordaba que, sinceramente, le había contestado: —Ya sabes que los reinados más felices son los reinados sin historia. Convencida de la verdad de sus palabras, la muchacha observó: —¡La historia no me da miedo! Si quieres, puedes llamarla la parte mala. Ahora bien, tu historia se te nota a la legua. Y Maggie Verver también dijo: —Si no, ¿qué crees que me indujo a fijarme en ti, al principio? No fue, como supongo que notaste, eso que llamas tu calidad personal, tu individual personalidad. Fueron las generaciones que llevas detrás, las locuras y los crímenes, los expolios y los derroches, aquel perverso papa, el más monstruoso de todos, al que tantos volúmenes de tu biblioteca familiar están dedicados. Ya he leído dos o tres, y pienso dedicarme a leer cuantos pueda, tan pronto tenga tiempo.

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